XX

 LA EMBOSCADA


La puerta del desván acababa de abrirse bruscamente, y dejó ver a tres hombres vestidos con blusa de tela azul, cubiertas las caras con máscaras de papel negro. El primero era delgado y llevaba un largo garrote claveteado, el segundo, que era una especie de coloso, llevaba cogida por el medio del mango, y con el filo hacia abajo, una cuchilla de las destinadas a sacrificar bueyes. El tercero, hombre de hombros fornidos, menos flaco que el primero, menos macizo que el segundo, empuñaba una enorme llave, robada en la puerta de alguna prisión.

Parece que Jondrette esperaba la llegada de estos hombres. Un diálogo rápido se entabló entre él y el hombre del garrote, el flaco.

—¿Está todo preparado? —preguntó Jondrette.

—Sí —repuso el hombre flaco.

—¿Dónde está Montparnasse?

—El primer galán se ha detenido para hablar con tu hija.

—¿Cuál?

—La mayor.

—¿Hay abajo un carruaje?

—Sí.

—¿Está enganchada la carraca?

—Enganchada está.

—¿Con dos buenos caballos?

—Excelentes.

—¿Ella espera donde le he dicho que esperase?

—Sí.

—Bien —dijo Jondrette.

El señor Leblanc estaba muy pálido. Miraba todos los objetos del desván en torno suyo, como hombre que comprende dónde ha caído, y su cabeza, sucesivamente dirigida hacia todas las cabezas que le rodeaban, se movía sobre su cuello con lentitud atenta y admirada, pero su actitud no denotaba nada parecido al miedo. Habíase formado con la mesa un improvisado atrincheramiento, y aquel hombre, que un instante antes sólo tenía el aspecto de un buen anciano, se había convertido en una especie de atleta, y apoyaba su robusto puño en el respaldo de la silla, con un gesto temible y sorprendente.

Aquel anciano tan firme y valiente ante tamaño peligro parecía ser de esas naturalezas que son valerosas igual que son buenas, fácil y sencillamente. El padre de una mujer a quien se ama no es nunca un extraño para nosotros. Marius sintiose orgulloso de aquel desconocido.

Tres de los hombres de brazos desnudos, de quienes Jondrette había dicho que eran fumistas, habían cogido, del montón de hierro, el uno unas tijeras de cortar metales, el otro una pinza romana y el tercero un martillo, y se habían colocado delante de la puerta sin decir palabra. El viejo se había quedado en la cama, y únicamente había abierto los ojos. La Jondrette se había sentado a su lado.

Marius pensó que a los pocos segundos el momento de intervenir habría llegado, y levantó la mano derecha hacia el techo, en dirección al corredor, presto a soltar el tiro.

Jondrette, terminado su coloquio con el hombre del garrote, se volvió de nuevo hacia el señor Leblanc y repitió su pregunta, acompañándola con aquella risa baja y terrible que le era peculiar:

—¿Así, pues, no me conocéis?

El señor Leblanc le miró de frente, y repuso:

—No.

Entonces, Jondrette se acercó a la mesa. Se inclinó por encima de la vela, cruzó los brazos, acercando su mandíbula angulosa y feroz al tranquilo rostro del señor Leblanc, y avanzando cuanto podía, sin que el otro retrocediese, y en esta postura de fiera salvaje que va a morder, exclamó:

—Yo no me llamo Fabantou, yo no me llamo Jondrette, ¡me llamo Thénardier! ¡Soy el posadero de Montfermeil! ¿Lo oís bien? ¡Thénardier! ¿Ahora me reconocéis?

Un imperceptible rubor cruzó la frente del señor Leblanc, y respondió sin que su voz temblara ni se elevara, con la placidez de costumbre:

—Tampoco.

Marius no oyó esta respuesta. Quien le hubiera visto en aquella oscuridad, le habría encontrado atontado, estúpido, como herido por el rayo. En el momento en que Jondrette había dicho: «Me llamo Thénardier», Marius se había estremecido y había tenido que apoyarse contra la pared, como si hubiera sentido el frío de la hoja de una espada a través de su corazón. Luego su brazo derecho, preparado para soltar la señal, había bajado lentamente, y en el momento en que Jondrette había repetido: «¿Lo oís bien? ¡Thénardier!», los desfallecidos dedos de Marius habían estado a punto de dejar caer la pistola. Jondrette, al descubrir su personalidad, no había conmovido al señor Leblanc, pero había trastornado a Marius. Aquel nombre de Thénardier, que el señor Leblanc no parecía reconocer, lo conocía Marius. ¡Recuérdese lo que este nombre representaba para él! Lo había llevado sobre su corazón, escrito en el testamento de su padre; lo llevaba en el fondo de su pensamiento, en el fondo de su memoria, con esta recomendación sagrada: «Un hombre llamado Thénardier me salvó la vida. Si mi hijo le encuentra, le hará todo el bien que pueda». Se recordará que este hombre era uno de los cultos de su alma, iba mezclado con el nombre de su padre. ¡Cómo! ¡Aquél era Thénardier, aquél era el posadero de Montfermeil que él había buscado vanamente durante tanto tiempo! Por fin le encontraba, y ¡cómo!; ¡aquel salvador de su padre era un bandido! ¡Aquel hombre por el que Marius hubiera querido sacrificarse era un monstruo! ¡Aquel libertador del coronel Pontmercy estaba a punto de cometer un atentado, cuya forma no veía aún Marius distintamente, pero que parecía un asesinato! ¡Y el asesinato de quién, gran Dios! ¡Qué fatalidad! ¡Qué amarga burla de la suerte! Su padre ordenándole desde el fondo de su féretro que hiciera todo el bien posible a Thénardier. Desde hacía cuatro años, Marius no había albergado otra idea que ir a pagar aquella deuda de su padre, y en el momento en que iba a hacer prender a un bribón en el acto de cometer un crimen, el destino le gritaba: «¡Es Thénardier!». Iba, en fin, a pagar la vida de su padre, salvada entre una granizada de metralla en el heroico campo de Waterloo, con el cadalso. Se había prometido, si llegaba a encontrar a Thénardier, no acercarse a él sino echándose a sus pies, ¡y le hallaba, en efecto, mas para entregarle al verdugo! Su padre le decía: «¡Socorre a Thénardier!», y él respondía a esta voz adorada y santa, aplastando a Thénardier. ¡Dar por espectáculo a su padre en su tumba al hombre que le había liberado de la muerte ejecutado en la plaza Saint-Jacques por culpa de su hijo, de aquel Marius a cuya protección había encomendado aquel hombre! ¡Qué irrisión! ¡Había llevado durante tanto tiempo en su pecho la última voluntad de su padre, escrita de su mano, para hacer horriblemente todo lo contrario!

Pero, por otra parte, ¡asistir a aquel asesinato premeditado y no impedirlo! ¿Cómo? ¡Condenar a la víctima y salvar al asesino! ¿Es que, por ventura, podía Marius conservar la menor gratitud por semejante miserable? Todas las ideas que Marius tenía desde hacía cuatro años se hallaban como atravesadas de parte a parte por ese golpe inesperado. Se estremecía, todo dependía de él; tenía en su mano, sin que ellos lo supiesen, la suerte de aquellos que se agitaban ante su vista. Si disparaba, el señor Leblanc estaba salvado y Thénardier estaba perdido; si no disparaba, el señor Leblanc era sacrificado y tal vez Thénardier escaparía. Precipitar al uno o dejar caer el otro; remordimiento por ambos lados. ¿Qué hacer? ¿Qué camino escoger? ¡Faltar a los imperiosos recuerdos, a tantos y tantos compromisos como consigo mismo había contraído, al más santo deber, al texto más venerado por él! ¡Faltar al testamento de su padre o dejar que se consumase un crimen! Parecíale, por un lado, oír a «su Ursule» suplicándole en nombre de su padre, y por otro al coronel que le recomendaba a Thénardier. Le pareció que enloquecía, sus rodillas se doblaban; no tenía tiempo para deliberar, porque la escena que se desarrollaba ante su vista se precipitaba con furia hacia el desenlace. Era como un torbellino del cual se había creído dueño que le arrastraba consigo. Estuvo a punto de desvanecerse.

Entretanto, Thénardier, desde ahora no le llamaremos de otro modo, se paseaba por delante de la mesa, en una especie de extravío y de triunfo frenético.

Cogió el candelero y lo colocó sobre la chimenea, dando con él un golpe tan violento que la mecha estuvo a punto de apagarse y la pared quedó salpicada de sebo.

Luego se volvió hacia el señor Leblanc, furioso, y escupió estas palabras:

—¡Chamuscado! ¡Ahumado! ¡Asado! ¡Con salsa picante!

Y volvió a pasear, en plena explosión.

—¡Ah! —gritaba—. ¡Por fin os encuentro, señor filántropo! ¡Señor millonario raído! ¡Señor dador de muñecas! ¡Viejo bobo! ¡Ah, no me reconocéis! ¡No, no sois vos quien fue a Montfermeil, a mi posada, hace ocho años, la noche de Navidad de 1823! ¡No sois vos quien se llevó de mi casa a la hija de la Fantine, a la Alondra! ¡No sois vos quien llevaba un redingote amarillo, no! ¡Y un paquete lleno de trapos en la mano, igual que esta mañana en mi casa! ¡Mira, mujer! ¡Parece que su manía es llevar a las casas paquetes llenos de medias de lana! ¡El viejo caritativo! ¡Bah! ¿Es que sois tendero, señor millonario? ¡Dais a los pobres los géneros de vuestra tienda, santo varón! ¡Qué funámbulo! ¡Ah! ¿No me reconocéis? ¡Pues bien, yo sí que os reconozco, os he reconocido enseguida, en cuanto metisteis aquí el hocico! ¡Ah! Al fin va a verse que no es todo rosas el ir así a casa de las personas, con el pretexto de que son posadas, con vestidos miserables, con el aire de un pobre a quien se le puede dar una limosna, a engañar a la gente, a hacerse el generoso, quitarles su modo de ganar la vida y amenazarlos en el bosque, y que cuando esas personas están arruinadas no queda esto pagado con un sobretodo demasiado ancho y dos malas mantas de hospital, viejo pelón, ladrón de niños.

Se detuvo, y por un momento pareció que se hablaba a sí mismo. Hubiérase dicho que su furor se precipitaba como el Ródano en un agujero. Luego, como si acabase en voz alta las cosas que había empezado a decirse interiormente, dio un puñetazo en la mesa y exclamó:

—¡Con su aire bonachón!

Y luego siguió apostrofando al señor Leblanc:

—¡Pardiez! En otro tiempo os burlasteis de mí. ¡Sois causa de todas mis desgracias! Por mil quinientos francos adquiristeis a una niña que yo tenía, y que seguramente era de gente rica, que me había producido ya mucho dinero, y a costa de la cual debía yo vivir durante toda mi vida. Una chica que me hubiera indemnizado de todo lo que he perdido en aquel abominable bodegón, donde se celebraban grandes orgías y donde me he comido como un imbécil toda mi hacienda. ¡Oh! Quisiera que todo el vino que se ha bebido en mi casa se volviera veneno para los que lo han bebido. En fin, no importa. Os debí parecer muy grotesco cuando os fuisteis con la Alondra. ¡En el bosque teníais vuestra estaca! ¡Erais el más fuerte! Desquite. ¡Ahora soy yo quien tengo los triunfos en la mano! ¡Estáis cogido, amiguito! ¡Oh, pero yo me río, sí, me río! ¡Cómo ha caído en el garlito! Le dije que era actor, que me llamaba Fabantou, que había interpretado junto a la señorita Mars y la señorita Muche, que mi casero quería cobrar mañana, el 4 de febrero, y ni siquiera ha visto que es el 8 de enero y no el 4 de febrero el fin de un trimestre. ¡Absurdo cretino! ¡Y me trae cuatro malos luises! ¡Canalla! ¡Ni aun ha tenido el valor para llegar a los cien francos! ¡Y cómo creía en todas mis simplezas! ¡Bah!, me divertía y me decía: «¡Majadero!». Ya te cogí. ¡Te lamía las manos esta mañana! ¡Pero esta noche te arrancaré el corazón!

Thénardier calló. Se ahogaba. Su mezquino y angosto pecho hipaba como el fuelle de una fragua. Su mirada estaba llena de esa innoble dicha de una criatura débil, cruel y cobarde, que puede, por fin, derribar al que ha temido, e insultar al que ha halagado, de la alegría de un enano que pusiera el talón sobre la cabeza de Goliat, de la alegría de un chacal que empieza a desgarrar a un toro enfermo, suficientemente muerto para no defenderse ya y bastante vivo para sufrir todavía.

El señor Leblanc no le interrumpió, pero le dijo cuando acabó:

—No sé qué queréis decir. Os equivocáis. Soy un hombre pobre, y nada tan lejano de mí como ser millonario. No os conozco. Me tomáis por otro.

—¡Ah —gritó Thénardier—, me gusta la tonadilla! ¡Os empeñáis en seguir esta broma! ¡Palabras en vano, vil viejo! ¡Ah! ¿Conque no recordáis? ¿Conque no sabéis quién soy?

—Perdón, señor —respondió el señor Leblanc con un acento de cortesía que en semejante momento tenía algo de extraño y poderoso—, ya veo que sois un bandido.

¡Quién no habrá observado que los seres odiosos tienen su susceptibilidad, que los monstruos son quisquillosos! A la palabra bandido, la mujer de Thénardier se levantó de la cama, y Thénardier cogió una silla como si fuera a romperla entre sus manos.

—¡No te muevas tú! —gritó a su mujer; y volviéndose hacia el señor Leblanc replicó—: ¡Bandido! ¡Sí, ya sé que nos llaman así los señores ricos! ¡Calla! Es verdad, he quebrado, me oculto, no tengo pan, no tengo un cuarto, soy un bandido. ¡Hace tres días que no he comido, y soy un bandido! ¡Ah! Vosotros os calentáis los pies; vosotros tenéis escarpines de Sakoski, tenéis sobretodos acolchados, como los arzobispos, vivís en el piso principal, en una casa con portero, coméis trufas, coméis botes de espárragos de cuarenta francos en el mes de enero, guisantes, os atracáis, y cuando queréis saber si hace frío, miráis en el periódico los grados que marca el termómetro del ingeniero Chevalier. ¡Nosotros, nosotros somos los termómetros! ¡Nosotros no tenemos necesidad de ir a ver a la esquina de la torre del Reloj cuántos grados hace de frío, sentimos la sangre helarse en nuestras venas, y el hielo llegar hasta el corazón! Y decimos: ¡no hay Dios! ¡Y vosotros venís a nuestras cuevas a llamarnos bandidos! ¡Os comeremos! ¡Os devoraremos, miserables criaturas! Señor millonario, sabed esto: yo he sido un hombre establecido, he pagado contribución, he sido elector, soy un ciudadano, y vos, vos acaso no lo seáis.

Aquí Thénardier dio un paso hacia los hombres que estaban cerca de la puerta, y añadió con cierto estremecimiento:

—¡Cuando pienso que se atreve a venir a hablarme como a un zapatero!

Luego, dirigiéndose al señor Leblanc con una recrudescencia de frenesí, añadió:

—Y sabed también esto, señor filántropo, ¡yo no soy un hombre oscuro, no! ¡No soy un hombre cuyo nombre se ignora, que va a robar chicas a las casas! ¡Soy un antiguo soldado francés, que debería ser condecorado! ¡Yo estuve en Waterloo y durante la batalla salvé a un general, llamado conde de no sé qué! Me dijo su nombre; pero su voz era tan débil que no le oí. No oí más que gracias. Hubiera preferido saber su nombre antes que aceptar su agradecimiento. Esto me hubiera ayudado a encontrarle. Este cuadro que veis, y que ha sido pintado por David en Bruqueselles, ¿sabéis lo que representa? Me representa a mí; David ha querido inmortalizar este hecho de armas. Tengo a este general en mis espaldas, y me lo llevo a través de la metralla. He aquí su historia. Nunca hizo nada por mí este general; ¡no valía más que los otros! ¡Pero no por ello le he salvado menos la vida, con peligro de la mía; tengo los bolsillos llenos de certificados! Soy un soldado de Waterloo, ¡mil rayos! Y ahora, que he tenido la bondad de deciros todo esto, terminemos; necesito dinero, necesito mucho dinero, necesito muchísimo dinero, ¡u os extermino, truenos del buen Dios!

Marius había recobrado algún imperio sobre su angustia, y escuchaba. La última posibilidad de duda acababa de desvanecerse. Aquél era, efectivamente, Thénardier, el del testamento. Marius se estremeció al oír aquel reproche de ingratitud dirigido a su padre, y que él estaba a punto de justificar tan fatalmente. Sus perplejidades se redoblaron. Por lo demás, había en todas las palabras de Thénardier, en el acento, en el gesto, en la mirada de la que cada palabra hacía brotar llamas, había en aquella explosión de una mala naturaleza, en aquella mezcla de fanfarronada y de abyección, de orgullo, de pequeñez, de rabia y de tontería, en aquel caos de quejas reales y de sentimientos falsos, en aquel impudor de un mal hombre saboreando la voluptuosidad de la violencia, en aquella desnudez desvergonzada de un alma fea, en aquella conflagración de todos los sufrimientos combinados con todos los odios, algo que resultaba odioso como el mal y doloroso como la verdad.

El cuadro de David, la obra maestra de la pintura, cuya adquisición había propuesto al señor Leblanc, no era (el lector ya lo habrá adivinado) otra cosa que la enseña de su taberna, pintada, como recordaremos, por él mismo, único resto que había conservado de su naufragio en Montfermeil.

Como había cesado de interceptar el campo visual de Marius, éste podía ya mirar aquella cosa, y en aquellos chafarrinones distinguió realmente una batalla, un fondo de humo, y un hombre que llevaba a otro. Era el grupo de Thénardier y de Pontmercy, el sargento salvador, el coronel salvado. Marius estaba como ebrio; aquel cuadro le hacía, en cierto modo, el efecto de su padre vivo: no era ya la enseña del figón de Montfermeil, era una resurrección, una tumba que se entreabría, un fantasma que se levantaba. Marius sentía su corazón latiéndole en las sienes, tenía el cañón de Waterloo en los oídos; su padre ensangrentado, pintado vagamente en aquel siniestro lienzo, le asustaba y parecíale que aquella figura informe le miraba fijamente.

Cuando Thénardier hubo recobrado el aliento, fijó sobre el señor Leblanc sus ojos enrojecidos, y le dijo en voz baja:

—¿Qué tienes que decir, antes de que te trinquen?

El señor Leblanc callaba. En medio de aquel silencio, una voz cascada lanzó desde el corredor este lúgubre sarcasmo:

—¡Si hace falta partir leña, aquí estoy yo!

Era el hombre de la maza, que se divertía.

Al mismo tiempo, apareció en la puerta una enorme cara erizada y terrosa, sonriendo espantosamente y enseñando, no dientes, sino garfios.

Era el rostro del hombre de la maza.

—¿Por qué te has quitado la máscara? —le gritó Thénardier, enfurecido.

—Para reír —replicó aquel hombre.

Desde hacía algunos instantes, el señor Leblanc parecía seguir y vigilar todos los movimientos de Thénardier, quien, ciego y deslumbrado por su propio furor, iba y venía por el cuarto con la confianza de tener la puerta guardada, de estar armado contra un hombre desarmado y de ser nueve contra uno, suponiendo que la Thénardier no se contase más que por un hombre. Mientras hablaba con el de la maza, Thénardier daba la espalda al señor Leblanc.

Éste aprovechó el momento, empujó la silla con el pie, la mesa con el puño y, de un salto, con una agilidad prodigiosa, antes de que Thénardier hubiera tenido tiempo de volverse, estaba en la ventana. Abrirla, escalarla y meter una pierna por ella fue obra de un segundo. Estaba ya con la mitad del cuerpo fuera cuando seis robustos puños le cogieron y le arrastraron enérgicamente al interior del desván. Eran los tres «fumistas» que se habían lanzado sobre él. Al mismo tiempo, la Thénardier le había cogido por los cabellos.

Al pataleo que se armó, acudieron los otros bandidos del corredor. El viejo que se hallaba en la cama, y que parecía ebrio, bajó y llegó, vacilante, con un martillo de picapedrero en la mano.

Uno de los «fumistas» con el rostro tiznado, y en el que Marius reconoció a Panchaud, alias Printanier, alias Bigrenaille, levantaba sobre la cabeza del señor Leblanc una especie de maza formada por dos bolas de plomo, en los extremos de una barra de hierro.

Marius no pudo resistir aquel espectáculo. «Padre mío —pensó—, ¡perdóname!». Y su dedo buscó el gatillo de la pistola. El disparo iba a salir cuando la voz de Thénardier exclamó:

—¡No le hagáis daño!

Aquella desesperada tentativa de la víctima, lejos de exasperar a Thénardier, le había tranquilizado. Había dos hombres en él, el hombre feroz y el hombre astuto. Hasta aquel instante, en el desbordamiento del triunfo, ante la presa abatida e inmóvil, había dominado el hombre feroz; cuando la víctima se debatió y pareció querer luchar, el hombre astuto volvió a reaparecer y cobrar ascendiente.

—¡No le hagáis daño! —repitió. Y sin sospecharlo siquiera, por primer triunfo detuvo la pistola de Marius, pronta a dispararse, y paralizó la acción del joven, para el cual desapareció la urgencia, no viendo inconveniente ante aquella nueva fase en esperar todavía. Podría surgir algún incidente que le liberase de la horrible alternativa de dejar perecer al padre de «Ursule» o de perder al salvador del coronel.

Una lucha hercúlea se había entablado. De un puñetazo en pleno torso, el señor Leblanc había enviado al viejo rodando en medio de la habitación; luego, con dos reveses de la mano había tirado a otros dos que le asaltaban, y a otros dos los tenía sujetos bajo las rodillas; los miserables se ahogaban bajo aquella presión como bajo una rueda de granito; pero los otros cuatro habían cogido al temible anciano por los brazos y la nuca y le mantenían doblegado sobre los dos «fumistas» que yacían en el suelo. Así, dueño de unos y dominado por los otros, aplastando a los de abajo y ahogado por los de arriba, oponiéndose en vano a todos los esfuerzos de los que se echaban sobre él, desaparecía bajo el horrible grupo de bandidos lo mismo que un jabalí bajo la jadeante y ladradora jauría de mastines y sabuesos.

Consiguieron echarle sobre la cama más próxima a la ventana, y contener allí sus esfuerzos. La Thénardier no le había soltado los cabellos.

—Tú —díjole el marido—, no te mezcles en esto. Vas a romperte el chal.

La Thénardier obedeció como la loba obedece al lobo, con un gruñido.

—Vosotros —añadió Thénardier—, registradle.

El señor Leblanc parecía haber renunciado a la resistencia. Le registraron. No llevaban encima más que una bolsa de cuero que contenía seis francos, y su pañuelo.

Thénardier se puso el pañuelo en el bolsillo.

—¡Qué! ¿No hay cartera? —preguntó.

—Ni reloj —respondió uno de los «fumistas».

—Es igual —murmuró con una voz de ventrílocuo el hombre enmascarado que llevaba la gran llave—, ¡es un viejo duro!

Thénardier se dirigió al rincón de la puerta, cogió un paquete de cuerdas y se las arrojó a sus compinches.

—Atadlo al banquillo —ordenó.

Y viendo al viejo tendido en medio del cuarto a causa del puñetazo que el señor Leblanc le había propinado, y notando que no se movía, preguntó:

—¿Acaso está muerto Boulatruelle?

—No —respondió Bigrenaille—, está borracho.

—Arrastradle a un rincón —dijo Thénardier.

Dos de los «fumistas» arrastraron al borracho hacia un rincón, cerca del montón de hierros.

—Babet, ¿por qué has traído tanta gente? —inquirió Thénardier en voz baja al hombre del garrote—; era inútil.

—¿Qué quieres? —replicó el hombre del garrote—, todos han querido ser de la partida. La época es mala. No se hacen negocios.

El jergón sobre el que el señor Leblanc había sido derribado era una especie de cama de hospital, sostenida por cuatro montantes de madera toscamente trabajada. El señor Leblanc los dejó hacer. Los bandidos le ataron sólidamente, en pie, al montante más distante de la ventana y más cercano a la chimenea.

Cuando el último nudo quedó asegurado, Thénardier cogió una silla y fue a sentarse casi enfrente de Leblanc. Thénardier se había transformado; en unos instantes su fisonomía había pasado de la violencia desenfrenada a la dulzura tranquila y astuta. Marius apenas podía reconocer en la política sonrisa del hombre de oficina la boca casi bestial que echaba espuma un momento antes; consideraba, estupefacto, aquella metamorfosis fantástica y alarmante, y sentía lo que sentiría un hombre cualquiera que viese a un tigre transformarse en un abogado.

—Caballero... —murmuró Thénardier.

Y apartando con un gesto a los ladrones, los cuales tenían aún las manos puestas sobre el señor Leblanc, añadió:

—Alejaos un poco, y dejadme charlar con el señor.

Todos se retiraron hacia la puerta.

—Señor, habéis hecho mal en querer saltar por la ventana. Hubierais podido romperos una pierna. Ahora, si lo permitís, vamos a charlar con calma. Primeramente, es preciso que os comunique una observación que he hecho, y es que todavía no habéis lanzado el más pequeño grito.

Thénardier tenía razón, este detalle era cierto, aunque se le hubiera escapado a Marius en su turbación. El señor Leblanc había pronunciado algunas palabras sin alzar la voz, e incluso en su lucha cerca de la ventana, con los seis bandidos, había guardado el más profundo y extraño silencio. Thénardier prosiguió:

—¡Dios mío!, aunque hubierais gritado: «¡Ladrones!», yo no lo habría encontrado inconveniente. Se grita: «¡Al asesino!» en ocasiones, y yo no lo hubiese tomado a mal. Es natural que se haga un poco de bulla cuando uno se encuentra con personas que no le inspiran suficiente confianza. Aun cuando hubierais procedido así, no nos habríamos incomodado. Ni siquiera os habríamos amordazado. Y os diré por qué: porque esta habitación es sorda. No tiene más que esta cualidad, pero la tiene. Es una cueva. Aunque aquí estallase una bomba, el ruido que se sentiría en el cuerpo de guardia más próximo no pasaría de ser como el ronquido de un borracho. Aquí el cañón haría ¡bum!, y el trueno ¡paf! Es un alojamiento cómodo. Pero, en fin, no habéis gritado, es mejor; os felicito, y voy a deciros lo que deduzco de ello. Cuando se grita, mi buen señor, ¿quién acude? La policía. ¿Y después de la policía? La justicia. Pues bien, no habéis gritado, y es que deseáis muy poco que acudan la policía y la justicia. Lo cual se debe (hace mucho tiempo que lo sospecho) a que tenéis interés en ocultar alguna cosa. Por nuestra parte, tenemos el mismo interés, por lo tanto, podemos entendernos.

Mientras hablaba así, parecía que Thénardier, con los ojos fijos en el señor Leblanc, trataba de hundir las puntas agudas que salían de sus ojos hasta la conciencia de su prisionero. Por lo demás, su lenguaje sazonado con cierta especie de insolencia suave y socarrona era reservado y casi escogido; y aquel miserable, que poco antes era un bandido, se revelaba ahora como «el hombre que ha estudiado para ser sacerdote».

El silencio que había guardado el prisionero, esa precaución que implicaba hasta el olvido mismo del cuidado de su vida, esa resistencia opuesta al primer movimiento de la naturaleza que es lanzar un grito, preciso es decirlo, importunaba a Marius y le sorprendía penosamente.

La fundada observación de Thénardier oscurecía aún más para Marius las misteriosas sombras bajo las cuales se ocultaba aquella grave y extraña figura, a la cual Courfeyrac había apodado señor Leblanc. Pero fuese quien fuese aquel hombre atado, rodeado de verdugos, medio sumido en un foso que se ahondaba a cada instante, tanto ante el furor como ante la dulzura de Thénardier, permanecía impasible, y Marius no podía menos que admirar en semejante momento aquel rostro soberbiamente melancólico.

Era con toda evidencia un alma inaccesible al espanto y que parecía ignorar lo que era la desesperación. Era uno de esos hombres que dominan la sorpresa de las situaciones desesperadas. Por extremada que fuera la crisis, por inevitable que fuera la catástrofe, no se manifestaba allí nada de la agonía del ahogado abriendo bajo el agua sus ojos horribles.

Thénardier se levantó sin afectación, se dirigió hacia la chimenea, quitó el biombo, que apoyó en la cama inmediata, y dejó al descubierto el brasero lleno de brasas ardientes en la cual el prisionero podía perfectamente distinguir el cortafrío al rojo blanco salpicado de pequeñas estrellas escarlatas.

Luego, Thénardier fue de nuevo a sentarse cerca del señor Leblanc.

—Continúo —dijo—. Podemos entendernos. Arreglemos esto por las buenas. He hecho mal en incomodarme hace poco, no sé dónde tenía la cabeza; he ido demasiado lejos y he dicho extravagancias. Por ejemplo, porque sois millonario os he dicho que exigía dinero, mucho dinero, muchísimo dinero. Esto no sería razonable. Dios mío, tenéis la suerte de ser rico, tenéis vuestras obligaciones, pero ¿quién no las tiene? No quiero arruinaros, no soy un desollador, al fin y al cabo. No soy de esas gentes que porque tienen la ventaja de la posición se aprovechan de ello para resultar ridículos. Ya veis, yo cedo algo y hago un sacrificio por mi parte. Necesito simplemente doscientos mil francos.

El señor Leblanc no pronunció palabra. Thénardier prosiguió:

—Ya veis que no dejo de aguar mi vino. No conozco el estado de vuestra fortuna, pero sé que no tenéis mucho apego al dinero, y un hombre bienhechor como vos puede muy bien dar doscientos mil francos a un padre de familia que no es feliz. Ciertamente, vos sois también razonable, y ya os figuraréis que no me habré tomado el trabajo de hoy, y organizado la cosa de esta noche, que es un trabajo muy bien hecho, según confesión de estos señores, para venir a pediros que me deis con qué beber tinto de a doce y comer ternera en casa de Desnoyers. Bien vale el caso doscientos mil francos. Una vez fuera de vuestros bolsillos tal bagatela, os respondo de que todo habrá concluido y de que no tenéis que temer ni lo más mínimo. Me diréis: ¡Pero yo no tengo aquí doscientos mil francos! ¡Oh! No soy exagerado: no exijo esto. Sólo os pido una cosa. Tened la bondad de escribir lo que voy a dictaros.

Aquí, Thénardier se interrumpió, y luego añadió, marcando cada palabra y lanzando una sonrisa hacia el lado del brasero:

—Os prevengo de que no admitiré la excusa de que no sabéis escribir.

Un gran inquisidor hubiera podido envidiar aquella sonrisa.

Thénardier empujó la mesa cerca del señor Leblanc, y cogió el tintero, una pluma y una hoja de papel del cajón que dejó entreabierto, y en el cual relucía la ancha hoja del cuchillo.

Puso la hoja de papel ante el señor Leblanc.

—Escribid —dijo.

El prisionero habló al fin:

—¿Cómo queréis que escriba? Estoy atado.

—¡Es cierto, perdón! —exclamó Thénardier—. Tenéis razón.

Y volviéndose hacia Bigrenaille ordenó:

—Desatad el brazo derecho del caballero.

Panchaud, alias Printanier, alias Bigrenaille, ejecutó la orden de Thénardier. Cuando la mano derecha del prisionero quedó libre, Thénardier mojó la pluma en la tinta y se la ofreció.

—Notad bien que estáis en nuestro poder, a nuestra discreción, absolutamente a nuestra discreción, que ninguna potencia humana puede sacaros de aquí, y que verdaderamente nos sentiríamos desolados si nos viéramos obligados a recurrir a desagradables extremos. No sé ni vuestro nombre, ni las señas de vuestra casa; pero os advierto que permaneceréis atado hasta que la persona encargada de llevar la carta que vais a escribir haya regresado. Ahora, escribid.

—¿Qué? —preguntó el prisionero.

—Dicto.

El señor Leblanc tomó la pluma.

Thénardier empezó a dictar:

—«Hija mía...».

El prisionero se estremeció y levantó los ojos hacia Thénardier.

—Poned «Mi querida hija» —dijo Thénardier.

El señor Leblanc obedeció.

Thénardier prosiguió:

—«Ven al momento...».

Se interrumpió.

—¿La tuteáis, verdad?

—¿A quién? —preguntó el señor Leblanc.

—¡Pardiez! —dijo Thénardier—, a la Alondra.

El señor Leblanc respondió sin la menor emoción aparente:

—No sé lo que queréis decir.

—Continuad —dijo Thénardier; y se puso de nuevo a dictar—: «Ven al momento. Tengo necesidad de ti. La persona que te entregará esta nota está encargada de traerte junto a mí. Te espero. Ven con confianza».

El señor Leblanc lo había escrito todo. Thénardier añadió:

—Ah, borrad el «Ven con confianza»; podría hacer suponer que la cosa no es natural y que la desconfianza es posible.

El señor Leblanc borró las tres palabras.

—Ahora —prosiguió Thénardier—, firmad. ¿Cómo os llamáis?

El prisionero dejó la pluma y preguntó:

—¿Para quién es esta carta?

—Ya lo sabéis —repuso Thénardier—. Para la pequeña. Os lo acabo de decir.

Era evidente que Thénardier evitaba nombrar a la joven de quien se trataba. Decía «Alondra», decía «la pequeña», pero no pronunciaba su nombre. Precaución de hombre hábil que guarda sus secretos delante de sus cómplices. Decir el nombre hubiera sido confesar «todo el asunto», y enseñarles más de lo que tenían necesidad de saber.

Replicó:

—Firmad. ¿Cuál es vuestro nombre?

—Urbain Fabre —dijo el prisionero.

Thénardier, con el movimiento de un gato, metió precipitadamente la mano en el bolsillo y sacó el pañuelo que le había sido arrebatado al señor Leblanc. Buscó la marca y lo acercó a la vela.

—U. F. Eso es. Urbain Fabre. Pues bien, firmad U. F.

El prisionero firmó.

—Como se necesitan dos manos para doblar la carta, dádmela, voy a doblarla yo.

Una vez hecho esto, Thénardier prosiguió:

—Poned la dirección. Señorita Fabre, en vuestra casa. Sé que vivís no muy lejos de aquí, en los alrededores de Saint-Jacques-du-Haut-Pas, puesto que es ahí donde vais a misa todos los días, pero no sé en qué calle. Ya veo que comprendéis vuestra situación. Como no habéis mentido sobre vuestro nombre, tampoco mentiréis sobre la dirección. Ponedla vos mismo.

El prisionero se quedó pensativo durante un instante, luego tomó la pluma y escribió:

«Señorita Fabre, en casa del señor Urbain Fabre, calle Saint-Dominique-d'Enfer, número 17».

Thénardier cogió la carta con una especie de convulsión febril.

—¡Mujer! —gritó.

La Thénardier acudió.

—Aquí tienes la carta. Ya sabes lo que debes hacer. Un coche está abajo. Marcha inmediatamente y vuelve lo más deprisa que puedas.

Y, dirigiéndose al hombre de la maza, añadió:

—Tú, que te has quitado el tapabocas, acompaña a la ciudadana. Subirás en la trasera del coche. Ya sabes dónde he dejado la carraca.

—Sí —dijo el hombre.

Y dejando la maza en un rincón, siguió a la Thénardier.

Cuando se iban, Thénardier sacó la cabeza por la puerta entreabierta y gritó en el corredor:

—¡Cuidado con perder la carta! ¡Piensa que llevas encima doscientos mil francos!

La ronca voz de la Thénardier respondió:

—Descuida, me la he metido en el pecho.

No había transcurrido aún un minuto cuando se oyó el chasquido de un látigo, que fue decreciendo y se extinguió rápidamente.

—¡Bien! —gruñó Thénardier—. Van a buen paso. Con ese galope la ciudadana estará de regreso dentro de tres cuartos de hora.

Acercó una silla a la ventana, y se sentó cruzando los brazos y ofreciendo sus botas enlodadas al brasero.

—Tengo frío en los pies —dijo.

En la cueva, junto con Thénardier y el prisionero no quedaban más que cinco bandidos. Estos hombres, con las máscaras o el tizne que les cubría el rostro, y los convertía en carboneros, negros o demonios, tenían un aire embotado y triste; se conocía que ejecutaban un crimen como una tarea, tranquilamente, sin cólera y sin piedad, con una especie de aburrimiento. Yacían amontonados en un rincón como brutos y permanecían callados. Thénardier se calentaba los pies. Una calma sombría había sucedido al feroz estrépito que llenaba antes el desván.

La vela, que ostentaba ya un largo pábilo, iluminaba apenas el inmenso desván, el fuego había palidecido y todas aquellas cabezas monstruosas proyectaban deformes sombras sobre las paredes y en el techo.

No se oía otro ruido que la respiración apacible del anciano ebrio que dormía.

Marius esperaba con ansiedad siempre creciente. El enigma era más impenetrable que nunca. ¿Quién era aquella pequeña que Thénardier había llamado también la Alondra? ¿Era su «Ursule»? El prisionero no pareció conmoverse al oír el nombre de Alondra, y había respondido con la mayor naturalidad del mundo: «No sé lo que queréis decir». Por otro lado, las dos letras U. F. quedaban aclaradas, eran Urbain Fabre, y Ursule ya no se llamaba Ursule. Esto era lo que Marius veía claramente. Una especie de terrible fascinación le retenía clavado en su sitio, desde donde observaba y dominaba toda la escena. Estaba allí, casi incapaz de reflexión y de movimiento, como aniquilado por tan abominables cosas vistas de cerca. Esperaba, aguardando algún incidente, no importaba cuál, no pudiendo reunir sus ideas y no sabiendo qué partido tomar.

«En cualquier caso —se decía—, si la Alondra es ella, lo veré, pues la Thénardier la traerá aquí. Entonces todo acabará; daré mi vida y mi sangre, si es preciso, pero la liberaré. Nada me detendrá».

Transcurrió así media hora. Thénardier parecía absorbido en una meditación tenebrosa. El prisionero no se movía. Sin embargo, Marius creía oír a intervalos, y desde hacía algunos instantes, un pequeño ruido sordo hacia el lado del prisionero.

De repente, Thénardier apostrofó al prisionero:

—Señor Fabre, escuchad lo que voy a deciros.

Estas pocas palabras parecían dar principio a una declaración. Marius prestó oído. Thénardier dijo:

—Mi mujer va a volver, no os impacientéis. Creo que la Alondra es realmente vuestra hija, y me parece muy natural que la conservéis. Pero oíd lo que voy a deciros. Con vuestra carta, mi mujer irá a buscarla. He dicho a mi mujer que se vistiera como habéis visto, para que vuestra hija consienta en seguirla sin dificultad. Las dos subirán al carruaje, y mi camarada irá en la trasera. Hay en cierta parte, fuera de las barreras, una carraca preparada con dos buenos caballos. Llevará allí a vuestra hija; se apeará del coche; mi camarada subirá con ella en la carraca y mi mujer regresará para decirnos: «Está hecho». En cuanto a vuestra hija, no se le hará ningún daño, la carraca la llevará a un sitio donde estará tranquila, y en cuanto me hayáis dado esos miserables doscientos mil francos, os la devolveremos. Si me hacéis detener, mi camarada dará el golpe de gracia a la Alondra, y todo habrá concluido.

El prisionero no articuló una palabra. Tras una pausa, Thénardier continuó:

—Es sencillo, como podéis ver. No habrá nada malo si vos no queréis que lo haya. Yo os cuento el asunto; os prevengo para que lo sepáis.

Se detuvo, el prisionero no rompió el silencio, y Thénardier prosiguió:

—Cuando mi esposa regrese y me diga que la Alondra está en camino, os soltaremos y seréis libre de ir a dormir a vuestra casa. Ya veis que no tenemos malas intenciones.

Imágenes espantosas pasaron ante el pensamiento de Marius. ¡Cómo! Aquella joven a quien robaban, ¿no iban a llevarla allí? ¿Uno de aquellos monstruos se la llevaría? ¿Adónde? ¡Y si era ella! ¡Claro que era ella! Marius sentía paralizársele los latidos del corazón. ¿Qué hacer? ¿Disparar? ¿Poner en manos de la justicia a todos aquellos miserables? Pero no por ello dejaría de estar fuera de alcance con la joven el horrible hombre de la maza, y Marius pensaba en aquellas palabras de Thénardier, cuya sangrienta significación entreveía: «Si me hacéis prender, mi camarada dará el golpe de gracia a la Alondra».

Ahora ya no le detenía solamente el testamento del coronel, era también por su mismo amor, el peligro de la que amaba, por lo que se sentía retenido.

Aquella terrible situación, que duraba ya desde hacía más de una hora, cambiaba de aspecto a cada instante. Marius tuvo la fuerza de pasar revista sucesivamente a las más punzantes conjeturas, buscando una esperanza sin encontrarla. El tumulto de sus pensamientos contrastaba con el fúnebre silencio de la caverna.

En medio de este silencio se oyó el ruido de la puerta de la escalera al abrirse y cerrarse luego.

El prisionero hizo un movimiento en sus ligaduras.

—Aquí está la ciudadana —dijo Thénardier.

Apenas acababa de hablar cuando, en efecto, la Thénardier se precipitó en la habitación, roja, sofocada, jadeante, con los ojos llameantes, y gritó golpeándose con sus gruesas manos ambos muslos a la vez:

—¡Señas falsas!

El bandido que había ido con ella apareció detrás y se dirigió a coger su maza.

—¿Señas falsas? —repitió Thénardier.

La mujer replicó:

—Nadie. ¡En la calle Saint-Dominique, número diecisiete, no hay ningún señor Urbain Fabre! ¡Nadie da razón de él!

Se detuvo sofocada; luego continuó:

—¡Señor Thénardier! ¡Este viejo te la ha pegado! ¡Tú eres demasiado bueno! ¡Ya ves, yo en tu lugar le hubiera abierto en canal, eso sólo para empezar! ¡Y si no se aviniese a razones, le habría cocido vivo! ¡Es preciso que hable, que diga dónde está su hija y dónde tiene la mosca! ¡Así es cómo lo haría yo! ¡Bien, dicen que los hombres son más estúpidos que las mujeres! ¡Nadie en el número diecisiete! ¡Es una gran puerta cochera! ¡No hay ningún señor Fabre en la calle Saint-Dominique! ¡Y a escape, y propina al cochero, y todo! ¡He hablado con el portero, y la portera, que es una buena mujer, y no le conocen!

Marius respiró. Ella, Ursule, o la Alondra, la que no sabía cómo nombrar, estaba salvada.

Mientras la exasperada mujer vociferaba, Thénardier se había sentado en la mesa; permaneció algunos instantes sin pronunciar palabra, balanceando su pierna derecha que colgaba, y contemplando el brasero con un aire de meditación salvaje. Por fin, dijo al prisionero con una inflexión lenta y singularmente feroz:

—¿Señas falsas? ¿Qué esperas?

—¡Ganar tiempo! —gritó el prisionero con voz tonante.

En el mismo instante sacudió sus ataduras; estaban cortadas. El prisionero no estaba atado a la cama más que por una pierna.

Antes de que los siete hombres hubieran tenido tiempo de comprender la situación, el señor Leblanc se había lanzado sobre la chimenea, había extendido la mano hacia el brasero, se había incorporado, y ahora todos, rechazados por el asombro al fondo de la cueva, le vieron estupefactos levantar por encima de la cabeza el cortafrío hecho un ascua, que desprendía un resplandor siniestro, casi libre, y en una actitud formidable.

En la pesquisa judicial a que más adelante dio lugar la emboscada del caserón Gorbeau, consta que cuando la policía hizo sus reconocimientos halló en el desván un sueldo cortado y trabajado de un modo particular. Aquel sueldo era una de las maravillas de la industria que la paciencia del presidio engendra en las tinieblas y para las tinieblas, maravillas que no son otra cosa que instrumentos de evasión. Estos horribles y delicados productos, de un arte prodigioso, son en la bisutería lo que las metáforas del argot son en la poesía. Existen los Benvenuto Cellini de presidio, igual que existe Villon en el idioma. El desgraciado que aspira a la libertad encuentra medios, algunas veces sin herramientas, con un cortaplumas, con un cuchillo viejo, para aserrar un sueldo en dos hojas delgadas, de ahuecar éstas sin tocar la impresión monetaria y practicar un paso de rosca sobre el corte del sueldo, de modo que las dos hojas se pueden adherir de nuevo. Así se juntan o se separan a voluntad; es una caja. En esta caja, se esconde un resorte de reloj; y este resorte, bien manejado, corta los grilletes y las barras de hierro. Se cree que un infeliz forzado no tiene más que un sueldo; nada de esto, posee la libertad. Un sueldo de esta clase fue el que halló la policía en sus ulteriores pesquisas, abierto en dos pedazos sobre el jergón cercano a la ventana. Se descubrió igualmente una pequeña sierra de acero empavonado, que podía ocultarse en el sueldo. Es probable que cuando los bandidos registraron al prisionero llevase con él aquel sueldo, el cual consiguió esconder en su mano, y que luego, teniendo la mano derecha libre lo dividió y se sirvió de la sierra para cortar las cuerdas que le ataban, cosa que explicaría el ligero ruido y los imperceptibles movimientos que Marius había observado.

No habiendo podido inclinarse, por miedo a traicionarse, se había cortado sólo las ligaduras de su pierna izquierda.

Los bandidos se habían recobrado de su primera sorpresa.

—Descuida —dijo Bigrenaille a Thénardier—. Está atado aún por una pierna, y no se irá. Respondo de ello. Soy yo quien le ha atado esa pata.

Sin embargo, el prisionero alzó la voz:

—¡Sois unos miserables, pero mi vida no vale la pena de ser tan defendida! En cuanto a imaginarse que me haréis hablar, que me haréis escribir lo que yo no quiero escribir, que me haréis decir lo que yo no quiero decir... —Se levantó la manga de su brazo izquierdo, y añadió—: Mirad.

Al mismo tiempo extendió el brazo y puso sobre la carne desnuda el cortafrío ardiendo que sostenía en la mano derecha por el mango de madera.

Oyose el chirrido de la carne quemada, y el olor propio de las cámaras de tortura se extendió por el desván. Marius se tambaleó, sobrecogido de horror, los mismos bandidos se estremecieron; el rostro del extraño anciano se contrajo apenas, y mientras el hierro al rojo se hundía en la herida humeante, impasible y casi augusto, dirigía a Thénardier su hermosa mirada sin odio, donde el sufrimiento se desvanecía en una majestad serena.

En las naturalezas grandes y escogidas, la resistencia de la carne y de los sentidos, cuando son presa del dolor físico, hacen emerger el alma, y la hacen aparecer en la frente, como las rebeliones de la soldadesca hacen aparecer al capitán.

—¡Miserables! —dijo—, no tengáis más miedo de mí que el que yo tengo de vosotros.

Y arrancando el cortafrío de la herida, lo lanzó por la ventana, que había quedado abierta; el horrible instrumento encendido desapareció girando en la noche y fue a caer a lo lejos, yendo a apagarse en la nieve.

El prisionero añadió:

—Haced de mí lo que queráis.

Estaba desarmado.

—¡Sujetadle! —ordenó Thénardier.

Dos bandidos le cogieron por los hombros, y el hombre enmascarado con voz de ventrílocuo se colocó frente a él, pronto a saltarle el cráneo de un golpe de llave al menor movimiento.

Al mismo tiempo Marius oyó por debajo de sí, en el extremo inferior del tabique, de tal modo que no podía ver a los que hablaban, este coloquio sostenido en voz baja:

—No hay sino una cosa que hacer.

—¡Abrirle en canal!

—Eso.

Eran marido y mujer, que celebraban consejo.

Thénardier se dirigió a pasos lentos hacia la mesa, abrió el cajón y sacó el cuchillo.

Marius atormentaba la culata de la pistola. ¡Perplejidad inaudita! Desde hacía una hora había dos voces en su conciencia: una le decía que respetara el testamento de su padre y la otra le gritaba que socorriese al prisionero. Estas dos voces continuaban su lucha sin interrupción, lucha que le ponía en la agonía. Había esperado vagamente hasta aquel momento hallar un medio de conciliar sus deberes, pero no había surgido nada. Sin embargo, el peligro aparecía, había sido sobrepasado el último límite de la espera. Thénardier, a algunos pasos del prisionero, meditaba con el cuchillo en la mano.

Marius, aterrado, paseaba la mirada en derredor, último y maquinal recurso de la desesperación.

De repente, se estremeció.

A sus pies, sobre la mesa, un rayo de luz clara iluminaba y parecía mostrarle una hoja de papel. Sobre esta hoja, leyó esta línea escrita en gruesas letras aquella misma mañana por la mayor de las hijas de Thénardier: «Los corchetes están ahí».

Una idea, una luz atravesó el espíritu de Marius; era el medio que él buscaba, la solución de aquel terrible problema que le torturaba, librar al asesino y salvar a la víctima. Se arrodilló sobre la cómoda, extendió el brazo, cogió la hoja de papel, arrancó suavemente un trozo de yeso del tabique, lo envolvió con el papel y lanzó el todo por el agujero en medio de la zahúrda.

Ya era tiempo. Thénardier había vencido sus últimos temores, o sus últimos escrúpulos, y se dirigía hacia el prisionero.

—¡Algo han tirado! —gritó la Thénardier.

—¿Qué es? —dijo el marido.

La mujer se había precipitado a coger el yeso envuelto en el papel, que entregó a su marido.

—¿Por dónde ha venido esto? —preguntó Thénardier.

—¡Pardiez! —replicó la mujer—. ¿Por dónde quieres que haya entrado? Por la ventana.

—Yo lo he visto pasar —dijo Bigrenaille.

Thénardier desplegó rápidamente el papel y lo acercó a la vela.

—Es la escritura de Éponine. ¡Diablos!

Hizo una seña a su mujer, que se acercó vivamente, y le mostró la línea escrita en la hoja de papel, luego añadió con voz sorda:

—¡Rápido, la escalera, dejemos al tocino en la ratonera y abandonemos el campo!

—¿Sin cortar el cuello al hombre? —preguntó la Thénardier.

—No tenemos tiempo.

—¿Por dónde? —preguntó Bigrenaille.

—Por la ventana —respondió Thénardier—. Puesto que Éponine ha arrojado la piedra por la ventana, es que la casa no está vigilada por este lado.

El enmascarado de voz de ventrílocuo dejó en el suelo su llave, levantó ambos brazos y abrió y cerró tres veces rápidamente las manos sin decir una palabra. Fue como el zafarrancho para una tripulación. Los bandidos que sujetaban al prisionero le soltaron; en un abrir y cerrar de ojos, fue descolgada la escalera por fuera de la ventana, y sujetada sólidamente al reborde por los dos garfios de hierro.

El prisionero no prestaba atención a lo que sucedía a su alrededor. Parecía meditar u orar.

Una vez fijada la escala, Thénardier gritó:

—¡Ven, mujer!

Y se precipitó hacia la ventana.

Pero cuando iba a saltar por ella, Bigrenaille lo cogió bruscamente por el cuello.

—Todavía no, viejo farsante; ¡después de nosotros!

—¡Después de nosotros! —aullaron los bandidos.

—Sois unos chiquillos —dijo Thénardier—, estamos perdiendo el tiempo. Los podencos nos están pisando los talones.

—Pues bien —dijo uno de los bandidos—, tiremos a suertes quién pasará el primero.

Thénardier exclamó:

—¡Estáis locos! ¡Estáis borrachos! ¡Vaya un atajo de mandrias! ¿Perder así el tiempo? Echar a suertes, ¿no es verdad?, ¡echaremos chinas!, ¡echaremos pajas!, ¡escribiremos nuestros nombres!, los pondremos en una gorra...

—¿Queréis mi sombrero? —preguntó una voz desde el umbral de la puerta.

Todos se volvieron. Era Javert.

Tenía el sombrero en la mano y lo alargaba sonriendo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top