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EL OBISPO EN PRESENCIA DE UNA LUZ DESCONOCIDA
En una época un poco posterior a la fecha de la carta citada en las páginas precedentes, hizo el obispo algo que, según voz pública de la ciudad, fue aún más arriesgado que su paseo a través de las montañas de los bandidos.
Había cerca de Digne, en el campo, un hombre que vivía solitario. Este hombre, digamos de corrido la palabra temible, era un antiguo convencional. Se llamaba G.
Hablábase del convencional G., en el mundillo de Digne, con una especie de horror. ¡Un convencional! ¿Os podéis figurar esto? Eso existía en el tiempo en que todo el mundo se tuteaba, y en que se decía «ciudadano». Aquel hombre era poco más o menos un monstruo. No había votado la muerte del rey, pero casi lo había hecho. Era un casi regicida. Había sido terrible. ¿Cómo, a la vuelta de los príncipes legítimos, no se había llevado a aquel hombre ante un tribunal prebostal? No se le hubiera cortado la cabeza, es cierto; es menester usar de la clemencia, bueno; pero, cuando menos, un destierro perpetuo. ¡Un ejemplo, vaya!, etcétera, etcétera. Era un ateo de antaño, como toda la gente de entonces. Habladurías de gansos acerca del buitre.
¿Era en realidad un buitre? Sí, se le juzgaba por lo que había de huraño en su soledad. Al no haber votado la muerte del rey, no había sido comprendido en los decretos de destierro, y había podido permanecer en Francia.
Habitaba a tres cuartos de hora de la ciudad, lejos de toda vivienda, separado de todo camino, en no sé qué retiro perdido en un valle semisalvaje. Tenía allí, decían, una especie de campo y un agujero, una madriguera. Ni un vecino; ni siquiera transeúntes. Desde que vivía en aquel valle, el sendero que conducía hasta allí había desaparecido bajo la hierba. Se hablaba de aquel lugar como de la casa del verdugo.
Sin embargo, el obispo pensaba, y de cuando en cuando, mirando hacia el lugar en que un grupo de árboles señalaba el valle del anciano convencional, decía: «Allí hay un alma que está sola».
Y en el fondo de su pensamiento, añadía: «Yo debería hacerle una visita».
Pero confesémoslo: esta idea, a primera vista muy natural, se le presentaba, después de un momento de reflexión, como extraña, imposible y casi repugnante. Pues, en el fondo, compartía la impresión general, y el convencional le inspiraba, sin que él se diera cuenta claramente, ese sentimiento que es como la frontera del odio, y que expresa tan bien la palabra repulsión.
Sin embargo, ¿la sarna del cordero debe alejar al pastor? No. ¡Pero qué cordero!
El buen obispo estaba perplejo; algunas veces se encaminaba hacia aquel lado, pero luego retrocedía.
Por fin, un día esparciose por la ciudad el rumor de que una especie de pastorcillo, que servía al convencional G. en su vivienda, había ido a buscar un médico, que el viejo malvado se moría, que la parálisis se había apoderado de él, y que no pasaría de aquella noche. «¡Gracias a Dios!», exclamaban algunos.
El obispo tomó su báculo, se puso su balandrán, a causa de estar su sotana un tanto raída, como ya hemos dicho, y también a causa del viento de la noche, que no tardaría en soplar, y partió.
El sol declinaba y rozaba casi el horizonte cuando el obispo llegó al lugar excomulgado. Reconoció, con un latir un tanto más apresurado del corazón, que se hallaba cerca del cubil de la fiera. Saltó un foso, franqueó un seto, subió una escalera, entró en un cercado, dio algunos pasos atrevidamente y, de repente, en el fondo de un erial, tras una maleza, divisó la guarida.
Era una cabaña baja, pobre, pequeña y limpia, con un emparrado en la fachada.
Delante de la puerta, en un viejo sillón de ruedas, sillón de aldeano, había un hombre de cabellos blancos, que le sonreía al sol.
Cerca del anciano sentado, hallábase en pie un muchachito, el pastorcillo. Tendía al anciano una vasija con leche.
Mientras el obispo miraba al anciano, éste dijo:
—Gracias, nada necesito ya. —Y su sonrisa se separó del sol para fijarse en el niño.
El obispo avanzó. Ante el ruido que hizo al andar, el anciano sentado volvió la cabeza y su rostro expresó toda la sorpresa que se puede sentir tras una larga vida.
—Desde que vivo aquí, es ésta la primera vez que alguien entra en mi casa. ¿Quién sois, señor?
El obispo respondió:
—Me llamo Bienvenu Myriel.
—¡Bienvenu Myriel! He oído pronunciar ese nombre. ¿Seréis vos a quien el pueblo llama monseñor Myriel?
—Yo soy.
El anciano, con una semisonrisa, le dijo:
—En este caso, sois mi obispo.
—Un poco.
—Entrad, señor.
El convencional tendió la mano al obispo, pero éste no la tomó y limitose a decir:
—Celebro mucho ver que me había engañado. En verdad, no parece que estéis enfermo.
—Señor —replicó el anciano—, voy a curarme por completo. —Hizo una pausa y añadió—: Moriré dentro de tres horas.
Luego, continuó:
—Soy un poco médico y sé cómo se acerca la última hora. Ayer sólo tenía los pies fríos; hoy el frío alcanza hasta las rodillas; ahora lo siento que sube hasta la cintura; cuando llegue al corazón, me acabaré. El sol es hermoso, ¿verdad? He hecho que me traigan aquí para dirigir una postrera mirada sobre las cosas. Podéis hablarme, esto no me fatiga. Habéis hecho bien en venir a mirar a un hombre que va a morir. Es bueno que en este momento tenga testigos. Cada cual tiene sus manías; yo hubiera querido llegar hasta el alba. Pero sé que me quedan apenas tres horas. Será de noche. Y en verdad, ¡qué importa! Acabar es una cosa sencilla. No se necesita la mañana para esto. Sea; moriré de noche.
El anciano volviose hacia el pastor.
—Ve a acostarte. Has velado la otra noche. Estás cansado.
El niño entró en la cabaña.
El anciano le siguió con la mirada y añadió, como hablando para sí mismo:
—Mientras él duerme, yo moriré. Los dos sueños pueden hacer buena vecindad.
El obispo no estaba conmovido, como parece que debiera estarlo. No creía sentir a Dios en aquella manera de morir. Lo diremos todo, porque las pequeñas contradicciones de los grandes corazones deben ser puestas de manifiesto como las demás; él, que en ocasiones tan de veras se reía de Su Grandeza, se hallaba un poco sorprendido de no ser llamado monseñor, y estaba casi tentado de replicar «ciudadano». Asaltole un capricho de grosera familiaridad, bastante común en los médicos y en los sacerdotes, pero que en él no era habitual. Después de todo, aquel hombre, aquel convencional, aquel representante del pueblo, había sido un poderoso en la tierra; por primera vez en su vida, acaso, el obispo se sintió con humor severo.
El convencional, sin embargo, le consideraba con modesta cordialidad, en la cual hubiérase podido discernir la humildad que tan bien sienta cuando se está cerca de convertirse en polvo.
El obispo, por su parte, aunque se guardaba ordinariamente de la curiosidad, la cual, según él, era muy próxima a la ofensa, no podía menos de examinar al convencional con una atención que, no teniendo origen en la simpatía, probablemente le hubiera reprochado su conciencia respecto de cualquier otro hombre. Un convencional causábale, en cierto modo, el efecto de un hombre fuera de la ley, incluso fuera de la ley de la caridad.
G., tranquilo, con la cabeza derecha y la voz vibrante, era uno de esos octogenarios que son la sorpresa del fisiólogo. La revolución ha tenido muchos de estos hombres proporcionados a su época. En aquel anciano, adivinábase el hombre puesto a prueba. Tan cercano a su fin, había conservado todos los movimientos y ademanes de una perfecta salud. Había en su mirada clara, en su acento firme, en su robusto movimiento de hombros, con qué desconcertar a la muerte. Azrael, el ángel mahometano del sepulcro, hubiérase vuelto atrás y creído que se equivocaba de puerta. G. parecía morir porque quería. Había libertad en su agonía. Únicamente las piernas estaban inmóviles. Las tinieblas le sujetaban por allí. Los pies estaban muertos y fríos, y la cabeza vivía con toda la potencia de la vida, y aparecía en plena lucidez. G., en aquel grave momento, se parecía al rey del cuento oriental, de carne en la parte superior, de mármol en la inferior.
Había allí una piedra. El obispo sentose en ella. El exordio fue un exabrupto.
—Os felicito —dijo, en tono de reprensión—. Pues, al menos, no votasteis la muerte del rey.
El convencional no pareció notar el amargo sentido oculto en «al menos»; pero la sonrisa se había borrado de su rostro.
—No me felicitéis demasiado pronto, señor; he votado el fin del tirano.
Era el acento austero, en presencia del acento severo.
—¿Qué queréis decir? —repuso el obispo.
—Quiero decir que el hombre tiene un tirano: la ignorancia. Yo he votado el fin de este tirano, que ha engendrado la falsa autoridad, en lugar de la autoridad que se apoya en lo verdadero. El hombre no debe ser gobernado más que por la ciencia.
—Y por la conciencia —añadió el obispo.
—Es lo mismo. La conciencia es la cantidad de ciencia innata que tenemos en nosotros mismos.
Monseñor Bienvenu escuchaba, un poco sorprendido, aquel lenguaje nuevo para él.
El convencional prosiguió:
—En cuanto a Luis XVI, yo dije no. No me creo con derecho para matar a un hombre; pero me siento con el deber de exterminar el mal. He votado el fin del tirano. Es decir, el fin de la prostitución de la mujer, el fin de la esclavitud del hombre, el fin de la ignorancia del niño. Al votar por la república, voté todo esto. ¡He votado la fraternidad, la concordia, la aurora! He ayudado a la caída de los prejuicios y de los errores. El hundimiento de los unos y los otros produce la luz. Hemos hecho caer el viejo mundo; y el viejo mundo, vaso de miserias, al volcarse sobre el género humano, se ha convertido en una urna de alegría.
—De alegría no pura —dijo el obispo.
—Podríais decir de alegría turbada; y hoy, después de este fatal retroceso a lo pasado, que se llama 1814, alegría desvanecida. ¡Ay! La obra ha sido incompleta, convengo en ello; hemos demolido el antiguo régimen de los hechos, pero no hemos podido suprimirlo completamente en las ideas. No basta con destruir los abusos; hay que modificar las costumbres. El molino ya no está, pero el viento continúa soplando.
—Habéis demolido. Demoler puede resultar útil; pero yo desconfío de una demolición con la cual está mezclada la cólera.
—El derecho tiene su cólera, señor obispo, y la cólera del derecho es un elemento de progreso. De todos modos, y dígase lo que se quiera, la Revolución francesa es el paso más grande dado por el género humano, desde el advenimiento de Cristo. Progreso incompleto, sea, pero sublime. Ha despejado todas las incógnitas sociales. Ha dulcificado los ánimos; ha calmado, tranquilizado, ilustrado; ha hecho correr sobre la tierra torrentes de civilización. Ha sido buena. La Revolución francesa es la consagración de la Humanidad.
El obispo no pudo menos de murmurar:
—¿Sí? ¡93!
El convencional se enderezó en su asiento, con una solemnidad casi lúgubre, y, con cuanto vigor puede tener un moribundo, exclamó:
—¡Ah! ¡También usted! ¡93! Esperaba esta palabra. Una nube se ha formado durante mil quinientos años. Al cabo de quince siglos, ha estallado la tormenta. Vos procesáis al rayo.
El obispo sintió, sin confesarlo tal vez, que algo en él había sido herido. Sin embargo, presentó buen continente. Respondió:
—El juez habla en nombre de la justicia; el sacerdote habla en nombre de la piedad, que no es otra cosa que una justicia más elevada. Un rayo no debe nunca engañarse.
Y añadió, mirando fijamente al convencional:
—¿Luis XVII?
El convencional extendió la mano y cogió el brazo del obispo.
—¿Luis XVII? Veamos. ¿Por quién lloráis? ¿Por el niño inocente? Entonces, bien, yo lloro con vos. ¿Es por el niño real? Os pido que reflexionéis. Para mí, el hermano de Cartouche, niño inocente, colgado de los sobacos en la plaza de Grève hasta la muerte, por el solo crimen de ser hermano de Cartouche, no es menos digno de compasión que el nieto de Luis XV, niño inocente, martirizado en la torre del Temple por el solo crimen de haber sido nieto de Luis XV.
—Señor —dijo el obispo—, no me gusta la proximidad entre ciertos nombres.
—¿Cartouche? ¿Luis XV? ¿Por cuál de los dos clamáis?
Hubo un momento de silencio. El obispo se arrepentía casi de haber ido y, sin embargo, sentíase vaga y extrañamente conmovido.
El convencional continuó:
—¡Ah, señor obispo! No os gusta la aspereza de la verdad. Cristo la amaba. Cogía un látigo y limpiaba el templo. Su látigo, lleno de relámpagos, era un rudo declarador de verdades. Cuando Él exclamaba: Sinite parvulos, no distinguía entre los niños. No le hubiera incomodado la proximidad entre el niño de Barrabás y el niño de Herodes. Señor, la inocencia tiene su corona en sí misma. La inocencia nada gana con ser alteza. Tan augusta es desharrapada como flordelisada.
—Es verdad —dijo el obispo, en voz baja.
—Insisto —continuó el convencional G.—. Me habéis nombrado a Luis XVII. Entendámonos. Lloremos por todos los inocentes, por todos los mártires, por todos los niños; lo mismo por los de arriba que por los de abajo. Convenido. Pero, entonces, ya os lo he dicho, es preciso remontarnos más allá del 93; y nuestras lágrimas deben comenzar antes de Luis XVII. Lloraré con vos por los hijos de todos los reyes, con tal de que vos lloréis conmigo por todos los hijos del pueblo.
—Lloro por todos —dijo el obispo.
—¡Por igual! —exclamó G.—. Y si la balanza debe inclinarse, que sea del lado del pueblo. Hace más tiempo que sufre.
Hubo un nuevo silencio. Fue el convencional quien lo rompió. Se levantó, apoyándose sobre un codo, cogió, entre el pulgar y el índice replegado, un poco de su mejilla, como se hace maquinalmente cuando se interroga y se juzga, e interpeló al obispo con una mirada llena de todas las energías de la agonía. Fue casi una explosión.
—Sí, señor, hace mucho tiempo que el pueblo sufre. Y además, no es sólo esto; ¿a qué venís a preguntarme y a hablarme de Luis XVII? Yo no os conozco. Desde que estoy en esta región, he vivido en este retiro, sin salir nunca de aquí y sin ver a nadie más que a este niño que me sirve. Vuestro nombre, es verdad, ha llegado hasta mí confusamente y, debo decirlo, no mal pronunciado; pero esto nada significa; ¡las gentes hábiles tienen tantas maneras de engañar a la gente del pueblo! A propósito, no he oído el ruido de vuestro carruaje, sin duda lo habréis dejado detrás del seto, allá abajo, en el empalme del camino. No os conocía, repito. Me habéis dicho que sois el obispo, pero esto no me informa en absoluto sobre vuestra personalidad moral. En suma, os repito mi pregunta: ¿quién sois? Sois un obispo, es decir, un príncipe de la Iglesia, uno de esos hombres dorados, blasonados, ricos, que tienen gruesas prebendas —el obispo de Digne, quince mil francos fijos, diez mil francos eventuales; en total, veinticinco mil francos—, que tienen buena mesa, que tienen libreas. Que comen pollo los viernes, que se pavonean, con lacayos delante y lacayos detrás, en berlina de gala, que tienen palacios, y que andan en carroza en nombre de Jesucristo, ¡que andaba con los pies desnudos! Vos sois un prelado; rentas, palacios, lacayos, caballos, buena mesa, todas las sensualidades de la vida; tenéis esto como los demás y, como los demás, gozáis de ello; está bien, pero todo esto dice demasiado, o no lo bastante; esto no me ilustra sobre vuestro valor intrínseco y esencial, sobre vos, que venís con la pretensión probable de traerme la sabiduría. ¿A quién es a quien hablo? ¿Quién sois vos?
El obispo bajó la cabeza y repuso:
—Vermis sum.
—¡Un gusano en carroza! —murmuró el convencional.
Tocábale a éste el turno de ser altivo, y al obispo de mostrarse humilde.
El obispo repuso, con dulzura:
—Sea, señor. Pero explicadme cómo mi carruaje, que está a dos pasos detrás de los árboles, cómo mi buena mesa y los pollos que como los viernes, cómo mis veinticinco mil francos de renta, cómo mis palacios y mis lacayos prueban que la piedad no es una virtud, que la clemencia no es un deber, y que el 93 no fue inexorable.
El convencional se pasó la mano por la frente, como para apartar una nube.
—Antes de contestaros —dijo—, os ruego que me perdonéis. Acabo de cometer una falta, señor. Estáis en mi casa, sois mi huésped. Os debo cortesía. Discutís mis ideas y yo debo limitarme a rebatir vuestros razonamientos. Vuestras riquezas y vuestros goces son ventajas que tengo sobre vos en el debate, pero no sería de buen gusto servirme de ellas. Os prometo no volver a usar de ellas.
—Y yo os lo agradezco —dijo el obispo.
G. replicó:
—Volvamos a la explicación que vos me pedíais. ¿Dónde estábamos? ¿Qué me decíais? ¿Que el 93 fue inexorable?
—Inexorable, sí —afirmó el obispo—. ¿Qué pensáis de Marat, aplaudiendo la guillotina?
—¿Qué pensáis vos de Bossuet, cantando el Te Deum sobre las dragonadas?
La respuesta era dura, pero alcanzaba su objetivo con la rigidez de una punta de acero. El obispo se estremeció; no se le ocurrió contestación alguna, pero le asustaba aquel modo de nombrar a Bossuet. Los mejores espíritus tienen sus fetiches, y, a veces, se sienten vagamente maltrechos por las faltas de respeto de la lógica.
El convencional empezaba a jadear; el asma de la agonía, que se mezcla con los últimos alientos, le entrecortaba la voz; sin embargo, había aún una perfecta lucidez en sus ojos. Continuó:
—Digamos aún algunas palabras. Fuera de la Revolución, que, tomada en conjunto, es una inmensa afirmación humana, el 93, ¡ay!, es una réplica. Vos lo encontráis inexorable, mas ¿y toda la monarquía, señor? Carrier es un bandido; pero ¿qué nombre dais a Montrevel? Fouquier-Tinville es un bribón, pero ¿qué opináis de Lamoignon-Bâville? Maillard es terrible, pero ¿y Saulx-Tavannes? Le Père Duchesne es feroz, pero ¿qué epíteto concederíais al padre Letellier? Jourdan Corta-cabezas es un monstruo, pero no tanto como el marqués de Louvois. Señor, compadezco a María-Antonieta, archiduquesa y reina, pero compadezco también a aquella pobre mujer hugonote que, en 1685, en tiempo de Luis el Grande, señor, fue atada a un poste, desnuda hasta la cintura, y su hijo mantenido a cierta distancia; el pecho de la madre se llenaba de leche y su corazón de angustia, mientras el niño, hambriento y pálido, agonizaba y gritaba. Y el verdugo decía a aquella mujer, madre y nodriza: ¡Abjura!, dándole a elegir entre la muerte de su hijo y la muerte de su conciencia. ¿Qué decís de este suplicio de Tántalo, aplicado a una madre? Señor, recordad esto: la Revolución francesa ha tenido sus razones. Su cólera será absuelta por el porvenir. Su resultado es un mundo mejor. De sus más terribles golpes brota una caricia para el género humano. Abreviaré. Concluiré, tengo demasiado buen juego. Además, me muero.
Y sin mirar al obispo, el convencional acabó su pensamiento con estas palabras tranquilas:
—Sí, las brutalidades del progreso se llaman brutalidades. Cuando han concluido, se reconoce esto: que el género humano ha sido maltratado, pero ha progresado.
El convencional ni siquiera sospechaba que acababa de tomar por asalto, uno tras otro, todos los atrincheramientos interiores del obispo. Sin embargo, quedaba uno; y de este atrincheramiento, supremo recurso de la resistencia de monseñor Bienvenu, brotaron estas frases, en las que apareció toda la rudeza del principio de la conversación:
—El progreso debe creer en Dios. El bien no puede tener un servidor impío. Es mal conductor del género humano el que es ateo.
El viejo representante del pueblo no respondió. Fue sacudido por un temblor. Miró al cielo, y una lágrima germinó lentamente en aquella mirada. Cuando el párpado estuvo lleno, la lágrima resbaló a lo largo de su lívida mejilla, y el moribundo dijo, casi tartamudeando, bajo y como hablando consigo mismo, con la mirada perdida en las profundidades:
—¡Oh, tú! ¡Oh, ideal! ¡Sólo tú existes!
El obispo sintió una conmoción inexplicable.
Tras un silencio, el anciano levantó un dedo hacia el cielo y dijo:
—El infinito existe. Está allí. Si el infinito no tuviera un yo, el yo sería su límite, no sería infinito; en otros términos, no existiría. Pero existe; luego hay un yo. Este yo del infinito es Dios.
El moribundo había pronunciado aquellas palabras últimas en voz alta y con el estremecimiento del éxtasis, como si viese a alguien. Cuando hubo terminado de hablar, sus ojos se cerraron. El esfuerzo le había agotado. Era evidente que acababa de vivir, en un minuto, las pocas horas que le quedaban. Lo que acababa de decir le había aproximado a la muerte. El instante supremo llegaba.
El obispo lo comprendió; el tiempo apremiaba; había ido allí como sacerdote; de la extremada frialdad había pasado por grados a una extremada emoción; contempló aquellos ojos cerrados, tomó aquella mano vieja y helada, y se inclinó hacia el moribundo.
—Esta hora es la de Dios. ¿No creéis que sería una pena que nos hubiéramos encontrado en vano?
El convencional volvió a abrir los ojos. Una gravedad, en la que había algo de sombra, se pintó en su semblante.
—Señor obispo —dijo con una lentitud que acaso provenía de la dignidad del alma, más que del desfallecimiento de las fuerzas—, he pasado mi vida en la meditación, el estudio y la contemplación. Tenía sesenta años cuando mi país me llamó y me ordenó que me mezclara en sus asuntos. Obedecí. Había abusos, los combatí; había tiranías, las destruí; había derechos y principios, yo los proclamé y los confesé. El territorio estaba invadido, yo lo defendí; Francia estaba amenazada, le ofrecí mi pecho. No era rico, soy pobre. He sido uno de los dueños del Estado; las cajas del banco estaban llenas de plata y oro, hasta tal punto que fue necesario apuntalar las paredes, casi próximas a hundirse con el peso de los metales preciosos; y, entretanto, yo comía en la calle del Árbol Seco, por veintidós sueldos. He socorrido a los oprimidos, he aliviado a los que padecían. He desgarrado la sábana del altar, pero ha sido para vendar las heridas de la patria. He sostenido siempre la marcha progresiva del género humano hacia la luz, y he resistido algunas veces los progresos crueles. En ocasiones, he protegido a mis propios adversarios, vuestros amigos. Hay en Peteghem, en Flandes, en el sitio mismo en que los reyes merovingios tenían su palacio de verano, un convento de urbanistas, la abadía de Santa Clara en Beaulieu, al cual salvé en 1793. He cumplido con mi deber, según mis fuerzas, y he hecho el bien que he podido. A pesar de esto, he sido llevado y traído, perseguido y calumniado, ridiculizado, escarnecido, maldito y proscrito. Ya, desde hace muchos años, con mis cabellos blancos, siento que muchas personas creen tener sobre mí el derecho de despreciarme; para la pobre turba ignorante, mi cara es la de un condenado, y acepto, sin por ello odiar a nadie, el aislamiento del odio. Ahora tengo ochenta años; voy a morir. ¿Qué venís a pedirme?
—Vuestra bendición —dijo el obispo.
Y arrodillose.
Cuando el obispo levantó la cabeza, el rostro del convencional había tomado un aspecto augusto. Acababa de expirar.
El obispo regresó a su casa, profundamente absorto, no se sabe en qué pensamientos. Pasó toda la noche en oración. A la mañana siguiente, algunos curiosos trataron de hablarle del convencional G. Él se limitó a señalar el cielo. A partir de aquel instante, redobló su ternura y fraternidad con los pobres y los que padecen.
Cualquier alusión a «aquel viejo malvado de G.» le hacía caer en una profunda y singular meditación. Nadie podría decir que el paso de aquel espíritu ante el suyo, y el reflejo de aquella gran conciencia sobre la suya, no habían influido algo en su proximidad a la perfección.
Aquella «visita pastoral» fue, naturalmente, una ocasión de murmuraciones en las pequeñas charlas locales.
«¿Es acaso el lugar de un obispo la cabecera de semejante moribundo? Evidentemente, allí no se podía esperar conversión alguna. Todos estos revolucionarios son relapsos. Entonces, ¿por qué ir allí? ¿Qué tenía que hacer? Preciso es que tuviera gran curiosidad de ver cómo se lo llevaba el diablo».
Un día, una viuda, de la variedad impertinente que se cree espiritual, le dijo:
—Monseñor, la gente se pregunta cuándo tendrá Vuestra Grandeza el bonete rojo.
—¡Oh! ¡Oh! He aquí un color importante —respondió el obispo—. Felizmente, los que lo desprecian en un bonete, lo veneran en un sombrero.
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