V
OBSTÁCULOS
El servicio de postas de Arras a Montreuil-sur-Mer se hacía, aún en aquella época, en pequeños cabriolés de dos ruedas, como en tiempos del Imperio. Estos cabriolés estaban tapizados de cuero leonado, suspendidos sobre unos muelles y tenían sólo dos asientos, uno para el conductor y otro para el viajero. Las ruedas estaban armadas con esos largos cubos ofensivos que mantienen a distancia a los otros carruajes y que aún se ven por los caminos de Alemania. El cajón de la correspondencia, inmensa caja oblonga, estaba colocado detrás del cabriolé, formando con él un solo cuerpo. Este cajón estaba pintado de negro y el cabriolé de amarillo.
Estos coches, que no tenían semejanza alguna con los de hoy, presentaban un aspecto deforme y giboso; cuando se los veía pasar a lo lejos, subiendo alguna rampa en el horizonte, parecían uno de esos insectos que se llaman termitas, creo yo, y que con un pequeño corsé arrastran un gran apéndice posterior. Por lo demás, se movían con rapidez. El correo que salía de Arras cada noche a la una, después de haber pasado el correo de París, llegaba a Montreuil-sur-Mer un poco antes de las cinco de la mañana.
Aquella noche, el correo que llegaba a Montreuil-sur-Mer por el camino de Hesdin, al volver una calle, cuando entraba en el pueblo, chocó con un tílburi tirado por un caballo blanco, que venía en sentido inverso y en el cual no había más que una persona, un hombre embozado en una capa. La rueda del tílburi recibió un golpe bastante grande. El conductor del correo gritó para que el hombre se detuviese, pero el viajero no escuchó y siguió su camino al trote largo.
—¡Vaya una prisa endiablada que lleva este hombre! —dijo el conductor.
El hombre que así corría era precisamente el mismo a quien hace poco hemos visto debatirse en convulsiones verdaderamente dignas de lástima.
¿Adónde iba? No hubiera podido decirlo. ¿Por qué corría? No lo sabía. Iba al azar. ¿Adónde? A Arras, sin duda; pero podía también ir a otra parte. Dábase cuenta de ello y temblaba.
Se hundía en aquella noche negra como en una gruta. Algo lo empujaba, algo le atraía. Lo que en él pasaba, nadie hubiera sido capaz de decirlo, pero todos lo comprenderían. ¿Qué hombre no habrá entrado, al menos una vez en la vida, en la oscura caverna de lo desconocido?
Por lo demás, no había resuelto nada, no había decidido nada, no había hecho nada. Ninguno de los actos de su conciencia había sido definitivo. Estaba, más que nunca, como en el primer momento.
¿Por qué iba a Arras?
Se repetía lo que se había dicho ya, al alquilar el cabriolé de Scaufflaire, que cualquiera que fuese el resultado, no habría inconveniente alguno en ver y juzgar las cosas por sí mismo; que, además, esto era lo más prudente para saber lo que sucedería; que no podía decir nada sin haber antes observado y escrutado; que, de lejos, los menores objetos parecen montañas; que, a fin de cuentas, cuando hubiera visto al tal Champmathieu, seguramente un miserable, su conciencia quedaría probablemente descargada, dejándole ir a presidio en su lugar; que, aunque estarían allí Javert y los presidiarios Brevet, Chenildieu y Cochepaille, que le habían conocido, a buen seguro ya no se acordarían de él; ¡bah, qué idea!; que Javert estaba muy lejos de toda sospecha; que todas las conjeturas y todas las suposiciones se centraban en ese Champmathieu, y que nada es tan obstinado como las suposiciones y las conjeturas; que no había, pues, peligro alguno.
Sin duda, era un momento crítico, pero saldría de él; después de todo, tenía su destino en la mano, por malo que éste fuese; y él era su dueño absoluto. Se aferraba obstinadamente a esta idea.
En el fondo, para ser sincero, hubiera preferido no ir a Arras.
No obstante, allí iba.
Mientras pensaba en esto, arreaba el caballo, que corría con el trote regular y seguro que hace dos leguas y media por hora.
A medida que el cabriolé avanzaba, sentía algo dentro de él que retrocedía.
Al rayar el día, estaba en campo raso. La ciudad de Montreuil-sur-Mer quedaba ya muy atrás. Miró cómo blanqueaba el horizonte; miró, sin ver, cómo pasaban por delante de sus ojos las frías sombras de una madrugada de invierno. La mañana tiene sus espectros, como la noche. No los veía; pero, por una especie de penetración casi física, las negras siluetas de los árboles y de las colinas aumentaban la tristeza y el estado violento de su alma.
Cada vez que pasaba por delante de una de las casas aisladas que bordean a veces los caminos, se decía: «¡Sin embargo, ahí dentro hay personas que duermen!».
El trote del caballo, los cascabeles de los arneses, las ruedas sobre el pavimento hacían un ruido lento y monótono. Estas cosas son encantadoras cuando uno está alegre y lúgubres cuando se está triste.
Era ya de día cuando llegó a Hesdin. Se detuvo delante de una posada para que el caballo descansase y tomase el pienso.
Aquel caballo era, como había dicho Scaufflaire, de esa pequeña raza bolonesa, que tiene demasiada cabeza, demasiado vientre y poco cuello, pero de pecho abierto, grupa ancha, pata seca y fina y pie firme; raza fea, pero robusta y sana. El excelente animal había corrido cinco leguas en dos horas, y no tenía una gota de sudor en el lomo.
El viajero no había bajado del tílburi. El mozo de cuadra, que traía la avena, se agachó de repente y examinó la rueda izquierda.
—¿Vais muy lejos así? —preguntó.
Él respondió, casi sin salir de sus reflexiones:
—¿Por qué?
—¿Venís de muy lejos? —continuó el mozo.
—Cinco leguas de aquí.
—¡Ah!
—¿Por qué?
El mozo se inclinó de nuevo, permaneció un momento silencioso, con la vista fija en la rueda, y luego se enderezó y dijo:
—Es que traéis una rueda que ha corrido cinco leguas, es posible, pero que seguramente no hará ahora más de un cuarto de legua.
El viajero saltó del tílburi.
—¿Qué estáis diciendo?
—Digo que es un milagro que hayáis hecho cinco leguas sin precipitaros, vos y el caballo, en cualquier foso del camino. Mirad.
En efecto, la rueda estaba seriamente estropeada. El choque con la silla de posta había roto dos radios y destrozado el cubo, que había perdido la tuerca.
—Amigo mío —dijo al mozo—, ¿hay aquí algún carretero?
—Sí, señor.
—Hacedme el favor de ir a buscarlo.
—Ahí está. ¡Eh, maese Bourgaillard!
Maese Bourgaillard, el carretero, estaba en el umbral de su puerta. Se acercó a examinar la rueda e hizo la mueca de un cirujano que contempla una pierna rota.
—¿Podéis componer esta rueda al momento?
—Sí, señor.
—¿Cuándo podré marcharme?
—Mañana.
—¡Mañana!
—Hay trabajo para un día entero. ¿Tenéis prisa?
—Mucha prisa. Es preciso que parta dentro de una hora, todo lo más.
—Es imposible, señor.
—Pagaré cuanto queráis.
—Imposible.
—¡Pues bien! Dentro de dos horas.
—Es imposible para hoy. Es preciso hacer dos radios y un cubo. No podréis marchar hasta mañana.
—Mis asuntos no me permiten esperar a mañana. ¿Y, si en vez de reparar esta rueda, se la reemplazase?
—¿Cómo?
—¿No sois carretero?
—Sí, señor.
—¿Y no tenéis una rueda para venderme? Así podría marcharme enseguida.
—¿Una rueda de recambio?
—Sí.
—No tengo ninguna rueda para vuestro cabriolé. Las ruedas tienen que ser iguales. Dos ruedas no van juntas por casualidad.
—En este caso, vendedme un par de ruedas.
—Señor, es que no todas las ruedas se ajustan a todos los ejes.
—Probad, sin embargo.
—Es inútil, señor. Sólo tengo para vender dos ruedas de carreta. Ésta es una región muy pequeña.
—¿Tendríais un cabriolé para alquilarme?
El maestro carretero, en su primera ojeada, había reconocido que el tílburi era un coche de alquiler. Se encogió de hombros.
—¡Cuidáis muy bien los carruajes que os alquilan! No os alquilaré yo ninguno.
—Pues vendédmelo.
—No lo tengo.
—¡Qué! ¿No tenéis un calesín? Ya veis que me contento con lo que haya.
—Esta región es muy pobre. Yo tengo en casa una calesa vieja de un caballero que me la ha dado para que se la guarde, y que se sirve de ella cada final de mes. Yo os la alquilaría, ¿a mí qué más me da?, pero sería preciso que su dueño no la viera pasar; además, es una calesa y necesita dos caballos.
—Tomaré dos caballos de posta.
—¿Adónde vais?
—A Arras.
—¿Y queréis llegar hoy?
—Sí.
—¿Tomando caballos de posta?
—¿Por qué no?
—¿Es igual que lleguéis a las cuatro de la madrugada?
—No, ciertamente.
—Porque debéis saber que hay algo que hacer, antes de tomar caballos de posta... ¿Tenéis pasaporte?
—Sí.
—Pues bien, tomando caballos de posta, no llegaréis a Arras antes de mañana. Estamos en camino de atajo. Los relevos están mal servidos; los caballos están en el campo. Estamos, además, en la estación de la labranza; se necesitan muchas yuntas y se cogen los caballos de cualquier parte, aunque sean los de posta. Tendríais que esperar, al menos, tres o cuatro horas en cada relevo y, además, iréis al paso, porque hay muchas cuestas en el camino.
—¡Vaya!, iré a caballo. Desenganchad. Me venderán una silla.
—Sí, pero ¿acepta silla este caballo?
—Es verdad; me recordáis que no la acepta.
—Entonces...
—¿Podré encontrar, en el pueblo, un caballo de alquiler?
—¿Un caballo para ir a Arras de una tirada?
—Sí.
—Sería preciso un caballo como no los hay por aquí; y, además, tendríais que comprarlo, porque no sois conocido. ¡Pero, ni para alquilar, ni para vender, ni por quinientos, ni por mil francos lo encontraríais!
—¿Qué haré entonces?
—Lo mejor, a fe de hombre honrado, es reparar la rueda y dejar el viaje para mañana.
—Mañana será demasiado tarde.
—¡Demonio!
—¿No pasa por aquí el correo que va a Arras? ¿A qué hora pasa?
—Por la noche. Los dos correos hacen el servicio de noche, el que va y el que viene.
—¿Y os es necesario todo un día para componer esta rueda?
—¡Todo un día!
—¿Y poniendo dos hombres a trabajar?
—Aunque se pusieran diez.
—Si pudieran atarse los radios con cuerdas...
—Los radios, sí; pero el cubo, no. Además, también la llanta está en muy mal estado.
—¿Hay algún alquilador de coches en el pueblo?
—No.
—¿Hay otro carretero?
El mozo de cuadra y el maestro carretero respondieron a la vez, moviendo la cabeza:
—No.
El viajero sintió una inmensa alegría.
Era evidente que la Providencia influía en esto. Ella había roto la rueda del tílburi y le detenía en el camino. Él no había querido ceder a esta especie de primera intimación, y acababa de hacer cuantos esfuerzos eran posibles para continuar su viaje; había agotado leal y escrupulosamente todos los medios; no había retrocedido ni ante la estación, ni ante la fatiga, ni ante los gastos; no tenía nada que reprocharse. Si no podía ir más lejos, no era culpa suya; no era un hecho de su conciencia, sino obra de la Providencia.
Respiró. Respiró libremente, a pleno pulmón, por vez primera desde la visita de Javert. Le parecía que el puño de hierro que le oprimía el corazón, desde hacía veinte horas, acababa de dejarle en libertad.
Ahora le parecía que Dios estaba con él.
Se dijo que había hecho todo lo que le era posible, y que ahora no tenía más que volver sobre sus pasos, tranquilamente.
Si su conversación con el carretero se hubiese verificado en una habitación del albergue, no habría tenido testigos, nadie la habría oído, todo habría terminado allí, y es muy probable que no tuviésemos que referir ninguno de los acontecimientos que siguen. Pero esta conversación tuvo lugar en medio de la calle. Todo coloquio en la calle produce inevitablemente un corro. Hay siempre personas que sólo desean ser espectadoras. Mientras él interrogaba al carretero, algunos transeúntes se habían detenido a su alrededor. Después de haber escuchado durante algunos minutos, un muchacho, en quien nadie había reparado, se separó del grupo echando a correr.
En el momento en que el viajero, después de haberse hecho la reflexión que acabamos de referir, tomaba la resolución de retroceder, volvió el muchacho acompañado de una anciana.
—Señor —dijo la mujer—, mi muchacho me dice que tenéis deseos de alquilar un cabriolé.
Estas sencillas palabras, pronunciadas por una vieja mujer a quien guiaba un niño, le hicieron sudar copiosamente. Creyó ver la mano que le había soltado reaparecer en la sombra tras él, dispuesta a cogerle de nuevo.
Respondió:
—Sí, buena mujer, busco un cabriolé para alquilar. —Y se apresuró a añadir—: Pero no hay ninguno en el pueblo.
—Sí hay —dijo la vieja.
—¿Dónde está? —preguntó el carretero.
—En mi casa —contestó la vieja.
El viajero se estremeció. La mano fatal le había cogido otra vez.
La vieja tenía, en efecto, bajo un cobertizo, una especie de calesín de mimbre. El carretero y el mozo de cuadra, pesarosos de que se les escapase el viajero, intervinieron. «Es una carreta terrible... Está apoyada sobre el mismo eje... Es verdad que los asientos están suspendidos por correas... Llueve lo mismo dentro que fuera... Las ruedas están mohosas y carcomidas... Eso no iría mucho más lejos que el tílburi... ¡Es un carromato...! Este caballero hará muy mal en servirse de él...», etc., etc.
Todo aquello era cierto, pero aquel carromato, aquella tartana, aquella cosa, fuese lo que fuese, rodaba y podía ir a Arras.
Pagó lo que le pidieron, dejó el tílburi al carretero para que lo reparara; hizo enganchar el caballo blanco en el calesín, subió y reemprendió el camino.
En el momento en que el calesín se puso en marcha, se confesó que había tenido una gran alegría al creer que no podría seguir adelante. Examinó esta alegría con una especie de cólera, y la encontró absurda. ¿Por qué se había de alegrar de volver atrás? Después de todo, hacía aquel viaje libremente. Nadie le forzaba a ello.
Y, ciertamente, no sucedería sino lo que él quisiera.
Cuando salía de Hesdin, oyó una voz que le gritaba:
—¡Parad, parad!
Detuvo el calesín con un movimiento vivo, en el cual había algo febril y convulso, que se asemejaba a la esperanza.
Era el muchacho de la vieja.
—Señor —dijo—, yo he sido quien os he proporcionado el calesín.
—¿Y qué?
—¡Que no me habéis dado nada!
Él, que daba a todos y tan fácilmente, encontró esta pretensión exorbitante y casi odiosa.
—¡Ah, buena pieza! —dijo—. ¡Pues no te daré nada!
Arreó al caballo y partió a buen trote.
Había perdido mucho tiempo en Hesdin, y quería recuperarlo. El caballo era animoso y tiraba como dos; pero era el mes de febrero, había llovido y los caminos estaban muy malos. Además, el calesín era mucho más pesado y duro que el tílburi. Por añadidura, muchas rampas que subir.
Empleó cerca de cuatro horas desde Hesdin a Saint-Pol; cuatro horas para cinco leguas.
En Saint-Pol, hizo desenganchar en la primera posada que encontró, y mandó llevar el caballo a la cuadra. Tal como había prometido a Scaufflaire, estuvo junto al pesebre mientras comía el caballo. Pensaba en cosas tristes y confusas.
La mujer del posadero entró en la cuadra.
—¿Vais a almorzar?
—¡Vaya, es verdad! —dijo—. Tengo buen apetito.
Siguió a aquella mujer, que tenía bonita y alegre figura, hasta una sala baja donde había varias mesas que tenían hules en lugar de manteles.
—Despachad —le dijo—, debo marchar enseguida. Tengo mucha prisa.
Una gruesa criada flamenca puso su cubierto apresuradamente. El hombre miró hacer a la joven, con una sensación de bienestar.
«Esto es lo que yo tenía —pensó—. Que no había almorzado».
Le sirvieron. Cogió el pan, comió un bocado, volvió a dejarlo lentamente sobre la mesa, y no lo tocó más.
Un carretero estaba comiendo en otra mesa. El viajero le dijo:
—¿Por qué es tan amargo este pan?
El carretero era alemán y no le entendió.
Volvió al establo, junto al caballo.
Una hora más tarde, había salido ya de Saint-Pol y se dirigía a Tinques, que sólo dista cinco leguas de Arras.
¿Qué hacía durante este trayecto? ¿En qué pensaba? Lo mismo que por la mañana, miraba cómo pasaban los árboles, los tejados de las cabañas, los campos cultivados, la perspectiva del paisaje, que variaba a cada recodo del camino. Ésta es una contemplación que a veces satisface al alma, y que la dispensa casi de pensar. Ver mil objetos, por primera y última vez, ¿qué hay más melancólico y más profundo? Viajar es nacer y morir a cada instante. Quizás, en la región más vaga de su espíritu, comparaba aquellos horizontes variables con la existencia del hombre. Todas las cosas de la vida huyen perpetuamente delante de nosotros; se mezclan la claridad y las sombras: después de una viva luz, viene un eclipse; el hombre mira, corre, tiende las manos para coger lo que pasa; cada incidente es un recodo del camino; y, de repente, llega la vejez. Se siente como una sacudida, todo es negro; se distingue una puerta oscura, el sombrío caballo de la vida que nos arrastra se detiene súbitamente, y se ve a un ser, velado y desconocido, que lo desengancha en las tinieblas.
El crepúsculo empezaba ya cuando los niños que salían de la escuela vieron entrar al viajero en Tinques. Debemos advertir que eran todavía los días más cortos del año. No se detuvo en Tinques. Cuando salía del pueblo, un peón caminero, que estaba echando piedra en la carretera, alzó la cabeza y dijo:
—¡Qué caballo tan cansado!
El pobre animal, efectivamente, no podía ya ir más que al paso.
—¿Vais a Arras? —preguntó el caminero.
—Sí.
—Pues si seguís esta marcha, no llegaréis muy temprano.
Detuvo el viajero su caballo y preguntó:
—¿Cuánto hay de aquí a Arras?
—Cerca de siete leguas largas.
—¿Cómo es eso? La guía de postas no señala más que cinco leguas y cuarto.
—¡Ah! —respondió el peón—. ¿Es que no sabéis que la carretera está en reparación? La encontraréis cortada a un cuarto de hora de aquí, y no podréis ir más lejos.
—¿Es verdad?
—Allí tomaréis a la izquierda, el camino que va a Carency; pasaréis el río y, al llegar a Camblin, giraréis a la derecha; es el camino de Mont-Saint-Éloy, que conduce a Arras.
—Pero va a caer la noche y me perderé.
—¿No sois de esta región?
—No.
—Pues todo es camino de atajo. Mirad, caballero —continuó el peón—, ¿queréis que os dé un consejo? Vuestro caballo está cansado, quedaos en Tinques. Hay una buena posada. Acostaos. Iréis mañana a Arras.
—Es preciso que esté allí esta noche.
—Eso es diferente. Entonces, id a la posada y tomad un caballo de refresco. El mozo del caballo os guiará por el camino.
Siguió el consejo del peón caminero, volvió atrás y, media hora más tarde, volvió a pasar por el mismo camino, pero al trote largo de un buen caballo de refresco. Un mozo de establo, que se hacía llamar postillón, iba sentado en la delantera del calesín.
No obstante, notaba que perdía tiempo.
Ya era de noche.
Se adentraron en la trocha. El camino era terrible. El calesín caía de un hoyo en otro. Dijo al postillón:
—Siempre al trote, y doble propina.
En un vaivén, se rompió el balancín.
—Señor —dijo el postillón—, se ha roto el balancín y no sé cómo enganchar mi caballo; este camino es muy malo de noche; si quisierais volver, para dormir en Tinques, podríamos llegar mañana por la mañana a Arras.
El viajero respondió:
—¿Tienes un cabo de cuerda y un cuchillo?
—Sí, señor.
Cortó una rama de árbol e improvisó un balancín.
Fue una pérdida de veinte minutos; pero partieron al galope.
La llanura estaba tenebrosa. Una niebla baja y oscura se arrastraba por las colinas, desprendiéndose como humo. Las nubes despedían resplandores blanquecinos. Un fuerte viento, que venía del mar, producía los mismos ruidos que hacen los muebles al ser arrastrados. Todo lo que descubría la vista tenía una actitud de terror. ¡Cuántas cosas tiemblan al impulso de estos soplos de la noche!
El frío le penetraba. No había comido desde la víspera. Recordaba vagamente su otro viaje nocturno por la gran llanura de los alrededores de Digne. Hacía ocho años, y le parecía que había sido ayer.
Sonó una hora en algún campanario lejano. Preguntó al postillón:
—¿Qué hora es?
—Las siete, señor. A las ocho estaremos en Arras. No nos quedan más que tres leguas.
En aquel momento, hizo por vez primera esta reflexión, y le extrañó que no se le hubiese ocurrido antes: quizás era inútil todo el trabajo que se tomaba, pues no sabía la hora de la vista, debía haberse informado antes; era muy ridículo seguir adelante sin saber si aquello iba a servir para algo.
Luego se dijo que ordinariamente las sesiones del tribunal empiezan a las nueve de la mañana; que aquella vista no debía ser larga; que por tratarse de un robo de manzanas, sería muy corta; que, luego, no habría más que una cuestión de identidad; cuatro o cinco declaraciones, poca cosa a decir por parte de los abogados; que iba a llegar cuando todo hubiera concluido.
El postillón arreaba los caballos. Habían cruzado el río, y dejado tras ellos Mont-Saint-Éloy.
La noche se hacía cada vez más profunda.
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