Capítulo 10
El príncipe Daemon releía una y otra vez aquella carta de su hermana menor en la que le decía lo apenada que se sentía por no haber recibido cartas de su parte en los últimos días y que tenían una conversación pendiente. Sintió su mano temblar cuando tomó la pluma para escribirle.
Lyss
Fue lo único que pudo escribir y su mente quedó en blanco. ¿Qué se suponía que debía decirle? Creo que estoy enamorado de ti así que por favor no dejes que aquel norteño estúpido te corteje hasta que yo vuelva y ambos podamos saber que sentimos por el otro. No, no, eso sonaba patético. Él estaba siendo patético.
Pero ¿qué se supone que debía decirle? Creo que quiero que algún día seas mi esposa así que no te comprometas con ese norteño-roba-espadas.
Soltó un quejido de desesperación y arrugó el pergamino lanzándolo lejos. No sabía qué escribirle. Por primera vez en sus 15 onomásticos no sabía que decirle a su compañera de travesuras. Y no sabía que decirle porque, aunque estuviera tratando de negar lo que era evidente, ya no la veía solo como eso. No era Lyss, no era la niña con la que jugaba y se escapaba de la fortaleza para volar en sus dragones. Carajo ni siquiera la veía como su hermana. No sabía como qué la veía pero ya no era lo mismo.
– Oye el papel no tiene la culpa ¿sabías? – la voz de Jaehaera lo sacó de sus pensamientos y se volteó a mirarla – ¿Tratabas de escribirle a tu padre rogándole que te deje volver a Desembarco del Rey?
– Antes que rogarle a mi padre me muero – dijo Daemon de mala gana.
– Son igual de orgullosos.
– Padre y yo no nos parecemos en nada – repuso Daemon – Él es tan... él.
– Es difícil supongo – dijo ella pensativa. Daemon la miró curioso – Que ambos se vean reflejado en el otro, que sean tan similares. No lo quieren aceptar porque si aceptas que eres similar a tu padre podrías ver en el espejo la peor parte de ti, lo mismo le ocurre al Rey. Sólo ves lo malo en tu padre porque sabes que tú también tienes los mismos defectos.
– ¿Y esos serían...?
– Exceso de orgullo, creer que siempre tienen la razón...
– Tienes una gran visión sobre el Rey, cuidado, te podrían acusar de traición – dijo Daemon intentando desviar el tema.
– ¿Para que sirve la familia si no es para decirnos las verdades que no queremos escuchar? Y estoy segura que la Reina ya le ha dicho esto a tu padre, Daemon.
– ¿Ahora que estás casada piensas que eres una fuente de sabiduría? – murmuró un poco molesto.
– Sólo señalo lo que te niegas a ver, tú y el Rey son más parecidos de lo que ambos quieren admitir.
Daemon no supo que responder ante eso. Nunca antes había pensando que su padre y él se parecían. Quizás físicamente, un poco. Aunque Daemon tenía el cabello rojizo como su madre. Pero en personalidad no. Era imposible. Su padre era tan serio, tan apegado al deber, tan correcto al hablar, tan determinado en todo. No negaba que tuviera un lado divertido o amable. Constantemente estaba haciendo reír a su madre, solía estar tomando su mano, rodeando su cintura con sus manos e incluso (para su pesar) besándola. Le solía regalar flores que él mismo recolectaba, y casi siempre bailaban juntos. Con sus hermanos también era divertido, recordaba como en su infancia cargaba a Alyssa en sus brazos y como subía a Reid sobre Vermax, recordaba el orgullo con el que hablaba de las muchas cualidades de Laenor. Y no sólo eso, los cortesanos lo adoraban, los plebeyos lo adoraban, no sólo era temido y respetado, era querido.
Pero todo eso nunca iba dirigido hacia él. Nunca hablaba de Daemon con orgullo como lo hacia con Laenor, nunca tenía ese tacto amable para hablar con él como lo hacia con Reid, no reía de sus faltas de protocolo ni las llamaba ingeniosas como lo hacia con Alyssa, y definitivamente nunca tenía bromas o sonrisas para él como lo hacia con su madre. Para él siempre estaban dirigidas miradas duras, evaluadoras, siempre había un esfuerzate más, debes hacerlo mejor, ¿crees que un Rey debe actuar así?
– Estas equivocada. Papá y yo no nos parecemos en nada. – dijo de mala gana.
Ella simplemente lo miró sonriendo como si supiera algo que él ignorara.
– ¿Le escribías a Alyssa entonces? – preguntó curiosa.
Daemon se tensó.
– No... claro que no.
– Debe extrañarte supongo – ella tomó un libro que estaba sobre la mesa y lo ojeó sin mucho entusiasmo.
– ¿Supones?
– Oye no estes tan a la defensiva – ella rió – Claro que te debe extrañar, eres su hermano mayor.
– Pero...
– No he dicho ningún pero.
– Quedó implícito – dijo Daemon mirándola fijamente.
Jaehaera suspiró y bajó el libro para poder mirarlo.
– Alyssa es mujer.
– Que observadora – murmuró él de manera ironica.
– Alyssa es mujer y es una princesa – dijo ella seriamente – y ya tiene 14 onomásticos. ¿Sabes a qué edad fui prometida con Aegon? Tenía 5. Es extraño que ella aún no tenga un prometido.
Daemon no dijo nada, simplemente la observó.
– Alyssa ya no es una niña, y pronto el Reino entero exigirá que ella tome un esposo. Las grandes casas se pelearán para que ella se case con alguno de sus hijos.
– No entiendo el punto – él frunció el ceño un tanto confundido.
– A lo que voy – ella suspiró pesadamente – es que Alyssa ya no es tu compañera de travesuras. Tú puedes seguir comportándote como quieras y el mundo no te va juzgar, pero si la haces seguirte el paso en todo lo que se te pase por la mente, a ella si la van a juzgar. Las personas suelen ser más crueles con las mujeres.
Él la observó fijamente sin decir nada.
– Yo nunca pensaría en meter en problemas a Lyss y mucho menos...
Jaehaera extendió un trozo de pergamino sobre la mesa y este reconoció la caligrafía un tanto tosca de su hermana menor, la cual siempre era cuestión de discuciones con las Septas.
Te juro que si ese maldito desgraciado que dice ser mi adorado hermano no me contesta, tomaré a mi dragón y volaré a Dragonstone yo misma para corroborar que esté bien. Por favor, eres mi única amiga, y en la única en que confío, dime si Daemon se encuentra bien.
Alyssa.
Daemon observó el pergamino una y otra vez mientras pensaba qué debía hacer. Hace un tiempo le hubiera resultado gracioso que Alyssa quisiera ir a Dragonstone volando, aunque eso significara desafiar a sus padres. Pero ahora no estaba tan seguro de eso, porque en primer lugar, no estaba listo para tener cierta conversación con ella sobre en qué estaba su relación ahora, y segundo, no quería que ella se arriesgara así.
– Solo no quiero que la metas en problemas – dijo Jaehaera bastante seria y Daemon pensó que el matrimonio le sentaba bastante bien – Sé que cuando tienes 14 es difícil entender los sentimientos, pero no quiero que por tus dudas las metas en graves problemas que la podrían condenar a algo por el resto de su vida.
Las mejillas del príncipe ardieron.
– Lo dices como si algo indebido hubiera pasado entre nosotros – dijo de mala gana.
– ¿Y qué crees que tu padre quiere evitar enviándote aquí? – la respuesta de Jaehaera fue tajante y Daemon solo pudo abrir la boca sin decir nada más.
– ¿Qué tanto hablan ustedes dos? – Aegon apareció en la habitación se acercó a su esposa pasando sus manos por su cintura mientras la abrazaba – Esto no es justo, Jace me prometió un castillo para mi y mi esposa y ahora tengo aquí al niño de entrometido.
Daemon puso los ojos en blanco.
– Disculpa tío pero creo que yo soy el príncipe de Dragonstone así que quien está de invitado en mi castillo eres tú – no pudo evitar soltar una risa ante eso.
– Eres un insolente – Aegon rió – ¿No te parece insolente, amor?
– Demasiado, creo que por eso lo han enviado acá, debemos corregirlo – ella rió.
– Ha, ha, son muy graciosos – dijo Daemon sarcásticamente.
– Daemon, ¿por qué no sales a dar una vuelta en Rhaelor por un momento? – dijo Aegon enviando una mirada cómplice a su esposa la cual sonrió negando con la cabeza.
Daemon suspiró.
– ¿De nuevo? – se quejó – A este paso más les vale darme un primo pronto.
– Pondremos todos nuestros esfuerzos en satisfacer la petición del príncipe heredero – dijo Aegon riendo y haciendo una falsa reverencia.
Daemon puso los ojos en blanco y observó cómo ambos dejaban la habitación, no sin antes notar la mirada que Jaehaera le enviaba antes de salir.
¿Y qué crees que tu padre quiere evitar enviándote aquí?
Suspiró pesadamente mientras miraba su pluma que aún estaba en su mano. Quizás ella tenía razón. Quizás su padre había hecho bien al enviarlo ahí. Cerró los ojos y estiró su cuello hacia atrás intentando quitar el nudo que sentía que se armaba en este a causa de la tensión. Recordó la última noche que pasó en su hogar, sus manos acariciando el cabello de Alyssa, el olor a lavanda que emanaba, su piel blanca y suave. Nunca había pensado así en ella, nunca había tocado su cabello como lo había hecho esa noche, ni había sentido su pecho bombear de aquella manera al estar cerca de Alyssa.
Y eso lo asustaba.
No lo aterraba la idea de algún día casarse. Sabía que como Rey, debía encontrar una Reina en algún momento, y si tenía suerte sería una tan buena, justa y bondadosa como su madre. Pero nunca había pensado que ese día estaba tan cercano, ni mucho menos que quizás esa mujer podría ser su propia hermana.
¿Eso significaba que ya había dejado de ser un niño?
Suspiró mirando nuevamente el trozo de pergamino y entonces escribió.
Me alegra que estes bien. Acá es diferente y tengo mucho que hacer y aprender.
No sé si pueda escribirte muy seguido, pero lo intentaré.
Quizás su padre tenía razón. Era momento de crecer y tomar responsabilidades con el Reino, y para eso necesitaba tener su mente tranquila.
Ya vería después qué sentía por Alyssa. O quizás no, quizás ya sería demasiado tarde.
Jaehaerys miraba fijamente el Trono de Hierro mientras esperaba en el salón del trono. Sabía que no debía estar ahí tan temprano, sabía que siempre llegaban los cortesanos antes para ver ingresar al Rey y a la Reina. Pero no podía evitar estar ahí. Mirando el Trono sin despegar la vista.
El lugar que te arrebataron.
La voz de su abuela sonaba una y otra vez en su mente, como si posara al lado de él y le susurrara en el oído. No podía callarla, no podía apagarla, aunque a veces quisiera hacerlo.
– Hey – una voz masculina sonó detrás de él, se volteó para ver el rostro de su padre frente a frente – ¿Qué haces aquí tan temprano?
El chico suspiró.
– Nada – respondió arisco.
Aegon asintió.
– Eh, bueno es emocionante ¿no? – dijo su padre algo incómodo – Jacaerys eligiendo a un nuevo miembro de la Guardia Real, y todo esto de que fuiste nombrado caballero y pues, bueno...
– Todo el mundo sabe que el Rey nombrará a Reid – dijo de mala gana.
– E... eso no está decidido aún, Jacaerys es bastante justo, elegirá bien – dijo balbuceando – Si tanto deseas ser un capa blanca yo podría hablar con él y...
Jaehaerys lo miró de golpe y Aegon paró de hablar.
– No necesito tu ayuda – dijo de mala gana.
Aegon tragó saliva incómodo y asintió con la cabeza, dispuesto a retirarse del lugar, pero no pudo evitar quedarse un momento más y observar a su pequeño. Bueno, ya no era tan pequeño. Hace un tiempo había dejado de ser un niño, aunque a veces si miraba con atención sus ojos aún se podía notar ese anhelo de pertenecer, de querer ser solo un niño. Pero el tiempo pasaba, no perdonaba y seguía avanzando más rápido de lo que ellos querían.
A veces Aegon se preguntaba cómo hubiera sido la vida si hubiera sanado antes, si hubiera sabido como tratar con su hijo, si hubiera sido un buen padre. Quizás su hijo no tendría ese semblante triste que tenía siempre, ni esa mirada dura y fría. Quizás no sería tan ermitaño como lo era. Podría sonreír, podría ser muy popular en la corte.
– Yo... sé que puedes valerte por ti mismo pero... – se detuvo al observar las manos de su hijo.
Sus dedos estaban rojos, como si hubiera estaba sosteniendo una cuerda por mucho tiempo y la fricción lo hubiera dañado permanente. Frunció el ceño. No recordaba que algún entrenamiento dejara eso.
– ¿Qué tienes en las manos? – murmuró mirándolo.
Jaehaerys se removió incómodo.
– No es nada – dijo llevando sus manos a su espalda.
– Pero tú... – Aegon apoyó su mano en su espalda y su hijo inmediatamente se quejó por el dolor – ¿Qué carajos?
El chico se removió un poco.
– ¿Estás lastimado? – preguntó confundido.
– No es asunto tuyo – dijo secamente.
Aegon tragó saliva.
– Yo...
– Escúchame Aegon – dijo su hijo sin siquiera preocuparse por llamarlo padre – No entiendo por qué insistes en tener estas conversaciones incómodas que no llevan a ningún lugar, solo te humillas a ti mismo, y créeme ya lo haz hecho bastante en la vida – con una sutil mirada señaló el Trono de Hierro.
– No sabes por qué lo hice, si sentaba mi maldito trasero ahí estarías muerto y tu hermana también – dijo casi desesperado.
– Sabes, no siempre tienes que justificar tu cobardía, lo entiendo, no tenías ambición, ni tenías ganas de hacer nada, pero ahora... aquí estás sirviendo como el lamebotas al Rey y acostándote aún con putas como la chica norteña y...
– No hables así de ella – dijo Aegon de mala gana.
No es que le tuviera cierto aprecio real a Sara Snow, pero se estaba acostando con ella de manera regular luego de que Cregan le diera el cierre completo a su relación y solo quedara todo como amigos. Pero aún así, aunque eso era solo sexo, no iba a dejar que su hijo fuera tan mal educado para hablar así de una dama.
Jaehaerys soltó una risa irónica.
– Mira, puedes defender a alguien después de todo.
Aegon no supo que responder ante eso y suspiró cansado.
– Si tú pudieras ver cuánto te amo a ti y a tu hermana no me juzgarías tan duramente.
– Quizás debiste demostrarlo de mejor manera – murmuró él de mala gana – Y por favor, no me recomiendes como Guardia Real, lo menos que quiero es tener que atarme más a este pedazo de chatarra – dijo lanzando una mirada al trono.
Aegon asintió levemente con la cabeza, y no dijo nada más. Simplemente se alejó del lugar para salir de ahí, pero antes de cruzar la puerta lanzó una mirada a su hijo y vio cómo miraba el trono de hierro.
Con anhelo.
Con ambición.
Perdido, su hijo estaba totalmente perdido. Y eso solo era su culpa.
El príncipe Laenor no era estúpido. Y no sólo porque tenía una facilidad superior a los demás para aprender cosas, sino porque era observador y sabía leer su entorno. No sabía por qué, pero desde pequeño sus sentidos eran más vivaces que los de los demás. Su padre solía decir que él era un regalo de los Dioses para bendecir su Reinado, ya que en condiciones normales Laenor hubiera muerto en el parto con su madre, pero milagrosamente ambos se habían salvado, y él había llegado al mundo siendo hijo de un Rey y una Reina, en una noche tormentosa, meses después de la muerte de su abuela. Quizás todo ese legado Targaryen caía sobre él, y quizás era eso lo que lo hacía ser tan observador e inteligente.
Había nutrido su mente como ninguno en su familia. Con libros de historia, filosofía, alquimia, poesía, economía y leyendas, pasaba sus días en la biblioteca. Pero cuando a sus 7 años reclamó para sí a Caraxes, el dragón del difunto príncipe Canalla, sus sentidos se agudizaron aún más y pronto comprendió que ya no podía estar todo el día mirando las páginas de un libro, sino que de vez en cuando debía levantar su cabeza para mirar el mundo que lo rodeaba. Y ese mundo tenía mucho para contar.
Recordaba exactamente el momento en el que comprendió cómo funcionaba todo en su mundo. Fue su madre la encargada de darle esa lección.
Su hermano mayor Reid y Jaehaerys se habían besado, y él los había visto. Y aunque a él no le había parecido extraño, si comprendió que no podían estar haciendo algo correcto, porque en cuanto notaron su presencia, se alejaron, actuaron nerviosos, paranoicos y asustados.
– Mamá – recordaba haberle dicho – ¿Tú y papá se aman, verdad?
– Claro que sí – había respondido ella.
– Y por eso se besan, ¿verdad?
– Normalmente cuando amas a alguien, a tu pareja, lo besas.
– Mmm, ¿entonces solo importa el amor? ¿No importa que sean dos hombres?
Recordaba a su madre abrir los ojos sorprendida y luego pestañear varias veces. Laenor comprendió de inmediato que había dicho algo malo y quiso no haber dicho eso nunca.
– Bueno, hay personas que... bueno... no quiero decir que eso esté mal, las personas se pueden amar y uno no elige de quien enamorarse, pero... el mundo es complejo Laenor y las personas pueden ser crueles cuando no entienden algo – su madre había sonado incomoda y preocupada, y años más tarde Laenor comprendió que ella siempre había tenido sospechas.
– ¿Entonces les podrían hacer algo malo? ¡Porque yo no quiero eso! – su voz había sonado tan desesperada por proteger a su hermano mayor que alarmó a la Reina.
– Hijo, explícate.
– Es que como Reid y Jaehaerys se besan entonces les podrían hacer algo malo – la cara de su madre fue suficiente para saber que no debió decir eso.
– ¿Qué estás...? ¿Qué estás diciendo?
– Que se besan, se... se deben amar entonces, como tú y papá.
– Laenor – recordaba la voz de su madre de manera muy seria, mirándolo fijamente a los ojos – Quiero que entiendas algo. Si alguien sabe esto le podrían hacer daño a tu hermano, ¿entiendes?
Él no había comprendido, así que ella se puso a su altura, intentando míralo con más ternura y poder emplear un lenguaje que él, con 7 años, pudiera entender.
– No todo se puede decir en voz alta, y no podemos decir todo lo que vemos o sabemos.
Y eso fue lo primero que Laenor aprendió.
Hay cosas que simplemente no se dicen en voz alta, aunque las sepas.
Y así vivía su vida. Pasaba la mayor parte del tiempo con los Maestres estudiando, investigando y aprendiendo cosas nuevas. Llevaba registros científicos de todo, se interesaba mucho por las curaciones, la ciencias exactas, la anatomía, el estudio del funcionamiento del cuerpo humano, sus capacidades, sus limitaciones, sus características. Pero también era aficionado a la historia y su padre, cumpliendo uno de sus caprichos, lo había dejado trabajar con el Maestre Brandon en las maquetas del Rey Viserys.
Laenor disfrutaba de eso y de la compañía de Caraxes.
Amaba a su familia, siempre lo había hecho. Y los Dioses sabían que daría su vida por ellos de ser necesario, pero siempre se había sentido un poco extraño y ajeno en ese mundo. Su madre y su padre eran un equipo sin duda, con sus miradas cómplices, con sus risas compartidas, sus bailes y sus besos en público, eran una pareja sólida. Daemon y Alyssa parecían compartir eso, donde estaba uno estaba el otro, y de hecho a sus 11 años le asombraba que su padre aún no los comprometiera como dictaban las costumbres de su casa. Reid por su parte era su hermano favorito. El mayor, el gracioso, el amable. Pero había algo en él que no lograba comprender del todo, una melancolía que había en sus ojos y solo se ablandaba cuando veía a Jaehaerys.
Así que si. Laenor, si bien sabía que era amado por todos en su familia, siempre se había sentido distinto, extraño, sin lugar realmente y como si fuera un intruso o un espectador de la vida y los sucesos de sus familiares.
No hubiera elegido la vida que tenía sin duda. No hubiera elegido ser un príncipe, ni tener que heredar Antigua algún día y convertirse en Lord Hightower inminentemente. Si él hubiera podido elegir, hubiera estudiado en la Citadel desde pequeño. Hubiera sido pupilo y aprendiz de algún Maestre, hubiera aprendido nuevas técnicas, hubiera viajado a las ciudades libres para aprender aún más sobre medicina, hubiera documentado todo.
Pero no.
Era un príncipe. Era el príncipe Laenor Targaryen, hijo menor de su Majestad el Rey Jacaerys I, y cuando cumpliera la mayoría de edad heredaría el antiguo linaje de su abuelo materno, heredaría Oldtown y pasaría a ser conocido como Laenor Targaryen, principe del Reino y Lord Hightower, Señor del Faro, Voz de Oldtown y Defensor de la Citadel.
Y eso lo asustaba como la mierda.
Observó a su madre volver a arreglar el cabello de su hermano Reid. Lo había obligado a cortarlo hace unos días y ahora lo llevaba aún más corto que su padre. Laenor se había lamentado por eso, le gustaba cuando Reid llevaba el cabello hasta los hombros, pensaba que lo hacía ver mucho más genial. A él particularmente le hubiera gustado llevarlo así, pero su cabello era muy parecido al de su padre, y cuando empezaba a crecer los rizos aprecian. Laenor no tenía la paciencia para peinarlos así que prefería llevarlo corto.
– Madre, en serio no hagas alboroto – murmuró Reid de mala gana.
Laenor soltó una risita por eso y su hermano lo observó de mala gana.
– Mi joven caballero – dijo su madre acariciando la mejilla de Reid.
Hace unos días había sido nombrado caballero por el príncipe Daeron, al igual que Jaehaerys. Aún eran jóvenes, pero todo el mundo sabía que el Rey siempre había reservado un lugar entre la guardia real para su hijo adoptivo. Nunca lo había ocultado. Siempre había mencionado que esperaba con ansias el día en el que Reid fuera nombrado Caballero pero que así finalmente pudiera ocupar un lugar digno en la corte: ser un miembro de la Guardia Real.
Y aunque habían contendientes y postulantes más fuertes y aptos para el cargo, como el príncipe Jaehaerys, quien tenía el título, el dragón, la expertise superior en armas y en combate, todo el mundo sabía que el Rey añoraba el espacio en la Guardia para Reid. Y también todos sabían, que el Lord Comandante actual, el príncipe Joffrey, apoyaba y respaldaba la decisión del Rey, puesto que Reid siempre había sido su sobrino favorito entre todos.
– Estoy muy emocionada – dijo la Reina pasando sus manos por su vestido intentando alisar la falda de este.
– Lo haz mencionado unas cien veces desde el desayuno – dijo Reid de mala gana.
Nunca era irrespetuoso con su madre, pero realmente lo estaba frustrando que se estuviera comportando de esa manera como si hubiera ganado un premio o algo así. Todos en ese salón sabían que él no merecía ser Guardia Real, pero también sabían que su padre lo nombraría.
Laenor lo observó haciendo una mueca, como si supiera lo que pasaba por su mente, y la verdad es que a veces Reid si pensaba que el menor de sus hermanos tenía poderes psíquicos.
– Madre – dijo Laenor en un intento por calmarla – Creo que papá agradecería mucho si puedes ayudarlo para que llegue a tiempo, ya sabes que a veces le cuesta ponerse la corona – dijo en broma.
– Si quieren tener una platica de chicos sólo tenías que decirlo – dijo la Reina poniendo los ojos en blanco – Volveré con su padre.
Daena les lanzó una última mirada y luego salió del lugar, siendo observada por algunas damas de la corte. Laenor miró a Reid levantando una ceja.
– ¿Qué?
– Sabes que no tienes que hacerlo si no quieres ¿verdad? – la mano del menor se apoyó en su hombro.
– Laenor... yo no...
El príncipe le envió una mirada fría, como si estuviera diciendo no me engañas.
– No tienes que hacer todo lo que padre quiera.
– Tengo 17 años, si no me uno a la Guardia Real no tengo lugar en la corte – la voz de Reid sonó casi en un hilo.
– Claro que lo tienes – Laenor lo observó preocupado – Eres hijo del Rey, y antes de eso eres parte de nuestra familia, por supuesto que tienes un lugar en la corte porque este es nuestro hogar y los Targaryen tenemos que estar juntos.
– Sabes muy bien que yo no soy un Targaryen – dijo por lo bajo.
– Yo no...
– Papá es el mejor Rey de la historia, madre es la Reina más buena y preocupada que han visto los Siete Reinos, Daemon es el heredero y ya lo han enviado a que reclame Dragonstone, Alyssa vuela en su dragón y probablemente será la Señora de algún gran asentamiento o incluso la Reina, y tú por supuesto heredarás Oldtown cuando tengas edad – el pelinegro soltó un suspiro – Yo no tengo un lugar en la corte, no tengo un destino o un papel en la vida, y si no acepto esto yo no... – su voz casi se corta por completo.
– Oye – Laenor se acercó para abrazarlo, pero con sus sólo 11 onomásticos aún era unos centímetros más pequeño que su hermano mayor así que le costó trabajo paso su brazo por sus hombros – Hay algo que estas olvidando.
Reid levantó la mirada del suelo para mirarlo.
– Hay alguien que tiene que unirnos, el pegamento de esta familia – Laenor sonrió – Por los Dioses Reid, nuestra familia a penas se soporta entre nosotros, papá a penas tolera las actitudes de Daemon y viceversa, mamá está enloqueciendo con Alyssa y sus actitudes de niña mimada y yo voy a enloquecer si sigo escuchando más gritos o discusiones. Tú siempre haz sido el que une a todo el mundo, eres nuestro hermano mayor, el primer hijo de mamá y papá, eres el que siempre nos recuerda que no podemos echar fuego por nuestra narices porque a fin de cuentas somos familia y nos amamos.
Los ojos del mayor se había llenado de lágrimas. No pensaba que Laenor pudiera hablar de esa manera, ni mucho menos que tuviera esa percepción de él.
– Carajo, hasta haces que Jaehaerys parezca ser agradable y eso es un arduo trabajo porque siempre tiene cara de ser un poeta torturado.
Reid soltó una risa por eso.
– Si no quieres ser parte de la Guardia Real, papá y mamá lo entenderán. Te aman Reid – soltó un suspiro – Después de todo ellos te eligieron. Puede que Daemon, Aly y yo llevemos su sangre, pero fue cuestión del destino. En cambio, ustedes se eligieron, tu a ellos y ellos a ti.
El nudo en la garganta que Reid tenía era tan grande que a penas pudo tragar saliva para intentar calmarse. Tomó a Laenor por los hombros y frotó y puño en su cabello, despeinándolo de manera juguetona, mientras ambos sonreían.
– ¿Desde cuando te volviste tan sabio? – murmuró haciendolo caminar a su lugar.
– Toda la vida, pero ustedes no ven más allá de sus narices – Laenor río y se paró justo a un costado del Trono de Hierro esperando a su madre y a su padre.
Los caballeros postulantes a la Guardia Real ingresaron en el lugar, entre ellos el príncipe Jaehaerys. Reid separó un poco los labios al verlo, soltando un leve suspiro. Laenor bajó la mirada algo incómodo. No hay forma de que esto termine bien, alguien terminará lastimado, pensó.
– Iré a... bueno... ya sabes – Reid señaló con la cabeza el lugar donde todos se encontraban.
– Si...
El Rey y la Reina aparecieron al rato después, seguidos de la Guardia Real, seis esta vez, luego de la muerte de Ser Erryk, quien había enfermado con el paso de los años y había dejado ese mundo en paz mientras dormía. Daena particularmente había estado muy afectada con que su Guardia personal falleciera, y había encomendado hacer todos los honores necesarios, mencionando que había sido un hombre que hasta el final cumplió su juramente y se llevó sus secretos a la tumba.
La Reina se paró al lado de su hijo menor y este le ofreció su brazo para que se sostuviera, lo cual ella aceptó gustosa mientras miraba a su esposo subir al Trono de Hierro y sentarse.
Sin embargo, la cara del príncipe Laenor se tornó en algo más oscuro cuando las puertas del salón del Trono se abrieron dejando ver al Septón Supremo quien caminaba con su clásico traje eclesiástico blanco y con un gran medallón de la estrella de siete puntas colgándole del cuello.
– Hijo de puta – murmuró mirando a aquel hombre.
– Laenor – dijo su madre en advertencia.
Pero no era sólo la presencia del Septón Supremo lo que llamó la atención de todos, ni el hecho de que hubiera hecho su aparición después del Rey, siendo una gran falta de respeto. Lo que más llamaba la atención, era que tras él caminaban al menos cincuenta hombres armados, y luciendo armaduras adornadas con la estrella de Siete Puntas.
Por un carajo, esos hijos de puta estaban apareciendo con una Fe Militante delante del Rey.
– Majestad – saludó el hombre a Jacaerys haciendo un asentimiento de cabeza.
Joffrey Velaryon puso su mano en su espada de manera sutil, listo para acatar cualquier orden de su Rey.
Jace sólo hizo un asentimiento de cabeza también.
No lo sabía. No tenía idea de lo que ese hombre había intentado con su esposa, y no porque Laenor lo quisiera, sino porque su madre tenía razón en lo que había dicho. Si su padre se enteraba de que ese hombre había tocado a Daena, su cabeza ahora estaría en una pica adornando la Fortaleza Roja, y eso llevaría a la Corona a una Guerra que no se podían permitir con la Fe.
– Hemos decidido quedarnos unos días más en Desembarco del Rey – Daena sintió como el cuerpo de su hijo menor se tensaba – Los jóvenes y yo...
– La Fe Militante está prohibida Señor, puedo traerle un libro de historia para que recuerde – la voz del príncipe Laenor sonó tan fuerte que interrumpió a aquel hombre – O si quiere mejor le podemos pedir al Consejero de los Edictos que nos traiga el documento mismo que el Rey Maegor firmó y que después fue ratificado durante el reinado del Rey Jaehaerys.
El Septón Supremo sonrió burlón y lanzó una mirada hacia Daena.
– No es una fe militante, mi príncipe, eso se lo puedo asegurar – el hombre sonrió esta vez en dirección a Jacaerys – Sólo que son días difíciles en el Reino, alguien debe protegerme, estos jóvenes sólo son devotos que me quieren proteger.
– Ya veo – dijo Jacaerys pensando mientras apoyaba su espalda en el trono.
– Es nuestra labor hablar a las personas, los pecados cada vez recorren con mayor frecuencia el Reino – dijo el hombre – El incesto, los asesinatos, hombres yaciendo con otros hombres, el adulterio y la bastardía se esparcen por el Reino.
Jace intentó sonreír pero esa sonrisa no llegó a sus ojos.
– Por supuesto, Santidad – mencionó cauteloso – Es bienvenido a quedarse en Desembarco del Rey cuanto usted estime conveniente.
– El rostro del Padre es fuerte y severo, juzga certero el bien y el mal. Sopesa las vidas, las largas, las breves, y ama a los niños. La Madre regala el don de la vida, vela por toda esposa y mujer. Su sonrisa dulce aplaca la ira, y ama a los niños. El fuerte Guerrero enfrenta enemigos, nos protege siempre en el vivir. Con espada, escudo, con arco y lanza, él guarda a los niños. La Vieja es anciana y muy sabia, y nuestros destinos contempla pasar. Levanta su lámpara de oro rutilante y guía a los niños. El Herrero trabaja sin descanso, para nuestro mundo enderezar. Usa su martillo, enciende su fuego, todo para los niños. La Doncella baila por nuestros cielos, ella vive en todo suspiro de amor. Su sonrisa bella da vuelo a las aves, y sueños a los niños. Son los Siete Dioses, nos hacen a todos, escuchan tus ruegos al rezar. – predicó aquel hombre.
Laenor apretó los dientes, intentando no matar a ese hijo de puta en ese mismo momento.
– Tenemos suerte de que nuestro Rey y nuestra Reina sean la personificación de estas cualidades de los Dioses, espero que nunca el Desconocido muestre su rostro a ustedes – lanzó una última mirada hacia Daena y se apartó con su grupo para quedar a un costado.
Jace lanzó una mirada a su esposa y esta negó con la cabeza.
Si la fe se entrometía tanto en sus asuntos no podían darse el lujo de hacer algo mal. Todos tenían que cumplir su papel a la perfección.
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