Capítulo 36

Los días se deslizaron en su curso habitual y la rutina volvió a encajar en sus vidas. Por las mañanas, Joy se dedicaba con esmero al cuidado del jardín y a atender la florería, mientras que Tate se sumergía en sus proyectos, incluyendo el proceso de publicación de su última novela.

Por la tarde, seguían con su costumbre de planificar sus salidas diarias. Cuando Joy salía sola, repetía las tareas previas con una sensación familiar. Y cuando estaban juntos, se aventuraban a explorar lugares cercanos sin un plan establecido.

Al caer la noche, y después de compartir la cena, se acomodaban en el sillón alargado del estudio o en la cama de Joy. Mientras Joy se sumergía en las páginas de un libro, Tate se enfocaba en su propio trabajo o a veces solía leer en voz alta para ambos. Marigold siempre se unía a ellos, buscando un contacto reconfortante y aceptando con naturalidad la presencia de otro ser humano en la habitación de Joy.

—¿Tienes hambre?

Joy reaccionó de inmediato y giró su cabeza para encontrarse con la mirada de Tate. Él estaba a su lado, su mano cálida descansaba con suavidad en su brazo mientras caminaban juntos por una animada calle del centro de Portree.

—El restaurante Caberfeidh está a un par de cuadras —continuó él—. Podríamos almorzar antes de regresar a casa.

Joy sopesó la opción con una mezcla de indecisión y emoción. No era que no quisiera ir al café, sino que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había comido en un lugar público, y las preocupaciones y escenarios imaginarios amenazaban con entorpecer su experiencia.

Pero debía dar el primer paso, ¿verdad?

—Está bien. Quiero ir.

Joy devolvió la sonrisa que Tate le brindó y continuaron su paseo. Al llegar a Caberfeidh, Tate eligió una mesa estratégicamente ubicada cerca de la entrada, junto al cristal del escaparate. El restaurante familiar emanaba una cálida y acogedora atmósfera, impregnada de un encanto rústico que reflejaba la historia y el carácter del pueblo. La decoración exhibía artesanías y obras de arte locales, mientras que los muebles, sencillos y robustos, consistían en mesas y sillas de madera.

Joy echó un vistazo alrededor, consciente de la presencia de los demás comensales, lo cual solía ponerla nerviosa, no podía evitarlo. Sin embargo, se esforzó por mantener el control de sus emociones negativas. Estaba entusiasmada por tener la oportunidad de explorar uno de los restaurantes más tradicionales de Portree. Sus galletas favoritas provenían de allí.

Mientras tanto, Tate empezó a leer el menú, soltando comentarios ocasionales sobre los platos que le llamaban la atención. Era evidente que intentaba distraerla, y Joy se sentía agradecida por ese gesto, aunque su corazón continuaba agitado.

Joy apartó el menú y contempló el cielo. A pesar de ser media tarde, las nubes y los nubarrones oscurecían el horizonte.

—Creo que se acerca una tormenta —murmuró.

Tate siguió la mirada de Joy y contempló el cielo y asintió con la cabeza.

—Si llueve, te preparé un poco de chocolate caliente.

Sus palabras le arrancaron una sonrisa a Joy. Y de pronto, el prospecto de una tormenta no le parecía algo tan malo.

—Me gusta el chocolate caliente con...

El repentino estruendo hizo que Joy se sobresaltara, y sus ojos se abrieron en sorpresa. La tensión se apoderó del ambiente y todos los presentes se detuvieron en seco, mirando a su alrededor en busca de respuestas. Joy buscó la procedencia del ruido, tratando de identificar su origen.

«Un disparo», pensó para sí misma y su cuerpo se congeló por el miedo.

«No fue un disparo», dijo su parte racional. «Todo está bien».

Se agarró del borde de la mesa, sintiendo cómo la ansiedad se apoderaba de ella. Trató de controlar su respiración, inhalando profundamente y exhalando con lentitud, para tranquilizarse, pero el miedo persistía como un nudo en su estómago que no desaparecía. Las miradas de preocupación de los demás comensales parecían intensificar su propia angustia. Se sentía atrapada en un mar de pensamientos y emociones abrumadoras.

Necesitaba salir de allí antes de tener otro ataque de pánico.

—Disculpen el disturbio —anunció uno de los meseros, varios segundos después—. Unas botellas de vino se quebraron en la cocina. Pueden seguir disfrutando su comida con tranquilidad.

Joy luchaba por recobrar la compostura, pero era en vano. Temblaba mientras su mente se sumergía en un caos de amenazas invisibles, recordando con vívida intensidad aquel desgarrador episodio en el supermercado. Los recuerdos se abalanzaban sobre ella, envolviéndola en una oscuridad profunda y dolorosa.

En medio de ese torbellino emocional, su deseo más ferviente era alejarse del restaurante, de las miradas de otras personas y de los incesantes tormentos de su propia memoria.

—¿Joy? —Tate notó el estado de angustia de Joy y de inmediato tomó su mano, apretándola con firmeza sobre la mesa. Sus ojos se encontraron, estableciendo una conexión reconfortante—. ¿Estás bien?

Ella lamió sus labios resecos y tragó con fuerza. En su angustia, casi había olvidado a Tate. Pero allí estaba él, con sus ojos llenos de preocupación, también reflejaban que comprendía lo que estaba pasando en su interior. Un sentimiento de vergüenza se apoderó de Joy, pues sabía que él podía percibir la intensidad de su miedo y su vulnerabilidad en ese instante.

—Joy, háblame —pidió Tate, levantándose de su asiento para eliminar la distancia entre ellos.

Nunca soltó su mano, y Joy se aferró a él casi desesperada. Era como si intuyera que, si lo dejaba ir, caería al abismo sin remedio. En ese preciso momento, él se convirtió en su único anclaje con la realidad, en la única fuerza que mantenía su mente a flote. Era su única salida, su salvación en medio de la tormenta interna que la consumía.

—Quiero... ir a casa.

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