DONDE SE LEERÁ UNA BUENA OCURRENCIA DELÚLTIMO REY
En verano, se metamorfosea en rana; y por la tarde, cuando cae la noche, delante del puente de Austerlitz y de Iéna, desde lo alto de los montones de carbón y de las barcas de las lavanderas, se arroja de cabeza al Sena, infringiendo asombrosamente todas las leyes del pudor y de la policía. Sin embargo, los agentes están vigilando, y resulta de ahí una situación muy dramática, que dio lugar una vez a un grito fraternal memorable; grito que fue célebre en 1830, y es un aviso estratégico de un pilluelo a otro; se mide como un verso de Homero, con una notación casi tan inexplicable como la melopea eleusíaca de los panatenaicos, reproduciendo el antiguo Evohé. Es éste: Ohé, Titi, ohéée! Y a de la grippe, y a de la cogne, prends tes zardes et va-t'en; pâsse par l'égoût!
Algunas veces, este mosquito —así se califica a sí mismo— sabe leer; algunas veces, sabe escribir, y siempre sabe pintarrajear. No duda en adquirir, por medio de una misteriosa enseñanza mutua, todas las habilidades que pueden ser útiles a la cosa pública: de 1815 a 1839 imitaba el graznido del pavo; de 1830 a 1848 pintarrajeaba una pera en las paredes. Una tarde de verano, Luis Felipe, que volvía al palacio a pie, vio a uno de estos pequeñuelos, que sudaba y se empinaba para pintar con un carbón una gigantesca pera en uno de los pilares de la verja de Neuilly; el rey, con aquella bondad que heredó de Enrique IV, ayudó al pilluelo, acabó la pera, y dio un luis al niño, diciendo: «Ahí también hay una pera». Al pilluelo le gusta mucho la gresca. Le complace un cierto estado de violencia. Detesta a los «curas». Un día, en la calle de la Universidad, uno de estos picarillos hacía muecas burlonas a la puerta cochera del número 69.
—¿Por qué haces esto en esta puerta? —le preguntó alguien que pasaba.
El niño respondió:
—Aquí hay un cura.
Y, en efecto, allí vivía el nuncio del papa. Sin embargo, cualquiera que sea el volterianismo del pilluelo, si se le presenta la ocasión de hacerse monaguillo, tal vez la acepta, y entonces ayuda a misa con todo esmero. Hay dos cosas en las que se parece a Tántalo, y que siempre desea sin alcanzar jamás: derribar al Gobierno y que le cosan el pantalón.
El pilluelo perfecto conoce a todos los agentes de policía de París, y sabe, siempre que encuentra a alguno, darle su nombre, porque tiene los nombres en la punta de la lengua. Estudia sus costumbres, y tiene notas particulares sobre cada uno; lee, como en un libro abierto, en las almas de la policía; así os podrá decir inmediatamente, y sin tropezar: «Fulano es un traidor»; «Zutano es muy malo»; «Éste es grande»; «Aquel otro es ridículo» (todas estas palabras, traidor, malo, grande, ridículo, tienen en su boca una acepción particular); «Aquél se imagina que el Pont-Neuf es suyo, y prohíbe a la gente pasearse por la cornisa fuera del parapeto»; «Aquél tiene la manía de tirar de las orejas a las personas»; etc., etc.
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