II
DONDE EL PEQUEÑO GAVROCHE SACA PARTIDO DE NAPOLEÓN EL GRANDE
La primavera en París suele verse interrumpida por brisas ásperas y duras que dejan a uno, no helado precisamente, pero sí aterido de frío; estas brisas entristecen los más hermosos días y causan el mismo efecto que esos soplos de aire frío que en un cuarto templado penetran por los huecos de las ventanas o de las puertas mal cerradas. Parece que la sombría puerta del invierno hubiera quedado entreabierta y que el viento se colase por ahí. En la primavera de 1832, época en que estalló la primera gran epidemia de ese siglo en Europa, tales brisas eran más ásperas y punzantes que nunca. Una puerta más glacial aún que la del invierno se había entreabierto. Era la puerta del sepulcro. En aquellas brisas se olía el aliento del cólera.
Desde el punto de vista meteorológico, aquellos vientos fríos tenían la particularidad de que no excluían una fuerte tensión eléctrica. Frecuentes tormentas, acompañadas de relámpagos y truenos, estallaron en aquella época.
Una noche en que dichas brisas soplaban duramente, hasta el punto de que parecía haber vuelto el mes de enero, y los parisienses se habían vuelto a poner el abrigo, el pequeño Gavroche, temblando alegremente de frío bajo sus harapos, permanecía de pie y como en éxtasis delante de la tienda de un peluquero de los alrededores de Orme-Saint-Gervais. Llevaba un pañuelo de lana, de mujer, cogido no sabemos dónde, con el cual se había hecho un tapaboca. El pequeño Gavroche parecía que estaba admirando profundamente una figura de novia de cera, escotada y tocada con flores de naranjo, que giraba detrás del escaparate, mostrando su sonrisa a los transeúntes entre dos quinqués; pero, en realidad, observaba la tienda, con objeto de ver si podía «birlar» del escaparate una pastilla de jabón para ir a venderla enseguida por un sueldo a un «peluquero» de las afueras. Muchos días almorzaba con el producto de una de esas pastillas. A este género de trabajo, para el que tenía talento, le llamaba «hacer la barba a los barberos».
Mientras contemplaba la figurilla de cera, mirando la pastilla, decía entre dientes: «Martes. No es martes. ¿Es martes? Tal vez es martes. Sí, es martes».
Nunca se ha sabido a qué se refería con este monólogo.
Si por casualidad se refería a la última vez que había comido, hacía ya tres días, porque era viernes.
El barbero, en su tienda templada con una buena estufa, afeitaba a un parroquiano, y lanzaba de vez en cuando una mirada de reojo a aquel enemigo, a aquel pilluelo helado y descarado que tenía las dos manos metidas en los bolsillos, pero el espíritu evidentemente fuera del cuerpo.
Mientras Gavroche examinaba la muñeca, el escaparate y el Windsor-soaps, dos niños de estatura desigual, vestidos con limpieza y menores que él, uno como de unos siete años y el otro de cinco, hicieron girar tímidamente el picaporte y entraron en la tienda pidiendo algo, una limosna tal vez, con un murmullo lastimero, que parecía más bien un gemido que una súplica. Hablaban ambos a la vez, y sus palabras resultaban ininteligibles, porque los sollozos ahogaban la voz del menor y el frío hacía castañetear los dientes al mayor. El barbero se volvió con rostro airado, y sin abandonar la navaja, empujando al mayor con la mano izquierda y al menor con la rodilla, los llevó hasta la calle y cerró la puerta diciendo:
—¡Venir a enfriarnos para nada!
Los dos niños echaron a andar llorando. A todo esto había aparecido una nube; empezaba a llover. El pequeño Gavroche corrió tras ellos y los abordó:
—¿Qué tenéis, chiquillos?
—No sabemos dónde dormir —respondió el mayor.
—¿Y eso es todo? —dijo Gavroche—. ¡Vaya qué gran cosa! ¿Se llora acaso por tan poca cosa? ¡Sois unos necios!
Y tomando, en su superioridad algo chocarrera, un acento de autoridad y de dulce protección, añadió:
—Criaturas, venid conmigo.
—Sí, señor —dijo el mayor.
Y ambos niños le siguieron, igual que hubieran seguido a un arzobispo, y cesaron de llorar.
Gavroche los hizo subir por la calle Saint-Antoine en dirección a la Bastilla.
Gavroche, mientras se alejaba, dirigió una mirada indignada y retrospectiva a la peluquería.
—No tiene corazón ese bacalao —gruñó—; parece un inglés.
Una mozuela, al ver andar a los tres chicos en fila, soltó una sonora carcajada. Esa risa era una falta de respeto al grupo.
—Buenos días, señorita Omnibus —le dijo Gavroche.
Y un instante después, acordándose del peluquero, añadió:
—Me he engañado: no es un bacalao, es una serpiente. Peluquero, ya buscaré un herrero y te pondré un cascabel en la cola.
El peluquero le había vuelto agresivo, y apostrofó, saltando un arroyo, a una portera barbuda y digna de encontrar a Fausto en el Brocken, que llevaba su escoba en la mano.
—Señora —le dijo—, ¿salís con vuestro caballo?
Y al mismo tiempo salpicó de lodo las botas barnizadas de un transeúnte.
—¡Bribón! —exclamó el transeúnte, furioso.
Gavroche sacó la nariz del tapabocas.
—¿Se queja el señor?
—¡De ti! —replicó el transeúnte.
—Se ha cerrado el despacho —dijo Gavroche—, ya no admito reclamaciones.
Mientras tanto seguían subiendo la calle, y descubrió en una puerta cochera a una pobrecita de trece o catorce años, helada y con un vestido tan corto que apenas le llegaba a la rodilla. La niña empezaba a ser ya demasiado alta para llevar aquel vestido. El desarrollo suele jugar estas malas pasadas. La falda se hace corta precisamente en el momento en que la desnudez se torna indecente.
—¡Pobre niña! —dijo Gavroche—. No tiene ni siquiera bragas. Toma esto al menos.
Se quitó el pañuelo de lana que llevaba alrededor del cuello y lo arrojó sobre los hombros delgados y amoratados de la mendiga, donde el tapabocas se convirtió en chal.
La pequeña le contempló con asombro, y recibió el chal en silencio. En cierto grado de miseria, el pobre, en su estupor, no llora ya su mal, y no agradece ya el bien.
—¡Brrr! —dijo Gavroche tras su acción, temblando más que San Martín, quien, al menos, había conservado la mitad de su capa.
Después de este «¡Brrr!», la lluvia redobló su fuerza. Esos malos cielos castigan las buenas acciones.
—¡Ah! —exclamó Gavroche—. ¿Qué significa esto? ¡Llueve otra vez! Dios mío, si esto sigue así, retiro mi abono.
Y prosiguió su camino.
—Es igual —dijo después, echando una mirada a la pobre que se arrebujaba en el chal—; ahí tenéis una magnífica manteleta.
Y, mirando la nube, gritó:
—¡Te has fastidiado!
Los dos niños acomodaban su paso al de Gavroche.
Al pasar por delante de uno de esos estrechos enrejados de alambre que indicaban la tienda de un panadero, porque el pan se pone como el oro detrás de rejas de hierro, Gavroche se volvió y dijo:
—¡Eh, gorriones! ¿Habéis comido?
—Señor —respondió el mayor—, no hemos comido nada desde esta mañana.
—¿No tenéis, pues, ni padre ni madre? —preguntó majestuosamente Gavroche.
—Perdonad, señor, tenemos papá y mamá, pero no sabemos dónde están.
—A veces, eso es mejor que saberlo —comentó Gavroche, que era todo un pensador.
—Ya hace dos horas —continuó el mayor— que estamos andando; hemos buscado algo que comer por los rincones y no hemos encontrado nada.
—Lo sé —dijo Gavroche—. Los perros se lo comen todo.
Y continuó tras un silencio:
—¡Ah! Hemos perdido a los autores de nuestros días. No sabemos lo que hemos hecho de ellos. Eso no está bien, pilluelos. Es muy tonto perderse como personas de edad. ¡Ah! Sin embargo, es preciso lamer.
Por lo demás, no les hizo pregunta alguna. ¿No era algo muy natural no tener domicilio?
El mayor de los dos chicuelos, entregado ya casi por completo a la pronta indiferencia, hizo este comentario:
—No obstante, es gracioso. Mamá había dicho que nos llevaría a buscar romero bendito el Domingo de Ramos.
—¡Inocentes! —respondió Gavroche.
—Mamá —prosiguió el mayor— es una dama que vive con la señorita Miss.
—Necio —dijo Gavroche.
Entretanto, se había detenido, y desde hacía algunos instantes tanteaba y registraba todos los rincones que tenía en sus harapos.
Por fin alzó la cabeza con un aire que no quería ser más que satisfecho, pero que, en realidad, era triunfante.
—Calmémonos, monigotillos. Ya tenemos con qué cenar los tres.
Y de uno de sus bolsillos sacó un sueldo.
Sin dar a los dos pequeños tiempo para alegrarse, los empujó delante de sí hacia la tienda de un panadero, y puso el sueldo encima del mostrador, gritando:
—¡Mozo! Cinco céntimos de pan.
El panadero, que era el dueño, cogió un pan y un cuchillo.
—¡En tres pedazos, mozo! —continuó Gavroche, y añadió con dignidad—: Somos tres.
Al ver que el panadero, después de haber examinado a los tres comensales, había tomado un pan negro, hundió profundamente un dedo en la nariz, con una aspiración tan imperiosa como si se tratase de un polvo de tabaco de Federico el Grande, y dirigió al panadero este indignado apóstrofe:
—¿Quésseso?
Los lectores que crean ver en esta interpelación de Gavroche al panadero una palabra rusa o polaca, o uno de esos gritos salvajes que los yoways y los bocotudos se dirigen de una orilla a otra del río, a través de las soledades, deben saber que no es más que una frase que dicen todos los días (los lectores), y que quiere decir: ¿qué es eso?
El panadero comprendió perfectamente y respondió:
—¡Pues pan! Es pan bueno de segunda calidad.
—Querréis decir pan de munición —continuó Gavroche tranquila y fríamente desdeñoso—: ¡Pan blanco, mozo! Pan de Flor; yo convido.
El panadero no pudo menos que sonreír, y mientras cortaba el pan blanco los contemplaba de una manera compasiva, que chocó a Gavroche.
—¡Ah, galopín! ¿Qué os pasa que nos miráis de esa manera?
Puestos los tres uno encima de otro, apenas medirían una toesa.
Cuando el pan estuvo cortado, el panadero se guardó el sueldo, y Gavroche dijo a los dos niños:
—Jamad.
Los niños se miraron sorprendidos.
Gavroche se echó a reír.
—¡Ah, es verdad, no entienden aún, son tan pequeños...! —Y añadió—: Comed.
Y al mismo tiempo les entregó a cada uno un pedazo de pan.
Y pensando que el mayor, a quien consideraba más digno de su conversación, merecía alguna distinción especial y debía perder todo temor para satisfacer su apetito, añadió dándole el pedazo más grande:
—Echa esto en el fusil.
Había un pedazo más pequeño que los otros dos; se quedó con él.
Los pobres niños estaban hambrientos, comprendió Gavroche.
Volvieron a la calle y siguieron en la dirección de la Bastilla.
De vez en cuando, al pasar por delante de las tiendas iluminadas, el más pequeño se detenía para mirar la hora en un reloj de plomo que llevaba colgado al cuello por medio de un cordel.
—Es verdaderamente un canario —decía Gavroche.
Luego, pensativo, gruñía entre dientes:
—Es igual. Si yo tuviera monigotes, los educaría mejor.
Cuando ya estaban dando fin a su pedazo de pan, llegaban a la esquina de aquella lúgubre calle de los Ballets, al fondo de la cual se descubre el postigo bajo y hostil de la Force.
—¡Vaya! Gavroche —dijo alguien.
—¡Vaya! ¡Montparnasse! —replicó Gavroche.
El hombre que acababa de abordar al pilluelo no era otro que Montparnasse, disfrazado con anteojos azules, aunque no irreconocible para Gavroche.
—¡Diablo! —prosiguió Gavroche—, tienes una manteleta de color de cataplasma de harina de linaza, y anteojos azules como un médico. Tienes estilo, palabra de honor.
—¡Chist! —dijo Montparnasse—. No hables tan alto.
Y arrastró vivamente a Gavroche fuera de la luz de las tiendas.
Los dos pequeños seguían maquinalmente cogidos de la mano.
Cuando se hallaron bajo la oscura archivolta de una puerta cochera, al abrigo de las miradas y de la lluvia, Montparnasse le preguntó:
—¿Sabes adónde voy?
—A la Abadía de Sube-a-Regañadientes —dijo Gavroche.
—¡Farsante! —Y Montparnasse continuó—: Voy a buscar a Babet.
—¡Ah! —dijo Gavroche—, ahora se llama Babet.
Montparnasse bajó la voz:
—No ella, sino él.
—¡Ah! ¡Babet!
—Sí, Babet.
—Yo le creía a la sombra.
—Se ha escapado —respondió Montparnasse.
Y contó rápidamente al pilluelo que aquella misma mañana Babet había sido trasladado a la Conserjería, y se había escapado tomando a la izquierda en lugar de tomar a la derecha en el «corredor de instrucción».
Gavroche admiró tal habilidad.
—¡Qué sacamuelas! —exclamó.
Montparnasse añadió algunos detalles sobre la evasión de Babet, y terminó con un admirativo:
—¡Oh, esto no es todo!
Gavroche, que mientras escuchaba había agarrado un bastón que Montparnasse llevaba en la mano, tiró maquinalmente de la parte superior, y apareció entonces la hoja de un puñal.
—¡Ah! —dijo rechazando violentamente el puñal—. Has traído tu gendarme disfrazado de ciudadano.
Montparnasse guiñó el ojo.
—¡Caramba! —añadió Gavroche—. ¿Vas a agarrarte con los corchetes?
—No lo sé —respondió Montparnasse con indiferencia—. Bueno es siempre llevar un alfiler.
Gavroche insistió:
—¿Qué vas a hacer esta noche?
Montparnasse adquirió de nuevo un tono grave y dijo, mascando las palabras:
—Negocios. ¡A propósito!
—¿Qué?
—Algo que me sucedió el otro día. Figúrate que me encuentro a un hombre. Me regala un sermón y su bolsa, la cual meto en el bolsillo. Un minuto después busco en mi bolsillo y ya no tenía nada.
—Sólo el sermón —añadió Gavroche.
—Pero y tú —dijo Montparnasse—, ¿adónde vas ahora?
Gavroche señaló a sus protegidos y dijo:
—A acostar a estos niños.
—¿Adónde?
—A mi casa.
—¿Dónde está tu casa?
—En mi casa.
—¿Tienes, pues, casa?
—Sí, tengo casa.
—¿Y dónde vives?
—En el elefante —dijo Gavroche.
Montparnasse, aunque de naturaleza poco asustadiza, no pudo contener una exclamación:
—¡En el elefante!
—Pues bien, sí, ¡en el elefante! —afirmó Gavroche—. ¿Quétieso?
Ésta es otra palabra del idioma que nadie escribe y que todo el mundo dice. ¿Quétieso? significa: ¿qué tiene eso?
La profunda observación del pilluelo volvió a Montparnasse a la calma y el juicio. Pareció experimentar mejores sentimientos respecto al alojamiento de Gavroche.
—¿De veras? —dijo—. En el elefante, ¿y se está bien allí?
—Muy bien —aseguró Gavroche—. Allí, verdaderamente, no hay vientos encallejonados como bajo los puentes.
—¿Y cómo entras?
—Entrando.
—¿Hay algún agujero? —preguntó Montparnasse.
—¡Pardiez! Pero no se debe decir. Entre las patas delanteras. Los esbirros no lo han visto.
—¿Y tú escalas? Ya lo comprendo.
—Un giro de mano, cric, crac, y ya está, nadie lo ve.
Tras un silencio, Gavroche añadió:
—Para estos pequeños buscaré una escalera.
Montparnasse se echó a reír.
—¿De dónde diablos has sacado a estos mochuelos?
Gavroche respondió con sencillez:
—Son unos monigotes que me ha regalado un peluquero.
Entretanto, Montparnasse se había quedado pensativo.
—Me has reconocido fácilmente —murmuró.
Sacó del bolsillo dos objetos pequeños, que no eran sino dos cañones de pluma envueltos en algodón, y se introdujo uno en cada fosa de la nariz, lo cual se la transformaba.
—Eso te cambia —dijo Gavroche—. Así estás menos feo. Deberías llevarlos siempre.
Montparnasse era un guapo joven, pero Gavroche era un burlón.
—Sin reírte, ¿cómo me encuentras?
Había variado también el timbre de la voz. En un abrir y cerrar de ojos, Montparnasse se había hecho irreconocible.
—¡Oh! ¡Haznos el polichinela! —exclamó Gavroche.
Los dos pequeños, que hasta entonces nada habían oído, y que estaban ocupados en meterse los dedos en la nariz, se aproximaron al oír aquel nombre, y miraron a Montparnasse con un principio de alegría y admiración.
Desgraciadamente, Montparnasse estaba pensativo.
Puso las manos en el hombro de Gavroche y le dijo, subrayando las palabras:
—Escucha lo que voy a decirte, muchacho; si me encontrase en la plaza con mi degaña, mi daga y mi dogo, y me prodigasen, digamos diez sueldos, me dignaría trabajar; pero no estamos en martes de carnaval.
Tan extraña frase produjo en el pilluelo un efecto singular. Se volvió vivamente, paseó con profunda atención sus pequeños ojos brillantes alrededor suyo y descubrió a algunos pasos a un agente de policía que les daba la espalda. Gavroche dejó escapar un:
—¡Ah, ya entiendo! —que reprimió enseguida, y dijo, sacudiendo la mano de Montparnasse—: ¡Bien, buenas noches! Me voy a mi elefante con mis gorriones. Si por casualidad alguna noche me necesitas, ve a buscarme allí. Vivo en el entresuelo; no hay portero. Preguntarás por el señor Gavroche.
—Está bien —asintió Montparnasse.
Y se separaron. Montparnasse se dirigió hacia la Grève, y Gavroche hacia la Bastilla. El pequeño de cinco años, arrastrado por su hermano, que a su vez era arrastrado por Gavroche, volvió varias veces la cabeza hacia atrás para ver al «polichinela».
La enigmática frase con que Montparnasse había avisado a Gavroche de la presencia del agente de policía no contenía más secreto que una asonancia repetida varias veces de diverso modo. Esta sílaba, «d... g» no pronunciada aisladamente, sino mezclada artísticamente en las palabras de una frase, significa: «Tengamos cuidado, porque no se puede hablar con libertad». Había además en las palabras de Montparnasse una belleza literaria que escapó a la observación de Gavroche: la frase «mi degaña, mi daga y mi dogo», locución del argot del Temple, que significa: «Mi mujer, mi cuchillo y mi perro», muy usada entre los saltimbanquis y los colas-rojas del gran siglo en que escribía Molière y dibujaba Callot.
Hace veinte años veíase aún en la esquina sudoeste de la plaza de la Bastilla, cerca del remanso del canal formado en el antiguo foso de la ciudadela, un extraño monumento, que se ha borrado ya de la memoria de los parisienses, y que merecía haber dejado alguna huella, pues era una idea del «miembro del Instituto, general en jefe del ejército de Egipto».
Decimos monumento, aunque no era más que una maqueta. Pero aun siendo una maqueta, era un pensamiento prodigioso, cadáver grandioso de una idea de Napoleón, al que dos o tres golpes de viento sucesivos habían empujado y llevado cada vez más lejos, que se había hecho ya histórico y había tomado un carácter definitivo que contrastaba con su aspecto provisional. Era un elefante de cuarenta pies de altura, construido de madera y mampostería, y que llevaba sobre su lomo una torre que parecía una casa, pintada primitivamente de verde por un pintor de brocha gorda cualquiera, y ahora pintado de negro por el cielo, la lluvia y el tiempo. En aquella esquina desierta y descubierta de la plaza, la ancha frente del coloso, su trompa, sus defensas, su torre, su grupa enorme, sus cuatro patas, semejantes a columnas, formaban en la noche, bajo el cielo estrellado, una sorprendente y terrible silueta. No se sabía lo que significaba. Era una especie de símbolo de la fuerza popular. Era sombrío, enigmático e inmenso. Era no sé qué fantasma poderoso, visible y en pie, al lado del espectro invisible de la Bastilla.
Pocos extraños visitaban ese edificio; ningún transeúnte le miraba. Estaba ya ruinoso; en cada estación, los pedazos de yeso que le caían de los flancos le causaban llagas repugnantes. Los «ediles», como se dice en patuá elegante, lo habían olvidado desde 1814. Estaba allí en su rincón, triste, enfermo, rodeado de una empalizada podrida y manchada a cada instante por cocheros ebrios. Muchas grietas serpenteaban por el vientre, de la cola le salía un madero y entre sus piernas crecían altas hierbas; y como el nivel de la plaza se elevaba hacía alrededor de treinta años por ese movimiento lento y continuo que levanta insensiblemente el suelo de las grandes ciudades, estaba en un hoyo, y parecía que la tierra se hundía bajo su peso. Era inmundo, despreciable, repugnante y soberbio; feo a los ojos del ciudadano, melancólico a los ojos del pensador. Tenía algo de la basura que se barre y algo de la majestad que se va a decapitar.
Como ya hemos dicho, por la noche cambiaba de aspecto. La noche es el verdadero medio de todo lo que es sombra. Cuando caía el crepúsculo, el viejo elefante se transfiguraba; adoptaba un aspecto tranquilo y temible en la formidable serenidad de las tinieblas. Como pertenecía al pasado, le convenía la noche; la oscuridad sentaba bien a su grandeza.
Este monumento rudo, pesado, áspero, austero, casi deforme, pero seguramente majestuoso y lleno de una especie de gravedad magnífica y salvaje, ha desaparecido para dejar reinar en paz la especie de chimenea gigantesca, adornada con su cañón, que ha reemplazado a la sombría fortaleza de nueve torres, así como la clase media reemplaza al feudalismo. Es una cosa muy sencilla que una chimenea sea el símbolo de una época, cuyo poder está contenido en una marmita. Esta época pasará; va pasando ya; se empieza a comprender que si puede haber fuerza en una caldera, no puede haber poder más que en un cerebro; en otros términos: lo que mueve y arrastra al mundo no son las locomotoras, son las ideas. Uncid las locomotoras a las ideas, está bien, pero no toméis al caballo por el jinete.
Sea lo que fuese, volviendo a la plaza de la Bastilla, el arquitecto del elefante había hecho con yeso una cosa grande; el arquitecto del cañón de chimenea ha conseguido hacer con bronce una cosa pequeña.
Este cañón de chimenea, que ha sido bautizado con el sonoro nombre de Columna de Julio, este monumento, hijo de una revolución abortada, estaba aún rodeado en 1832 por una inmensa camisa de madera, que echamos de menos, y por una vasta empalizada de tablas, que acaba de aislar al elefante.
Hacia ese rincón de la plaza, iluminada apenas por el reflejo de un lejano farol, se dirigió el pilluelo con los dos «gorriones».
Permítasenos interrumpirnos aquí y recordar que estamos en la realidad, que hace veinte años los tribunales correccionales juzgaron, por delito de vagancia y de daños a un monumento público, a un muchacho que había sido sorprendido durmiendo en el interior mismo del elefante de la Bastilla.
Una vez consignado esto, continuemos.
Al llegar cerca del coloso, Gavroche comprendió el efecto que lo infinitamente grande podía producir en lo infinitamente pequeño, y dijo:
—¡Cominos! No tengáis miedo.
Luego entró por un hueco de la empalizada en el recinto del elefante y ayudó a los pequeños a saltar la brecha. Los dos niños, un poco asustados, seguían a Gavroche sin pronunciar palabra, y se confiaban a aquella pequeña providencia vestida de harapos que les había dado pan y les había prometido un abrigo.
Había en el suelo una escalera de mano, que durante el día era usada por los obreros de un taller vecino. Gavroche la levantó con un vigor singular y la aplicó contra una de las patas delanteras del elefante. Hacia el punto en que terminaba la escalera se distinguía una especie de agujero negro en el vientre del coloso.
Gavroche mostró la escalera y el agujero a sus huéspedes y les dijo:
—Subid y entrad.
Los niños se miraron aterrorizados.
—¡Tenéis miedo, pequeños! —exclamó Gavroche.
Y añadió:
—Vais a ver.
Se agarró al pie rugoso del elefante, y en un abrir y cerrar de ojos, sin dignarse emplear la escalera, llegó a la grieta. Entró por ella, como una culebra que se desliza por una hendidura, desapareció, y un momento después los dos niños vieron aparecer vagamente una forma blanquecina y pálida; era su cabeza que asomaba por el borde del agujero lleno de tinieblas.
—¡Eh! —gritó—, subid ahora, cominejos. ¡Ya veréis qué bien se está aquí! Sube —añadió, dirigiéndose al mayor—, te tiendo la mano.
Los pequeños se encogieron de hombros; el pilluelo les inspiraba miedo y confianza al mismo tiempo y, además, llovía muy fuerte. El mayor se aventuró. El pequeño, al ver subir a su hermano y quedarse él solo entre las patas de aquel grueso animal, estuvo a punto de llorar, pero no se atrevió.
El mayor subía tambaleándose por los peldaños de la escalera; Gavroche, mientras tanto, le animaba con las exclamaciones de un maestro de armas a sus discípulos o de un mulero a sus mulas:
—¡No tengas miedo!
—¡Eso es!
—¡Adelante!
—¡Pon ahí el pie!
—¡Allí la mano!
—¡Valiente!
Y cuando estuvo a su alcance, lo cogió brusca y vigorosamente por el brazo y tiró de él.
—¡Colado! —dijo.
El niño había pasado el agujero.
—Ahora —dijo Gavroche—, espérame. Caballero, tened la bondad de sentaros.
Y saliendo del agujero como había entrado, se dejó deslizar con la agilidad de un tití por la pata del elefante y cayó de pie sobre la hierba, cogió al pequeñuelo de cinco años por medio del cuerpo y lo plantó en medio de la escalera. Después, empezó a subir detrás de él, gritando al mayor:
—Yo le empujo, tú le cogerás.
En un instante, el niño fue subido, empujado, arrastrado, metido por el agujero, sin que tuviese tiempo de ver nada; Gavroche, que entró detrás de él, dio una patada a la escalera, la cual cayó sobre la hierba. Dio una palmada y gritó:
—¡Ya estamos aquí! ¡Viva el general Lafayette!
Pasada esta explosión, añadió:
—Párvulos, estáis en mi casa.
Gavroche, en efecto, estaba en su casa.
¡Oh, utilidad increíble de lo inútil! ¡Caridad de las cosas grandes! ¡Bondad de los gigantes! Aquel desmesurado monumento que había contenido un pensamiento del emperador se había convertido en la jaula de un pilluelo. El niño había sido adoptado y abrigado por el coloso.
Los ciudadanos endomingados que pasaban delante del elefante de la Bastilla decían, mirándolo con desprecio:
—¿Para qué sirve esto?
Pues servía para salvar del frío, de la escarcha, del granizo, de la lluvia, para librar del aire del invierno, para preservar del sueño sobre el lodo que produce la fiebre y del sueño en la nieve que produce la muerte, a un pequeño ser sin padre ni madre, sin pan, sin vestido y sin asilo. Aquello servía para disminuir la culpa pública. Era una cueva abierta para el que encontraba cerradas todas las puertas. Parecía que el viejo y miserable mastodonte, invadido por la carcoma y por el olvido, cubierto de verrugas, de putrefacción y de úlceras, tambaleándose, abandonado, condenado, especie de mendigo colosal que pedía en vano la limosna de una mirada compasiva en medio de aquella encrucijada, había tenido piedad de aquel otro mendigo, del pobre pigmeo que andaba sin zapatos en los pies, sin techo sobre su cabeza, soplándose los dedos, vestido de harapos, alimentado con desperdicios. He aquí de qué servía el elefante de la Bastilla. Aquella idea de Napoleón, desdeñada por los hombres, había sido acogida por Dios. Lo que no hubiera sido más que ilustre se había convertido en augusto. El emperador hubiera necesitado para realizar lo que meditaba el pórfido, el bronce, el hierro, el oro, el mármol; a Dios le bastaba aquel viejo amontonamiento de tablas, vigas y yeso. El emperador había tenido un pensamiento digno de un genio; en aquel elefante titánico, armado, prodigioso, alzando su trompa, llevando su torre, y haciendo brotar de todas partes en derredor suyo surtidores alegres y vivificantes, quería encarnar al pueblo; Dios había hecho de él una cosa más grande: alojaba allí a un niño.
El agujero por donde Gavroche había entrado era una brecha apenas visible desde el exterior, porque estaba oculta, como hemos dicho, bajo el vientre del elefante, y tan estrecha que sólo los gatos o aquellos niños podían pasar a través de ella.
—Empecemos —dijo Gavroche— por decir al portero que no estamos en casa.
Y penetrando en la oscuridad, con la seguridad del que conoce su casa, tomó una tabla y tapó el agujero.
Gavroche volvió a la oscuridad. Los niños oyeron el chirrido de la cerilla sumergida en la botella fosfórica. La cerilla química no existía todavía; la piedra Fumade representaba en aquella época el progreso.
Una súbita claridad les hizo cerrar los ojos; Gavroche acababa de encender una de esas sogas impregnadas en resina que se llaman hachas. El hacha, que despedía más humo que luz, hacía confusamente visible el interior del elefante.
Los dos huéspedes de Gavroche miraron a su alrededor y experimentaron una cosa semejante a lo que experimentaría quien se viese encerrado en el gran tonel de Heildelberg, o más bien lo que debió experimentar Jonás en el vientre bíblico de la ballena. Un esqueleto gigantesco se les ofrecía a la vista, rodeándolos. En lo alto, una gruesa viga oscura, de la que partían de trecho en trecho macizas viguetas en cintra, figuraba la columna vertebral con las costillas; estalactitas de yeso colgaban como vísceras, y a uno y otro lado, grandes telas de araña hacían el efecto de polvorientos diafragmas. Aquí y allá veíanse en los rincones grandes manchas negruzcas que parecían dotadas de vida y que se movían rápidamente con movimiento brusco y asustadizo.
Los pedazos caídos del dorso del elefante sobre su vientre habían llenado la concavidad, de modo que se podía andar por ellos como por un entablado.
El menor de los niños se arrimó a su hermano, y dijo a media voz:
—¡Qué oscuro está!
Esta exclamación llamó la atención de Gavroche. El aspecto petrificado de los dos pequeñuelos hacía necesaria una sacudida.
—¿Qué decís? —exclamó—. ¿Nos quejamos? ¿Nos hacemos los descontentos? ¿Necesitáis, acaso, las Tullerías? ¿Seréis unos asnos? Decídmelo. Os prevengo que no soy del batallón de los tontos. ¡Qué! ¿Sois por ventura los cominos de la despensa de papá?
Para el miedo, es muy buena alguna aspereza, porque tranquiliza. Los dos niños se acercaron a Gavroche.
Gavroche, enternecido paternalmente con tal confianza, pasó «de lo grave a lo suave», y se dirigió al más pequeño:
—Tonto —le dijo, acentuando la injuria con un matiz acariciador—, la calle sí que está oscura. Fuera llueve, y aquí no; fuera hace frío, y aquí no hay un soplo de viento; en la calle hay gente, y aquí no hay nadie; fuera no hay ni tan siquiera luna, y aquí hay una luz.
Los dos chiquillos empezaron a mirar aquella habitación con menos espanto; pero Gavroche no les dejó tiempo para gozar de la contemplación.
—Rápido —ordenó.
Y los empujó hacia lo que podemos llamar el fondo de la habitación.
Allí estaba su cama.
La cama de Gavroche estaba completa. Es decir, que tenía un colchón, una manta y una alcoba con cortinas.
El colchón era una trenza de paja; la manta, un pedazo de vasto paño gris muy caliente y casi nuevo. Ahora veamos lo que era la alcoba.
Tres rodrigones bastante largos, metidos sólidamente entre el cascote del suelo, es decir, del vientre del elefante, dos delante y uno detrás, estaban unidos por una cuerda en su vértice, de modo que formaban una pirámide. Esta pirámide soportaba un enrejado de hilo metálico que se hallaba colocado encima, pero artísticamente aplicado y sostenido por ataduras de alambre, de modo que rodeaba enteramente los tres rodrigones. Un cordón de gruesas piedras, colocadas alrededor de este enrejado, sujetándolo, de tal manera que nada podía pasar por allí. Aquel enrejado no era sino un trozo de esos enrejados de cobre con que se cubren las pajareras de los corrales. La cama de Gavroche estaba colocada bajo el enrejado, como en una jaula. El conjunto parecía la tienda de un esquimal.
El enrejado hacía las veces de cortinaje.
Gavroche apartó un poco las piedras que sujetaban el enrejado por delante, y se produjo una abertura.
—¡Chiquillos, a cuatro patas! —dijo Gavroche.
Hizo entrar con precaución a sus huéspedes en la jaula, y luego entró tras ellos arrastrándose, volvió a colocar las piedras y cerró herméticamente la abertura.
Los tres se echaron sobre la estera.
Aunque eran muy pequeños, ninguno de los tres podía permanecer de pie en la alcoba. Gavroche seguía con la luz en la mano.
—Ahora —dijo—, ¡a dormir! Voy a suprimir el candelabro.
—Señor —preguntó el mayor de los dos hermanos a Gavroche señalándole el enrejado—, ¿qué es esto?
—¿Esto? —dijo Gavroche gravemente—. Es para las ratas. ¡Dormir!
No obstante, se creyó obligado a añadir algunas palabras para instruir a aquellos niños:
—Éstas son cosas del Jardín Botánico. Sirve para los animales feroces. Allay [allí hay] un almacén lleno. Nay [no hay] más que subir una pared, saltar por una ventana y pasar por una puerta, y se tiene todo lo que se quiere.
Y mientras hablaba, arropaba con una punta de la manta al más pequeño, que murmuraba:
—¡Oh, qué bueno es esto! ¡Qué caliente!
Gavroche posó una mirada satisfecha sobre la manta.
—También es del Jardín Botánico —les dijo—. Se la he cogido a los monos.
Y mostrando al mayor la estera sobre la que yacía tendido, estera muy gruesa y admirablemente trabajada, añadió:
—Esto era de la jirafa.
Después de una pausa, prosiguió:
—Los animales tenían todo esto; y yo se lo he cogido. Y no se han enfadado. Les he dicho: «Es para el elefante».
Tuvo un momento de silencio, y volvió a decir:
—Se salta la tapia y se burla uno del Gobierno. Eso es.
Ambos niños contemplaban con un respeto temeroso y estupefacto a aquel ser intrépido e inventivo, vagabundo como ellos, aislado como ellos, miserable como ellos, que tenía algo admirable y poderoso, que les parecía sobrenatural, y cuya fisonomía se componía de todas las muecas de un viejo saltimbanqui mezcladas con la más ingenua y encantadora sonrisa.
—Señor —dijo tímidamente el mayor—, ¿no tenéis miedo de los agentes de policía?
Gavroche se limitó a responder:
—¡Párvulo! No se dice agentes de policía, se dice ganchos.
El más pequeño tenía los ojos abiertos, pero no decía nada. Como estaba en el borde de la estera, y el mayor en medio, Gavroche los arropó con la manta como lo hubiera hecho una madre, y alzó la estera bajo sus cabezas con unos harapos, con objeto de hacerles una almohada. Después se volvió hacia el mayor:
—¡Eh! ¡Se está muy bien aquí!
—¡Ah, sí! —respondió el mayor, mirando a Gavroche con la expresión de un ángel salvado.
Los dos pobres niños, que estaban muy mojados, empezaban a calentarse.
—¡Ah! —continuó Gavroche—. ¿Por qué llorabais? —Y señalando al pequeño, añadió, dirigiéndose al mayor—: Un pequeñajo como éste, no digo que no, pero llorar uno grande como tú es una cosa fea; pareces un becerro.
—¡Caramba —replicó el niño—, no teníamos ningún sitio adónde ir!
—¡Comino! —le respondió Gavroche—. No se dice sitio, se dice chiscón.
—Y, además, teníamos miedo de estar solos así por la noche.
—No se dice la noche, sino la oscura.
—Gracias, señor —dijo el chiquillo.
—Escuchad —continuó Gavroche—, no debéis incomodaros por nada. Yo cuidaré de vosotros. Ya verás cómo nos divertimos. En verano, iremos a la Glacière con Navet, un camarada mío, nos bañaremos en el estanque, correremos desnudos sobre los trenes delante del puente de Austerlitz. Esto hace rabiar a las lavanderas, que gritan y vocean. ¡Si supierais qué malas son! Iremos a ver al hombre esqueleto, que todavía vive. A los Campos Elíseos; es muy flaco ese parroquiano. Y luego os llevaré al teatro a ver Frédérick-Lemaître. Tengo billetes; conozco a los actores, incluso una vez he representado una obra. Éramos todos pipiolos como éste y corríamos bajo una tela que era el mar. Os contrataré en mi teatro. Iremos a ver a los salvajes; no es verdad que sean salvajes. Tienen unos mantos rosas que forman pliegues, y se les ven los codos zurcidos con hilo blanco. Después iremos a la Ópera; entraremos con los de la claque. La claque en la Ópera está muy bien compuesta, pero no iría con ellos por el bulevar. Figúrate que en la Ópera hay quien paga veinte sueldos, pero son estúpidos. Se los llama paganos. Y luego iremos a ver guillotinar. Os haré ver al verdugo. Vive en la calle Marais. Se llama señor Sanson. Tiene un buzón para las cartas en la puerta. ¡Ah, nos divertiremos en grande!
En aquel momento cayó una gota de cera sobre el dedo de Gavroche y le recordó las realidades de la vida.
—¡Caramba! —exclamó—. Se está gastando la mecha. ¡Atención! No puedo gastar más de un sueldo por mes para alumbrarme. Cuando uno se acuesta tiene que dormir. No tenemos tiempo para leer las novelas del señor Paul de Kock. Además de que la luz podría pasar por las rendijas de la puerta-cochera, y los ganchos no tendrían que hacer más que mirar.
—Además —observó tímidamente el mayor, el único que se atrevía a conversar con Gavroche, y darle la réplica—, podría caer una chispa en la paja; hay que cuidar de no prender fuego a la casa.
—No se dice prender fuego a la casa —corrigió Gavroche—, se dice achicharrar los trapos.
La tormenta arreciaba. Oíase a través del redoble del trueno el turbión que azotaba el lomo del coloso.
—Aquí metidos, ¡que llueva! —exclamó Gavroche—. Es divertido ver correr el agua por las patas de la casa. El invierno es un animal; pierde sus mercancías; pierde su trabajo porque no puede mojarnos, y esto hace gruñir al viejo aguador.
Esta alusión a la tormenta, cuyas consecuencias aceptaba Gavroche, en su calidad de filósofo del siglo XIX, fue seguida de un gran relámpago, tan deslumbrador que entró por las hendiduras del vientre del elefante. Casi al mismo tiempo resonó terriblemente el trueno. Los dos pequeños lanzaron un grito y se incorporaron tan vivamente que casi separaron el enrejado, pero Gavroche volvió hacia ellos su rostro atrevido, y se aprovechó del trueno para soltar una carcajada.
—Calma, niños. No conmovamos el edificio. Éste es un hermoso trueno; enhorabuena. Un relámpago no es un coco. ¡Bravo por el buen Dios! Esto es casi tan bueno como el Ambigú.
Dicho esto, arregló el enrejado, empujó suavemente a ambos niños hacia la cabecera de la cama, apretó sus rodillas para que se estiraran bien y exclamó:
—Pues que Dios encienda su vela, yo puedo apagar la mía. Niños, es preciso dormir. Es muy malo no dormir. ¡Envolveos bien en la manta! Voy a apagar. ¿Estáis ya?
—Sí —murmuró el mayor—, estoy bien. Tengo la cabeza como sobre plumas.
—No se dice la cabeza; se dice el chichi —corrigió Gavroche.
Los dos chiquillos se apretaron uno contra otro. Gavroche acabó de arroparlos sobre la estera, les subió la manta hasta las orejas y después les replicó por tercera vez en su lengua hierática:
—¡Dormid!
Y apagó la luz.
Apenas la luz se hubo apagado, un temblor extraño empezó a conmover el enrejado que cubría a los tres chicos. Era una multitud de rozamientos sordos que producían un sonido metálico como si garras o dientes arañasen los hilos de cobre. Ese ruido iba acompañado de agudos chillidos.
El niño de cinco años, al oír aquel ruido por encima de su cabeza y helado de espanto, empujó con el codo a su hermano mayor, pero éste dormía ya, tal como Gavroche le había ordenado. Entonces el pequeño, no pudiendo con el miedo, se atrevió a interpelar a Gavroche, pero en voz muy baja, y conteniendo el aliento:
—Señor.
—¿Eh? —dijo Gavroche, que acababa de cerrar los párpados.
—¿Qué es eso?
—Las ratas —respondió Gavroche.
Y volvió a echar la cabeza sobre la estera.
Las ratas, en efecto, que pululaban a millares en el esqueleto del elefante, y que eran aquellas manchas negras vivas de las que hemos hablado, se habían estado quietas mientras estuvo encendida la luz, pero cuando aquella caverna, que era como su ciudad, tornó a la noche oliendo lo que el buen narrador Perrault llama «carne fresca», se arrojaron sobre la tienda de Gavroche, treparon hasta el techo y mordieron las mallas como si tratasen de agujerear aquella armadura de nuevo género.
El niño no podía dormir:
—Señor —repitió.
—¿Qué?
—¿Qué son las ratas?
—Son ratones.
Esta explicación tranquilizó un poco al niño. Había visto algunas veces ratones blancos y no les tenía miedo. No obstante, volvió a decir:
—Señor.
—¿Eh?
—¿Por qué no tenéis un gato?
—He tenido uno —respondió Gavroche—; traje uno, pero se lo comieron.
Esta segunda explicación destruyó el efecto de la primera, y el pequeño empezó a temblar de nuevo. El diálogo entre él y Gavroche se inició por cuarta vez.
—Señor. ¿A quién comieron?
—Al gato.
—¿Y quién se comió al gato?
—Las ratas.
—¿Los ratones?
—Sí, las ratas.
El niño, consternado al enterarse de que aquellos ratones se comían a los gatos, prosiguió:
—Señor, ¿nos comerán a nosotros estos ratones?
—¡Pardiez! —exclamó Gavroche.
El terror del chiquillo llegaba a su colmo. Pero Gavroche añadió:
—¡No tengas miedo! No pueden entrar. Además, estoy yo aquí. Toma, coge mi mano. ¡Cállate y duerme!
Gavroche al mismo tiempo cogió la mano del pequeño por encima de su hermano. El niño apretó aquella mano y se tranquilizó. El valor y la fuerza tienen comunicaciones misteriosas. El silencio se había hecho a su alrededor, y el ruido de las voces había atemorizado y ahuyentado a las ratas; y aunque poco después volvieron a roer el enrejado, los tres chicuelos, sumergidos en el sueño, no oyeron nada.
Pasaron las horas de la noche. La sombra cubría la inmensa plaza de la Bastilla; un viento de invierno, mezclado con la lluvia, soplaba con fuertes ráfagas; las patrullas registraban las puertas, las avenidas, los cercados, los rincones oscuros, buscaban a los vagabundos nocturnos y pasaban delante del elefante; el monstruo, de pie, inmóvil, con los ojos abiertos en las tinieblas, como si pensara, satisfecho, en su buena acción: protegía del cielo y los hombres a los tres pobres niños dormidos.
Para comprender lo que sigue, es preciso recordar que en esa época el cuerpo de guardia de la Bastilla estaba situado al otro extremo de la plaza, y lo que sucedía cerca del elefante no podía ser visto ni oído por el centinela.
Hacia el final de esa hora que precede inmediatamente al alba, salió un hombre corriendo de la calle Saint-Antonie, atravesó la plaza, dio la vuelta al gran cercado de la Columna de Julio y se deslizó entre las empalizadas hasta colocarse bajo el vientre del elefante. Si una luz cualquiera hubiera alumbrado a aquel hombre, por el modo que estaba mojado se habría adivinado que había pasado la noche bajo la lluvia. Al llegar bajo el elefante, lanzó un grito extraño que no pertenece a ninguna lengua humana, que sólo podría reproducir un papagayo. Repitió dos veces aquel grito, cuya ortografía reproducimos con objeto de dar poco más o menos una idea:
—¡Quiriquiquiu!
Al segundo grito, una voz clara, alegre y joven, respondió desde el interior del elefante:
—¡Sí!
Casi inmediatamente, la tabla que cerraba el agujero se separó y dejó paso a un niño que bajó a lo largo de la pata del elefante y fue a caer cerca del hombre. Era Gavroche. El hombre era Montparnasse.
En cuanto a aquel grito, significaba sin duda lo que el niño había querido decir con «Preguntarás por el señor Gavroche».
Al oírlo, se despertó sobresaltado, se arrastró fuera de su «alcoba», separando un poco el enrejado, que acto seguido cerró de nuevo cuidadosamente, y luego abrió la trampa y bajó.
El hombre y el niño se reconocieron silenciosamente en la noche; Montparnasse se limitó a decir:
—Tenemos necesidad de ti. Ven a echarnos una mano.
El pilluelo no pidió otra aclaración.
—Aquí me tienes —dijo.
Y los dos se dirigieron hacia la calle Saint-Antoine, por la cual había aparecido Montparnasse, serpenteando rápidamente a través de la larga fila de carretas de los hortelanos que bajan al mercado a aquella hora.
Los hortelanos, acurrucados en sus carros entre las lechugas y las legumbres, medio dormidos, hundidos hasta los ojos en sus mantas a causa de la lluvia que los azotaba, ni siquiera vieron a aquellos extraños transeúntes.
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