IV
CAMBIO DE VERJA
Parecía que ese jardín, creado antiguamente para ocultar los misterios libertinos, se hubiera transformado para abrigar los misterios castos. Ya no había ni glorietas, ni cuadros de césped, ni cenadores, ni grutas, había una magnífica oscuridad desmelenada, cayendo como un velo de todas partes. Pafos había vuelto a ser Edén. Un no sé qué de arrepentimiento se había apoderado de aquel retiro. Esta florista ofrecía ahora sus flores al alma. Este coquetón jardín, antiguamente muy comprometido, había recobrado la virginidad y el pudor. Un presidente asistido por un jardinero, un buen hombre que se creía continuador de Lamoignon, y otro buen hombre que creía serlo de Le Nôtre, lo habían rodeado, cortado, emperifollado, adornado para la galantería; la naturaleza lo había recobrado, lo había llenado de sombra y lo había adornado para el amor.
Había también en aquella soledad un corazón que estaba dispuesto. El amor no tenía más que mostrarse; había allí un templo compuesto de verdura, de hierba, de musgo, de suspiros, de pájaros, de blandas tinieblas, de ramas agitadas, y un alma hecha de dulzura, de fe, de candor, de esperanza, de aspiración y de ilusión.
Cosette había salido del convento siendo una niña casi; tenía algo más de catorce años, y estaba en la «edad ingrata»; ya lo hemos dicho, aparte los ojos, parecía más bien fea que bonita; sin embargo, ninguno de sus rasgos estaba desprovisto de gracia, pero era torpe, flaca, tímida y atrevida a la vez, una niña grande, en una palabra.
Su educación estaba terminada; es decir, le habían enseñado religión, y también y especialmente la devoción; luego «historia», esto es, la cosa que se llama así en el convento, geografía, gramática, los participios, los reyes de Francia, un poco de música, etcétera, pero del resto lo ignoraba todo, lo cual es un encanto y un peligro. El alma de una joven no debe permanecer a oscuras; más tarde aparecen en ella espejismos demasiado bruscos y vivos como en una habitación oscura. Debe ser instruida dulce y discretamente, más bien con el reflejo de las realidades que con su luz directa y dura. Media luz útil y graciosamente austera que disipa los miedos pueriles e impide las caídas. No hay más que el instinto maternal, intuición admirable en la que entran los recuerdos de la virgen y las experiencias de la mujer, que sepa cómo y de qué debe estar hecha esta media luz. Nada suple a este instinto. Para formar el alma de una joven, todas las religiones del mundo no valen lo que una madre.
Cosette no había tenido madre. Había tenido madres, en plural.
En cuanto a Jean Valjean, en él se juntaban todas las ternuras y todas las solicitudes; pero no era sino un viejo que no sabía nada de nada.
Así, en esta obra de la educación, en este grave aspecto de la preparación de una mujer para la vida, ¡cuánta ciencia hace falta para luchar contra esa gran ignorancia que se llama inocencia!
Nada prepara a una joven para las pasiones como un convento. El convento vuelve el pensamiento del lado de lo desconocido. El corazón, replegado sobre sí mismo, se hunde, no pudiendo esparcirse, y se profundiza, no pudiendo desarrollarse. De ahí las visiones, las suposiciones, las conjeturas, las novelas esbozadas, las aventuras deseadas, las construcciones fantásticas, los edificios enteros construidos en la oscuridad interior del espíritu, sombrías y secretas mansiones donde las pasiones encuentran inmediatamente sitio donde alojarse cuando la verja abierta les permite entrar. El convento es una compresión que para triunfar sobre el corazón humano debe durar toda la vida.
Al abandonar el convento, Cosette no podía encontrar nada tan dulce y tan peligroso como la casa de la calle Plumet. Era la continuación de la soledad con el principio de la libertad; un jardín cerrado, pero una naturaleza acre, rica, voluptuosa y perfumada; los mismos sueños que en el convento, pero con jóvenes vislumbrados; una verja, pero abierta a la calle.
No obstante, lo repetimos, cuando llegó allí no era aún más que una niña. Jean Valjean le entregó aquel jardín oculto. «Haz todo lo que quieras», le decía. Esto divertía a Cosette; removía todas las matas y todas las piedras, buscaba «animalitos»; jugaba en él, mientras esperaba el momento de soñar en él; amaba aquel jardín por los insectos que encontraba bajo sus pies y a través de la hierba, mientras esperaba el momento de amarlo por las estrellas que vislumbraría entre las ramas, por encima de su cabeza.
Y luego, amaba a su padre, es decir, a Jean Valjean, con toda su alma, con una ingenua pasión filial que convertía al buen hombre en un compañero deseado y encantador. Recordaremos que el señor Madeleine leía mucho, Jean Valjean continuó haciéndolo; había llegado a hablar bien; tenía la riqueza secreta y la elocuencia de una inteligencia humilde y verdadera, espontáneamente cultivada. Le había quedado justo la suficiente aspereza para sazonar su bondad; era un espíritu rudo y un corazón dulce. En el Luxemburgo, en sus conversaciones, daba largas explicaciones de todo, basándose en lo que había leído, y basándose asimismo en lo que había sufrido. Mientras le escuchaba, los ojos de Cosette andaban vagamente errantes.
Aquel hombre sencillo bastaba al pensamiento de Cosette, igual que aquel salvaje jardín a sus juegos. Cuando acababa de perseguir las mariposas, llegaba a su lado jadeante y exclamaba: «¡Ah, cuánto he corrido!»; él la besaba en la frente.
Cosette adoraba al buen hombre. Iba siempre pegada a sus talones. Allí donde estaba Jean Valjean, estaba el bienestar. Como Jean Valjean no habitaba ni el pabellón ni el jardín, ella se encontraba mejor en el patio empedrado que en el cercado lleno de flores, y en la pequeña vivienda amueblada con sillas de paja que en el gran salón cubierto de tapices, donde se adosaban sillones acolchados. Jean Valjean le decía algunas veces, sonriendo por la felicidad de ser importunado: «¡Pero vete a tu casa! ¡Déjame solo un poco!».
Ella le hacía esas cariñosas y tiernas carantoñas que tienen tanta gracia, viniendo de la hija.
—Padre, tengo mucho frío en vuestra casa; ¿por qué no ponéis aquí una alfombra y una estufa?
—Querida niña, ¡hay tanta gente que vale más que yo, y que no tiene ni siquiera un techo sobre sus cabezas...!
—Entonces, ¿por qué yo tengo tanto fuego en mi casa, y todo cuanto necesito?
—Porque eres una mujer y una niña.
—¡Bah! ¿Es que los hombres deben tener frío y estar mal?
—Algunos sí.
—Está bien, vendré aquí muy a menudo, y os veréis obligado a encender el fuego.
Y le decía aún:
—Padre, ¿por qué coméis pan tan malo como éste?
—Porque sí, hija mía.
—Conforme, si vos lo coméis, yo también lo comeré.
Entonces, para que Cosette no comiera pan negro, Jean Valjean comía pan blanco.
Cosette se acordaba confusamente de su infancia. Rezaba mañana y noche por su madre, a la que no había conocido. Los Thénardier se le habían quedado grabados como dos figuras temibles, en estado de sueño. Recordaba que una vez había ido de noche a buscar agua a un bosque. Creía que era muy lejos de París. Le parecía que había empezado a vivir en un abismo, y que Jean Valjean la había sacado de él. Su infancia le hacía el efecto de un tiempo en el que no había a su alrededor más que ciempiés, arañas y serpientes. Cuando por la noche, antes de dormirse, pensaba, como no tenía una idea muy clara de ser la hija de Jean Valjean y que él fuera su padre, se imaginaba que el alma de su madre había pasado a aquel buen hombre, y había ido a vivir a su lado.
Cuando él estaba sentado, ella apoyaba su mejilla contra sus blancos cabellos, y dejaba silenciosamente caer una lágrima en ellos, diciéndose: «¡Tal vez este hombre es mi madre!».
Cosette, aunque esto resulte extraño, en la profunda ignorancia de la joven educada en el convento, siendo la maternidad absolutamente incompatible con la virginidad, había terminado por figurarse que ella había tenido tan poca madre como era posible. Ni siquiera sabía el nombre de esa madre. Todas las veces que se lo preguntaba a Jean Valjean, éste se callaba. Si repetía su pregunta, él respondía con una sonrisa. Una vez ella insistió; la sonrisa terminó con una lágrima.
Este silencio de Jean Valjean cubría la noche de Fantine.
¿Era prudencia? ¿Era respeto? ¿Era temor de confiar al azar de otra memoria ese nombre?
Mientras Cosette fue pequeña, Jean Valjean le había hablado de su madre voluntariamente; cuando fue joven, esto le resultó imposible. Le parecía que ya no se atrevía. ¿Era a causa de Cosette? ¿Era a causa de Fantine? Experimentaba una especie de horror religioso a hacer entrar aquella sombra en el pensamiento de Cosette, y a poner a la muerta en terceros, en sus vidas. Cuanto más sagrada le resultaba aquella sombra, más temible le parecía. Pensaba en Fantine y se sentía abrumado de silencio. Veía vagamente en las tinieblas algo que le parecía un dedo posado sobre una boca. Todo aquel pudor que había residido en Fantine, y que durante su vida había salido violentamente de ella, ¿había vuelto después de su muerte a posarse sobre ella, velando indignado por la paz de aquella muerta y, feroz, guardando su tumba? Jean Valjean, sin saberlo, ¿se veía sometido a su presión? Nosotros, que creemos en la muerte, no somos de los que rechazaríamos esta misteriosa explicación. De ahí la imposibilidad de pronunciar ese nombre, incluso para Cosette.
Un día Cosette le dijo:
—Padre, esta noche he visto a mi madre en sueños. Llevaba dos grandes alas. Mi madre, en la vida, debió de haber estado cerca de la santidad.
—Por el martirio —repuso Jean Valjean.
Por lo demás, Jean Valjean era feliz.
Cuando Cosette salía con él, ella se apoyaba sobre su brazo orgullosa, feliz, con el corazón rebosante. Jean Valjean, ante estas señales de una ternura tan exclusiva y satisfecha por él solo, sentía que su pensamiento se fundía en delicias. El pobre hombre se estremecía inundado de una alegría angélica; se afirmaba a sí mismo con transporte que aquello duraría toda la vida; se decía que verdaderamente no había sufrido lo bastante como para merecer una felicidad tan radiante, y agradecía a Dios, en las profundidades de su alma, por haber permitido que llegara a ser amado así, él, un miserable, por aquel ser inocente.
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