IV

GRIETAS EN LOS CIMIENTOS



En el momento en que el drama que relatamos va a penetrar en la espesura de una de las trágicas nubes que cubren los principios del reinado de Luis Felipe, era preciso que no hubiera equívocos, y era necesario que este libro se refiriera a este rey.

Luis Felipe había entrado en la autoridad real sin violencia, sin acción directa por su parte, por el hecho de un giro revolucionario, evidentemente muy distinto del objeto real de la revolución, pero en el cual él, duque de Orleans, no tenía ninguna iniciativa personal. Había nacido príncipe, y se creía elegido rey. No se había adjudicado a sí mismo este mandato; tampoco se lo había tomado; se lo ofrecieron, y él lo había aceptado; convencido, equivocadamente, es cierto, pero convencido de que el ofrecimiento se hacía según el derecho y la aceptación según el deber. De ahí una posesión de buena fe. Pero, lo declaramos con toda conciencia, estando Luis Felipe de buena fe en su posesión, y la democracia en su ataque, la cantidad de terror que se desprende de las luchas sociales no grava ni al rey ni a la democracia. Un choque de principios se parece a un choque de elementos. El océano defiende al agua, el huracán defiende al viento; el rey defiende a la realeza, y la democracia defiende al pueblo; lo relativo, que es la monarquía, resiste a lo absoluto que es la república; la sociedad sangra bajo este conflicto, pero lo que hoy es su sufrimiento será mañana su salud; y, en cualquier caso, no hay por qué censurar aquí a los que luchan; una de las dos partes evidentemente se engaña; el derecho no está, como el coloso de Rodas, en dos orillas a la vez, con un pie en la república y un pie en la realeza; es indivisible, y todo de un lado; pero los que se engañan, se engañan sinceramente; un ciego no es más culpable que bandido lo es un insurgente de Vandea. No imputemos, pues, más que a la fatalidad de las cosas estas temibles colisiones. Cualesquiera que sean estas tempestades, la irresponsabilidad humana está mezclada en ellas.

Acabemos esta exposición.

El Gobierno de 1830 se enfrentó enseguida con una vida dura. Naciendo ayer, debió combatir hoy.

Apenas instalado, sentía ya por todas partes vagos movimientos de tracción sobre el aparato de julio, tan recientemente colocado y tan poco sólido aún.

La resistencia nació al día siguiente; tal vez incluso había nacido la víspera.

De mes en mes la hostilidad creció, y de sorda se convirtió en hecho patente.

La Revolución de Julio, poco aceptada fuera de Francia por los reyes, lo hemos expresado ya, había sido en Francia interpretada diversamente.

Dios entrega a los hombres voluntades visibles en los acontecimientos, texto oscuro, escrito en una lengua misteriosa. Los hombres hacen enseguida traducciones; traducciones apresuradas, incorrectas, llenas de faltas, de lagunas y de contrasentidos. Muy pocos espíritus comprenden la lengua divina. Los más sagaces, los más tranquilos, los más profundos, descifran lentamente, y cuando llegan con su texto, la tarea está realizada desde hace largo tiempo, hay ya veinte traducciones sobre la plaza pública. De cada traducción nace un partido y de cada contrasentido una facción; y cada partido cree poseer el único texto verdadero, y cada facción cree poseer la luz.

A menudo el mismo poder es una facción.

En las revoluciones hay nadadores a contracorriente; son los viejos partidos.

Para los viejos partidos que se unen a la herencia por la gracia de Dios, y al haber salido las revoluciones del derecho de revuelta, tienen derecho de revuelta contra ellas. Error. Pues en las revoluciones el revoltoso no es el pueblo, es el rey. Revolución es precisamente lo contrario de revuelta. Toda revolución, al ser un cumplimiento normal, contiene en sí su legitimidad, que falsos revolucionarios deshonran a veces, pero que persiste, incluso manchada, que sobrevive, incluso ensangrentada. Las revoluciones salen, no de un accidente, sino de la necesidad. Una revolución es el regreso de lo ficticio a lo real. Es porque es preciso que sea.

Los viejos partidos legitimistas no asaltan menos a la revolución de 1830 con todas las violencias que brotan del falso razonamiento. Los errores son excelentes proyectiles. La golpean sabiamente allí donde es más vulnerable, en su falta de coraza, en su falta de lógica; atacan a esta revolución en su realeza. Le gritan: «Revolución, ¿por qué este rey?». Las facciones son ciegos que ven justo.

Este grito lo lanzaban igualmente los republicanos. Pero viniendo de ellos, este grito era lógico. Lo que era ceguera en los legitimistas era clarividencia en los demócratas. 1830 había provocado la bancarrota del pueblo. La democracia indignada se lo reprochaba.

Entre el ataque del pasado y el ataque del porvenir, el establecimiento de Julio se debatía.

Además, al convertirse la Revolución en Monarquía, 1830 estaba obligado a adoptar el paso de Europa. Guardar la paz, aumento de complicación. Una armonía querida a contrasentido es a menudo más onerosa que una guerra. De este sordo conflicto, siempre amordazado, pero siempre rugiente, nació la paz armada, ese ruinoso expediente de la civilización sospechosa a sí misma. La realeza de julio montaba en cólera, a pesar de que la tuvo en el atalaje de los gabinetes europeos. Metternich le hubiera puesto de buena gana el ronzal. Empujada en Francia por el progreso, empujaba en Europa a las monarquías retrógradas. Remolcada, remolcaba.

No obstante, en el interior, pauperismo, proletariado, salario, educación, penalidad, prostitución, derecho de la mujer, riqueza, miseria, producción, consumo, repartición, cambio, moneda, crédito, derecho de capital, derecho de trabajo, todas estas cuestiones se multiplicaban por encima de la sociedad; peso terrible.

Aparte los partidos políticos propiamente dichos, se manifestaba otro movimiento. A la fermentación democrática respondía la fermentación filosófica. La élite se sentía turbada como la multitud; de otra manera, pero tanto como ella.

Los pensadores meditaban, mientras que el suelo, es decir, el pueblo, atravesado por corrientes revolucionarias, temblaba bajo las mismas con no sé qué vagas sacudidas epilépticas. Esos soñadores, aislados los unos, reunidos los otros en familias, casi en comuniones, removían las cuestiones sociales, pacífica pero profundamente; mineros impasibles, que abrían tranquilamente sus galerías en las profundidades de un volcán, molestados apenas por las conmociones sordas y los hornos entrevistos.

Esa tranquilidad no era el espectáculo menos hermoso de esa época agitada.

Esos hombres dejaban a los partidos políticos la cuestión de los derechos; se ocupaban de la cuestión de la felicidad.

El bienestar del hombre, esto es lo que querían extraer de la sociedad.

Elevaban las cuestiones materiales, las cuestiones de agricultura, de industria, de comercio, casi a la dignidad de una religión. En la civilización, tal como se hace, un poco por Dios, mucho por el hombre, los intereses se combinan, se agregan, se amalgaman de manera capaz de formar una verdadera roca dura, según una ley dinámica pacientemente estudiada por los economistas, esos geólogos de la política.

Estos hombres que se agrupaban bajo apelaciones distintas, pero que pueden ser designados todos bajo el título genérico de socialistas, procuraban agujerear dicha roca y hacer brotar de ella las aguas vivas de la felicidad humana.

Desde la cuestión del cadalso hasta la cuestión de la guerra, sus trabajos lo abarcaban todo. Al derecho del hombre, proclamado por la Revolución francesa, añadían el derecho de la mujer y el derecho del niño.

No nos sorprenderemos de que, por diversas razones, no tratemos aquí a fondo, desde el punto de vista teórico, las cuestiones promovidas por el socialismo. Nos limitamos a señalarlas.

Todos los problemas que se proponían los socialistas, las visiones cosmogónicas, dejados aparte el ensueño y el misticismo, pueden ser elevadas a dos problemas principales.

Primer problema: producir la riqueza.

Segundo problema: repartirla.

El primer problema contiene la cuestión del trabajo.

El segundo contiene la cuestión del salario.

En el primer problema se trata del empleo de las fuerzas.

En el segundo de la distribución de los goces.

Del buen empleo de las fuerzas resulta la felicidad individual.

Por buena distribución es preciso entender no distribución igual sino distribución equitativa. La primera igualdad es la equidad.

De estas dos cosas combinadas, poder público por fuera, y felicidad individual por dentro, resulta la prosperidad social.

Prosperidad social significa el hombre feliz, el ciudadano libre, la nación grande.

Inglaterra resuelve el primero de estos problemas. Crea admirablemente la riqueza; la reparte mal. Esta solución, que no es completa más que por un lado, la lleva fatalmente a dos extremos: opulencia monstruosa y miseria monstruosa. Todos los goces para algunos, todas las privaciones para los otros, es decir, el pueblo; el privilegio, la excepción, el monopolio, el feudalismo, nacen del trabajo mismo. Situación falsa y peligrosa que asienta el poder público sobre la miseria privada y que enraíza la grandeza del Estado en los sufrimientos del individuo. Grandeza mal compuesta, en la que se combinan todos los elementos materiales y en la cual no entra ningún elemento moral.

El comunismo y la ley agraria creen resolver el segundo problema. Se engañan. Su repartición mata la producción. La partición igual anula la emulación. Y, por consiguiente, el trabajo. Es un reparto hecho por el carnicero, que mata lo que reparte. Es, pues, imposible detenerse en estas pretendidas soluciones. Matar la riqueza no es repartirla.

Los dos problemas requieren ser resueltos juntos para quedar bien resueltos. Las dos soluciones han de ser combinadas y no hacer de ellas más que una.

No resolváis más que el primer problema y seréis Venecia, seréis Inglaterra. Tendréis como Venecia un poderío artificial, o como Inglaterra un poder material; seréis el mal rico. Pereceréis por la violencia, como ha muerto Venecia, o por una bancarrota, como caerá Inglaterra. Y el mundo os dejará morir y caer, porque el mundo deja caer y morir todo lo que no es más que egoísmo, todo lo que no representa para el género humano una virtud o una idea.

Queda bien entendido aquí que con estas palabras, Venecia, Inglaterra, designamos, no a los pueblos, sino a las construcciones sociales; las oligarquías superpuestas a las naciones, y no las naciones mismas. Las naciones cuentan siempre con nuestro respeto y nuestra simpatía. Venecia, pueblo, renacerá; Inglaterra, aristocracia, caerá, pero Inglaterra, nación, es inmortal. Dicho esto, proseguimos.

Resolved los dos problemas, estimulad al rico y proteged al pobre, suprimid la miseria, poned un término a la explotación injusta del débil por el fuerte, poned un freno a los celos inicuos de los que están en camino en contra de los que han llegado; ajustad matemática y fraternalmente el salario al trabajo, acompañad con la enseñanza gratuita y obligatoria el crecimiento de la infancia y haced de la ciencia la base de la virilidad, desarrollad las inteligencias mientras os ocupáis de los brazos, sed a la vez un pueblo poderoso y una familia de hombres felices, democratizad la propiedad, no aboliéndola, sino universalizándola, de manera que todo ciudadano, sin excepción, sea propietario, cosa más fácil de lo que se cree; en dos palabras, aprended a producir la riqueza y aprended a repartirla, y tendréis conjuntamente la grandeza material y la grandeza moral, y seréis dignos de llamaros Francia.

Esto es, dejando de lado lo que proclamaban algunas sectas extraviadas, lo que decía el socialismo; esto es lo que buscaba en los hechos, esto es lo que esbozaba en los espíritus.

¡Esfuerzos admirables! ¡Tentativas sagradas!

Estas doctrinas, estas teorías, estas resistencias, la necesidad inesperada para el hombre de Estado de contar con los filósofos, confusas evidencias entrevistas, una política nueva que crear, de acuerdo con el viejo mundo, sin demasiado desacuerdo con el ideal revolucionario, una situación en la cual era preciso emplear a Lafayette para defender a Polignac, la intuición del progreso transparente bajo la sublevación, las cámaras y la calle, las competiciones a equilibrar a su alrededor, su fe en la revolución, tal vez no sé qué resignación eventual nacida de la vaga aceptación de un derecho definitivo y superior, su voluntad de permanecer de su raza, su espíritu de familia, su sincero respeto al pueblo, su propia honestidad preocupaban a Luis Felipe casi dolorosamente, y por momentos, por fuerte y valeroso que fuese, lo abrumaban bajo la dificultad de ser rey.

Sentía bajo sus pies una disgregación temible, que no era, sin embargo, una reducción a polvo, siendo Francia más Francia que nunca.

Tenebrosos amontonamientos cubrían el horizonte. Una sombra extraña, avanzando gradualmente, se extendía poco a poco sobre los hombres, sobre las cosas, sobre las ideas; sombra que procedía de las cóleras y de los sistemas. Todo lo que había sido ahogado apresuradamente, se removía y fermentaba. A veces, la conciencia del hombre honesto recobraba su respiración; tanto malestar había en el aire, donde los sofismas se mezclaban a las verdades. Los espíritus temblaban en la ansiedad social como las hojas al acercarse una tempestad. La tensión eléctrica era tal que, en algunos instantes, el primer llegado, un desconocido, relampagueaba. Luego la oscuridad crepuscular caía de nuevo. A intervalos, profundos y sordos rugidos permitían formar un juicio sobre la cantidad de rayos que había en la nube.

Apenas habían transcurrido veinte meses desde la Revolución de Julio, y el año 1832 se había abierto con un aspecto de inminencia y de amenaza. La miseria del pueblo, los trabajadores sin pan, el último príncipe de Condé desaparecido en las tinieblas, Bruselas expulsando a los Nassau, como París a los Borbones, Bélgica ofreciéndose a un príncipe francés, y dada a un príncipe inglés, el odio ruso de Nicolás, detrás de nosotros, dos demonios del Mediodía, Fernando en España, Miguel en Portugal, la tierra temblando en Italia, Metternich extendiendo la mano sobre Bolonia, Francia atropellando a Austria en Ancona, al norte, un siniestro ruido de martillo, clavando a Polonia en su féretro, en toda Europa miradas irritadas vigilando a Francia, Inglaterra aliada sospechosa, preparada a empujar lo que se inclinase y a lanzarse sobre lo que cayese, la Cámara alta abrigándose detrás de Beccaria para negar cuatro cabezas a la ley, las flores de lis borradas sobre la carroza del rey, la cruz arrancada de Notre-Dame, Lafayette disminuido, Laffitte arruinado, Benjamin Constant muerto en la indigencia, Casimir Périer muerto en el agotamiento del poder; la enfermedad política y la enfermedad social se declaran a la vez en las dos capitales del reino, la ciudad del pensamiento y la ciudad del trabajo; en París, la guerra civil; en Lyon, la guerra servil; en las dos ciudades el mismo resplandor de hoguera; una púrpura de cráter en la frente del pueblo; el Mediodía fanatizado, el oeste turbado, la duquesa de Berry en Vandea, los complots, las conspiraciones, los levantamientos y el cólera añadían al sombrío rumor de las ideas el sombrío tumulto de los acontecimientos.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top