LA HERIDA DE LA ROSA BLANCA

**EXTRA del CAPÍTULO 10 de la obra EL PRÍNCIPE BENGALÍ de  Lauradadacuentista

Estaba resultando una velada mucho más cómoda de lo que Hasin hubiera esperado. La cena había contado con un exquisito menú y la conversación fluía entre todos los comensales como si hubieran compartido la sobremesa toda la vida. Solo había un detalle que le hacía tensar la espalda y contener la respiración: la mirada cargada de amor ciego que Sundari le brindaba cada vez que sus ojos coincidían. Era una joven demasiado hermosa, su cuerpo voluptuoso atrapaba la atención de cualquier hombre que se cruzase en su camino, y, además, era educada, entregada y lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que el corazón de su prometido estaba protegido por un extraño muro. Cuando estaban cerca, su instinto masculino pugnaba por ser liberado, pero una fuerza interior proveniente de lo más hondo del pecho detenía todo impulso natural enviándole imágenes de una joven rubia de piel de melocotón.

Los Radhav y los Bakshi llevaban unos meses planeando el compromiso de sus hijos, tal y como dictaba la tradición, y aquella cena significaba la formalización del pacto. Eran dos de las familias más influyentes en aquellos tiempos en Mumbai, con lo que su próxima unión sería festejada en la región a muchos niveles.

No era de extrañar que en la noche de celebración en casa de los padres del novio, todo encajara como si cada una de las piezas de aquel rompecabezas hubiera sido diseñada para cuadrar a la perfección. Todas menos una, que se empeñaba en limar las aristas que le impedían acoplar y que la hacían tan distinta que, por mucha fuerza que hiciera por amoldarse a aquellas formas conocidas, romas, agradables y sencillas, estaba claro que había sido tallada para encajar solo con una pieza que ahora estaba muy lejos, pero de la que conocía cada una de sus curvas y biseles con minuciosa precisión.

Después de los postres se sirvieron tés y licores para maridar una velada que se preveía larga. Había innumerables detalles que concretar, y ninguno de ellos despertaba el más mínimo interés para Hasin quien solo se limitaba a dejarse llevar por aquella corriente de intereses, conveniencia, imagen y supuesta felicidad conyugal. Mas cuando la conversación mantenía absortos a todos los presentes, el joven aprovechó para escapar a tomar aire fresco al patio interior que quedaba abierto a la brisa nocturna y solo era iluminado por la brillante luna que, en su fase creciente, mostraba una sonrisa que a Hasin se le antojó hipócrita, vacía y con tintes de ironía.

Era una noche cálida y húmeda que no conseguía bajar las temperaturas altas que habían acompañado a la tarde de preparativos. Aunque más aliviado por haber superado el momento crucial del evento en el que debía confirmar explícitamente su deseo de compromiso, el cuello del brocado sherwani de gala todavía amenazaba con cortarle la respiración. Se lo quitó, aliviado de sentir el aire circular libre entre la blusa de ligero lino blanco y su acalorada piel, y tomó asiento en el sillón de ratán más cercano a la fuente central. Cogió agua con las dos manos y se la pasó por la cara, el pelo, la nuca...

Aún con los ojos cerrados notó cómo Sudari se acercaba y se detenía justo detrás de él. El sonido de las suntuosas telas del sari rozando con sus muslos al caminar, el tintineo de las alhajas que le adornaban el pelo y su aroma a aceite de rosa damascena se encargaban de hacer su sensual presentación en escena.

Apoyó las delicadas manos sobre los amplios hombros de su prometido y se agachó hasta susurrarle al oído una insinuante invitación a la proximidad:

—Ahora que ya estamos prometidos de forma oficial...

Él posó las manos sobre las de ella en una respuesta de cortesía que ella interpretó como una conformidad a su incitación. Entonces, ella comenzó a mover los dedos en delicadas caricias que descendían hacia sus pectorales a la vez que le posaba los labios sobre el robusto cuello y lo besaba con delicadeza.

Hasin ladeó la cabeza en un acto reflejo y sintió cómo la boca de Sundari se afianzaba sobre su piel y corría libre hasta atraparle el lóbulo de la oreja. La joven hindú mordisqueó con suavidad esa porción de la anatomía masculina y dejó ir un coqueto jadeo que, junto con el efecto del agua que se acababa de echar segundos antes, provocó un estremecimiento involuntario en él.

Al sentir la piel erizada, ella deslizó su lengua por detrás de la oreja y, contorneando la mandíbula que empezaba a acusar una sombra de barba, giró el cuerpo hasta quedar frente a su prometido.

Sin darle tiempo a reaccionar, se sentó a horcajadas sobre sus musculosas y largas piernas mientras atrapaba los finos labios masculinos con los suyos. En aquel primer beso, la bella Sundari derramó toda la pasión contenida desde el día en el que le presentaron al imponente hombre destinado a ser su esposo. Se entregó sin reservas, le demostró que su lengua estaba a su completa disposición, a la vez que le enredaba los dedos engalanados con intrincados dibujos de henna entre el lacio y oscuro cabello de él que seguía húmedo.

Fue un beso largo, sensual, que demandaba con vehemencia la otra boca. Hasin se dejó llevar, envuelto entre la sorpresa y la calidez de la caricia. El cuerpo reaccionó mucho antes que la mente y, sintiendo cómo la sangre se acumulaba toda en el mismo punto de su anatomía, no pudo más que estirar los brazos hasta el cuerpo femenino para atraerlo hacia sí y empezar a saborearlo con las manos.

Durante esos segundos, lo único que podía escuchar el joven empresario era el zumbido del pulso que provocaba el latir desbocado del corazón en sus oídos, hasta que una suave alarma comenzó a abrirse paso en su cabeza cuando las yemas de los dedos tocaron piel dónde debería haber seda.

Bajo el calor de las palmas masculinas, Sundari movió sinuosa las caderas muy cerca de las de él, friccionándolas de tal modo que el calor de su cuerpo traspasaba las telas; él pudo sentirlo como si no llevasen nada de ropa ninguno de los dos, y, entonces, esa alarma resonó con furia en su interior.

Aquella fuerza que anidaba dentro del pecho de Hasin y que muchas noches estrangulaba su añorante corazón, le hizo recobrar el sentido y eliminó el velo de seducción con el que la ardiente joven lo estaba tratando de hechizar.

—Lo siento —se disculpó aturdido. Abrió los ojos y, deteniendo con suave determinación el beso y el avance del cuerpo femenino, dijo—: No puedo...

Las caricias cesaron de golpe y, como si un rayo surcara el cielo en ese instante, Hasin vio con claridad que Sundari se había deshecho, no sabía cómo, del sari y solo vestía un breve choli de color esmeralda, que apenas le cubría los pechos, y un leve parkar de lino del mismo tono, que ahora se enroscaba en las morenas caderas de la joven.

—No pasa nada, a mí no me importa, será nuestro secreto —insistió ella cimbreando de nuevo sus caderas—. Además, pronto seremos marido y mujer... —se hizo un espeso silencio, aunque ella insistió formulando la pregunta que tanto la atormentaba—: ¿O es que no te gusto, Hasin?

Con esta grave pregunta flotando en el aire, la joven india se apartó de él con los ojos abiertos de par en par, llevándose las manos al pecho. Al ponerse de pie, el parkar resbaló hasta cubrirle de nuevo las piernas.

—Sundari, eres una de las mujeres más atractivas que he visto en mi vida. Eres perfecta. Es solo que yo no estoy preparado —expuso él con explícito pesar—. Hace años que me pinché con una blanca rosa y la herida que me dejó todavía sigue abierta, todavía me duele demasiado...

—Mi pobre Hasin... —se lamentó ella buscándole la mirada—. Tal vez, si me dejas, yo podría ayudarte a sanar todas tus heridas.

—Puede que con el tiempo... —respondió él sin devolverle la mirada que ella reclamaba.

—Mi amor, tenemos todo el tiempo del mundo para borrar todo el daño que te hizo esa despiadada mujer.

Y con aquella frase que para ella implicaba una clara solución para que sus besos pudieran erradicar cualquier trauma que atormentara el corazón de su prometido, para él significó la lapidación de toda esperanza de sanarlo.

Hasin comprendió que la misma rosa blanca que había causado su herida era la única capaz de curarlo.

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