ESPUMA CON AROMA A LAVANDA

*ALERTA DE «SPOILERS»* Si aún no has leído o todavía estás leyendo la novela: El Príncipe Bengalí, debes tener cuidado con leer más de la cuenta... Cada capítulo de estos Jardines viene debidamente referenciado con el capítulo de la novela al que le sirve de extra para evitar que esto ocurra. Te recomendamos pues, que si estás leyendo la novela, acudas a visitar Los Jardines en el orden que se te va recomendando en dicha obra.


**Extra del Capítulo 17 de la obra EL PRÍNCIPE BENGALÍ** de Lauradadacuentista

Aimé le había pedido al señor Blair, Colin desde hacía ya unos cuantos días, que le ayudara a afeitarse. Su pulso todavía no estaba del todo recuperado tras tanto tiempo de convalecencia y temía darse un mal corte con la navaja. Más que encantado, el servicial escocés había aceptado la petición con un guiño de ojos cómplice.

Conocedora de las verdaderas intenciones encerradas tras aquella inocente excusa, con una sonrisa indulgente, Angy había accedido gustosa a ocuparse del pequeño Andy, el sobrino de Colin. Cada vez sentía un mayor cariño por aquel travieso mocoso. Se llevaban a las mil maravillas, se adoraban mutuamente, y, lo más importante, se consideraba la máxima defensora del romance surgido entre aquellos dos hombres.

De nuevo solos en el exiguo cuarto de baño del camarote, Colin se desabotonaba los puños de la camisa tras colocar los útiles de aseo en pulcro orden.

—Quizá deberías quitarte la camisa... No podría perdonarme que se te manchara por mi culpa —sugirió Aimé con fingida preocupación.

Colin dejó ir una risa nasal y empezó a desabrocharse la camisa con parsimonia.

—Ya... Muy preocupado te veo por mi ropa... —respondió con ironía, mientras sus dedos seguían bailando sobre los botones.

Aimé se encogió de hombros, incapaz de hablar, con los ojos fijos en la pálida piel del escocés que empezaba a vislumbrarse cubierta por una finísima capa de vello oscuro a través de la suave tela blanca que se abría poco a poco.

—Igual tú deberías hacer lo mismo —continuó diciendo Colin e inició el descenso, con extrema lentitud, de un tirante primero y luego del otro, sintiendo el calor que desprendía esa mirada más que apreciativa que le lanzaba el francés y que se le antojó como un buen whisky añejo...

—¡Oh! Lo que usted mande, señor Blair —contestó socarrón el francés y se afanó en desprenderse raudo de la camisa, sin esconder una sonrisa pícara.

Ambos hombres se quedaron con el torso al descubierto y con las miradas perdidas el uno en el otro. No era la primera vez que se encontraban de esa guisa y no sería la última. Aunque el viaje estaba llegando a su fin, todavía contaban con algunos días para disfrutar de su recién descubierta «afinidad» y jugar a aquel juego era prueba de ello.

Colin impregnó la brocha, frotándola una y otra vez en el cuenco con la loción de afeitado, y se acercó al francés, quien lo esperaba sentado en el excusado, pues el pequeño taburete servía tanto de apoyo para la ropa y la pila de toallas limpias como de testigo silencioso de ardientes caricias clandestinas. Se situó delante de él, separó un poco las piernas y, sin pedir permiso, se sentó sobre las de Aimé.

Frente a frente, el escocés trazaba círculos y figuras irregulares, dibujando un camino de espuma con aroma a lavanda sobre el mentón y las mejillas de su amigo, cuyas palmas reposaban impacientes sobre la cintura del otro. Dejándose llevar por las cosquillas de la brocha, comenzó a deslizar las manos hacia la espalda y el trasero de Colin, quien, lejos de molestarse, procedió a balancear sus caderas cada vez más cerca de las de Aimé.

—Señor de Lesseps —advirtió el escocés con la voz enronquecida—, si no se comporta usted, sus temores de un mal corte dejarán de ser infundados.

Detuvo su vaivén un momento, colocó la brocha de nuevo en el cuenco y blandió la navaja en el aire.

Aimé rio provocador. Levantó una mano para atrapar la muñeca de Colin, a la vez que con la otra le aprisionó el trasero con fuerza e hizo que sus caderas chocasen.

—¿Es una amenaza, señor Blair? —susurró al filo de sus labios.

Colin no contestó, su boca se había apoderado de la del francés en un beso urgente y sensual que le manchó la cara de espuma y le hizo entrar en combustión.

Se oyó un ruido sordo, la navaja cayendo sobre la madera del suelo, y luego otro más suave y sostenido, cuando esta fue arrastrada con el pie para evitar cortarse con ella una vez la creciente pasión tomase el control sobre sus cuerpos.

Las manos volaban ya por hombros, bíceps, espaldas, torsos, y se mezclaban en el inicio de unos y otros pantalones, tanteando torpemente cómo desabrochar de una vez la cinturilla. Hacía demasiado rato que a ambos las prendas les molestaban, mas eran incapaces de deshacer sus bocas ni un segundo para poner a trabajar los dedos. Fue Aimé el que, logrando una milésima de segundo de cordura, se separó del escocés.

—Levanta, por favor —pidió sin aliento—, o nos quitamos ya la ropa que nos queda o la vamos a quemar con este calor...

Colin rio, obedeciendo al instante. Le encantaba el ímpetu de Aimé, su descaro y la tersura de su piel tostada, fruto de la mezcolanza de sus raíces.

Se deshizo de los zapatos, calcetines y pantalones, quedando solo en ropa interior. Luego se giró y le prestó el sitio a Aimé, que tardó aún menos que él en desnudarse.

—Señor Blair —ronroneó el francés con falso tinte amonestador, y posó los ojos sobre la tela amplia que le cubría el trasero—, no me saldrá usted ahora con remilgos...

Colin le enfrentó la mirada, los ojos negros lanzaban llamas de pasión y deseo en todas direcciones. Ni rastro de pudor.

—Esperaba que... hicieras tú los honores —se justificó él, demostrando que no solo el francés podía ser descarado.

Aimé sonrió, devolviéndole otra mirada hambrienta, y deslizó las manos por las caderas y las piernas de Colin, arrastrando a su paso la única prenda que aún cubría una masculinidad en total plenitud, que se mostró desafiante frente a su cara y que el francés no dudó ni un segundo en atrapar con sus labios, provocando en su amante un profundo gemido de placer al sentir la caricia.

Arrodillado ante las piernas del escocés, Aimé se sentía en la gloria. Le prodigó largas y hondas atenciones, no sólo con los labios y la lengua, sino también con las manos. Colin se dejaba hacer, presa de su propia lujuria, colmado de dicha al poder dar rienda suelta a sus deseos sin ser juzgado, agradecido de disfrutar de aquel pequeño oasis de placer dentro del desierto de soledad y dolor que había sido, hasta ese momento, su vida.

Pronto su cuerpo colapsó ante la pericia del francés, que no dejaba de llevarlo al límite, y, pronto también, sintió la imperiosa necesidad de sentirlo en su interior.

Con dulzura le ayudó a levantarse del suelo y lo besó de nuevo, llevándose los restos de jabón que aún le quedaban en las bronceadas mejillas, mientras sus manos viajaban al centro del cuerpo de Aimé, que tembló de placer cuando los dedos blancos de Colin, rozaron la parte más sensible de su anatomía.

Como si fuera una coreografía ensayada a la perfección, Aimé se pegó al cuerpo de Colin, aprisionándolo contra el mueble que albergaba la pila, y este no pudo más que elevar las nalgas y sentarse en el estrecho hueco que le quedaba, separando las piernas para darle cabida al cuerpo del francés, y luego se las enroscó en la cintura.

Aimé recorrió ambos muslos, jugando con el suave vello oscuro que los cubría, y después, sus firmes manos apresaron la espalda del joven escocés para sujetarlo con decisión mientras un cuerpo entraba dentro del otro, sin prisas, en unos movimientos tan certeros como placenteros para ambos.

Pronto se abocaron a las embestidas rítmicas, al placer desbordante que inundaba las terminaciones nerviosas de cada esquina de sus pieles, y quedaron envueltos en las sedas de un orgasmo compartido, con las bocas unidas para tratar de absorber los gemidos del otro y no montar un espectáculo indeseado para los camarotes vecinos.

Después, satisfechos y plenos, todo sonrisas, y una vez recuperada la respiración y la navaja del suelo, Colin volvió a untar la brocha y pintó ambas caras con espuma. Hizo pasar el filo metálico por una piel primero y luego por la otra hasta dejar ambos rostros perfectamente apurados y limpios.

De la mano entraron en la bañera, uno vertió agua sobre el otro y se frotaron con suavidad la piel para limpiar los restos del goce vivido solo unos instantes antes.

Se secaron y vistieron entre gestos y miradas cómplices, se besaron, ahogando un suspiro, para, con cierta reticencia, abrir finalmente la puerta de la estancia y salir del camarote.

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