XIII

 SOLUCIÓN DE ALGUNAS CUESTIONES DEPOLICÍA MUNICIPAL


Javert apartó a los concurrentes, deshizo el corro y echó a andar, a grandes pasos, hacia la oficina de policía, que estaba al extremo de la plaza, arrastrando a la miserable tras de sí. Ella se dejó llevar maquinalmente. Ni él ni ella decían una sola palabra. La nube de espectadores, en el paroxismo de la alegría, los seguía con sus pupilas. La suprema miseria es siempre ocasión de obscenidades.

Al llegar a la oficina de policía, que era una sala baja, caldeada por una estufa y custodiada por un guardia, con una puerta vidriera enrejada que daba a la calle, Javert abrió la puerta, entró con Fantine y cerró la puerta tras él, con gran descontento de los curiosos, que se empinaron sobre la punta de los pies y alargaron el cuello tratando de ver. La curiosidad es una glotonería. Ver es devorar.

Al entrar, Fantine fue a caer en un rincón, inmóvil y muda, acurrucada como una perra que tiene miedo.

El sargento de guardia trajo una vela encendida y la dejó sobre una mesa. Javert se sentó y de su bolsillo sacó una hoja de papel timbrado, poniéndose a escribir.

Esta clase de mujeres están enteramente abandonadas por nuestras leyes a la discreción de la policía. Hace de ellas lo que quiere, las castiga como le parece, y confisca, según su talante, esas dos tristes cosas que se llaman su industria y su libertad. Javert estaba impasible; su rostro serio no traicionaba emoción alguna. No obstante, estaba grave y profundamente preocupado. Era aquél uno de esos momentos en que ejercía sin sujeción de nadie, pero con todos los escrúpulos de una conciencia severa, su temible poder discrecional. En aquel instante comprendía que su cargo de jefe de policía era un tribunal. Juzgaba y además condenaba. Llamaba en su auxilio a cuantas ideas tenía en su espíritu para el buen desempeño de la gran cosa que estaba haciendo. Cuanto más examinaba el hecho de aquella mujer, más indignado se sentía. Era evidente que acababa de ver cometer un crimen. Acababa de ver, allá en la calle, a la sociedad, representada por un propietario-elector, insultada y atacada por una criatura excluida de todo derecho. Una prostituta había atentado contra un ciudadano. Él, Javert, lo había visto. Escribía en silencio.

Cuando hubo terminado, firmó, dobló el papel y dijo al sargento de guardia, al entregárselo:

—Tomad tres hombres y conducid a esta mujer a la cárcel. —Luego, volviéndose hacia Fantine—: Ya tienes para seis meses.

La desgraciada se estremeció.

—¡Seis meses! ¡Seis meses de prisión! —exclamó—. ¡Seis meses ganando siete sueldos diarios! ¿Qué será de mi Cosette? ¡Mi hija! ¡Mi hija! Debo aún más de cien francos a los Thénardier, señor inspector, ¿no lo sabéis?

Se arrastró por las baldosas mojadas por las botas fangosas de todos aquellos hombres, sin levantarse, de rodillas, uniendo las manos.

—Señor Javert —dijo—, os pido gracia. Os aseguro que yo no he tenido la culpa. ¡Si hubierais visto el principio! Os juro por Dios que yo no he tenido la culpa. Es el señor, a quien no conozco, quien me ha echado nieve en la espalda. ¿Es que tiene derecho a echarme nieve en la espalda, cuando yo pasaba tranquilamente, sin hacer daño a nadie? Por esto me exalté. Estoy algo enferma, ¡miradlo! Y, además, ya hacía un rato que me estaba insultando: «¡Eres fea! ¡No tienes dientes!». Ya sé yo que no tengo dientes. Yo no hacía nada; me decía a mí misma: «Es un caballero que se divierte». Fui prudente con él, no le hablé. Fue entonces cuando me echó la nieve en la espalda. ¡Señor Javert, mi buen señor inspector! ¿Es que no hay nadie que lo haya visto para poderos decir que es verdad? Quizás he hecho mal enfadándome. Ya sabéis, en el primer instante nadie es dueño de sí. Hay prontos. ¡Además, es cruel sentir sobre sí una cosa tan fría, cuando menos se espera! He hecho mal estropeando el sombrero de aquel caballero. ¿Por qué se ha marchado? Le pediría perdón. ¡Oh, Dios mío!, no me importa tener que pedirle perdón. Dispensadme por esta vez, señor Javert. Mirad, no sabéis esto, en las prisiones se ganan sólo siete sueldos, esto no es culpa del Gobierno, pero no se gana más que esto; y figuraos que yo tengo que pagar cien francos, pues de otro modo echarán a la pequeña. ¡Oh, Dios mío! Yo no puedo tenerla conmigo. ¡Es vergonzoso lo que yo hago! ¡Oh, mi Cosette, mi angelito de la buena Virgen! ¿Qué será de ella? Mirad, los Thénardier, los posaderos, los campesinos, no entienden de razones. Necesitan dinero. ¡No me metáis en la cárcel! Mirad, tengo una niña, a quien pondrán en medio del camino, a la ventura, en pleno invierno; hay que tener piedad de estas criaturas, mi buen señor Javert. Si fuera mayor, podría ganarse la vida, pero no es posible a esta edad. En el fondo no soy una mala mujer. No es la cobardía ni el vicio los que han hecho de mí lo que veis. Si bebo aguardiente, es por miseria. No me gusta, pero me aturde. Cuando era más feliz, si se hubieran examinado mis armarios, se habría visto que yo no era una mujer coqueta y desordenada. Yo tenía ropa blanca, mucha ropa blanca. ¡Tened piedad de mí, señor Javert!

Ella hablaba así, arrodillada, sacudida por los sollozos, cegada por las lágrimas, desnuda la garganta, retorciéndose las manos, tosiendo con una tos seca, balbuceando en voz baja, con la voz de la agonía. El gran dolor es un rayo divino y terrible que transfigura a los miserables. En aquel momento, Fantine había vuelto a ser hermosa. En ciertos instantes, se detenía y besaba tiernamente el bajo del levitón del polizonte. Hubiera enternecido un corazón de granito, pero no se estremece un corazón de madera.

—¡Vamos! —dijo Javert—. Ya te he escuchado. ¿Has acabado ya? Ahora ya tienes para seis meses; ni el Padre eterno en persona podría hacer nada en esto.

Cuando oyó estas palabras solemnes, «Ni el Padre eterno en persona podría hacer nada», comprendió que la sentencia se había dictado. Cayó abatida, murmurando:

—¡Perdón!

Javert volvió la espalda.

Los guardias la cogieron por el brazo.

Algunos minutos antes, había entrado en la sala un hombre, sin que reparasen en él. Había cerrado la puerta y se había aproximado, al oír las súplicas desesperadas de Fantine.

En el momento en que los guardias echaron mano a la desgraciada, que no quería levantarse, dio un paso, salió de la sombra y dijo:

—¡Un momento, por favor!

Javert levantó los ojos y reconoció al señor Madeleine. Se quitó el sombrero y, saludando con cierta especie de torpeza y enfado, dijo:

—Perdón, señor alcalde...

Aquellas palabras, «señor alcalde», produjeron en Fantine un efecto extraño. Se levantó rápidamente, como un espectro que surge de la tierra, rechazó a los guardias con los dos brazos, se dirigió al señor Madeleine, antes de que pudieran contenerla y, mirándole fijamente, con gesto extraviado, exclamó:

—¡Ah! ¡Eres tú el señor alcalde!

Luego, estalló en carcajadas y le escupió en el rostro.

El señor Madeleine se limpió la cara y dijo:

—Inspector Javert, poned a esta mujer en libertad.

Javert creyó que iba a volverse loco. Experimentaba, en aquel instante, una después de otra y casi mezcladas, las emociones más fuertes que había sentido en su vida. Que una mujer pública escupiera al rostro de un alcalde era algo tan monstruoso que, en sus suposiciones más terribles, hubiera considerado un sacrilegio creer en su posibilidad. Por otro lado, en el fondo de su pensamiento, hacía una comparación horrible entre lo que era aquella mujer y lo que podía ser aquel alcalde, y entonces entreveía con horror que nada había de extraño en aquel prodigioso atentado. Pero, cuando vio a aquel alcalde, a aquel magistrado, limpiarse tranquilamente el rostro y decir: «Poned en libertad a esta mujer», sintió como un deslumbramiento de estupor; le faltaron el pensamiento y la palabra; su asombro había pasado los límites de lo posible. Quedó mudo.

Las palabras del alcalde no habían causado menor efecto en Fantine. Levantó su brazo desnudo y se asió a la llave de la estufa, como una persona que vacila. Miró vagamente a su alrededor, y se puso a hablar en voz baja, como si hablara consigo misma:

—¡En libertad! ¡Que me dejen marchar! ¡Que no vaya a la cárcel por seis meses! ¿Quién ha dicho esto? No es posible que alguien haya dicho esto. He oído mal. ¡No será el monstruo del alcalde! ¿Es usted, mi buen señor Javert, quien ha dicho que me pongan en libertad? ¡Oh! ¡Yo os contaré y me dejaréis marchar! Este monstruo de alcalde, este pícaro viejo es la causa de todo. ¡Figuraos, señor Javert, que me ha despedido a causa de las habladurías de una porción de pícaras que hay en el taller! ¡Si esto no es horroroso! ¡Despedir a una pobre muchacha que cumple honestamente con su deber en el trabajo! Entonces no pude ganar lo suficiente, y de ahí provino mi desgracia. Es necesaria una reforma, que estos señores de la policía podrían hacer; y es impedir a los contratistas de las cárceles que causen perjuicio a las trabajadoras pobres. Voy a explicaros esto. Ganáis, por ejemplo, doce sueldos con las camisas, y baja el precio a nueve sueldos; ya no es posible vivir. Entonces, es preciso ir a donde se pueda. Yo tenía mi pequeña Cosette y me he visto obligada a hacerme una mala mujer. Ahora comprenderéis cómo tiene la culpa de todo el pícaro alcalde. Yo he pisoteado el sombrero de aquel caballero, frente al café de los oficiales, pero antes él me había echado a perder un vestido con la nieve. Nosotras no tenemos más que un vestido de seda para salir por la noche. Ya veis que yo no he hecho daño intencionadamente, de verdad, señor Javert, y por todas partes veo mujeres mucho peores que yo y que son mucho más felices. Oh, señor Javert, vos sois quien habéis dicho que me pongan en libertad, ¿no es cierto? Informaos, hablad a mi casero, pago mi alquiler, y os dirá que soy honrada. ¡Ah! Dios mío, os pido perdón; sin darme cuenta, he tocado la llave de la estufa y ha salido el humo.

El señor Madeleine escuchaba con atención profunda. Mientras ella hablaba, había buscado en el bolsillo de su chaleco, había sacado su bolsa y la había abierto. Estaba vacía. La había guardado de nuevo en el bolsillo. Dijo a Fantine:

—¿Cuánto habéis dicho que debéis?

Fantine, que sólo miraba a Javert, se volvió hacia él y dijo:

—¿Te hablo yo a ti? —Luego, dirigiéndose a los guardias—: ¿Habéis visto cómo le he escupido a la cara? ¡Ah!, bribón de alcalde, vienes aquí para meterme miedo, pero yo no tengo miedo de ti. Tengo miedo del señor Javert. ¡Tengo miedo de mi buen señor Javert!

Y mientras así hablaba, se volvió hacia el inspector:

—Es preciso, señor inspector, ser justo. Yo comprendo que vos sois justo, señor inspector. De hecho, todo es muy sencillo; un hombre que juega a echar un poco de nieve en la espalda de una mujer; esto hace reír a los oficiales, que tienen ganas de broma, y allí estamos nosotras que sólo servimos para que estos señores se diviertan. Os presentáis, tenéis que restablecer el orden, os lleváis a la mujer que ha faltado; pero luego, al reflexionar, como sois bueno, decís que me pongan en libertad; es por la pequeña, porque seis meses de cárcel me impedirían alimentar a mi niña. Solamente decís: «¡No reincidas, bribona!». ¡Oh!, no reincidiré, señor Javert; aunque hagan conmigo todo lo que quieran; yo no me moveré. Hoy he gritado, porque me hicieron daño; me sorprendió la frialdad de la nieve y, como os he dicho, yo no estoy muy bien, toso, tengo en el estómago como una bola que me quema, el médico me dice que me cuide. Tened, tocad, dadme vuestra mano, no tengáis miedo, es aquí.

Ya no lloraba, su voz era acariciadora; apoyaba en su garganta, blanca y delicada, la gruesa mano ruda de Javert, y le miraba sonriendo.

De repente, arregló el desorden de sus vestidos, dejó caer los pliegues de su traje que, al arrastrarse, se habían levantado casi hasta la altura de las rodillas, y se dirigió hacia la puerta, diciendo a media voz a los guardias, con un amistoso signo de cabeza:

—Vamos, muchachos, el inspector ha dicho que me soltéis, y me voy.

Puso la mano en el picaporte. Un paso más y estaba en la calle.

Javert, hasta aquel momento, había permanecido inmóvil, con la mirada fija en el suelo, en medio de esta escena como una estatua fuera de lugar, que espera que la pongan en alguna parte.

El ruido que hizo el picaporte le hizo despertar. Levantó la cabeza, con una expresión de soberana autoridad, expresión siempre tanto más pavorosa cuanto más baja es la autoridad, feroz en la bestia salvaje, atroz en el hombre que no es nada.

—¡Sargento —gritó—, no veis que esa pícara se va! ¿Quién os ha dicho que la dejéis marchar?

—Yo —dijo Madeleine.

Fantine, al oír la voz de Javert, había temblado y soltado el picaporte, como un ladrón sorprendido suelta el objeto robado. Al oír la voz de Madeleine, se volvió y, sin pronunciar una palabra, sin respirar siquiera, su mirada pasó de Madeleine a Javert y de Javert a Madeleine, según hablaba uno u otro.

Evidentemente era preciso que Javert estuviese, como suele decirse, «fuera de juicio» para que se atreviera a apostrofar al sargento como lo había hecho, después de la invitación del alcalde a poner a Fantine en libertad. ¿Había olvidado que estaba delante del alcalde? ¿Había concluido por decirse a sí mismo que era imposible que una «autoridad» hubiese dado semejante orden, y que ciertamente el señor alcalde había dicho, sin querer, una cosa por otra? ¿O bien, después de haber oído tantas cosas incomprensibles en dos horas, se decía que debía tomar una resolución suprema, que el pequeño debía hacerse grande, el polizonte transformarse en magistrado, el hombre de policía convertirse en hombre de justicia, y que, en aquella situación extrema, el orden, la ley y la moral, el Gobierno y la sociedad entera se personificaban en él, Javert?

Sea lo que fuere, cuando el señor Madeleine pronunció ese «yo», se vio al inspector de policía volverse hacia el señor alcalde, pálido, frío, con los labios lívidos, la mirada desesperada, todo el cuerpo agitado por un temblor imperceptible, y, cosa inaudita, decirle con la vista baja, pero firme:

—Señor alcalde, esto no puede ser.

—¿Cómo? —dijo el señor Madeleine.

—Esta desgraciada ha insultado a un ciudadano.

—Inspector Javert —dijo el señor Madeleine, con un acento conciliador y tranquilo—, escuchad. Sois un hombre honesto y no tengo inconveniente en explicarme con vos. Vais a oír la verdad. Pasaba yo por la plaza cuando os llevabais a esta mujer; había aún algunos grupos, me he informado y lo he sabido todo; el ciudadano es el que ha faltado, y quien hubiera debido ser detenido.

Javert respondió:

—Esta miserable acaba de insultaros, señor alcalde.

—Bien; eso es cuestión mía —dijo el señor Madeleine—. Mi injuria me pertenece, creo yo. Puedo hacer de ella lo que me plazca.

—Perdonad, señor alcalde. Su injuria no os pertenece a vos, sino a la justicia.

—Inspector Javert —replicó el señor Madeleine—, la primera justicia es la conciencia. He oído a esta mujer. Sé lo que hago.

—Y yo, señor alcalde, no comprendo lo que estoy viendo.

—Entonces, contentaos con obedecer.

—Obedezco a mi deber. Mi deber quiere que esta mujer sea condenada a seis meses de cárcel.

El señor Madeleine repuso con dulzura:

—Escuchad esto. No estará en la cárcel ni un solo día.

Al oír estas palabras decisivas, Javert osó mirar fijamente al alcalde, y le dijo, con un sonido de voz siempre profundamente respetuoso:

—Siento muchísimo tener que oponerme al señor alcalde, es la primera vez en mi vida, pero él se dignará permitirme hacerle observar que estoy dentro de los límites de mis atribuciones. Quedo, puesto que el señor alcalde lo quiere, dentro del derecho del ciudadano. Yo lo presencié. Esta mujer se arrojó sobre el señor Bamatabois, que es elector y propietario de esa hermosa casa con balcón que hace esquina a la explanada, con tres pisos, y toda ella de piedra labrada. Porque... en fin, ¡hay cosas en este mundo! Pero, sea lo que sea, señor alcalde, éste es un hecho de policía, sucedido en la calle, que me corresponde; y por lo tanto retengo a Fantine.

Entonces, el señor Madeleine se cruzó de brazos y dijo, con una voz severa que nadie en la ciudad había oído aún:

—El hecho de que habláis es un hecho de policía municipal. En los términos de los artículos nueve, once, quince y setenta, yo soy el juez. Ordeno que esta mujer sea puesta en libertad.

Javert quiso intentar un último esfuerzo:

—Pero, señor alcalde...

—Os recuerdo, a vos, el artículo ochenta y uno de la ley del 13 de diciembre de 1799, sobre la detención arbitraria.

—Señor alcalde, permitid...

—Ni una palabra más.

—No obstante...

—Salid —ordenó el señor Madeleine.

Javert recibió el golpe en pie, de frente, en medio del pecho, como un soldado ruso. Saludó profundamente al señor alcalde y salió.

Fantine se separó un poco de la puerta y le vio, con estupor, pasar a su lado.

No obstante, también ella era presa de una extraña emoción. Se acababa de ver, en cierta manera, disputada entre dos potencias opuestas. Había visto luchar ante sus ojos a dos hombres, teniendo en sus manos su libertad, su vida, su alma, su hija; uno de estos hombres la arrastraba hacia la sombra, el otro hacia la luz. En esta lucha, a la que su temor prestaba grandes dimensiones, estos dos hombres se le presentaban como dos gigantes; uno hablaba como su demonio, el otro como su buen ángel. El ángel había vencido al demonio y, cosa que la hacía temblar de pies a cabeza, este ángel, este libertador, era precisamente el hombre a quien ella aborrecía, el alcalde que ella había considerado durante tanto tiempo como responsable de todos sus males, ¡Madeleine!, y en el momento mismo en que ella acababa de insultarle de modo terrible, ¡la salvaba! ¿Se habría equivocado? ¿Debía cambiar todos sus sentimientos...? No lo sabía, temblaba. Escuchaba aturdida, miraba atónita, y a cada palabra que decía el señor Madeleine, sentía deshacerse en su interior las horribles tinieblas del odio, y nacer en su corazón algo consolador, inefable, algo que era la alegría, la confianza y el amor.

Cuando Javert hubo salido, el señor Madeleine se volvió hacia ella y le dijo con una voz lenta, hablando con trabajo, como un hombre grave que no quiere llorar:

—Os he oído. No sabía nada de lo que habéis contado. Creo que es verdad, y siento que es verdad. Ignoraba incluso que hubierais abandonado mis talleres. ¿Por qué no os dirigisteis a mí? Pero yo pagaré ahora vuestras deudas, haré venir a vuestra hija, o que vayáis a buscarla. Viviréis aquí, en París o donde queráis. Yo me encargo de vuestra hija y de vos. No trabajaréis más, si no queréis. Os daré todo el dinero que sea preciso. Volveréis a ser honrada, volviendo a ser feliz. E incluso, escuchad, si todo es como decís, y no lo dudo, no habéis dejado nunca de ser virtuosa y santa a los ojos de Dios. ¡Oh, pobre mujer!

Aquello era mucho más de lo que la pobre Fantine podía soportar. ¡Tener a Cosette! ¡Salir de esa vida infame! ¡Vivir libre, rica, honesta y feliz con Cosette! ¡Ver bruscamente desplegarse, en medio de su miseria, todas estas realidades del paraíso! Miró como atontada al hombre que le hablaba y no pudo más que lanzar dos o tres sollozos.

Dobláronse sus piernas, se puso de rodillas ante el señor Madeleine y, sin que él pudiese impedirlo, le cogió la mano y posó en ella los labios.

Luego, Fantine se desmayó.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top