III

 ARGOT QUE LLORA Y ARGOT QUE RÍE


Como hemos dicho, el argot completo, el argot de hace cuatrocientos años, como el argot de hoy, está penetrado de ese tenebroso espíritu simbólico, que da a todas las palabras, ya un aspecto dolorido, ya un aire amenazador. Se descubre en ellas la antigua y terrible tristeza de los truhanes de la Corte de los Milagros, que jugaban a las cartas con naipes especiales, de los cuales se han conservado algunos. El ocho de bastos, por ejemplo, representaba un gran árbol con ocho grandes hojas de trébol, especie de personificación fantástica del bosque. Al pie del árbol se veía una hoguera, en que tres liebres asaban a un cazador en el asador, y detrás, en otra hoguera, una marmita humeante, de donde salía la cabeza de un perro.

Nada más lúgubre que estas represalias en pintura, y en una baraja, en presencia de las hogueras que quemaban a los contrabandistas, y de la caldera en que se cocían los monederos falsos. Las diversas formas que tomaba el pensamiento en el reino del argot, hasta la canción, hasta la burla, hasta la amenaza, tenían este carácter impotente y humillado.

Todas las canciones, cuya música se ha conservado alguna vez, eran humildes y lastimeras. El pigre se llamaba pobre pigre, y siempre es la liebre que se oculta; el ratón que se escapa, el pájaro que huye. Apenas reclama; se limita a suspirar; uno de sus gemidos ha llegado hasta nosotros: Mande na jabillo sasta Debel, o batu de manuces, asti traelar a desqueres chaboros y junelar desqueres bariches bi traelarse. El miserable, siempre que tiene tiempo de pensar, se hace pequeño ante la ley, y despreciable ante la sociedad: se echa boca abajo, suplica, se vuelve hacia la piedad; se conoce que sabe sus faltas.

Hacia mediados del último siglo se verificó un cambio. Las canciones de la cárcel, los ritornelos de los ladrones tomaron, por decirlo así, un gesto insolente y jovial. El quejumbroso maluré fue reemplazado por larifla. En el siglo XVIII vuelve a encontrarse en casi todas las canciones de las galeras y de los presidios, una alegría diabólica y enigmática. Se oye este estribillo estridente que parece iluminado por una luz fosfórica, y arrojado en un bosque por un fuego fatuo, tocando el pífano:

Mirlababi, surlababo,

Mirliton ribon ribette,

Surlababi, mirlababo,

Mirliton ribon ribo.

Esto se cantaba mientras se degollaba a un hombre en una cueva o en un escondrijo del bosque.

Síntoma grave. En el siglo XVIII, la antigua melancolía de esas tristes clases se disipa, se echan a reír, se burlan del gran Debel y del gran benguistano. Desde el tiempo de Luis XV llaman al rey de Francia «el marqués de Pantin». Ya están casi alegres. Una especie de ligera luz sale de estos miserables como si la conciencia no les pesase nada. Esas lastimeras tribus de la sombra no tienen ya solamente la audacia desesperada de las acciones, sino también la osadía negligente del ingenio. Indicio de que pierden el sentimiento de su criminalidad, y de que encuentran hasta entre los pensadores y los utopistas un apoyo, que desconocen ellos mismos; indicio de que el robo y el pillaje principian a infiltrarse hasta en las doctrinas y en los sofismas; de manera que pierden algo de su fealdad, prestando una gran parte de ella a los sofismas y a las doctrinas; indicio, en fin, si no se distrae esta corriente, de que se aproxima una explosión prodigiosa.

Detengámonos aquí un momento. ¿A quién acusamos? ¿Al siglo XVIII? ¿A su filosofía? No, ciertamente. La obra del siglo XVIII es sana y buena. Los enciclopedistas con Diderot a la cabeza; los fisiócratas con Turgot a la cabeza; los filósofos con Voltaire a la cabeza; los utopistas con Rousseau a la cabeza, son las cuatro legiones sagradas, a las cuales se debe el inmenso paso dado por la humanidad hacia la luz. Son las cuatro vanguardias del género humano, dirigiéndose a los cuatro puntos cardinales del progreso. Diderot a lo bello, Turgot a lo útil, Voltaire hacia lo verdadero, Rousseau hacia lo justo.

Pero al lado y por bajo de los filósofos estaban los sofistas, vegetación venenosa mezclada con el progreso saludable, cicuta en un bosque virgen. Mientras que el verdugo quemaba en el atrio del palacio de Justicia los grandes libros libertadores del siglo, escritores, hoy olvidados, publicaban, con privilegio del rey, ciertos escritos extrañamente desorganizadores, ávidamente leídos por los miserables. Algunas de estas publicaciones, patrocinadas, cosa singular, por un príncipe, se encuentran en la Biblioteca secreta. Estos hechos profundos, pero ignorados, no eran conocidos en la superficie. Algunas veces, la oscuridad de un hecho constituye su peligro: es oscuro, porque es subterráneo. De todos los escritores, el que quizá ahondó en las masas la galería más insalubre, fue Restif de la Bretonne.

Este trabajo, común a toda Europa, hizo más estragos en Alemania que en ninguna otra parte. En Alemania, durante cierto periodo, resumido por Schiller en su famoso drama Los Bandidos, el robo y el pillaje se erigían en protesta contra la propiedad y el trabajo; se asimilaban ciertas ideas elementales, especiosas y falsas, justas en apariencia, absurdas en realidad; se envolvían en estas ideas, desaparecían en ellas en cierto modo: tomaban un nombre abstracto, y pasaban al estado de teoría; y de esta manera circulaban entre la multitud laboriosa, paciente y honrada, sin noticia de los mismos químicos imprudentes que habían preparado la mixtura; sin saberlo las masas que la aceptaban. Siempre que se verifica un hecho de este género es muy grave. El padecimiento engendra la cólera, y mientras que las clases prosperan, se ciegan o se adormecen, lo cual es siempre cerrar los ojos, el odio de las clases desgraciadas enciende su antorcha a la luz de algún ánimo tétrico o contrahecho, que sueña en un rincón, y con ella se pone a examinar la sociedad. ¡El examen del odio! ¡Cosa terrible!

De aquí provienen, si la desgracia de los tiempos lo quiere, esas terribles conmociones que antes se llamaban jacquerías, a cuyo lado las agitaciones puramente políticas son juegos de niños, que no son ya la lucha del oprimido contra el opresor, sino la rebelión del malestar contra el bienestar. Todo se derrumba entonces.

Las jacquerías son temblores del pueblo.

Este peligro, inminente quizá en Europa a fines del siglo XVIII, fue el que vino a detener la Revolución francesa, ese acto inmenso de probidad.

La Revolución francesa, que no es más que lo ideal armado de la espada, se levantó, y con el mismo movimiento brusco, cerró la puerta del mal, y abrió la puerta del bien.

Desprendió la cuestión de todo lo que la oscurecía, promulgó la verdad, expulsó el miasma, saneó el siglo, y coronó al pueblo.

Puede decirse de ella que ha creado al hombre por segunda vez, dándole una segunda alma: el derecho.

El siglo XIX hereda y beneficia su obra; y hoy la catástrofe social que hemos indicado hace poco, es simplemente imposible. Denunciarla es ceguedad; temerla, necedad. La revolución es la vacuna de la jacquería.

Gracias a la revolución, las condiciones sociales han cambiado. Las enfermedades feudales y monárquicas no están ya en nuestra sangre; ya no hay nada de la Edad Media en nuestra constitución. No estamos ya en aquellos tiempos en que horribles palpitaciones interiores hacían una irrupción, en que se oía bajo los pies el oscuro rumor de un ruido sordo, en que aparecían en la superficie de la civilización ciertos levantamientos de galerías secretas; en que el suelo se abría; en que se abrían las bóvedas de las cavernas, y se veían salir de repente de la tierra cabezas monstruosas.

El sentido revolucionario es un sentido moral. El sentimiento del derecho desarrollado desarrolla el sentimiento del deber. La ley de todos es la libertad, que concluye donde empieza la libertad de otro, según la admirable definición de Robespierre. Desde 1789, el pueblo entero se dilata en el individuo realzado; no hay ningún pobre, que teniendo su derecho, no tenga su rayo de luz; el hambriento siente dentro de sí mismo la honradez de Francia; la dignidad del ciudadano es una armadura interior; el que es libre, es escrupuloso; el que vota, reina. De aquí proviene la incorruptibilidad; de aquí el aborto de esas ambiciones funestas; de aquí el que los ojos se bajen heroicamente ante las tentaciones.

El saneamiento revolucionario es tal, que en un día de libertad, en un 14 de julio, en un 10 de agosto, no hay populacho. El primer grito de la multitud iluminada y engrandecida es: «¡Pena de muerte al ladrón!». El progreso es honrado; lo ideal y lo absoluto no encubren nada. ¿Quién escoltó en 1848 los furgones que llevaban las riquezas de las Tullerías? Los traperos del arrabal Saint-Antoine. El harapo hizo la guardia ante el tesoro: la virtud hizo resplandecientes a estos haraposos. En aquellos furgones estaba, en cajas apenas cerradas o entreabiertas, entre cien estuches brillantes, la antigua corona de Francia, toda de diamantes, terminada por el carbunclo de la monarquía, es decir, por el regente, que vale treinta millones de francos. Con los pies descalzos guardaban aquella corona.

Acabose, pues, la jacquería. Lo siento por los hábiles. Con ella se va el temor que ha causado su último efecto, y que no podrá ya ser empleado en política; se ha roto el resorte del espectro rojo; todo el mundo lo sabe; el espantajo no espanta ya; los pájaros se toman familiaridades con el maniquí; los gorriones se posan en él; los ciudadanos se ríen de él.

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