¡Rodarán cabezas!

Una hora más tarde, ¿o quizás ninguna? Unos minutos después, ¿o quizás ninguno? Segundos o milésimas de segundos se supone que pasaron en la realidad, ya que el reloj que Shaka miraba de vez en cuando no avanzaba más allá de las seis con tantos de la tarde. Pero para Seiya ya había pasado más de una hora en la que los anfitriones sólo se dedicaron a contar chistes sin pies ni cabeza, hablar sobre anécdotas derechamente estúpidas o sin sentido y cambiar de sitio cada cierto tiempo. Una rutina en verdad agotadora.

Comprendía muy poco lo que estaba sucediendo allí, pero ya ni se esforzaba por comprender en algo la lógica de ese extraño mundo. Desde que cayó por la madriguera y cruzó por la puerta enana, todo sentido lógico del espacio-tiempo que él conocía se había ido por la borda del mundo. En ese sitio, la Tierra podría ser plana sin problemas, los planetas podrían girar entorno a ella, y hasta los dioses podrían ser mortales y vivir en las ciudades.

Todo intento por averiguar el paradero del pinche conejo estaba siendo en vano. Seiya ya no aguantaba la merienda de locos en la que estaba metido y, cada vez que intentaba huir, Kiki le hacía regresar a su puesto con sus inexplicables poderes telequinéticos mientras le sonreía con gestos burlescos.

    — Señor Shaka, ¿no ha pensado en arreglar ese reloj inservible que tiene? —preguntó el joven Seiya, suspirando con pesadez al verse obligado a seguir allí.

    — En estas tierras no hay relojeros de confianza, nadie quiere arreglar el tiempo, porque las personas se preocupan más de lucir un buen sombrero en la cabeza que saber la hora.

    — ¡Mirar la hora es una pérdida de tiempo! —expresó Kiki.

    — No creo que alguien quiera ocupar un sombrero en el culo —comentó Seiya con diversión, chocando las palmas con el niño travieso—. Díganme, ¿por qué en este lugar el tiempo no avanza? O sea, ya deberían ser las siete o las ocho, pero veo que ni siquiera se ha oscurecido.

    — Eso es porque Shaka discutió con el Tiempo en una fiesta ante la Reina —explicó Mū—. El Tiempo en verdad estaba muy molesto y nuestro guardián de las "buenas costumbres" estaba tan borracho que hasta se le borró el casete —dijo con fastidio.

El aludido se sonrojó y frunció el ceño: —No recuerdo nada de lo que pasó ese día, y si no me acuerdo no pasó.

    — Desde ese día son siempre las cinco —continuó con seriedad.

    — Las seis —corrigió Kiki.

    — ¿No deberían ser las cuatro? —cuestionó Shaka, mirando por enésima vez el reloj malogrado—. ¡Cambio!

Otra vez los lugares se alternaron en la mesa y Seiya no tuvo tiempo de seguir haciendo preguntas. Necesitaba un plan para huir, hasta que algo inesperado se le presentó e hizo que la vela de las ideas se le encendiera.

    — Esa Reina de la que hablaron, ¿es la reina de este reino? ¿Cómo es ella?

    — ¡Bruja! —exclamaron los tres.

    — Vive en el Castillo de Corazones; allí ruedan cabezas todo el tiempo —murmuró Kiki.

    — Oí que buscabas al "Conejo Blanco" —Shaka cambió el tema de la conversación drásticamente, y se cruzó de brazos—: En ese lugar podrás hallarlo, pero ten cuidado. ¡Ahora vete! Interrumpes el té de nuevo.

Seiya quedó mudo de la impresión, se levantó sin entender nada y salió de ese jardín lo más rápido que pudo. Le pareció demasiado fácil "huir" luego de haber pasado mucho tiempo en ese lugar sin siquiera poder moverse más allá de la mesa.

Cuando se vio frente al hermoso castillo de piedras blancas no dudó que fuese el hogar de la llamada Reina. Se adentró en éste, viendo un gigantesco jardín de hermosas rosas rojas y un montón de sirvientes y soldados andando de aquí para allá en un ajetreo que le pareció innecesario, pues el día invitaba a la tranquilidad absoluta.

Fue entonces cuando vio a unos hombres de aspecto extraño, jardineros muy probablemente, pintando un rosal de bellas rosas blancas con pintura roja.

    — ¡Pinta bien, estúpido Geki! Me estás salpicando.

    — Cállate, Nachi. ¡No es culpa mía! Ban me ha dado un codazo.

    — Vaya amigo que eres, desgraciado —replicó el nombrado—. ¡Siempre echándole la culpa a los demás! Ojalá venga la Reina y te corte los...

    — ¡Hola, buenas! —interrumpió Seiya al ver que los tres jardineros se preparaban para luchar entre ellos—. Estoy buscando al hombre-conejo desde que llegué a este mundo demente. He participado de una carrera contra un tren; me han dado de beber cosas extrañas; he crecido y me he encogido varias veces durante el día; discutí con un drogadicto; me habló un hombre-gato y estuve en una merienda sin fin con un reparador de sombreros y un hombre ciego, creo. Por favor, ayúdenme a encontrar al Conejo Blanco.

Los tres hombres que le escucharon permanecieron en un silencio muy incómodo, incluso para el mismo Seiya, quien creyó firmemente que esos jardineros —a juzgar por sus miradas llenas de incomprensión— habían sacado sus propias conclusiones del asunto. Era un hecho innegable el decir que ese niño estaba más loco que cualquiera de ellos.

    — Me pregunto que clase de golpe se habrá dado —dijo Ban en voz baja.

    — El que te daré yo por culero —le contestó Nachi con furia.

En ese momento, Geki empezó a gritar "¡La Reina! ¡La Reina!", y todos en el castillo se revolvieron por el sitio cuan hormigas tras perder la fila. Después de su inesperado anuncio, Seiya quedó solo y perplejo al lado del rosal a medio pintar mientras los otros se postraban de bruces en el suelo, por lo que no supo qué hacer cuando el cortejo de los Reyes se abrió paso en el jardín.

Vio a la Reina portando una gran corona de oro y un vestido color rojo exageradamente ancho con adornos de piedras preciosas; sus cabellos largos eran violetas y a su lado iba un hombre de aspecto sometido y menos impresionante que ella. A juzgar por sus ropas y la corona, no podía ser otra persona más que el Rey, cuyos cabellos y desinteresados ojos eran celestes como el color del cielo.

Grande fue su sorpresa cuando también divisó al hombre-conejo culpable de todas sus desgracias. Iba con un paso tan apresurado que ni siquiera volteó a mirarle, y dio el anuncio correspondiente sobre la llegada de su valentísima y adorada Majestad con voz atropellada. Sin embargo, un hombre que iba junto a los Reyes detuvo el paso con indignación.

    — Pero... ¡¿Quién carajos se ha atrevido a cambiar aquí lo blanco por carmín?! ¡Vaya pecado han cometido!

    — ¡Rodará la cabeza del culpable! —vociferó de un modo casi automático la Reina desde su lugar en el cortejo, sin prestar mayor atención.

    — Disculpad, pero... ¿Quién es ese muchacho? —preguntó con curiosidad el Rey, mas fue ignorado por todos los presentes.

    — ¡¿Acaso fuiste tú?! ¡Vaya broma tuya, niñito! —volvió a inquirir el hombre de extrema belleza, observando a Seiya con expresión durísima.

    — ¡Detente ahí, Afrodita! —ordenó la Reina al percatarse al fin de lo que estaba sucediendo y, acercándose al niño, preguntó—: ¿Quién eres tú?

"Otra vez con lo mismo" pensó con exasperación y sólo se limitó a contestar:

    — Seiya, respetada señora, mi nombre es...

    — ¡Bien! Vendrás conmigo, deseo charlar un rato.

Seiya no tuvo tiempo para reparos. No hizo falta ninguna orden extra para que los soldados tomasen al niño por la fuerza y lo adentraran en el castillo siendo tomado firmemente de los brazos, mientras seguían de manera forzosa al cortejo Real.

Al poco rato se vio en el interior de la sala de su Majestad, la cual era muy grande y elegante a la vista, llena de cuadros estilosos, estatuas clásicas y abundante color rojo en los objetos.

Después de un aparatoso ritual de bienvenida y preparación, la Reina y Seiya tuvieron —desde su punto de vista— un "extraño" intercambio de palabras, puesto que la conversación sobre reinos lejanos, su administración y otras cosas de monarcas no le era para nada comprensible al muchacho inexperto.

Ante los ojos de Seiya, la Reina no inspiraba tanto miedo, pero sus súbditos reflejaban lo contrario al casi saltar del susto cada vez que ella decía algo.

    — Es el respeto que me tienen, querido. No hay mejor forma de controlar a las masas que infligiendo miedo —confesó con alegría la Reina—. Observa esto... ¡Julián!

El hombre llamado por ella era el mismísimo Rey que "gobernaba" a su lado. No tardó ni dos segundos en aparecer frente a su trono.

    — ¿Sí, mi amada Reina?

    — Agáchate, necesito un soporte para mis pies. ¡Ahora! A no ser que quieras comer Solo en el calabozo.

Todos en la sala empezaron a reír, menos Seiya porque no había comprendido el chiste. El Rey obedeció las órdenes de ésta como un lacayo, aunque por dentro se sentía muy humillado por el trato de su querídisima esposa, recibiendo de manera constante las burlas de quienes le juraban lealtad a su persona todos los días. Su comportamiento macabeo, su poca voluntad e influencia en las decisiones de la Corte, hacían de su título algo de papel y cortesía, puesto que la Reina tenía más peso que él en prácticamente todo. Su palabra era ley.

    — Alrededor del mundo hay muchos reyes que gobiernan con excelencia, pero Julián "Solo" no puede —bromeó otra vez con una risa feroz.

El resto de los presentes volvieron a carcajear ante las ocurrencias de la Reina, pero para Seiya fue difícil saber si era porque o sus chistes de verdad daban risa o si era por miedo a perder la cabeza.

    — ¡¿Dónde está mi cocinero?! —preguntó de repente, haciendo callar al bullicio—. ¡Shun! ¡Quiero mis tartas!

De la puerta principal entró un chiquillo de aspecto fino y cabello verde, vestido obviamente con ropas de cocinero. Su imagen era desastrosa, como si viniese de una durísima guerra de huevos y harina, y su expresión estaba abatida.

    — Mi Reina —habló con precaución—. Sus tartas han desaparecido...

Un "¡¿Qué?!" de todos los presentes al unísono se hizo sentir en todo el castillo, y una música dramática se escuchó en el aire cuan concierto de orquesta clásica. Shun se tapó la cara avergonzado, temeroso, etc., e insistió como pudo en su inocencia. Sin embargo, la Reina no ocultó su cólera y golpeando los brazos de su trono entonó un furioso...

    — ¡¡Rodará su cabe...!!

    — ¡Espere mi Reina! —exclamó el Rey Julián desde el suelo—. ¿Y si hacemos un juicio? Digo... Para que sea más justo. Uno chiquitito.

    — Qué juicio ni tres cuartos ¡Rodará...!

    — ¡Espere! —interrumpió Seiya esta vez—. Su majestad, creo que deberíamos escuchar al Rey, quizás tenga razón.

La monarca pareció meditarlo muy poco ya que accedió rápidamente con un violento golpe. En menos de dos segundos, todos los que habitaban el castillo se encontraban en la Sala de Juicios siendo testigos, oyentes, espectadores, meros chismosos, entre otras cosas, del juicio del cocinero y las tartas desaparecidas por arte de magia.

El Rey era el juez y llevaba la corona encima de una gigentesca peluca blanca, la Reina estaba sentada en un puesto especial para ella, un montón de criaturas extrañas estaban en el estrado y Seiya, por alguna extraña razón, fue puesto como un testigo clave de la escena del crimen. Vaya mierda.

El conejo blanco, el hombre-conejo, la cosa que fuese, se hallaba junto al Rey llevando su trompeta y un pergamino enrollado en la otra mano. El sonido del instrumento no se hizo esperar y la lectura de la acusación empezó, haciendo temblar al cocinero Shun. No obstante, ni alcanzó a terminar el primer párrafo cuando la Reina interrumpió.

    — ¡A la verga la acusación, Shion! —dijo con exasperación para después sonreír—. Lee la parte donde yo me enojo, ya quiero merendar.

    — ¡Anoten eso! —exigió el Rey—. Ahora, traigan al primer testi...

    — ¡Traigan a Ikki! —exclamó su Majestad.

Un estruendoso sonido se escuchó en la sala y, abriéndose paso como Pedro por su casa ante la mirada atónita de los presentes, el joven se acercó a declarar ante el juez y los miembros extraños del jurado.

    — Dime —comenzó el Rey—. ¿Qué sabes tú de esta terrible situación?

    — Nada. —respondió de brazos cruzados.

    — ¡¿Nada de nada?! —insistió.

    — ¡Nada de nada! —contestó golpeando con las palmas el estrado.

    — Eso es muy trascendental —comentó dirigiéndose al jurado—. ¡Anoten!

Seiya quizo golpearse la cabeza en cualquier lugar para permanecer inconsciente durante las siguientes horas en las que se llevase a cabo el juicio y la posterior lectura del veredicto.

Otro momento largo, agónico e interminable se anotaba como anécdota en la lista de situaciones complicadas de ese infinito día.

Qué alguien se apiadara de él era lo único que imploraba…

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top