VI

EL SUSTITUTO


La casualidad hizo que el regimiento de que era teniente Théodule fuese de guarnición a París. Esto dio ocasión a que se le ocurriese una segunda idea a la tía Gillenormand. La primera vez había ideado hacer vigilar a Marius por Théodule y ahora organizó un complot para hacer a Théodule sucesor de Marius.

A todo evento, y para el caso de que el abuelo experimentase la vaga necesidad de ver una fisonomía joven en la casa, porque estos rayos de aurora son algunas veces gratos a las ruinas, era útil buscar otro Marius. «Pues sea —dijo ella—; esto es una simple fe de erratas como las que veo en los libros; Marius, léase Théodule».

Un sobrino segundo es casi lo mismo que un nieto; a falta de un abogado, se toma a un lancero.

Una mañana que el señor Gillenormand estaba leyendo alguna cosa como La Quotidienne, su hija entró y le dijo con su voz más cariñosa, pues se trataba de su favorito:

—Padre mío, Théodule vendrá esta mañana a presentaros sus respetos.

—¿Qué Théodule?

—Vuestro sobrino.

—¡Ah! —dijo el abuelo.

Luego tornó a su lectura y no volvió a pensar en el sobrino, que no era más que un Théodule cualquiera, y no tardó en ponerse de muy mal humor, como le sucedía casi siempre cuando leía. La «hoja» que tenía, realista como era de esperar, anunciaba para el día siguiente, sin amenidad alguna, uno de los sucesos diarios de escasa importancia del París de entonces: los alumnos de las Escuelas de Derecho y de Medicina debían reunirse en la plaza del Panteón al mediodía «para deliberar». Se trataba de una de las cuestiones del momento: de la artillería de la guardia nacional, y de un conflicto entre el ministro de la Guerra y la «milicia ciudadana», con motivo de los cañones depositados en el patio del Louvre. Los estudiantes debían «deliberar» sobre ello. Esto era suficiente para enfurecer al señor Gillenormand.

Pensó en Marius, que era estudiante, y que, probablemente, iría con los demás «a deliberar a mediodía en la plaza del Panteón».

Cuando estaba pensando en esto penosamente, entró el teniente Théodule, vestido de burgués, lo que era astuto, discretamente introducido por la señorita Gillenormand. El lancero se había hecho este razonamiento: «El viejo druida no lo ha colocado todo a renta vitalicia. Bien vale la cosa que uno se disfrace de paisano de vez en cuando».

La señorita Gillenormand dijo en voz alta a su padre:

—Théodule, vuestro sobrino.

Y muy bajito dijo al teniente:

—Aprueba todo lo que diga.

Y se retiró.

El teniente, poco acostumbrado a encuentros tan venerables, balbuceó con timidez:

—Buenos días, tío.

Hizo un saludo mixto, compuesto de un bosquejo involuntario y maquinal del saludo militar completado por un saludo de paisano.

—¡Ah! Sois vos; está bien, sentaos —dijo el abuelo.

Dicho esto, olvidó completamente al lancero.

Théodule se sentó, y el señor Gillenormand se levantó.

El señor Gillenormand empezó a andar de un lado a otro de la sala con las manos en los bolsillos, y hablando en voz alta, atormentando con sus viejos dedos irritados los dos relojes que llevaba en los bolsillos.

—¡Ese montón de mocosos! ¡Y esto se convoca en la plaza del Panteón! ¡Tiene bemoles! ¡Galopines que ayer estaban mamando! ¡Si les apretaran las narices aún saldría leche! ¡Y «esto» va a deliberar mañana a mediodía! ¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos? Está claro que vamos a un abismo; ¡esto nos lleva a los descamisados!. ¡La artillería ciudadana! ¡Deliberar sobre la artillería ciudadana! ¡Ir a charlar a mediodía acerca de las pedorreras de la guardia nacional! ¿Y con quién van a encontrarse allí? Véase adónde conduce el jacobismo. Apuesto todo lo que se quiera, un millón contra cualquier cosa, a que no habrá allí más que perseguidos por la justicia y presidiarios liberados. Los republicanos y los presidiarios no son más que una nariz y un pañuelo. Carnot decía: «¿Adónde quieres que vaya, traidor?». Y Fouché respondía: «Adonde quieras, imbécil». Éstos son los republicanos.

—Es verdad —asintió Théodule.

El señor Gillenormand volvió la cabeza a medias, vio a Théodule y continuó:

—Cuando pienso que ese tunante ha cometido la canallada de hacerse carbonario... ¿Por qué has abandonado la casa? Para hacerte republicano. ¡Psst! En primer lugar, el pueblo no quiere la República, no la quiere, porque tiene buen juicio y sabe muy bien que siempre ha habido reyes, que los habrá siempre; sabe muy bien que el pueblo, al fin y al cabo, no es más que el pueblo, y se burla de tu República, ¿lo oyes, estúpido? ¿No es bastante horrible semejante capricho? ¿Enamorarse del Père Duchêne, poner buena cara a la guillotina, cantar romances y tocar la guitarra debajo del balcón del 93? ¡Merecen que se les escupa por tontos! Todos son lo mismo. Ni uno se exceptúa. Basta respirar el aire que viene de la calle para ser insensato. El siglo XIX es un veneno. Cualquier perdido se deja crecer la barba de chivo, se cree un verdadero personaje y deja plantados a sus ancianos padres. Esto es lo republicano, esto es lo romántico. ¿Qué significa ser romántico, queréis hacer el favor de decírmelo? Todas las locuras posibles. Hace un año, el ser romántico era ir a Hernani. Ahora pregunto yo, ¿Hernani? ¡Antítesis, abominaciones que ni siquiera están escritas en francés! Y luego se ponen cañones en el patio del Louvre. ¡Tales son las violencias de este tiempo!

—Tenéis razón, tío —dijo Théodule.

El señor Gillenormand prosiguió:

—¡Cañones en la plaza del Museo! ¿Y para qué? Cañón, ¿qué me quieres? ¿Queréis ametrallar el Apolo de Belvédère? ¿Qué tienen que hacer vuestros cartuchos con la Venus de Médicis? ¡Oh, estos jóvenes de ahora son todos unos perdidos! ¡Qué gran cosa es su Benjamin Constant! ¡Y los que no son malvados son necios! Hacen todo lo que pueden para ser feos; van mal vestidos, tienen miedo de las mujeres, están alrededor de las faldas con un aire de mendigos que hace reír a las piedras; palabra de honor, se los podría llamar los pobres vergonzantes del amor. Son deformes, y además, estúpidos; repiten los retruécanos de Tiercelin y de Potier, gastan levitas-sacos, chalecos de palafrenero, camisas gruesas, pantalones de paño burdo, botas de grueso cuero y el ramaje se parece a su plumaje. Podría uno servirse de su jerga para remendar sus zapatos. Y toda esta inepta gentecilla tiene opiniones políticas. Vamos, debería prohibirse severamente tener opiniones políticas. Fabrican sistemas, refunden la sociedad, demuelen la monarquía, echan por tierra todas las leyes, ponen el granero en el lugar del sótano, y a mi portero en lugar del rey; trastornan a Europa de arriba abajo, reedifican el mundo y tienen por gran fortuna el mirar socarronamente las piernas de las lavanderas que montan en sus carros. ¡Ah, Marius! ¡Ah! ¡Vagabundo! ¡Ir a vociferar a la plaza pública! ¡Discutir, debatir, tomar medidas! ¡Porque a esto llaman medidas, santo Dios! El desorden se empequeñece y se hace estúpido. He visto el caos y ahora veo el lodazal. ¡Unos escolares deliberar sobre la guardia nacional! Esto no se vería ni aun en el país de los cadodaches. ¡Los salvajes que andan desnudos, con la cabezota adornada con un volante de jugar a pelota, y con una maza en la mano, son menos brutos que esos bachilleres! ¡Monigotes de cuatro sueldos! ¡Hacerse los entendidos y graves! ¡Deliberar y raciocinar! Esto es el fin del mundo. Esto es, evidentemente, el fin de este miserable globo terráqueo. Era precisa una convulsión final y la tiene Francia. ¡Deliberad, pillos! Todas estas cosas sucederán mientras se vaya a leer los periódicos a las galerías del Odeón, lo cual cuesta un sueldo, y el sentido común y la inteligencia, y el corazón y el alma, y el talento. Salen de allí y se separan de su familia. Todos los periódicos son una peste; todos, hasta el Drapeau Blanc, porque, en el fondo, Martainville era un jacobino. ¡Ah, justo cielo! ¡Tú podrás envanecerte de haber desesperado a tu abuelo!

—Es evidente —dijo Théodule.

Y aprovechando un momento en que el señor Gillenormand tomaba aliento, el lancero añadió magistralmente:

—No debería haber otro periódico que el Moniteur, ni otro libro que el Anuario militar.

El señor Gillenormand prosiguió:

—¡Lo mismo que Sieyès! ¡Un regicida que llegó a senador! Porque siempre terminan así. Se hieren el rostro con su tuteo ciudadano para llegar a hacerse llamar señor conde. Señor conde, así, en letras de molde, gordas como el brazo de los camorristas de septiembre. ¡El filósofo Sieyès! Me hago la justicia de que nunca he hecho caso de las filosofías de esos filósofos más que de los anteojos del pagano de Tivoli. Vi un día a los senadores pasar por el muelle Malaquais con mantos de terciopelo violeta sembrados de abejas y con sombreros a lo Enrique IV. Eran odiosos. Hubiéranse dicho los monos de la corte del tigre. Ciudadanos, os declaro que vuestro progreso es una locura, que vuestra humanidad es un sueño, que vuestra Revolución es un crimen, que vuestra joven Francia virgen sale de un lupanar y os sostiene a todos, quienquiera que seáis, aunque fueseis publicistas, o economistas, o legistas, o más conocedores en materia de libertad, igualdad y fraternidad que la cuchilla de la guillotina. ¡Os lo declaro, amigos!

—¡Pardiez! —gritó el teniente—, todo eso es admirablemente cierto.

El señor Gillenormand interrumpió un gesto que había esbozado, se volvió, miró fijamente al lancero frunciendo el ceño y sentenció:

—Sois un imbécil.

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