UN NÍVEO DESIERTO
*ALERTA DE «SPOILERS»* Si aún no has leído o todavía estás leyendo la novela: El Príncipe Bengalí, debes tener cuidado con leer más de la cuenta... Cada capítulo de estos Jardines viene debidamente referenciado con el capítulo de la novela al que le sirve de extra para evitar que esto ocurra. Te recomendamos pues, que si estás leyendo la novela, acudas a visitar Los Jardines en el orden que se te va recomendando en dicha obra.
Extra del Capítulo 22 del Príncipe Bengalí de Lauradadacuentista
Después de un breve trayecto en carruaje desde la capilla, los recién casados llegaron a su primera habitación como marido y mujer. Era el hotel con vistas al Céltico más romántico del puerto y, en aquellas horas de la tarde, a la vez que el color de la superficie del mar se teñía de los tonos cálidos del ocaso, dos cuerpos se comían a ardientes besos detrás de la ventana siendo bañados con su luz.
Angy temblaba de emoción e impaciencia ante ese gran momento, mas no era el hecho de perder su pureza lo que más le preocupaba.
Hasin era el hombre de su vida, el único al que había amado, su primer amor y su gran amigo. Él lo era todo para ella y, precisamente por eso, porque su querido «patas largas» se había transformado en un hombre maravilloso, más que apuesto y con un sinfín de cualidades que le hacían el caballero más deseable de la historia, a ella le aterrorizaba no estar a la altura de las circunstancias.
Durante la larga separación forzada de aquellos dos corazones enamorados, tiernos y destrozados, dos actividades habían ocupado principalmente el tiempo de Angy: una había sido idear un plan sobre cómo regresar a la India para tratar de reencontrarse con él, y la otra matar las horas de tediosa soledad con la lectura, a pesar de no contar con el beneplácito de su padre, quien consideraba aquella solitaria actividad como la pérdida de un tiempo demasiado precioso para una joven casadera.
Siempre le habían interesado los libros, pero fue a raíz del fallecimiento de su madre, cuando más refugio encontró en la evasión de la amarga realidad que le proporcionaban los placeres de la lectura. Echando mano de la discreta ayuda de alguna de las siempre fieles doncellas, Angelina había podido obtener tantos títulos como había querido y, a través de sus páginas, había conseguido sobrellevar mejor la pérdida.
Pasó el tiempo, y ni siquiera una vez superado el duelo, la ingenua joven se había dado cuenta de hasta dónde llegaba la insensatez de su padre cuando le negaba el acceso a la lectura. A Mr. Spinner solo le preocupaban sus activos, más si cabe después de las decepciones que le iba ofreciendo a cada paso la vida. Cuanto más menguado y arruinado estaba su querido imperio textil, más cuenta se daba de que su joven y bonita hija era en ese momento el mayor de ellos. Emparentarla con la nobleza o con algún caballero adinerado era su mejor baza, y para eso sabía que, cuanto menos cultivada estuviera Angy, mejor. Porque si algo le había enseñado su estancia en aquel enorme país, según él repleto de ratas morenas, era que el conocimiento te hace fuerte y libre, y para el destino de Fine Cotton Spinner's, que eso sucediera, sería lo menos conveniente.
Un Londres húmedo y gris se encargaba demasiado bien de reflejar el estado de ánimo de Angy, quien, con el paso de los años, cada vez acusaba más la añoranza de la luz y el color que Calcuta y el hijo de los Radhav aportaban a su vida.
Así pues, día tras día, mientras esperaba la utópica oportunidad de poder regresar al lado de su amado, ella leía y leía todo cuanto podía, incluso aquellas lecturas consideradas pecaminosas, que no sabía cómo su doncella se las ingeniaba para conseguir, pero lo cierto era que los conocimientos adquiridos a través de aquellos textos «indecentes» iban a ser la única referencia en su noche de bodas. Gracias a ellos, había conocido hasta dónde llegaban las expresiones del amor, y fue por ellos también que intuyó, sin necesidad de mediar palabra, que el ahora ya su marido contaba con experiencia previa en temas de alcoba.
Hasin había deseado a su mujer desde antes de conocer ni lo que era el deseo. Los besos en el alféizar de la ventana se tornaban cada vez más profundos y, aunque sus manos aún no habían explorado el cuerpo de Angy, conocían la trayectoria a seguir e iban marcando el avance de cada paso con demasiada decisión.
Entonces él leyó la mirada de ella y quiso contárselo todo, necesitaba explicarle porqué no había querido mantenerse puro también.
Desde muy pequeño hablaba con Dyvia de todo, no había secretos entre madre e hijo, su complicidad siempre había sido especial. En la India, el sexo no estaba tan lleno de prejuicios como en Europa, así que, cuando llegó el momento, ella misma fue quien le explicó que el proceso natural de materializar el amor en un matrimonio era más complicado para el cuerpo femenino que para el masculino.
Yació una sola vez con una experimentada mujer a la que, por supuesto, ni amaba ni deseaba más allá de la atracción inevitablemente viril. Lo hizo solo con un propósito ilustrativo, por si al llegar a Londres encontraba a su amada Angy y esta le correspondía. Primero se casarían y luego vendría la noche de nupcias. Angelina Spinner era también el amor de su vida, la única mujer que ocupaba sus desvelos, y el recuerdo de esos ojos azules inteligentes y divertidos le daba sentido a su existir.
Quiso explicarle que fue solo pensando en ella por lo que rompió su propia promesa, su voto de castidad, porque jamás iba a perdonarse hacerle daño de algún tipo. Quería desvelar los enigmas del placer femenino, saber qué debía hacer y cómo actuar para tratar de convertir la primera vez de su querida princesa en un goce memorable que los terminara llevando a la verdadera intimidad. Gracias a aquella instructiva experiencia, comprendió que la unión carnal debía cimentarse en el respeto y en la anteposición del placer de la pareja al propio.
Sin embargo, Angy se negó a escuchar ni una palabra y le besó los labios con suavidad, mientras se retiraba el velo del cabello.
—No, mi amor... no quiero saberlo —rehusó ella sin abandonar sus besos—. Me basta con que estés aquí, ahora, y vayas a estarlo todas las noches de mi vida.
—Eso ni lo dudes. Tú eres, y siempre has sido, la verdadera joya del estanque —dijo él arropándola en un abrazo—. Siempre lo he tenido claro y es contigo junto a quien quiero despertar todos los días.
Por fin era su esposa, su sueño se había cumplido. Ella no sólo le seguía amando, sino que se había embarcado en un viaje por medio mundo para encontrarle. El destino había puesto a prueba la fortaleza de sus sentimientos, y ahora que habían logrado superar toda prueba, la dicha era completa.
Con la inestimable ayuda de su fiel ayudante, Henry, había hecho preparar la habitación al detalle con órdenes precisas. Tanto las sábanas como la colcha que cubrían la cama habían salido de sus talleres, asegurándose personalmente de que la confección y el gramaje ofrecieran la mayor suavidad posible. Como si de un amuleto se tratase, Hasin las había envuelto con delicadeza y guardado bajo sus propias ropas en la maleta personal, llevándolas consigo en el largo viaje de Bombay a Londres. Desde el día en que las confeccionó, algunos años atrás, había albergado la esperanza de que serían esas y no otras las telas que les velaran el primer sueño como marido y mujer.
Pensando en ello y con un gesto confiado, hizo que Angy diera una grácil vuelta sobre sí misma y comenzó a destrenzarle el pelo para liberar la tiara de flores que la señora Rosalie le había colocado con tanto esmero.
—Estás preciosa, mi vida, pero me muero por verte sin artificios —le susurró al oído con una voz cálida y sensual, mientras sus manos deshacían prestas la interminable hilera de botones de ese magnífico vestido que Petruzzelli había confeccionado y sus labios atrapaban la piel blanca del esbelto cuello de su dulce dama inglesa.
Angy sintió crecer la excitación por la anticipación, el tono empleado por Hasin no dejaba dudas de sus intenciones, mas no podía evitar navegar entre el deseo y la timidez. Permitió que su príncipe la desnudara despacio y la vistiera con besos descendientes. Zapatos, medias, vestido y ropa interior, todo fue quitado y apartado a una silla que no quedaba lejos.
Seguía de espaldas a su marido, mirando hacia la pared del cabecero de la cama, sin ver nada en realidad. No dejaba de temblar.
—¿Tienes frío, mi amor? —se preocupó él, aunque la temperatura de la estancia era más que agradable, cálida. Depositó la última prenda sobre la silla y se giró de nuevo para contemplar el precioso cuerpo de su mujer, por primera vez sin trabas, con admiración y un ardor desbordante. La había imaginado desnuda en incontables ocasiones y desde siempre había deseado esas curvas que se intuían bajo las ropas, que al fin dejaban de vetársele.
Ella negó con la cabeza. Seguía trémula, de espaldas a él, y ni siquiera giró la cabeza para contestar.
Él, que se había ido desnudando a la par que ella, la rodeó con sus potentes brazos, haciendo que apoyara la espalda contra su pecho, y enterró la cara en su cuello. Intuyendo por dónde podían ir los tercios, habló con suavidad:
—Estamos solos, cariño mío. Puedes contarme todo aquello que te preocupe, siempre te escucharé. Tus temores, dudas o problemas son míos también. Tú siempre serás mi prioridad.
Angy percibió cómo algo le explotaba dentro del pecho, había demasiado amor en aquellas palabras.
—Siento... vergüenza —confesó ella en un tímido susurro—. Tengo miedo de no estar a la altura de tus... expectativas; de defraudarte, de no ser suficiente mujer para ti.
Hasin se mordió el labio superior para contener la risa de ternura que se le escapaba. ¿Cómo podía pensar eso? En todo caso, era al revés.
—Jamás podrías defraudarme, eres mucho más de lo que siempre he merecido —prosiguió, confortándola con sus palabras a la vez que estrechaba el abrazo—. No te avergüences amor. Eres preciosa, perfecta, sublime, tal como eres. Porque eres tú. Si fueras de otra forma me gustarías exactamente igual, porque seguirías siendo tú.
Hizo una pausa y movió los brazos para liberar los de su mujer y volver a abrazarla, pero esta vez de una forma más pasional y menos protectora.
Le envolvió la cintura y la apretó contra él, para darle calor y mostrarle cómo reaccionaba su cuerpo al de ella. Una mano acariciaba el hueco que se forma antes de llegar a la cadera y la otra ascendía desde el ombligo hasta la garganta, pasando por entre los senos, e invitaba a Angy a dejar caer la cabeza hacia atrás, cosa que hizo hasta que su melena rubia reposó sobre el pecho de Hasin y ladeó la cabeza para encontrarse con la de él. Las bocas se unieron de nuevo en un beso más intenso.
No pudo controlar que sus pequeñas manos blancas se pegaran a los poderosos brazos morenos de su marido y empezaran a explorar la piel que encontraban a su paso.
Hasin separó sus labios sólo un milímetro para murmurarle:
—Veneraré tu piel. Amaré cada rincón de ti, cada curva y cada arista, hasta ser digno de ellas. Quiero entregarte mi alma en cada beso y en cada caricia, igual que te entregué mi corazón hace tantos años en nuestro estanque.
En ese instante, Angy sintió que las piernas dejaban de sostenerla. El corazón empezó a bombearle con furia ante esas palabras que contenían tanta dulzura y amor, pero Hasin la mantuvo firme contra sí y, volviéndola a besar, sus manos resbalaron hacia el centro del cuerpo femenino. De las caderas a la cintura, luego un paso fugaz por el vientre y un ascenso lento a sus cumbres.
Rodeó los pechos de Angy con inmensa ternura y empezó a acariciarlos con suavidad, a la vez que profundizaba el beso, haciéndolo más húmedo, más voraz.
Ante las atenciones que él le prodigaba, ella se fue abriendo, venciendo la timidez y los temores, dejando espacio sólo al deseo.
Se separó unos instantes para darse la vuelta al fin y mostrarse de frente sin reservas, a la vez que pasó a contemplarlo a él en todo su esplendor. Sus músculos torneados, sus hombros anchos, su torso firme, su piel tostada y, de refilón, su hombría.
Turbada, apartó los ojos con rapidez, mientras Hasin lanzaba una carcajada y se señalaba de pies a cabeza repetidamente:
—Todo lo que ve, es suyo señora Radhav —expuso sin burla, y con galantería añadió—: puedes contemplarlo a placer tanto como quieras, tocarlo o hacer lo que te apetezca... Soy tuyo, Angy.
Ella no pudo más que darle la razón y se unió a las risas. Sumergida en esa sonrisa estaba a salvo, en casa, y se dijo a sí misma que allí dónde estuviera su marido, estaría su hogar.
—Puede que le tome la palabra, señor Radhav —rio mostrando más confianza. Se acercó a Hasin y empezó a besarlo sin reservas.
De nuevo, él la envolvió con sus brazos y empezó a acariciarla. Angy, venciendo al fin su vergüenza, hizo lo mismo. La temperatura de la habitación fue subiendo, el ambiente cada vez más caldeado, se iba espesando y se fundía con los ronroneos que escapaban de las gargantas de los amantes neófitos.
Angy no pudo reprimir un pequeño grito cuando sintió que Hasin la alzaba en vilo y la tumbaba en la cama para colocarse, con cuidado, encima de ella.
Se miraron a los ojos, sintiendo la profunda conexión que se desprende de la intimidad, y se sonrieron no sólo con los labios, sino también con el alma abierta de par en par.
Hasin, tomando la iniciativa de nuevo, emprendió un camino imaginario descendente. Surcó el níveo desierto lleno de dunas que era su mujer, dejando un reguero de besos y ardientes caricias. Le llevó la piel al límite hasta llegar a la unión de sus piernas.
Angy a duras penas sofocó una exclamación de sorpresa al sentir cómo su marido besaba la parte más íntima de su ser, aunque pronto la sorpresa se tornó gozo y, en pocos segundos, se abandonó al goce. Hasin se deleitó nadando en el oasis que se escondía entre las piernas de Angy, buceando entre los pliegues y recovecos hasta enardecer con los gemidos de placer que ella emitía de manera incontrolable.
Ambos deseaban más, querían fundirse el uno en el otro, sus cuerpos lo decían sin necesidad de palabras.
Hasin abandonó ese recién descubierto vergel para regresar a paraíso conocido. Allí, perdidos entre besos salados de bocas dulces que no saciaban lo suficiente, iniciaron su unión natural.
Encajaron a la perfección, confirmando que habían sido creados para estar juntos. Hasin hizo gala de su aprendizaje y esperó hasta que el cuerpo de Angy se adaptó al suyo, minimizando el dolor con dulces palabras de amor y de deseo. Encendiendo el cuerpo de su hermosa mujer, una y otra vez, hasta que ambos destilaron deleite por cada poro de la piel.
Las horas se les escurrieron como arena entre los dedos, en medio de jadeos, susurros de pasión y explosiones de regocijo. Al terminar la noche supieron que serían parte del otro, de forma indisoluble, hasta el fin de los días.
La ingenuidad de Angy muy pronto se acostumbró a que las enormes manos de Hasin la asieran por la cintura y la ayudaran a mecer las caderas al ritmo adecuado, acompasado y ascendente, directo a la cúspide del placer, cima que cogieron por costumbre visitar a cada momento en el que les era posible y en lugares donde su imaginación jamás hubiera alcanzado. Una vez descubierto lo que era capaz de conseguir la simple unión de sus cuerpos, vivían esclavos de la necesidad de propiciar ocasiones en las que explorar los infinitos caminos de la pasión.
Con su hombre se sentía liberada. Cada pulgada de su piel reclamaba a gritos sus caricias. Lejos de sentirse cohibida, con él podía ser ella misma, cabalgar y volar en busca del deleite máximo. Ella llegó a pensar que era muy posible que aquella actitud suya, que bien pudiera considerarse en el límite de la moralidad, viniera provocada por culpa de haber conocido a un francés descarado que sabía disfrutar de la vida.
Desde aquellos días de ensueño en Camaret-sur-Mer, Angy tuvo claro que lo único que valía la pena era lo auténtico, el ahora, la realidad palpable del momento y el hermoso cuerpo de su esposo, quien no era consciente de la cantidad de deseo que le provocaba. Estaba convencida que si alguien le hubiera explicado todo lo que cada una de sus formas masculinas podía ofrecerle, solo con mirarlo el día de su reencuentro en París hubiera llegado al éxtasis.
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