LA EDAD DEL CORAZÓN
*ALERTA DE «SPOILERS»* Si aún no has leído o todavía estás leyendo la novela: El Príncipe Bengalí, debes tener cuidado con leer más de la cuenta... Cada capítulo de estos Jardines viene debidamente referenciado con el capítulo de la novela al que le sirve de extra para evitar que esto ocurra. Te recomendamos pues que, si estás leyendo la novela, acudas a visitar Los Jardines en el orden que se te va indicando en dicha obra.
EXTRA PARA EL CAPÍTULO «JAQUE MATE» de la obra «EL PRÍNCIPE BENGALÍ»
El señor Autard, Adolphe para su círculo de amigos, degustó un sorbo del coñac añejo que le acababan de obsequiar y apoyó la copa sobre la robusta mesa de su despacho, mientras escuchaba con verdadero interés cómo su amigo el vizconde Ferdinand de Lesseps le explicaba el nuevo proyecto faraónico en el que se iba a embarcar: la construcción de un canal artificial navegable que aprovecharía el istmo de Suez, en Egipto, para mejorar las comunicaciones entre Europa y Asia.
Autard atendía a su viejo amigo sin osar a interrumpirle y permitiéndose contagiar por el entusiasmo que este mostraba cuando, con una sonrisa desbordada de orgullo, aseguraba que en unos cuantos años aquel ambicioso proyecto sería capaz de hacer historia al unir el Mar Rojo con el Mediterráneo.
Desde que De Lesseps había enviudado, varios años atrás, Adolphe había observado cómo el pobre hombre se hundía más y más en su propia desazón. Verle ahora con ese arrojo y ese optimismo iluminándole el rostro, aunque no fuera con la calidez de antaño, confirmaba un gran avance. Fue por eso que aplaudió su idea y le animó a llevarla a cabo, e incluso hizo una pequeña donación económica al proyecto y le anunció que celebrarían una recepción diplomática en su plantación, allí en Isla Mauricio, con el propósito de recaudar fondos para apoyar tan magnífica causa.
Justo en pleno brindis irrumpió en la estancia una preciosa niña con bucles morenos, de unos once años de edad. Entró corriendo y se lanzó sobre Autard. Este recibió su ímpetu con risas y le besó la mejilla, mientras se la sentaba en el regazo con evidente cariño.
—Disculpa, amigo De Lesseps, esta señorita es mi hija Hélènie. —Hizo una pausa y, dirigiéndose a la niña, le comentó—: Este es mi amigo Ferdinand, princesa. Salúdale.
La muchacha se levantó rauda, ruborizada hasta la raíz del pelo, y haciendo gala de unos modales y una dicción perfectos, dijo:
—Discúlpeme, Monsieur Ferdinand. Creí que mi padre estaba solo y venía a darle las buenas noches. Es un placer conocerle.
—El placer es mío, y no se excuse, Mademoiselle —respondió Ferdinand conmovido por la dulzura de la pequeña—. Le aseguro que, si tuviera una hija, me encantaría que fuera así de bella y afectuosa como es usted.
La muchacha enrojeció más, si eso era posible, aunque, sin perder la compostura, se despidió con una delicada reverencia y deseó las buenas noches a ambos caballeros.
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La recepción organizada por Autard resultó todo un éxito. Allí, Lesseps desplegó sus encantos y su buen hacer diplomático para encandilar a los asistentes, misión que logró con inmediatez. Esta recaudación, unida a los pactos que ya había firmado por su cuenta previamente, respaldado por su gran amigo Mehmet Said, el hijo del pachá de Egipto Mehmet Alí, permitió que muy poco tiempo después del evento se iniciaran los primeros trabajos de la construcción de la colosal obra de ingeniería.
De Lesseps regresó a Egipto, donde ya hacía unos años que vivía casi de manera permanente. Abandonó su residencia de El Cairo y se trasladó a una nueva vivienda en Ismailía, cuya ubicación favorecía supervisar más de cerca las obras del canal.
Una vez finalizada la mudanza, procedió a comunicarles el nuevo domicilio a sus dos hijos, Charles y Aimé. Avisar al primero, no le costó nada. A una temprana edad, Charles contaba ya con un buen empleo como abogado en Lyon, y mantenía una vida recta y tradicional. Otro cantar era el joven Aimé Jérôme, a quien su padre adoraba a pesar de su complicado carácter con tendencia a la rebeldía. El chico había salvado la vida de milagro, perdiendo a su madre en el parto, y esta circunstancia había propiciado cierta permisividad por parte de una abatida figura paternal demasiado ocupada en superar su reciente viudedad. Todo ello había desembocado en que Aimé viviera una adolescencia difícil, siempre metido en constantes embrollos y tratando de huir de los internados donde Ferdinand buscaba que le brindaran la mejor educación posible a un alma con excesivas ansias de volar.
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Pasaron los años con rapidez. El canal era ya una realidad. Los trabajos estaban muy avanzados, gracias a la nueva maquinaria fabricada para la ocasión, y pronto podrían darse por concluidos.
Ferdinand y su mejor amigo Mehmet hacían chocar dos copas llenas de un zumo de frutas exóticas, puesto que la religión que este último profesaba le prohibía tomar alcohol. Celebraban, pletóricos, que el proyecto que habían ideado casi una década atrás ya se había convertido en una realidad.
—Al final —dijo Ferdinand haciendo bailar entre los dedos el vaso de zumo como si fuera uno de coñac—, ¿irás tú a Puerto Said?
—Sí, yo me encargo de supervisar el último tramo de las obras, y tú, amigo —el egipcio apoyó una mano cargada de anillos sobre el hombro del francés—, deberías empezar a planear la travesía...
—Descuida —confirmó—. En cuanto reciba tu telegrama, partiré a Suez y daré comienzo a la organización de todo lo concerniente al viaje de prueba definitivo.
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Cuando el mensaje de Mehmet llegó, Lesseps ya tenía el equipaje preparado y partió raudo hacia Suez. Había elegido vivir en Ismailía por su estratégica situación geográfica, justo a mitad de trayecto entre un extremo y otro del canal, pero, ahora que la obra estaba próxima a su fin, había llegado el momento de trasladarse de nuevo para organizar el viaje que daría prueba a la hazaña realizada y a la disminución de días de navegación.
Llegó a Suez y, mientras buscaba una nueva residencia próxima a la ciudad, se hospedó en un conocido hotel que, si bien no rebosaba de lujos, contaba con todas las comodidades que él podía precisar. Le ofrecía sobre todo la privacidad necesaria para celebrar cuantas reuniones convinieran, pues la dirección del alojamiento le cedió con sumo gusto el uso en exclusiva de uno de los salones al señor De Lesseps para sus menesteres.
Como tenía por costumbre, una vez más, lo primero que hizo en cuanto se instaló fue mandar un telegrama a cada uno de sus hijos para anunciarles su nuevo paradero y además invitarles a que asistieran al acto inaugural. Charles enseguida se excusó pues estaba en medio de un caso importante que no podía abandonar. A Aimé lo localizó en medio de un viaje por la India, buscando inspiración para su arte. Ferdinand sabía que esa era una burda excusa de su hijo para dedicarse a explorar los placeres de la carne y otros vicios tan satisfactorios como prohibidos.
Era cierto que Aimé, a sus veintitrés años, gozaba de un asombroso talento con la pintura, y él, como padre, se sentía muy orgulloso de ello. Estaba convencido de que la suma de su talento, su indudable carisma y un buen uso de las influencias familiares, bien podrían proporcionarle unos ingresos bastante más elevados que los de su tenaz y dedicado hijo mayor, pero era plenamente consciente de que aquella alma de artista, necesitaba fluir libre entre muchas paletas de colores diferentes, incapaz de ser enjaulada.
En su adolescencia casi le costó un disgusto de los buenos con el alcalde de Marsella, que él se esforzó en tapar gracias a su don para la diplomacia. Al parecer, el propio hijo del alcalde, una sobrina y el joven Aimé disfrutaron de una noche de lluvia de Perseidas, más interesados por ciertas lecciones de anatomía que de astrología..., pero ahora ya era un hombre adulto y sabía que debía respetar su derecho de volar solo. Él apoyaba su libertad, evitando ahondar en la idea de que rozara el libertinaje, lo único que le pedía es que se cuidara de que ningún escándalo llegara a salpicar el apellido De Lesseps. En el fondo, Ferdinand envidiaba profundamente esa forma de ser de su hijo, que no era esclavo de protocolos ni de falsas pleitesías más que cuando era del todo imprescindible.
Rezó para que le llegara a tiempo el telegrama, tenía muchas ganas de verlo, y se dispuso a organizar su agenda. Resopló, no soportaba las tareas propias de la planificación de eventos. Eso se les daba mucho mejor a las mujeres; eran más organizadas, tenían mejor gusto y poseían una envidiable capacidad para realizar diferentes cometidos al mismo tiempo.
Inundado entre papeles, plumas y tinteros estaba, cuando dos jóvenes entraron riendo en el salón. Una de ellas era rubia, muy delgada y vestía un traje chaqueta al estilo inglés de un funesto color oscuro que no la favorecía en absoluto. La otra, en cambio, era una chica de salvajes rizos morenos contenidos en un recogido exquisito y un vestido de corte francés azul turquesa que resaltaba sus exóticas facciones.
Ambos, la joven morena y De Lesseps, se quedaron con la mirada prendida el uno en el otro, mientras en un plano secundario la enjuta rubia se excusaba por haber entrado en un salón privado y tiraba de la mano de su amiga para marcharse.
Las dos chicas desaparecieron tan rápido como habían entrado, pero, al cabo de unos pocos minutos, la que le había cautivado con su belleza volvió a asomar por la puerta.
—Disculpe —hizo una pequeña pausa—, Monsieur Ferdinand... ¿es usted?
De Lesseps estudió a la hermosa joven con detenimiento y asintió con lentitud.
—¡Oh! —Se sonrojó de una manera particular que a él de pronto le resultó familiar—. Soy Louise-Hélène Autard, Monsieur.
—¿Hélènie? —interrogó como si la mente le estuviera jugando una mala pasada, aunque la preciosa morena asintió—. ¡Qué coincidencia encontrarla aquí! —exclamó, sintiéndose extrañado por el hecho de que ella le hubiera reconocido tantos años después y turbado por cómo una década había modelado con tanto esmero el cuerpo de la hija de su amigo Adolphe hasta convertirla en una mujer tan perfecta.
Empezaron a hablar, primero de banalidades envueltas en formalismos, para acabar sintiéndose tan cómodos el uno en compañía del otro que la conversación fue virando hacia temas más sustanciales.
Sin saber cómo ni por qué, el maduro diplomático se encontró desplegando todo su savoir-faire para estirar un rato más la compañía de la joven dama. Lo que no sabía De Lesseps, es que Hélène deseaba, tanto como él mismo, que no acabara nunca aquella conversación.
Al final de la velada, cuando ya no les quedaban más pretextos para seguir alargando la noche, las normas del decoro les obligaron a despedirse con gran pesar.
—Sé que es una osadía por mi parte —se atrevió a introducir él—, sin duda debe estar muy ocupada, pero... ¿me acompañaría usted mañana para tomar un refrigerio antes de la cena?
Hélène sintió que el corazón se le expandía por momentos y aceptó más que encantada.
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Daba la casualidad de que la joven también iba a estar hospedada en el mismo hotel por una larga estancia, en compañía de unas amistades, hasta que su familia concluyera unos asuntos de negocios en Egipto. Aprovechando tales circunstancias que el destino les servía en bandeja, empezaron a encontrarse asiduamente en el salón privado del hotel para tomar juntos un aperitivo antes de degustar la maravillosa comida egipcia que allí preparaban, aunque eso ya cada uno por separado con sus acompañantes «oficiales». Más tarde, liberados de los deberes sociales, cada día sin excepción, se quedaban hasta bien entrada la noche conversando con una copa entre las manos en la misma mesa del restaurante.
Ferdinand descubrió que Hélène poseía una maravillosa capacidad de escuchar y un inusitado talento innato para la organización de eventos, pues todas las ideas que esta le proponía, resolvían de forma sublime cada encrucijada en la que él se había quedado encallado, como la ubicación de los invitados durante el ágape, la decoración floral, los detalles protocolarios, etc. Al vizconde le sorprendió sobremanera hasta qué nivel, a pesar de su juventud, aquella mujer se mostraba más madura y cabal que muchas damas que la superaban en años y, por tanto, en supuesta experiencia.
No fue consciente de lo mucho que le fascinaba Hélène Autard, a pesar de que cada tarde la esperaba con la impaciencia de un colegial enamorado que apenas lograba sacársela de la mente durante todo el día, hasta que se encontró soñando con ella. La soñó mucho más allá de lo decente y decoroso. Se imaginó besándola, acariciándole esa piel blanca que se insinuaba bajo los vaporosos vestidos que ella se ponía para sofocar el calor de Suez. Incluso la soñó sin ellos, desnuda en una cama, entregada al goce con él.
Se reprendió a sí mismo: «podrías ser su padre, ¡por el amor de Dios!». Y es que, todo y ser ambos mayores de edad, se llevaban una más que generosa diferencia de años: cuarenta y tres primaveras, que para De Lesseps pesaban como cuarenta y tres toneladas de piedra. Sin embargo, Hélène le hacía sentir cosas que ya creía muertas. Pensaba que, al enviudar, Agathe se las había llevado con ella, pero la preciosa mauriciana, le estaba haciendo ver cuán equivocado estaba.
Y así, entre deliciosos aperitivos y tertulias eternas más allá del ocaso, los días pasaban y la amistad estrechaba sus dulces lazos. Conversaban con franca libertad sobre todos los temas que visitaban sus charlas; ella era inteligente, tan divertida y espontánea que él no podía evitar reírle cada una de sus ocurrencias... Y, lo más importante, le demostraba el disfrute mutuo de su compañía, pues no había fallado ni un solo día a la cita de antes de la cena, cuando hubiera podido hacer uso de todas las excusas que quisiera a su alcance. Igual que nunca hacía ademán de retirarse a sus aposentos, si no era él el que insinuaba que quizás ya no eran horas de seguir conversando.
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Aquella tarde, a tres días vista del primer viaje a través del canal que iban a realizar solo con familiares y amigos cercanos a modo de ensayo previo a la inauguración oficial, Ferdinand decidió demostrarle su interés de una forma más explícita, menos sutil y velada. Aunque le costaba creerlo, su experiencia le gritaba que ella no era inmune del todo a sus encantos, si es que aún le quedaba algo de eso.
Hélène, por su parte, no podía creer que Ferdinand de Lesseps estuviera interesado en ella, y, aunque en el fondo de su alma le hubiese encantado que así fuera, pensaba que él solo la veía como una niña, la hija de un buen amigo a la que debía de tratar con cortesía, por respeto a su linaje y por las circunstancias de una convivencia casi forzada.
Así pues, cuando el diplomático le dejó caer que estaría encantado de que fuera su acompañante durante el viaje inicial y que también deseaba que estuviera presente en la inauguración oficial, que ella misma había ayudado a organizar y que se celebraría unas semanas después, Hélène solo supo reaccionar atacando:
—Señor De Lesseps, no se me han olvidado sus palabras... —dijo con la mirada cargada de dolor e incredulidad—: Usted mismo me comparó con una posible hija suya.
—¡Por el amor de Dios, Hélène! —reaccionó visceralmente De Lesseps—. Tenías once años cuando dije eso. Ha pasado mucho tiempo de aquello y, aunque sigues igual de bella, ahora eres mucho más... interesante.
Ferdinand esbozó una sonrisa de ojos entornados justo sobre la última palabra que había pronunciado de forma susurrada. Ese gesto cargado de intención, en contraste con su inocente semántica, provocó que Hélène se sonrojara sin remedio. Aquel hombre la había fascinado ya siendo una cría. Hablaba con una voz pausada, muy varonil, que la cautivaba. Además, era un juicio objetivo que aquel hombre derrochaba un indudable atractivo: un aire de distinción unido a una actitud cercana que para la joven hija de Autard resultaba una combinación irresistible.
Otro detalle que jugaba a su favor era que no aparentaba en absoluto la edad que tenía. Parecía haber hecho un pacto con el diablo para conservar intacto durante tantos años gran parte del brillo de la juventud, cuando muchos caballeros se su misma generación hacía mucho que habían dejado de brillar. Era galante y, desde que se habían reencontrado, la había tratado con el máximo respeto, pero sin falsas pleitesías. Había escuchado de verdad sus palabras y tomado en consideración cada una de sus ideas, nada que ver con cómo acostumbraban a responder la mayoría de hombres de aquel mundo en el que las damas solo existían, con suerte, para ser «admiradas». Ferdinand de Lesseps representaba para ella toda una novedad.
—Discúlpeme —pidió azorada —, tiene razón. Es cierto que ha pasado mucho tiempo, aunque usted sigue siendo también muy... interesante.
El diplomático, sinceramente divertido porque le hubiera continuado la broma, dibujó una amplia sonrisa como respuesta a aquel cumplido. La joven mauriciana también curvó sus labios y lo miró por debajo de las tupidas pestañas oscuras. Ese toque tímido que ella demostraba le volvía loco. No sabía por qué, pero verla enrojecer le regocijaba el alma.
Aunque no estaban muy lejos el uno del otro, pues De Lesseps había iniciado su sutil cortejo estando ambos de pie cerca del mueble de las bebidas donde cada tarde compartían una buena copa de coñac, acercó más su cuerpo al de la preciosa mujer y le sugirió en un tono insinuante:
—Igual ya va siendo hora de que me tutees, ¿no?
Hélène sintió crecer algo en su interior, algo cálido y reconfortante, y dejó salir una parte de ella que no conocía.
—Todavía no se lo ha ganado, Monsieur Lesseps... —le desafió con aire pícaro.
El diplomático rio, se aproximó un paso más y, en un movimiento rápido, la estrechó por la cintura e, imprimiendo sus labios contra los de ella, la besó.
Fue un beso largo y pausado al que Hélène se abrió sin reparos. Aunque para ella fuera el primero, ese hombre sabía muy bien lo que hacía y era demasiado fácil seguirle. Cuando se separaron, con una discreta tos del camarero que iba a servirles el habitual aperitivo, ambos estaban sin aliento y con ganas de más.
Sumergidos en aquella burbuja de felicidad que los alienaba del mundo, habían olvidado que las puertas del salón siempre permanecían abiertas cuando estaban solos. Según dictaban las normas sociales una dama respetable era susceptible de perder su honor si se la descubría compartiendo la intimidad con un caballero. Así pues, confiando en la discreción del servicio que había sido testigo de su floreciente historia de amor, se esforzaron por recuperar la compostura y se sentaron a comer entre miradas intensas y gestos cómplices. Sin poder evitarlo, las manos se empezaron a buscar por encima del mantel, la comida quedó relegada en segundo plano y pronto fue olvidada en la mesa, mientras los comensales se perdían el uno en el otro.
Ferdinand se levantó, se acercó a Hélène y le tendió una mano para alzarla. Quedaron muy juntos, con las miradas brillantes prendidas y colmadas de expectativas, de sentimientos, de promesas...
Volvieron a besarse, con intensidad y creciente pasión.
Separarse les costó más que ningún otro día, esa noche, ambos hubieran deseado poder detener los relojes.
—Hélène... —consiguió articular él—, sabes bien que no deseo pronunciar estas palabras, pero eres una mujer decente y yo, mal que me pese, un caballero. Debemos ponerle punto final a esta velada, me niego a comprometer tu honor.
Cuando Hélène iba a protestar, Ferdinand le dio un suave beso en los labios. Luego se separó y, como si los pies le pesaran como el cemento, se marchó.
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Con tanto trabajo, el día siguiente pasó como una exhalación y ambos enamorados apenas pudieron verse.
Ferdinand se acercó al puerto a media tarde, donde su hijo Aimé había prometido atracar. Cuando llegó, lo divisó de lejos, pues la figura de su hijo era imponente y su gusto al vestir le hacía destacar de manera innata. Se sorprendió mucho de verle del brazo de una preciosa muchacha rubia, pero su viejo corazón tradicional, aleteó con alegría. Igual, había sentado cabeza, pensó, aunque al saludarles pronto percibió que no era amor lo que les unía, cuanto menos no el amor que une a un hombre con una mujer. Ambos estaban terriblemente afligidos por algún agente externo, sobre todo su hijo, y con una dama tan preciosa como aquella a su lado, su hijo no debería tener motivos de tristeza. Fue más tarde, empezado ya el viaje y pronunciado el discurso protocolario, cuando supo la verdad.
Angy, que así se llamaba la encantadora y resuelta mujer inglesa, había recorrido medio mundo buscando a su amor de la niñez y estaba dispuesta a seguir haciéndolo hasta encontrarlo. Por el camino había conocido a su hijo y se habían hecho amigos íntimos. Era como si la influencia de aquella chica hubiera calado de alguna forma en el corazón con tendencia a la frivolidad de Aimé.
Así pues, cuando la señorita Spinner ejerció de acompañante del joven francés en el viaje preinaugural, acabó desplegando sus artes en pro del triunfo del amor y empujó, sin darse cuenta, a padre e hijo a mantener la conversación íntima más importante de sus vidas.
El joven De Lesseps se abrió el corazón en canal por primera vez en su vida y le desveló a Ferdinand todos sus miedos y recelos. Le confesó que se había enamorado profundamente de un hombre escocés, que era dueño de una empresa cervecera y cuya familia iba a obligarle a desposar a una de las jóvenes casaderas de su círculo de Edimburgo.
Después fue el turno del viejo De Lesseps. Le explicó a su hijo que se había prendado como un colegial de Hélene Autard, a quién Aimé había podido conocer un rato antes, y que estaba terriblemente confundido pues se llevaban la deshonrosa diferencia de edad de más de cuarenta años.
Al terminar sus revelaciones, ambos se miraron a los ojos y se dieron el mismo consejo aun con diferentes palabras:
—El corazón no entiende de géneros, razas, religiones o pensamientos, no tiene prejuicios ni edad. El corazón solo entiende de amor.
Se abrazaron con fuerza y se bendijeron mutuamente sendas relaciones. Al separarse, ambos se sentían más ligeros, como flotando en un apacible mar de complicidad y comprensión en estado puro.
—Aimé, hijo, la vida no nos lo ha puesto fácil, y parece que así va a seguir siendo, pero los De Lesseps somos luchadores, sobre todo por lo que queremos. No lo dudes, vete a Escocia y busca tu oportunidad —le aconsejó el diplomático. Si había alguien en el mundo con el suficiente arrojo como para rebelarse contra todo para ser feliz, ese era su valiente Aimé, pensó el diplomático no tan seguro de su propio aplomo.
—Padre, deberías hacer lo mismo: coge a esa muchacha y cásate con ella, tú que puedes... —sugirió el joven justo antes de abandonar el camarote del vizconde. Por fuera, un guiño de ojos y una sonrisa franca pintaban su gesto alentador, aunque tras sus pupilas todo quedara opacado por un velo de tristeza, fruto de las adversidades con las que sabía que él debería luchar por culpa de su particular condición.
Lo único cierto era que, tras aquella conversación, los corazones de aquellos dos hombres que habían entrado bloqueados, plagados de dudas e inseguridades, salían reforzados en sus convicciones, dispuestos a comerse el mundo como solo los De Lesseps eran capaces.
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Pocos instantes después, Ferdinand tomó muy enserio el consejo y, obedeciendo cada palabra de su hijo, llegó hasta el camarote de Hélène, llamó a la puerta con unos golpes discretos y esperó impaciente a que la muchacha le abriera la puerta.
En cuanto ella lo hizo, entró raudo y, tras asegurarse de cerrar de nuevo, cogió a Hélène en volandas y la llevó directa a la cama. Allí la depositó con cuidado y, ante la sorpresa de ella, empezó a besarla de una forma como nunca antes lo había hecho, dando rienda suelta a las pasiones que la mauriciana le despertaba.
Navegando entre brumas de asombro y placer, Hélène se dejó llevar por el experimentado varón que tantas cosas a las que no sabía poner nombre, le hacía sentir en sus entrañas y en su tierno corazón. Se había enamorado de un hombre que bien podría ser su padre, lo sabía, mas a su lado se sentía completa y feliz.
Lo que estaba sucediendo en aquellos aposentos que le habían sido asignados, lo estaba viviendo con sorpresa, con cero reticencias sino movida por un incontenible deseo, y se sorprendió a sí misma anhelando con fervor el paso que vendría a continuación.
Las relaciones maritales eran algo de lo que había oído hablar en contadísimas ocasiones y siempre bajo el prisma de que suponían un simple trámite, bastante desagradable, al que la esposa estaba obligada. Y era por ello que no comprendió que cuando Ferdinand la tuvo completamente desnuda y empezó a besarle cada centímetro de piel ella fuera víctima de un goce tan grande.
El vizconde desnudó a Hélène a más velocidad de lo que ella esperaba y a menos de lo que él hubiera querido, pero poder contemplarla sin una sola prenda de ropa fue como contemplar el placer personificado.
La excitación le corría por todas las venas de su cuerpo y le acuciaba a desnudarse él también, más ahí así que no quería correr. Hélène no era un postre que pone el punto final a una gran cena. Hélène era todo un banquete entero al que hacerle los honores durante horas y horas.
La redondez de sus senos era perfecta, sus caderas aún poco anchas y su vientre liso suponían una ardiente invitación. Sus largas piernas eran una bendición y lo que había entre ambos lugares era la tentación más grande de todas las conocidas.
Sin apenas haberse quitado la chaqueta, se desabrochó un par de botones de la camisa y se soltó el cinturón para arrodillarse en el suelo, entre las piernas de la joven, que seguía dejándose llevar por esa mezcolanza de placer y deseo que invadía su razón.
Cuando Ferdinand deslizó primero una mano y después la cabeza por la parte interna de sus muslos, ella no sintió ni un atisbo de vergüenza y en pocos minutos se encontró experimentando en propio cuerpo, el éxtasis.
Su versado amante la estaba volviendo loca con su pericia. La piel le palpitaba por todas partes, especialmente en su zona más sensible, donde algunos músculos se contraían convulsamente sin pedir permiso. Hélène acababa de tener una revelación divina. Quería más, mucho más, y Ferdinand se lo entregó todo. La penetró suave y sin prisas al principio, derrochando el tiempo justo hasta que ambos llegaron desbocados a otro orgasmo explosivo.
Fue entrada la madrugada, ambos con la respiración aún agitada, los cuerpos desnudos y desmadejados, cubiertos por un breve sudor, cuando Hélène se daba cuenta de que se había encamado con un hombre al que en realidad no le unía ningún vínculo. Había entregado su pureza con total voluntad, deseo y conocimiento; no se arrepentía, pero si el señor De Lesseps, ahora quería pasar página, ella debería asumirlo.
—¿Qué te preocupa, pequeña? —le susurró él acariciándole el rostro.
—Nada... —mintió.
—¿Te he hecho daño?
—No, ha sido perfecto. Repetiría mil veces —confesó en un alarde de osadía.
—Cómo me alegra que digas eso, porque después del viaje inaugural oficial, tú y yo nos vamos a casar.
A Hélène se le paralizó el pulso. ¿Había oído bien?
Ferdinand se había levantado, apenado por separarse del roce con su amante, aunque con firme decisión, y se puso a rebuscar sus pantalones entre la ropa apilada en el suelo. Pronto dio con ellos y de uno de los bolsillos extrajo una cajita que tenía preparada desde hacía ya algunas semanas.
Se arrodilló, desnudo como estaba, sin ningún apuro, y le tendió la caja abierta a su no menos desnuda amante:
—¿Harás el honor de casarte con este vejestorio, Louise-Hélène Autard de Bragard?
Hélène, que se había incorporado en la cama, se acercó al borde y dejó deslizar su cuerpo hasta quedar sentada, de una forma muy sugerente, delante de él. Tendió la mano derecha con coquetería y le respondió:
—Solo si me prometes que a partir de hoy todas las noches van a ser como esta.
Ferdinand cumplió su promesa y, poco tiempo después, su relación se hacía oficial con un matrimonio celebrado en compañía de los amigos más íntimos y la familia cercana. Era obvio que habían provocado cierto escándalo en la alta sociedad del momento, pero ambos estaban tan profundamente enamorados que de nada les preocupaba el qué dirán.
Su unión fue bendecida con trece hijos y se mantuvo sólida e indisoluble hasta el fallecimiento de De Lesseps, veinticinco años después.
Esta vez asturialba y yo os traemos una mezcla de historia inventada, pero basada en una relación que sí fue real. Al final del capítulo 19 de El Príncipe Bengalí, en el apartado de notas, podéis encontrar un resumen de los datos verdaderos sobre estos personajes históricos cuya historia de amor supera en pasión a la de muchas novelas de ficción.
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