VI

 SOR SIMPLICE PUESTA A PRUEBA



No obstante, en aquel mismo momento, Fantine estaba llena de alegría.

Había pasado muy mala noche. Tos terrible, aumento de fiebre; había tenido delirio. Por la mañana, cuando la visitó el médico, deliraba. El doctor estaba alarmado y había encargado que le avisaran cuando volviese el señor Madeleine.

Durante toda la mañana, Fantine estuvo triste, habló poco y se entretuvo en hacer pliegues con la sábana, murmurando en voz baja unos cálculos que parecían ser de distancias. Sus ojos estaban hundidos y fijos. Parecían casi apagados; pero, por momentos, brillaban y resplandecían como estrellas. No parece sino que, al aproximarse cierta hora sombría, la claridad del cielo inunda a aquellos a quienes abandona la claridad de la tierra.

Cada vez que sor Simplice le preguntaba cómo estaba, respondía con las mismas palabras:

—Bien. Quisiera ver al señor Madeleine.

Algunos meses antes, en aquel momento en que Fantine acababa de perder el último resto de pudor, su última vergüenza y su última alegría, era la sombra de sí misma; ahora era su espectro. El mal físico había completado la obra del mal moral. Esta criatura de veinticinco años tenía la frente arrugada, las mejillas marchitas, la nariz afilada, los dientes descarnados, el color plomizo, el cuello huesudo, las clavículas salientes, los miembros demacrados, la piel terrosa, y sus cabellos rubios estaban mezclados con algunos grises. ¡Ay, cómo improvisa la enfermedad el aspecto de la vejez!

A mediodía volvió el médico, recetó algunas prescripciones, se informó de si el señor Madeleine había llegado, y movió tristemente la cabeza.

El señor Madeleine acostumbraba ir todos los días, a las tres, a ver a la enferma. Como la exactitud era, en este caso, bondad, él era puntual.

Hacia las dos y media, Fantine empezó a agitarse. En el espacio de veinte minutos, preguntó más de diez veces a la religiosa:

—¿Qué hora es, hermana?

Dieron las tres. A la tercera campanada, Fantine se incorporó, ella que de costumbre apenas podía moverse en su cama; juntó, en una especie de apretón convulso, sus manos descarnadas y amarillas, y la religiosa oyó que de su pecho brotaba uno de esos suspiros profundos que parece que levantan un gran peso. Luego, Fantine se volvió y miró la puerta.

Nadie entró; la puerta no se abrió.

Ella permaneció así por espacio de un cuarto de hora, con la mirada fija en la puerta, inmóvil y como reteniendo el aliento. La hermana no se atrevía a hablarle. El reloj de la iglesia dio las tres y cuarto. Fantine se dejó caer sobre la almohada.

No dijo nada, y se puso a hacer nuevamente pliegues en la sábana.

Sonó la media hora, luego la hora. Nadie vino. Cada vez que el reloj se dejaba oír, Fantine se incorporaba y miraba hacia la puerta; después se dejaba caer de nuevo.

Descubríase claramente su pensamiento; pero no pronunciaba ningún nombre; no se quejaba; no acusaba a nadie. Solamente tosía de una manera lúgubre. Hubiérase dicho que la iba cubriendo una nube oscura. Estaba lívida; sus labios se habían vuelto azules. Sonreía en algunos momentos.

Dieron las cinco. Entonces, la hermana oyó que decía muy bajo y dulcemente:

—¡Ya que me voy mañana, hace mal en no venir hoy!

La misma sor Simplice estaba sorprendida del retraso del señor Madeleine.

Entretanto, Fantine miraba al techo. Parecía querer recordar alguna cosa. De repente, se puso a cantar, con una voz débil como un soplo. La religiosa escuchó. He aquí lo que cantaba:

Compraremos muy bonitas cosas,

paseando por donde hay mucha flor.

Azul el aciano, rosadas las rosas,

azul el aciano, amor de mi amor.


Junto a mi hogar, la virgen María


apareció ayer, con manto bordado.

Me dijo: —El niño que tú me pedías

hételo aquí, bajo el velo ocultado.

Corred a la villa; comprad sederías,

también hilo fino y un dedal dorado.


Compraremos muy bonitas cosas,


paseando por donde hay mucha flor.


Buena santa Virgen, cerca de mi hogar


yo he puesto mi brizo, de seda adornado.

Aunque Dios me diera su mayor estrella,

prefiero yo el niño que Tú me has donado.

—Señora, ¿qué hago, con tela tan bella?

—Haced la ropita para el recién llegado.


Azul el aciano, rosadas las rosas,


azul el aciano, amor de mi amor.


—Lavad esta ropa. —¿Dónde? —En el río.


Hacedlo sin nada romper ni ensuciar.

Una hermosa saya con lindo corpiño

que quiero bordar y de flores llenar.

—Señora, ¿qué hacer? ¡Ya no está el niño!

—Haced un sudario y venidme a amortajar.


Compraremos muy bonitas cosas,


paseando por donde hay mucha flor.

Azul el aciano, rosadas las rosas,

azul el aciano, amor de mi amor.

Esta canción de cuna era un antiguo romance con el cual solía dormir a la pequeña Cosette, y que no se había presentado en su espíritu durante los cinco años que llevaba sin ver a su niña. Fantine cantó aquello con una voz tan triste y un aire tan dulce, que era como para hacer llorar, incluso a una religiosa. La hermana, habituada a las cosas austeras, sintió que le brotaba una lágrima.

El reloj dio las seis. Fantine pareció no oírlo. Daba la sensación de que no prestaba ninguna atención a nada de lo que la rodeaba.

Sor Simplice envió a una muchacha de servicio a preguntar a la portera de la fábrica si había vuelto el señor alcalde, y si subiría pronto a la enfermería. La muchacha regresó al cabo de algunos minutos.

Fantine seguía inmóvil y parecía atender únicamente a sus ideas.

La sirvienta explicó en voz muy baja a sor Simplice que el señor alcalde había partido aquella misma mañana, antes de las seis, en un pequeño tílburi con un caballo blanco, a pesar del frío que hacía; que había partido solo, incluso sin cochero, y que no sabían adónde iba; que algunas personas decían haberle visto tomar el camino de Arras, y que otras aseguraban haberle encontrado en el camino de París. Que, al marcharse, había estado como siempre muy amable, y que únicamente había dicho a la portera que no le esperaran aquella noche.

Mientras las dos mujeres, de espaldas a la cama de Fantine, murmuraban en voz baja, la hermana preguntando y la sirvienta conjeturando, Fantine, con esa vivacidad febril de ciertas enfermedades orgánicas que mezcla los movimientos libres de la salud con la terrible delgadez de la muerte, se había puesto de rodillas en su cama, con sus dos puños crispados sobre la almohada y la cabeza asomando por entre las cortinas, y escuchaba. De repente gritó:

—¡Estáis hablando del señor Madeleine! ¿Por qué habláis tan bajo? ¿Qué hace? ¿Por qué no viene?

Su voz era tan brusca y tan ronca que las dos mujeres creyeron oír una voz de hombre; se volvieron aterradas.

—¡Responded! —gritó Fantine.

La sirvienta balbuceó:

—La portera me ha dicho que no podría venir hoy.

—Hija mía —dijo la hermana—, estaos quieta y echaos.

Fantine, sin cambiar de actitud, replicó en voz alta y con acento a la vez imperioso y desgarrado:

—¿No podrá venir? ¿Por qué? Vosotras sabéis la razón; os la decíais en secreto. Yo quiero saberla.

La sirvienta se apresuró a decir al oído de la religiosa:

—Responded que está ocupado en el Consejo municipal.

Sor Simplice enrojeció ligeramente; era una mentira lo que la sirvienta le proponía decir. Por otro lado, le parecía que decir la verdad a aquella enferma sería causarle sin duda un golpe terrible, y aquello era muy grave, dado el estado en que se hallaba Fantine. Aquel sonrojo duró poco. La hermana levantó hacia Fantine su mirada tranquila y triste, y dijo:

—El señor alcalde se ha marchado.

Fantine se irguió y se sentó sobre los talones. Sus ojos brillaron. Una alegría inaudita resplandecía en aquella fisonomía dolorosa.

—¡Ha marchado! —exclamó—. ¡Ha ido a buscar a Cosette!

Luego, levantó sus dos manos hacia el cielo y en su rostro se pintó una expresión inefable. Sus labios se movían; oraba en voz baja.

Cuando hubo terminado la oración, dijo:

—Hermana, voy a echarme otra vez; voy a hacer todo lo que queráis. Hace poco he sido mala; os pido perdón por haber hablado alto; está muy mal hablar alto, lo sé, mi buena hermana, pero ya veis que estoy contenta. El buen Dios es muy bueno, el señor Madeleine también es bueno, figuraos que ha ido a buscar a mi Cosette a Montfermeil.

Se acostó de nuevo, ayudó a la religiosa a arreglar la almohada y besó una crucecita de plata que llevaba al cuello y que sor Simplice le había dado.

—Hija mía —dijo la hermana—, procurad descansar ahora, y no habléis más.

Fantine tomó entre sus manos húmedas la mano de la hermana, que sufría sintiendo aquel sudor.

—Ha salido esta mañana para ir a París. En verdad, no tiene necesidad de pasar por París. Montfermeil está un poco a la izquierda, al venir. ¿Os acordáis de cómo me decía ayer, cuando yo le hablaba de Cosette, «Pronto, pronto»? Quiere darme una sorpresa. ¿Sabéis? Me había hecho firmar una carta para recogerla en casa de los Thénardier. No tendrán nada que decir, ¿no es verdad?, y entregarán a Cosette. Puesto que se les paga. Las autoridades no consentirían que se quedasen con la niña, habiéndoles pagado. Hermana, no me hagáis señas de que es preciso que no hable. Soy muy feliz, estoy muy bien, ya no estoy enferma, voy a ver de nuevo a mi Cosette; hasta tengo hambre. Hace cerca de cinco años que no la veo. ¡Vos no podéis figuraros cómo se quiere a los hijos! ¡Estará tan hermosa! ¡Ya veréis! ¡Tiene unos dedos rosados tan pequeñitos! ¡Si supieseis! ¡Tendrá ahora unas manos tan bonitas! Cuando tenía un año, sus manos eran diminutas. ¡Así! Debe estar muy alta, ahora. Tiene siete años. Es una señorita. Yo la llamo Cosette, pero ella se llama Euphrasie. ¡Vaya! Esta mañana estaba yo mirando el polvo que había sobre la chimenea y pensaba que la vería pronto. ¡Dios mío! ¡Qué triste es pasar muchos años sin ver a un hijo! Porque es preciso reconocer que la vida no es eterna. ¡Oh, qué bueno ha sido el señor alcalde al marchar! ¿Es verdad que hace mucho frío? ¿Ha llevado su capa, por lo menos? Vendrá mañana, ¿no es cierto? Mañana será un día de fiesta. Mañana por la mañana, hermana mía, me recordaréis que me ponga la cofia de encaje. Yo he andado el camino de Montfermeil a pie. Me pareció que estaba muy lejos, entonces. ¡Pero las diligencias van muy rápidas! Estará aquí mañana, con Cosette. ¿Cuánto hay de aquí a Montfermeil?

La hermana no tenía idea alguna de las distancias, y respondió:

—¡Oh! Yo creo que podrá estar de vuelta mañana.

—¡Mañana! ¡Mañana! —exclamó Fantine—. ¡Veré a Cosette mañana! Ya veis, buena hermana del buen Dios, ya no estoy enferma. Estoy loca. Hasta bailaría, si quisierais.

Alguien que la hubiera visto un cuarto de hora antes, no habría comprendido nada. Ahora estaba sonrosada, hablaba con una voz viva y natural, y todo su rostro no era más que una sonrisa. A veces reía, hablando consigo misma en voz baja. Alegría de madre, que casi es alegría de niño.

—¡Vamos! —dijo la religiosa—. Ya sois feliz; obedecedme y no habléis más.

Fantine apoyó la cabeza en la almohada, y dijo, a media voz:

—Sí, acuéstate, sé juiciosa, pues vas a tener a tu hija. Sor Simplice tiene razón. Todos los que están aquí tienen razón.

Luego, sin moverse, sin girar la cabeza, miró a todas partes con sus grandes ojos abiertos y un aire alegre, y no habló más.

La hermana corrió las cortinas, creyendo que se dormiría.

Entre las siete y las ocho, llegó el médico. Al no oír ningún ruido, creyó que Fantine dormía, entró quedamente y se acercó de puntillas a la cama. Entreabrió las cortinas y, a la luz de la lamparilla, descubrió los grandes ojos de Fantine, que le miraban plácidamente.

La joven le dijo:

—¿Señor, no es verdad que dejaréis que se acueste a mi lado, en una camita?

El médico creyó que deliraba. Ella añadió:

—Mirad, queda sitio suficiente.

El médico llamó aparte a sor Simplice, quien le explicó de qué se trataba, diciéndole que el señor Madeleine se había ausentado por uno o dos días, que, en la duda, no habían creído conveniente desengañar a la enferma, la cual creía que el señor alcalde había ido a Montfermeil; que, en suma, también aquello podía ser verdad. El médico lo aprobó.

Se acercó al lecho de Fantine, y oyó que decía:

—Ya veréis, cuando despierte por la mañana, daré los buenos días a mi pequeña gatita; y por la noche, como no duermo, la oiré dormir. Su pequeña respiración, tan dulce, me hará un gran bien.

—Dadme la mano —dijo el médico.

Ella extendió el brazo y exclamó, riendo:

—¿No lo sabéis? Ya estoy bien. Cosette llega mañana.

El médico quedó sorprendido. Estaba mejor; la opresión era menor. El pulso había recobrado su fuerza. Una especie de vida nueva reanimaba a aquel pobre ser agotado.

—Señor doctor —dijo la enferma—, ¿os ha dicho ya la hermana que el señor alcalde ha ido a buscar a mi rapazuela?

El médico recomendó silencio y que le fuera evitada cualquier penosa emoción. Recetó una infusión de quinina pura y, para el caso en que volviese la fiebre por la noche, una poción calmante. Al marcharse, dijo a la hermana:

—Esto va mejor. Si la suerte quiere que mañana el señor alcalde se presente con la niña, ¿quién sabe? Hay crisis sorprendentes; se han visto curas por grandes alegrías y, aunque sé que ésta es una enfermedad orgánica muy avanzada, también sé que hay en ello mucho misterio. ¡Tal vez la salvaríamos!

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