II

 DE CÓMO JEAN PUEDE CONVERTIRSE ENCHAMP


Una mañana, el señor Madeleine estaba en su despacho, ocupado en arreglar, con tiempo, algunos asuntos urgentes de la alcaldía, para el caso de que decidiese hacer el viaje a Montfermeil, cuando fueron a decirle que el inspector de policía, Javert, deseaba hablarle. Al oír pronunciar aquel nombre, el señor Madeleine no pudo evitar una impresión desagradable. Desde la aventura de la oficina de policía, Javert le había evitado más que nunca, y el señor Madeleine no había vuelto a verle.

—Háganle pasar —dijo.

Javert entró.

El señor Madeleine permaneció sentado cerca de la chimenea, con una pluma en la mano y la vista sobre un legajo que estaba hojeando y anotando, y que contenía procesos verbales de varias contravenciones a la inspección de caminos. No se movió cuando entró Javert. No podía menos que pensar en la pobre Fantine y le pareció que debía mostrarse glacial con el inspector.

Javert saludó respetuosamente al alcalde. Éste le volvía la espalda y, sin mirarle, continuaba leyendo su legajo.

Javert dio dos o tres pasos en el gabinete y se detuvo sin romper el silencio.

Un fisonomista familiarizado con el carácter de Javert, que hubiera estudiado durante largo tiempo a aquel salvaje al servicio de la civilización, aquella extraña combinación de romano, espartano, fraile y cabo, aquel espía incapaz de una mentira, aquel polizonte virgen, un fisonomista que hubiera sabido su secreta y antigua aversión al señor Madeleine, su conflicto con el alcalde por motivo de Fantine, y que hubiera observado a Javert en aquel instante, se hubiera preguntado: ¿qué ha pasado? Era evidente, para quien conociera aquella conciencia recta, clara, sincera, proba, austera y feroz, que Javert acababa de experimentar una gran conmoción interior. Javert no tenía nada en el alma que no estuviera pintado en su rostro. Estaba sujeto, como las personas violentas, a bruscas variaciones. Nunca su fisonomía había sido tan extraña e inopinada. Al entrar, se había inclinado ante el señor Madeleine con una mirada en la que no había ni rencor, ni cólera, ni desconfianza; se había detenido a algunos pasos, detrás del sillón del alcalde; y ahora estaba en pie, en una actitud casi disciplinaria, con la rudeza fría y sencilla de un hombre que no conoce la dulzura y que siempre ha sido paciente; esperaba sin decir una palabra, sin hacer un movimiento, con una verdadera humildad y una resignación tranquila, a que el señor alcalde se volviera; sereno, grave, con el sombrero en la mano, los ojos bajos, con una expresión que era un término medio entre el soldado delante de un oficial y el culpable delante de su juez. Todos los sentimientos, todos los recuerdos que hubiera podido creerse que tenía, habían desaparecido. En su rostro, impenetrable y uniforme como el granito, sólo se descubría una lúgubre tristeza. Su actitud respiraba humildad y firmeza, y algo así como una opresión sufrida con valor.

Por fin, Madeleine dejó la pluma, y se volvió un poco:

—¿Y bien? ¿Qué hay, Javert?

Javert permaneció un instante silencioso, como si estuviera absorto; después, levantó la voz con una especie de triste solemnidad, que no excluía la sencillez:

—Hay, señor alcalde, que se ha cometido un delito.

—¿Cuál?

—Un agente inferior de la autoridad ha faltado al respeto a un magistrado de la forma más grave. Vengo, cumpliendo mi deber, a ponerlo en vuestro conocimiento.

—¿Quién es el agente? —preguntó el señor Madeleine.

—Yo —respondió Javert.

—¿Vos?

—Yo.

—¿Y quién es el magistrado agraviado por el agente?

—Vos, señor alcalde.

El señor Madeleine se enderezó en su sillón. Javert continuó con gravedad y siempre con los ojos bajos:

—Señor alcalde, vengo a pediros que propongáis a la autoridad mi destitución.

El señor Madeleine, estupefacto, abrió la boca. Javert le interrumpió:

—Diréis que yo puedo presentar mi dimisión, pero no es suficiente. Presentar la dimisión es un hecho honroso. He faltado, merezco un castigo y debo ser destituido.

Después de una pausa, añadió:

—Señor alcalde, el otro día fuisteis muy severo conmigo, injustamente. Sedlo hoy justamente.

—Pero ¿por qué? —exclamó el señor Madeleine—. ¿Qué es este galimatías? ¿Qué queréis decir? ¿Dónde hay un acto culpable cometido por vos contra mí? ¿Qué me habéis hecho? ¿Qué falta habéis cometido respecto a mí? Os acusáis, queréis ser reemplazado...

—Destituido —rectificó Javert.

—Destituido, sea. Pero no lo entiendo.

—Vais a comprenderlo, señor alcalde.

Javert suspiró profundamente, y continuó con la misma gravedad y tristeza:

—Señor alcalde, hace seis semanas y a consecuencia de la cuestión que tuvimos por aquella joven, estaba furioso y os denuncié.

—¡Denunciado!

—A la prefectura de policía de París.

El señor Madeleine, que no reía mucho más a menudo que Javert, se echó a reír.

—¿Como alcalde que ha usurpado las atribuciones de la policía?

—Como antiguo presidiario —respondió Javert.

El alcalde se puso lívido.

Javert, que no había levantado los ojos, continuó:

—Así lo creía. Hacía algún tiempo que tenía esa idea. Vuestra semejanza, las indagaciones que habéis practicado en Faverolles, vuestra fuerza, la aventura del viejo Fauchelevent, vuestra pericia en el tiro, vuestra pierna que arrastra un poco... ¿qué sé yo?, ¡estupideces!, pero, en fin, os tomé por un tal Jean Valjean.

—¿Un qué, decís...? ¿Qué nombre?

—Jean Valjean. Un presidiario a quien yo había visto hace veinte años, cuando era ayudante de cómitre en Tolón. Al salir del presidio, este Jean Valjean robó, según parece, a un obispo; luego, cometió otro robo, a mano armada y en despoblado, contra un pobre saboyano. Desde hace ocho años, se ha ocultado no sé cómo, y se le perseguía. Yo me había figurado... En fin, lo he hecho. La cólera me impulsó y os denuncié a la prefectura.

El señor Madeleine, que había vuelto a coger el legajo hacía algunos instantes, continuó, con un acento de perfecta indiferencia:

—¿Y qué os han respondido?

—Que estaba loco.

—¿Y vos qué decís?

—Que tienen razón.

—¡Bueno es que lo reconozcáis!

—No había más remedio, porque el verdadero Jean Valjean ha sido encontrado.

La hoja de papel que sostenía el señor Madeleine se le escapó de las manos, levantó la cabeza y miró fijamente a Javert, diciendo, con un acento inexpresivo:

—¡Ah!

Javert prosiguió:

—Voy a referiros lo que ha pasado, señor alcalde. Parece ser que había, en las cercanías de Ailly-le-Haut-Clocher, un hombre a quien llamaban Champmathieu. Era muy miserable. Nadie le prestaba atención. Nadie sabe cómo vive esta gente. Últimamente, este otoño, Champmathieu fue detenido por el robo de manzanas de sidra, cometido en... ¡en fin, no importa! El hecho es que hubo robo, con el escalamiento de una pared y rotura de algunas ramas de árbol. Fue detenido cuando tenía aún las ramas del manzano en las manos, y le llevaron a la cárcel. Hasta aquí no había más que un asunto correccional; pero ahora veréis lo que hay de providencial en esto. Puesto que la prisión no estaba en condiciones, el juez dispuso que Champmathieu fuese trasladado a la cárcel departamental de Arras. En esta cárcel había un presidiario llamado Brevet, que estaba preso no sé por qué razón, y que desempeñaba el cargo de guardián del calabozo, porque se portaba bien. Apenas hubo entrado Champmathieu, Brevet exclamó: «¡Caramba! Yo conozco a este hombre: hemos sido compañeros, es un antiguo forzado. Miradme, buen hombre; sois Jean Valjean». «¡Jean Valjean! ¿Qué Jean Valjean?». Champmathieu se hacía el desentendido. «¡No te hagas el tonto! —replicó Brevet—. ¡Tú eres Jean Valjean! ¡Tú has estado en la prisión de Tolón! Hace veinte años. Estábamos juntos». Champmathieu niega; pero ya podéis comprender lo que pasó. Se hacen indagaciones, se escudriña el asunto y, al fin, se descubre que, hace unos treinta años, Champmathieu fue podador en Faverolles y en otros puntos. Allí se pierde su rastro. Más tarde, aparece en Auvernia; luego se le vio en París, donde dice haber sido carretero y haber tenido una hija lavandera, pero esto no está probado; y, por último, vino a esta región. Ahora bien, antes de ir a presidio, por robo consumado, ¿quién era Jean Valjean? Podador. ¿Dónde? En Faverolles. Otro hecho: el nombre de pila de Valjean era Jean, su madre se apellidaba Mathieu. Nada más natural que, al salir del presidio, tratase de tomar el apellido de la madre, para ocultarse, y se hiciese llamar Jean Mathieu. Pasa después a Auvernia. La pronunciación de la región cambia el Jean en Chan, y se le llama Chan Mathieu. Nuestro hombre adopta esta modificación, y hele aquí transformado en Champmathieu. Me comprendéis, ¿no es verdad? Se hacen indagaciones en Faverolles. La familia de Jean Valjean ha desaparecido; no se sabe qué ha sido de ella. Ya sabéis que en estas clases de la sociedad hay muchas familias que desaparecen. Por más que se indaga, nada se descubre; esta gente, cuando no son lodo, son polvo. Y, además, como el principio de esta historia se remonta a treinta años atrás, no hay nadie en Faverolles que haya conocido a Jean Valjean. Se piden informes a Tolón, donde sólo quedan, con Brevet, dos presidiarios que hayan conocido a Jean Valjean. Son los condenados a cadena perpetua Cochepaille y Chenildieu. Se les saca del presidio y se les hace comparecer; se les pone delante del supuesto Champmathieu. No dudan. Para ellos, como para Brevet, se trata de Jean Valjean. La misma edad, tiene cincuenta y cuatro años, la misma estatura, el mismo aire, el mismo hombre; en una palabra, es él. Precisamente entonces envié yo mi denuncia a la prefectura de París, y me respondieron que había perdido el juicio, pues Jean Valjean está en Arras en poder de la justicia. ¡Ya comprenderéis si esto me asombraría, a mí que creía tener aquí mismo a Jean Valjean! Escribí al juez de instrucción; me llamó y me presentó a Champmathieu...

—¿Y qué? —interrumpió el señor Madeleine.

Javert respondió con su rostro incorruptible y triste:

—Señor alcalde, la verdad es la verdad. Lo siento, pero aquel hombre es Jean Valjean. También yo le he reconocido.

El señor Madeleine preguntó, en voz muy baja:

—¿Estáis seguro?

Javert se echó a reír, con esa risa dolorosa que surge de una convicción profunda.

—¡Oh, seguro!

Permaneció pensativo durante un instante, tomando maquinalmente, con los dedos, pequeñas cantidades de polvo de la salvadera de secar tinta que estaba sobre la mesa, y añadió:

—E incluso ahora, después que he visto al verdadero Jean Valjean, no comprendo cómo he podido creer otra cosa. Os pido perdón, señor alcalde.

Al dirigir Javert esta frase suplicante al mismo que hacía seis semanas le había humillado en el cuerpo de guardia y le había dicho «¡Salid de aquí!», Javert, aquel hombre altivo, hablaba con sencillez y dignidad. El señor Madeleine no respondió a su ruego más que con esta brusca pregunta:

—¿Y qué dice ese hombre?

—¡Ah, señor! Mal negocio es ése. Si efectivamente es Jean Valjean, hay reincidencia. Trepar a un muro, romper una rama, robar manzanas, para un niño es una falta; para un hombre es un delito; para un forzado es un crimen. Escalada y robo. El asunto no pertenece ya a la policía correccional, sino a la audiencia; no se penará con unos días de cárcel, sino con cadena perpetua. Y, además, tiene sobre sí el robo del pequeño saboyano, que ya saldrá a la luz. ¡Diablo! Tela hay cortada, ¿verdad? Sí, para otro que no fuera Jean Valjean. Pero Jean Valjean es un ladino. También en esto le he reconocido. Otro sentiría cerca el fuego, se agitaría, gritaría como grita el puchero cerca de la lumbre, no querría ser Jean Valjean, etcétera. Pero él parece que no comprende. Dice: «Yo soy Champmathieu, no salgo de ahí». Está como aturdido, embrutecido. ¡Oh!, el papel que representa es bueno, pero no importa, hay pruebas. Ha sido reconocido por cuatro personas; el viejo bribón será condenado. Está ahora en el tribunal de Arras. Debo ir para prestar testimonio. He sido citado.

El señor Madeleine se había vuelto hacia la mesa, había cogido otra vez el legajo y lo hojeaba tranquilamente, leyendo y escribiendo alternativamente, como hombre muy ocupado. Se volvió hacia Javert.

—Basta, Javert. De hecho, todos estos detalles me interesan muy poco. Estamos perdiendo tiempo y tenemos asuntos urgentes. Vais a ir enseguida a casa de la Buseaupied, que vende hierbas allá abajo, en la esquina de la calle Saint-Saulve. Le diréis que presente su demanda contra el carretero Pierre Chesnelong. Es un hombre brutal que ha estado a punto de atropellar a esa mujer y a su hijo. Es preciso que sea castigado. Iréis luego a casa del señor Charcellay, en la calle Montre-de-Champigny. Se queja de que hay otra gotera en la casa vecina, que vierte agua de lluvia en la suya y socava los cimientos. Después, os informaréis de las infracciones de policía que me han denunciado en la calle Guibourg, en casa de la viuda Doris, y en la calle de Garraud-Blanc, en casa de la señora Renée Le Bossé, e instruiréis proceso verbal. Pero os doy mucho que hacer. ¿No ibais a ausentaros? ¿No me habíais dicho que ibais a Arras, para ese asunto, dentro de ocho o diez días...?

—Mucho más pronto, señor alcalde.

—¿Cuándo, pues?

—Creo haberos dicho que mañana se vería esta causa, y que parto en la diligencia de esta noche.

El señor Madeleine hizo un movimiento imperceptible.

—¿Y cuánto tiempo durará ese asunto?

—Un día, todo lo más. La sentencia se pronunciará, a más tardar, mañana por la noche. Pero yo no esperaré la sentencia. Una vez que haya declarado, volveré aquí.

—Está bien —dijo el señor Madeleine.

Y despidió a Javert con un movimiento de la mano.

Javert no se movió.

—Perdón, señor alcalde.

—¿Qué queréis?

—Señor alcalde, tengo aún que recordaros una cosa.

—¿Cuál?

—Que debo ser destituido.

El señor Madeleine se levantó.

—Javert, vos sois un hombre de honor y yo os estimo. Exageráis vuestra falta. Por otra parte, ésta es una ofensa que me concierne a mí solo. Javert, sois digno de ascender, no de descender. Os aconsejo que conservéis vuestro cargo.

Javert contempló al señor Madeleine con su cándida mirada, a través de la cual parecía descubrirse su conciencia poco iluminada, pero rígida y casta, y dijo con voz tranquila:

—Señor alcalde, no puedo acceder.

—Os repito que este asunto me concierne —replicó el señor Madeleine.

Pero Javert, atento a su propósito, continuó:

—En cuanto a exagerar, no exagero. Oíd cómo yo razono. He sospechado de vos injustamente. En esto no hay nada de particular. Nuestro deber es, precisamente, sospechar, aunque haya abuso en la sospecha, respecto de un superior. Pero, sin pruebas, en un acceso de cólera, con el único objeto de vengarme, os he denunciado como un forzado a vos, un hombre respetable, un alcalde, un magistrado. Esto sí es grave. Muy grave. He ofendido a la autoridad en vuestra persona, ¡yo, agente de la autoridad! Si uno de mis subordinados hubiera hecho lo que yo he hecho, le habría declarado indigno del servicio y le habría expulsado. Pues bien, esperad un poco, señor alcalde, he sido severo muchas veces en mi vida. Con los demás. Era justo. Hacía bien. Si ahora no fuese severo conmigo, todo lo justo que he hecho se convertiría en injusto. ¿Debo yo ser distinto de los demás? No. ¿Por qué he de ser bueno para castigar a otros y no para castigarme a mí mismo? Sería un miserable, y los que me llaman el bribón de Javert tendrían razón. Señor alcalde, yo no deseo que me tratéis con bondad; vuestra bondad me ha hecho pasar muy malos ratos, cuando se dirigía a los otros; no la quería para mí. La bondad que consiste en dar razón a la mujer pública contra el ciudadano, al agente de policía contra el alcalde, al inferior contra el superior, es lo que yo llamo mala bondad. Con esta bondad, la sociedad se desorganiza. ¡Dios mío! ¡Cuán fácil es ser bueno; pero cuán difícil es ser justo! Si hubierais sido lo que creía, no habría sido bueno para vos. Ya lo hubierais visto. Señor alcalde, debo tratarme como yo trato a otro cualquiera. Cuando reprimía a los malhechores, cuando castigaba a los miserables, me decía a mí mismo: si tropiezas, si alguna vez caes en falta, no habrá compasión para ti. He tropezado, he caído en falta, ¡tanto peor! Vamos, estoy perdido, despedido, expulsado. Está bien, tengo brazos y trabajaré la tierra, poco me importa. Señor alcalde, la conveniencia del servicio exige un ejemplo. Pido, simplemente, la destitución del inspector Javert.

Estas razones fueron pronunciadas con un acento humilde, firme, desesperado, de convicción, que daba cierta grandeza a aquel hombre extraño.

—Ya veremos —dijo el señor Madeleine.

Y le tendió la mano.

Javert retrocedió y dijo, en tono resuelto:

—Perdón, señor alcalde, pero esto no debe hacerse. Un alcalde no tiende la mano a un espía.

Y añadió entre dientes:

—Espía, sí; desde el momento en que he abusado de la policía, no soy más que un espía.

Luego, saludó profundamente y se dirigió hacia la puerta.

Allí se volvió y, con la vista siempre baja, dijo:

—Señor alcalde, continuaré en mi cargo hasta que sea reemplazado.

Salió. El señor Madeleine quedó pensativo, escuchando aquellos pasos firmes y seguros que se alejaban por el corredor.

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