Aldebarán el Grande

Un hombre de gran tamaño no pasa desapercibido por nadie, menos en la Corte Real. Aldebarán lo sabía; era un joven muy cordial y sencillo a simple vista, pero en sus manos había una gran fortuna que heredó tras la muerte de su padre, un hombre trabajador que aconsejaba al Rey de Reyes en la toma de decisiones y alejaba de él a las malas lenguas que merodeaban por las cercanías del trono.

No sólo había heredado la riqueza de su padre, sino su lugar como consejero, además de ser la sombra fiel de la Princesa Shaina a quien protegía durante todo el día desde el alba hasta el anochecer. Muchos le miraban con desprecio. Sin poseer sangre noble, se había adentrado en el castillo por mera herencia, y se había ganado la confianza de Su Majestad y el puesto que muchos querían en silencio.

Un hombre ejemplar que, sin embargo, gastaba a mares la fortuna que debía asegurarle un retiro digno.

Borracho hasta la madre máxima, desconocía de dónde sacaba la fuerza de voluntad necesaria para volver hecho pedazos a su morada desde los bares por la noche antes de que sus colegas, y enemigos envidiosos, se diesen cuenta de su ausencia. El hombre se daba una vida de lujos a pesar de llevar grabadas en su mente las palabras de su sabio padre:

    — Mira chiquillo despistado, que si bien vivimos entre lujos y reyes, poco debemos fiarnos de esta suerte. Si yo he de estar aquí, es porque tu abuelo se compró a los mandamases de la época del Rey Lucho, y en cualquier momento si no demostramos ser más, nos mandan de vuelta a las montañas.

Aldebarán pronto se daría cuenta de que su estilo de vida le jugaría en contra. Una buena imagen no puede ocultar lo evidente incluso ante los ojos más ciegos, y aunque no sea un avaro declarado, sí que lo era de ropero.

¡Cómo hubiese deseado verlo antes!

🐂

    — ¿Qué pasa, mi amigo el Grande? —Niobe se acerca con sigilo hacia Aldebarán—. ¿Estás pensando en lo que te dije ayer?

    — ¡¿Qué?! No seas imbécil, no quiero acostarme con la ama de llaves.

    — ¿Cierto? Es muy mala idea, por eso deberías acostarte con la Princesa.

    — Púdrete, Niobe.

    — ¡Hey, hey, amigo! Ya que hoy tienes el día libre porque la Princesa fue a conocer a su primo de tercer grado o algo así... ¿Por qué no vamos por un par de cervezas? Créeme que no te arrepentirás. Invité a unos compañeros para pasar el rato.

    — A veces siento que intentas sacarme de los bolsillos todos los reales que tengo. 

    — Para nada, amigo.

Aldebarán siguió al joven Niobe hasta los bares porteños de la ciudad, y allí se entregó por completo a los placeres de la borrachera sin control, a sabiendas de que estaría varios días sin trabajar. Los consejos para el Rey se podían ir a la mismísima mierda, pues su gula y sus compañeros estaban primero en su lista de prioridades personal.

Las horas pasaron, las gentes iban y venían sin cesar en medio de la ajetreada vida de puerto, y Aldebarán seguía bebiendo de todo y comiendo grandes banquetes sin escatimar en nada. Por otra parte, el impredecible Niobe había logrado su objetivo, pues el pobre hombre que ahora navegaba en mares de alcohol no estaba para nada enterado del destino que le aguardaba al otro lado del muelle.

De repente, un estruendo demasiado fuerte se escuchó muy cerca del sitio donde se encontraban celebrando. Todos los clientes de aquella taberna se levantaron asustados de sus puestos y corrieron hacia la salida del local con intenciones de averiguar lo que sucedía.

    — ¡Piratas! ¡Bandidos! —Un viejo marinero gritó desde la calle—. Están atacando la ciudad. ¡Deben refugiarse!

Hombres y mujeres obedecieron sus órdenes y huyeron del puerto tan rápido como pudieron. Y pese a las grandes cantidades de alcohol que recorrían su cuerpo, Aldebarán se puso de pie y tomó una espada que permanecía colgada en la pared como decoración del bar, saliendo a las calles con exagerada valentía.

Allí vio a los primeros enemigos, tan feos como los hombres del palacio. Y entonces alzó la espada listo para atacar en una erguida y algo tambaleante posición de lucha, enfrentándose a los piratas en un temido combate cuerpo a cuerpo, donde los ataques iban y venían sin un claro objetivo al cual golpear. Una danza tosca en medio de cajas, barriles, disparos al aire y gotas de sangre.

Con ayuda de algunos soldados de la Fuerza Real, el Grande logró repeler a los criminales y ganar algo de tiempo, aunque no lo suficiente, para que el puerto fuera desalojado en su totalidad.

    — ¡Al fin te conozco, Aldebarán el Grande! —exclamó un pirata de similar contextura, llamando la atención del nombrado y otros presentes—. Dicen que la tierra tiembla y las montañas se mueven a tu paso, ¡pero yo sólo veo a un hombre enclenque de espíritu! ¡Qué desilusión!

    — ¿Enclenque dices? ¡Debes estar muy ciego! —Aldebarán carcajeó—. ¡¿Qué sabes tú de mí, eh?!

Debido a su excesiva confianza, y al creer que tenía la victoria más que asegurada, el muchacho no fue capaz de percibir el inminente peligro detrás de sí.

Niobe golpeó rápidamente la espalda de Aldebarán con un mazo, haciéndole caer de forma estrepitosa al suelo, y provocando en él un agudo dolor que se extendió por todo su cuerpo. A pesar de tener una envidiable musculatura y de ser realmente grande en tamaño, poseía un evidente y hasta absurdo punto débil. Y cuando su atacante se posicionó frente a él, a la par de ese monstruoso pirata, Aldebarán supo que lo habían vendido como paleta de fresa a los niños de kínder.

Estaba impresionado, dolido literalmente, y no supo qué hacer cuando los demás piratas le amordazaron y le dejaron todavía más inmóvil. Sus ojos oscuros viajaron en busca de la mirada de su amigo Niobe. Simplemente no entendía lo que pasaba, o tal vez sí, pero le costaba trabajo entenderlo completamente.

    — Aquí tienen lo prometido. —Niobe le entregó un saco con muchos reales al capitán, y apuntó con su índice al joven que yacía casi inconsciente en el piso—. Ese hombre que tenéis al frente posee un sinnúmero de riquezas, las que desperdicia sin consciencia alguna. Cuando lo lleven a una isla que ni siquiera sea mencionada en las rutas, podéis reclamar la otra parte de lo acordado.

El traidor le dirigió una sonrisa sarcástica a su antiguo compañero, hablándole por última vez:

    — Cuando me encuentre en la cima ocupando tu puesto, nadie será capaz de recordarte ni siquiera por tu carisma, porque yo seré mucho mejor, y el Rey sabrá que siempre fuiste un inútil... Creo que no me preocuparé de darte honores, ya que sería otro desperdicio. —Niobe comenzó a caminar para alejarse de la escena del crimen—. Saqueen el puerto si queréis, no me interesa deteneros en este punto.

    — Escúchame, listillo —le contestó el pirata gigante—. No intentes huir con el premio, porque sabremos dónde encontrarte.

Después de aquella advertencia, el capitán de los piratas se acercó al indefenso Aldebarán.

    — No vale la pena asesinarte, pobre hombre, hueles a alcohol. Es más, ¿qué clase de hombre eres, niño mimado? Esas leyendas tuyas son puros cuentos de hadas. ¡Qué mueves montañas decían! Sólo mueves piedras. —Le tomó del pelo y le obligó a levantarse un poco—. Mi nombre es Capitán Rasgado, y siempre me recordarán como el hombre que enterró vivo al más "Grande de los Grandes".



    — Oscuro y húmedo... Humillado, y tendido como trapo entre barriles de vino, viviendo junto a las ratas en una nave que hacía semanas no se detenía en puerto alguno, recibiendo comida y agua una vez al día...

Los ojos de Milo demostraban lo mucho que le interesaba la historia. Abiertos de par en par, se había tomado cinco o más copas del vino que Camus le servía con demasiada generosidad.

    — No te detengas —le pidió el Rey—. Quiero saber qué pasa con él.

Camus vio llegar el amanecer y permaneció callado. Luego de unos minutos habló otra vez:

    — Si oír la continuación quiere, esperar hasta la noche debe.

Sonrió ampliamente y el Rey Milo rió con fuerza:

    — Hijo de puta...

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