Capítulo 1

El árbol Rowan en el jardín de Joy Chapman tenía alma.

Cuando era niña, Joy se había negado a creerlo aunque su madre y su abuela insistieran con ese cuento. Ella solía jugar alrededor del tronco, trepar sus ramas y recoger sus frutos, pero nunca había sentido nada especial sobre ese antiguo árbol.

«¿Cómo no puedes sentir su alma si es el espíritu protector de nuestras antepasadas? Todas volvemos aquí», decía su abuela.

«Es solo una niña. Nos tiene a su lado», intercedía su madre antes de inclinarse a su lado. «No te preocupes, Joy. Algún día, serás sensible a su magia. Resonará en tus oídos, respirará a través de ti, consolará tu corazón. No tengas miedo».

Joy solía asentir con obediencia, tan curiosa como molesta de no poder ser como su madre y su abuela. Por años, se había sentido celosa y excluida. En el fondo de su corazón, había guardado rencor. No hacia las dos mujeres que amaba, sino hacia aquel árbol mágico que parecía odiarla.

Por ello, se había sentido aliviada al mudarse del tranquilo pueblo de Portree a Londres.

Después de eso, los años habían pasado. Al madurar, Joy había dejado atrás aquellos recuerdos y disgustos de la infancia y el recuerdo del Rowan había desaparecido de su mente. O, más bien, el recuerdo había estado dormido, al igual que el árbol, esperando por ella.

Cuando Joy regresó a su peculiar casa de la infancia en busca de refugio, fue el antiguo Rowan quien la recibió con los brazos abiertos. En ese momento, experimentó por primera vez una profunda conexión con él. Al contemplarlo nuevamente, majestuoso, resplandeciente e imperturbable, se quedó paralizada. Fue entonces cuando las ramas del árbol comenzaron a mecerse y el viento danzó a su alrededor, acariciando su rostro como una madre amorosa y llevando consigo ese sutil aroma que la hizo sentir como en casa. Sin embargo, Joy también percibió algo más en el susurro del viento, un suave murmullo que transportaba palabras reconfortantes, lo que provocó que derramara lágrimas que ni siquiera sabía que había estado conteniendo.

Aquel día, Joy había llegado a comprender el motivo por el cual anteriormente no había logrado sentir la profunda conexión con el alma del Rowan. Antes no había experimentado la sombría presencia de la muerte, el pesar del duelo, la amarga pérdida de un ser querido y un corazón desgarrado.

Pero, en ese momento, Joy había perdido todo, incluso a sí misma. Y aunque regresar a casa se había sentido como un acto cobarde y desesperado, había sido su salvación. Porque, al volver, al salir al jardín y ver ese árbol, había sabido que su madre estaba allí.

Tal como su abuela había dicho, todos sus espíritus volvían allí, un alma unificada dentro del corazón del Rowan para dar consuelo y proteger a quienes quedaban detrás. Ante tal pensamiento, Joy esbozó una ligera sonrisa y aspiró una bocanada del aire fresco con un ligero olor a tierra húmeda que flotaba en el jardín.

—Estás siendo muy generoso hoy —dijo, recogiendo los frutos que el Rowan había dejado caer durante la noche y las primeras horas de esa mañana.

Joy sostuvo la canasta de mimbre que solía utilizar y acomodó los pequeños frutos rojos que encontraba esparcidos entre las raíces. Ella nunca arrancaba los frutos de las ramas, su madre le había enseñado a esperar la generosidad del Rowan. «Es un árbol protector, te dará sus frutos si los necesitas». Además, eran tan pequeños que no quería arriesgarse y arruinarlos.

Joy levantó la mirada y sus ojos recorrieron el árbol. Imponente, robusto, frondoso y resplandeciente con vida. Tal como lo recordaba de su infancia. Generalmente, los Rowan eran árboles pequeños, repartidos por Escocia, con una altura de unos quince metros y un tronco cilíndrico y delgado. Sin embargo, este Rowan era diferente.

«Especial».

El árbol Rowan ocupaba una prominente porción de su jardín, casi la mitad del espacio. Con una altura que superaba los veinte metros, se erguía majestuoso por encima del muro de su casa. Sus raíces, grandes y numerosas, se extendían superficialmente en el suelo. El tronco, de forma cilíndrica pero notablemente ancho y antiguo, exhibía una corteza grisácea y agrietada, siempre cálida al tacto. Sus hojas, afiladas como lanzas, adornaban las largas ramas de madera satinada y resistente, entrelazadas como un exuberante laberinto que se alzaba hacia el cielo. Las flores, pequeñas y blancas, se agrupaban en racimos, añadiendo una delicada belleza al conjunto. Pero lo más especial eran sus frutos: diminutas bayas de un brillante rojo que ofrecían una protección infalible contra la magia. Y no exageraba.

Joy tomó una baya de la cesta entre sus dedos y la examinó detenidamente. El intenso rojo de la fruta contrastaba de forma llamativa con la pálida piel de su mano. Cada uno de estos frutos presentaba una diminuta estrella de cinco puntas o un pentagrama justo en la base de su tallo, un antiguo símbolo de protección. Además, se creía que el color rojo era un poderoso amuleto contra la magia. Por lo tanto, la vibrante exhibición de las bayas de Rowan durante el otoño potenciaba aún más sus habilidades protectoras, atrayendo a quienes buscaban resguardo y seguridad.

Se levantó con la canasta entre sus manos y acarició el tronco antes de despedirse. Sentir su fortaleza bajo sus dedos la hacía sentir tranquila. También le gustaba sentarse entre las raíces, bajo la copa frondosa, y leer por horas, pero era algo que no podía permitirse en ese momento. Tenía que abrir la florería.

Joy escrutó su entorno, examinando el jardín con minuciosidad mientras repasaba mentalmente su lista de tareas. Se detuvo frente a su resplandeciente invernadero de cristal; había completado la recolección de las últimas caléndulas y había realizado un inventario exhaustivo de sus flores y recursos. Además, había recolectado los frutos para los clientes.

Todo estaba listo.

Joy giró hacia la puerta posterior de su casa, que daba al jardín, y avanzó un par de pasos. Entonces, se detuvo. Incluso contuvo el aliento y acalló el sonido de su corazón.

Ahí estaba de nuevo.

Otro presentimiento, como aquel que había experimentado la noche anterior mientras sembraba las caléndulas.

Desde que había vuelto a casa, Joy se había vuelto muy sensible a las pequeñas cosas que ocurrían a su alrededor, que podían parecer insignificantes pero que tenían un impacto tan misterioso como profundo. Ella había aprendido a detectarlo: un cambio del viento que alteraba el vaivén cotidiano de las ramas del Rowan o el repentino silencio cargado de suspenso e inquietud.

Algo estaba por suceder pronto.

Sus dedos apretaron con fuerza la canasta y miró hacia el árbol. Alto, sólido, protector.

«No tengas miedo».

Joy enderezó la espalda y alzó la mirada, dibujando una sonrisa en su rostro. Con determinación, adentró en la vivienda y recorrió el pasillo central, dejando a su paso la cocina, la modesta lavandería, el acogedor espacio que hacía las veces de comedor y sala y la escalera de caracol que conducía al segundo piso. Al frente de la casa, se encontraba la encantadora florería, a la cual se accedía tanto desde la puerta principal que daba a la calle como a través de una puerta que conectaba ambas estancias: el local y su dulce hogar.

Dejó la canasta con bayas sobre la mesa que usaba como espacio para alistar las flores y armar arreglos, pintar macetas y cobrar a los clientes. Después recogió su larga cabellera rizada en un moño alto y ató su delantal alrededor de la cintura. Acercándose a la puerta de la entrada, removió el seguro y volteó el cartel de «cerrado» a «abierto» en el interior.

—Creo que estamos listas —anunció entusiasta, como todas las mañanas.

Y, como todas las mañanas, un suave maullido respondió. Joy sonrió y desplazó su mirada por la instancia, muy despacio, intentando adivinar el nuevo escondite de la otra habitante de la casa. Era su juego de cada mañana. Una variante del juego del gato y el ratón que Joy denominaba «el juego del humano y el gato».

Lentamente deambuló por la estancia.

La florería, aunque de tamaño modesto, desplegaba una fluida distribución para asegurar que los clientes se movieran sin esfuerzo. El espacio adoptaba una forma cuadrada, con una isla circular en el centro, donde las flores más queridas hallaban su sitio. Elegantes estanterías de madera se alzaban contra las paredes, exhibiendo una variedad de formas y tamaños. Allí reposaban floreros, macetas y cubos metálicos rebosantes de flores frescas, desplegando una sinfonía de colores vibrantes que se derramaban como pinceladas de vida sobre las paredes blancas.

Desde la entrada se podía ver su mesa de trabajo y la puerta pintada con flores turquesas y amarillas hacia el pasillo.

—¿Dónde podrías estar? —murmuró Joy, golpeando con un dedo su barbilla, en forma dubitativa.

Esta vez, solo el silencio respondió.

«Gata astuta como las hadas».

Joy dio una vuelta más alrededor de la estancia y miró detrás de unos floreros y cestas, que consideraba los preferidos de su compañera, pero no la encontró.

Tras varios intentos, cuando la victoria parecía estar fuera del alcance de sus manos, Joy divisó una caja situada en lo más alto de una estantería. Había llegado el día anterior, junto con sus recién adquiridos papeles y cintas para embellecer los arreglos, pero había optado por guardarla para un uso futuro. Con determinación, agarró una pequeña escalera y ascendió los peldaños con cuidado, hasta que su rostro quedó al nivel de la caja. Con una mirada expectante, levantó una de las solapas y...

—¡Aquí estás, Marigold! —exclamó victoriosa.

Descubierta, la gata soltó un maullido de rendición y permaneció acostada, agitando su cola mientras Joy acariciaba sus orejas. Marigold era una gata escocesa de pelo corto, con un pelaje blanco resplandeciente que contrastaba con las sutiles franjas grises que adornaban su rostro. Sus orejas puntiagudas aportaban un toque de elegancia, mientras que sus grandes ojos oscuros irradiaban misterio, destacando aún más gracias a sus iris de un cautivador matiz azul verdoso.

—Ni siquiera entiendo cómo llegaste hasta acá arriba —dijo Joy casi con admiración.

Aunque Marigold pertenecía a una raza de gatos conocida por su cautela y aversión a los riesgos, era una excepción. A diferencia de sus compañeros felinos, era intrépida y audaz: trepaba cortinas y saltaba a alturas vertiginosas. Tal vez, precisamente esa valentía era el secreto detrás de su aparente incapacidad para envejecer.

Con ternura, Joy sujetó a Marigold entre sus manos y la apretó suavemente contra su pecho mientras descendía con cuidado por la escalera. Luego, se acercó a la fachada de la florería y, junto a su fiel compañera felina, observó la tranquila calle a través del cristal. Era una peculiar costumbre que formaba parte de sus mañanas, aunque pudiera parecer trivial. No se quejaba, pues cuando no era posible salir de casa, encontrar algo divertido para hacer en su interior llenaba sus días de alegría. Incluso la acción más simple o extravagante, como jugar a las escondidas con su mascota, observar el mundo en movimiento a través de un cristal o entablar una conversación con un árbol adquiría un encanto especial.

Para ella, esos momentos de conexión y entretenimiento eran verdaderos tesoros que añadían brillo a su vida cotidiana. Joy había encontrado satisfacción y comodidad en sus días de rutina, en los que las acciones simples y cotidianas se convertían en su fuente de tranquilidad. Se sentía segura y protegida en ese entorno conocido, donde cada paso era predecible y cada momento estaba envuelto en una sensación de calma.

Con Marigold aún en sus brazos, Joy se giró para comenzar con sus tareas diarias. Sin embargo,se detuvo abruptamente cuando algo captó su atención.

Alguien estaba mirándola.

Joy estaba familiarizada con esa sensación, pues la había experimentado en el pasado. Había perfeccionado la habilidad de detectar cuando algo estaba fuera de lugar, y aunque eso no evitaba que se sintiera intranquila, esta vez era diferente, ya que era la primera vez que experimentaba esa sensación en ese lugar.

Su corazón comenzó a palpitar más rápido, el miedo surgió como siempre lo hacía, pero Joy hizo todo lo posible por mantener la calma y aferrarse a la razón. «Estoy dentro de casa. Nada malo puede suceder».

Además, Joy sabía que era improbable que alguien en Portree tuviera la intención de hacerle daño. El pueblo siempre había sido conocido por su ambiente apacible y seguro. A lo largo de los años, nunca había sentido una amenaza o peligro inminente en ese lugar.

Sabía que era importante mantener la compostura y evaluar la situación con claridad. Así que respiró profundamente mientras se preparaba para enfrentar lo que fuera que hubiera llamado su atención.

Despacio, miró sobre su hombro, pero no encontró a nadie en la pacífica calle. Aun así, la sensación no se desvaneció.

Joy sintió un nudo en la garganta mientras los nervios se intensificaban dentro de ella. Un sobresalto la recorrió cuando Marigold soltó un maullido agudo y se escapó de su agarre debido a la presión accidental que ejerció con sus manos. Llena de remordimiento, Joy murmuró una disculpa y colocó una mano sobre su vientre, recordándose a sí misma que debía respirar. El simple acto de hacerlo profundamente calmó un poco su corazón acelerado, pero la ansiedad continuaba sin ceder.

«No seas paranoica», se dijo. «Nadie te está observando. Esto no es real».

Volvió a mirar una última vez sobre su hombro, solo para asegurarse.

Nada.

Joy respiró profundo, otra vez.

Distraídamente, los ojos de Joy se posaron en la fachada de la tienda de tatuajes de su vecina, Raelynn. Sin embargo, en lugar de ver a su querida amiga, se encontró con la presencia de un hombre.

Un hombre.

Un hombre desconocido.

La falta de claridad en su cara aumentó la intriga de Joy, y la certeza de que no era alguien del pueblo se apoderó de ella. Una serie de preguntas comenzaron a agolparse en su mente. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué hacía allí? ¿Por qué la miraba fijamente?

La ausencia de Raelynn y la presencia de este extraño preocuparon a Joy. ¿Podría haberle ocurrido algo a su querida amiga? La paranoia se apoderó de sus pensamientos, llevándola a considerar la posibilidad de que algo malo le había sucedido a Raelynn y de que ahora el desconocido la estuviera persiguiendo.

La incertidumbre y el temor se mezclaron, generando un cúmulo de emociones que la inundaron. Joy retrocedió, tanteó los bolsillos de su delantal con manos temblorosas hasta que encontró su celular y marcó uno de los primeros números en su lista. Esperó, con la respiración agitada, hasta que alguien respondió.

—¡Necesito ayuda! —dijo asustada—. Creo que alguien le hizo daño a Raelynn y ahora está espiándome desde la casa de enfrente. 

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