**XXI. Gato con guantes no caza, pero amenaza.

...

Tenía frío. Debía de haberme quedado dormido.

Parpadeé un par de veces, pero mi vista no enfocaba. Lo veía todo blanco. Entonces me di cuenta de que tenía algo en mis narices. Un papel, pegado en mi frente con celo. Lo arranqué desconcertado y lo leí.

Me voy del país. Tú eras lo único que merecía la pena para quedarme en Londres y ya tenía el billete comprado. El plan era avivarte un poco para que te vinieras conmigo, pero no has respondido como esperaba. Así que te abandono, pero solo a medias. Supongo que una parte de ti siempre estará conmigo, aunque no lo quieras. Eso lo decido yo.

Siento ser tan egoísta,

Roja / Amy

Respiré hondo. Lo leí varias veces antes de guardármelo cuidadosamente en el bolsillo. Luego tardé un poco en reaccionar. Tenía el cuerpo entumecido por haberme quedado dormido en el suelo, aunque Roja había tenido el detalle de arroparme con una sudadera suya antes de irse.

Salí de la habitación y bajé las escaleras. Eran las siete de la tarde y tenía un hambre voraz. No había comido nada en todo el día. En la planta principal los underdogs habían vuelto al ambiente habitual de comunidad. Algunos fumaban repantingados en los sillones, otros habían empezado a beber en la barra y el resto hablaba en pequeños grupos.

Kaiser se acercó a mí felizmente en cuanto me vio. Yo caminé hacia Camaleón algo nervioso.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—¿Qué ha pasado de qué?

—Joder tío. Me he quedado dormido arriba. Con Leona, la poli y eso —resoplé.

—Ah. La ambulancia se llevó a Leona al hospital y la poli se ha pirado a por una orden de registro. La prensa está ahí fuera olisqueando lo de la explosión y se han acercado un montón de mirones al pub. Todo se ha calmado bastante. Esos mirones podrían transformarse en clientes, aunque sea para Aaron —señaló al underdog que atendía la barra—. Aunque ojalá fueran para nosotros. Ya sabes... Ahora que Leona no está, podríamos quedarnos toda la pasta.

—¿Y cuál es el problema?

Camaleón me miró con obviedad.

—¿Cómo que cuál es el problema? Que esos pavos de ahí fuera están jodiéndonos todos los planes. Nos han precintado el Leviathan hasta que vuelvan con la orden de registro —señaló a los dos policías que hacían guardia a la puerta del pub. A través de los cristales se les veía dar largas a los preguntones.

—¿Precintar? ¿Con vosotros dentro? —pregunté sin entenderlo muy bien.

—Yo qué sé, como se llame esta mierda. Y todo para que no os escapéis; a Roja le han pedido identificación hace un rato, cuando ha salido. No sé a dónde iría —respondió, encendiéndose un cigarro.

—¿Entonces Dean, Eileen y As de Picas siguen aquí dentro?

—No. Parece que esas sanguijuelas con uniforme han olvidado que están jugando en nuestro terreno. Eileen me ha dicho que te reúnas con ellos junto a la Torre de Londres. —El underdog sonrió—. Venga, Gallo de Pelea puede sacarte de aquí.

Asentí con la cabeza y le agradecí el recado. Luego miré con recelo a los policías que esperaban fuera y me encaminé al garaje donde trabajaba la tatuadora. No me hizo falta pedir a Kaiser que me siguiera.

La última vez que entré en esa cámara fue acompañado de Sascha. La morena con la coleta de rastas se giró de la misma forma, me miró de la misma forma y sonrió de la misma forma.

—Ah, Gatito. Ya estás aquí...

Gallo de pelea dejó su bloc de bocetos encima de la mesa y me indicó que la siguiera hacia la parte trasera del garaje. Estaba oscuro, pero se adivinaba la textura áspera de las paredes de piedra. Por primera vez en tres años me di cuenta de cuánto se parecía aquello a una cloaca, a un sótano casposo sin ventanas ni respiraderos. Leona la había tenido trabajando como un topo entre hollín, alquitrán y tinta fresca, hasta que la underdog se había transformado en una alimaña de piel dorada y fuertes bíceps.

—¿No piensas preguntarme qué está pasando? —quise saber.

La mujer se pegó al fondo del habitáculo y despertó la gigantesca puerta corredera con un chirrido metálico. Me apresuré a ayudarla.

—No. —La puerta dejó un hueco rectangular lo suficientemente grande para que cupiera una persona—. Tú ahora mismo necesitas ayuda y yo no quiero entorpecerla con mis dudas. Haz lo tengas que hacer.

No contesté. Salimos al exterior: un callejón sucio donde se apelotonaban las bolsas de basura y estaba el coche de River aparcado desde hacía meses. Pasé la mano por el capó como si estuviera agarrando la mano de mi amigo, frío y duro como él debía de estar en ese momento, a tres metros bajo tierra. A mi mente llegaron los recuerdos del día del robo en el coche. El olor del cuero viejo de los asientos. El tacto de los paraguas entre mis piernas. El sonido de las puertas al cerrarse, mezclado con el estrés. Las mierdas secas de paloma interrumpieron el suave recorrido de mi mano; el brillo de la carrocería estaba enturbiado por mil marcas de gotas de lluvia.

—¿Hayden? —Alcé la vista hacia la tatuadora—. Tienes que irte ya. Esto es peligroso.

El bullicio del tráfico y de los transeúntes se colaba por el final del callejón. Retiré la mano del capó y asentí. Kaiser se estaba entreteniendo en abrir todas las bolsas de basura con el hocico. Gallo de Pelea me acompañó al extremo opuesto del callejón, cortado mediante una tapia de varios metros.

—Vale. Sube por aquí, te llevará hacia una boca de Underground por calles secundarias. La policía vendrá por la parte delantera, así que no deberíais cruzaros.

La mujer construyó un escalón con sus propias manos y me apoyé en él para alcanzar la cima de la tapia. Me senté arriba y le pedí que me pasara a Kaiser; el perrazo pataleó un poco hasta que conseguí dejarle al otro lado de la pared de piedra. Luego miré a Gallo de Pelea.

—No sé si volveremos a vernos.

—Espero que no —ella sonrió con sinceridad. Sus ojos felinos lo decían todo—. Lárgate de aquí, es lo que siempre has querido. Me despediré de la gente por ti.

Estiró su mano para estrecharla con la mía, pero yo utilicé el gesto para besarle el dorso.

—Gracias por todo, my fair lady —murmuré, sonriendo traviesamente.

—Cuídate, Gatito.

Le guiñé un ojo y me dejé caer al otro lado de la tapia. Les deseaba mucha suerte y paciencia; al fin y al cabo, siempre había sabido que un día dejaría atrás a los pobres gusanos que estaban atrapados en su agujero.

Una vez listo, me puse la capucha y saqué la correa del bolsillo: Kaiser me miraba con aquellos ojazos alegres. A pesar de los golpes que había recibido y a pesar de la carne que había tenido que morder... se alegraba estar con su amo. Con su amo no, con su hermano. Al final éramos los que habíamos empezado todo y los que lo estábamos terminando, ambos dispuestos a lo mismo; era el único que me habría acompañado en la historia completa si yo no me hubiera empeñado en encerrarle. Después de aquello era incapaz de plantearme el hecho de ponerle la correa, así que la tiré al suelo y emprendimos la carrera.

Alcanzamos pronto la boca del Underground. Bajo tierra me sentí un poco más tranquilo, pero no debía olvidar que estaba corriendo por Londres mientras la policía me buscaba. Mantuve la cabeza agachada y la capucha puesta en todo momento; casi me alegré de renovar el aire cuando hice trasbordo en Embankment.

Las ratas negras corrían por las vías del tren cuando no mirabas, gordas como conejos. Corrí por los pasillos subterráneos para subirme en la circular. Me senté en el suelo del vagón para alejar a mi perro de los demás pasajeros. Respiré hondo.

Sabía con certeza que algo en mi interior estaba roto. Me sentía apático, cansado de mí mismo y mareado con la vida. Janice estaba muerta y había perdido a Napoleón. Me sentía luchador de una causa que en realidad ya no me importaba, igual que un corredor que se empeña en terminar el circuito aunque sepa que haya quedado último.

Alcé la cabeza, derrotado. Y entonces descubrí una silueta que me resultaba familiar en el asiento de enfrente. ¿Sería su cabellera rubia ondulada? ¿O sus piernas larguísimas cruzadas delante con elegancia?

Danielle no me había visto. Yo tampoco creí que volvería a verla tras la despedida de soltera. Me parecía imposible que se volviera a acercar al Leviathan después de lo que le había pasado con su prometido. Cómo se llamaba... eh... ¿Louis?

Al instante alzó la vista hacia mí, por puro azar o por puro tirón del destino. Sus ojos desencantados se cruzaron con los míos jugando a reconocerme, y supe que ambos estábamos atrapados en la misma desidia. Ni siquiera me atraía la posibilidad de verlos encendidos mientras me la follaba contra la pared. Por lo que a mí respectaba, estaba tan perdido que por un momento creí tener que buscar la calle Wallaby de Sydney.

«Y a ti también se te ve jodida, querida. Pareces mucho más vieja. Tienes arrugas en las comisuras de los ojos y llevas la falda larga como si te hubieran caído diez años más. ¿Qué clase de problemas están aconteciendo en tu vida? ¿Y en la del señor de al lado, o en el de en frente? Seguro que son mucho menores que los míos... pero claro, eso es lo que piensa todo el mundo de todo el mundo».

Danielle no hizo ningún movimiento. Tampoco yo, aparte de acariciar la cabeza a mi perro. Así estuvimos durante el trayecto entero, mirándonos fijamente pero sin decidirnos a intercambiar palabra.

Después de media hora llegamos a Tower Hill. Yo me bajé del vagón y no volví a verla jamás.

Al salir al exterior sentí el aire frío mordiéndome, pero había llegado a la conclusión de que me gustaba. Estaba en la rivera del Támesis y a lo lejos se erguía el fabuloso Big Ben, con su reloj sempiterno y las costillas de piedra marcando su cuerpo. Un titán, un icono arcaico; el orgullo de toda Inglaterra, que jamás podría ser derrocado ni mancillado. Pero ahora decían que el viejo Ben estaba inclinándose, aunque fuera un milímetro al año. Será que los gigantes están hechos para caer... que no solo caemos la gente pequeña.

Caminé con Kaiser junto a la Torre de Londres. Divisé a Eileen, a Dean y a As de Picas sentados en un bordillo, cargados con mochilas.

—¡Ya era hora, Gato! —comentó el treintañero.

—¿Has venido bien? ¿Algún policía? —quiso saber mi pequeña Audrey.

Negué con la cabeza, decaído.

—Hemos pasao' por mi casa y hemos conseguido algo de comida, ropa y dinero —informó As de Picas señalando las mochilas—. Pero no esperaba que trajeras al perro, colega...

—Yo sí —rio Eileen. Y comenzó a hacerle carantoñas a Kaiser.

—Al final Jeff no ha venido —me explicó Dean—. Como no ha estado viviendo con nosotros ni llegó a participar en el robo, supone que estará a salvo cuando la policía intente relacionar hechos. Se ha quedado en el pub. Ya no es la mano derecha de Leona, así que tendrá mucho trabajo que hacer junto a los underdogs.

—Vale. Entonces, ¿cuál es el plan? —pregunté sentándome en el bordillo.

—Esconderse. Largarnos a algún sitio lejano —respondió Dean—. Yo no iría por aeropuerto, pero quizás por barco logremos llegar a Europa. O podemos subir a Escocia haciendo autostop, porque no me voy a arriesgar a llevar el Fiat. Las cámaras grabaron la matrícula ayer, cuando lo llevé al Soho.

Ninguno respondió, nos dedicamos a mirarnos la punta de las zapatillas con pesadez. La idea de empezar desde cero se nos hacía terriblemente pesada y estremecedora.

Desvié la vista hacia la Torre de Londres.

La fortificación llevaba ahí casi mil años. Recorrida con anterioridad por Ricardo Corazón de León y los Tudor; recorrida ahora por centenares de japoneses con sus cámaras. Allí fue donde Ana Bolena perdió la cabeza, literalmente, y donde miles de personas fueron encarceladas y torturadas hasta morir. Contaba la leyenda que, si los seis cuervos que habitaban la Torre de Londres se marchaban algún día, la edificación caería junto a la monarquía británica. Para evitarlo, los beefeaters que hacían guardia en el edificio recortaron las plumas de sus alas para que no pudieran volar y comenzaron a alimentarles a base de carne y cerveza, para tenerles contentos.

«¿De verdad vamos a marcharnos nosotros de Londres? ¡Pero si nosotros somos sus cuervos!».

Eileen me miró como si me acabara de preguntar algo. Cuando volví a centrarme, recordé una cosa.

—Tenemos que pasar por el piso de Hackney primero. Tenemos un poco de dinero escondido en la cisterna.

—No podemos acercarnos, Hayden. Están ellos allí.

—¿Ellos quién?

—Los rusos. —Eileen inclinó la cabeza con cautela—. ¿Recuerdas lo que dijeron en el intercambio? Que si les dábamos el cuadro voluntariamente nos devolverían el piso de Hackney. Eso significa que están allí... y, en efecto, Dean ha pasado antes con el coche y ha visto la furgoneta a la puerta.

—¿Qué? ¿La furgoneta del cuadro? —acerté a decir, atónito de repente.

—Sí, claro. Dudo que tengan más, ellos son una organización pequeña y no viven en Londres.

—¿Y qué sentido tiene pasarse por Hackney antes de irse, pudiendo salir por patas en ese instante?

—Quizá tengan algo que hacer allí. Yo qué sé —contestó As de Picas con desinterés.

—Como sea, olvídate de lo que teníamos ahorrado en la cisterna. No vas a poder volver allí más —intervino Dean—. Parece que te han puesto guantes en las zarpas, gatito.

Le dediqué una mirada peculiar, incipiente.

—Si mis patas han de estar metidas en algo, seré el Gato con Botas.

Me levanté de golpe, instantáneamente renovado. Por fin con un objetivo. Con una motivación que tirara de mi mente y de mi cuerpo.

—¿Cómo? Wait a sec... ¿Adónde vas? —se alarmó Eileen.

—A Hackney. Voy a arrancarles la piel a esos capullos.

—No estarás hablando en serio...

—Oh, ya lo creo que sí —reí.

Los tres underdogs me miraban estupefactos.

—Hermano —comenzó a decir As—, tenemos una sola oportunidad de largarnos ahora y...

—También tenemos una sola oportunidad de cambiar las cosas. Yo me voy.

Hice una seña a Kaiser y giré sobre mis talones.

—Hayden —susurró Eileen—. Hayden, no te muevas, por favor. Es peligroso. Van a estar armados y...

Comencé a andar en dirección opuesta a la rivera del Támesis, hacia el centro de la ciudad.

—Hayden, si das un paso más llamo a la policía —espetó la chica con firmeza. Me detuve y su voz sonó un poco más desenfadada—. Es por tu bien.

—¿Os estáis marcando un Sascha Korovin? —les miré con repulsión—. ¿Estáis conmigo o contra mí?

—Antes jamás habrías dudado eso, chico —murmuró Dean bajando las cejas—. Has cambiado...

—Si no cambias no avanzas. Y si no pregunta a Darwin —respondí secamente.

No me entretuve más y salí corriendo, dejándolos ahí plantados.

Sospechaba que no tenía mucho tiempo; los rusos estarían deseando largarse a su país, si no lo habían hecho ya. No temía que Eileen y el resto pudiera denunciarme, porque en el fondo a todos nos desagradaba meter a la policía en nuestros asuntos.

Bordeé el patio de la Torre de Londres a la carrera, acompañado del sangriento mar de amapolas que cubría todo su foso. El rojo me daba fuerzas, me abría las alas.

Después de vagar en la inapetencia desde el accidente de Janice, casi no podía creerme las energías que tenía en ese momento. La velocidad que estaba alcanzando, la necesidad de llegar a un sitio concreto... aunque luego pusiera un pie en Hackney y la mafia se hubiera largado. Solo por esta estúpida posibilidad había merecido la pena no irme con Roja, aunque durante el trayecto en metro me hubiera martirizado la pérdida de la oportunidad.

«Lo siento, Roja». Reí mentalmente, casi demencial. «Me he cansado del amor. Amor en la tele, amor en las canciones, amor en los libros, amor con las parejas.

Amor... amor... amor... amor...

Probad a sentir odio. Probad a sentir rabia, soledad o dolor. Eso sí que es inspiración, señores. Eso sí que es sentirse vivo».

Y a medida que corría sentía cómo la furia se iba enquistando en mis venas, engrosándolas como un chute de heroína bárbaro e inhumano. Quería quemar Londres. Quería verla arder como ardió en el Gran Incendio del 1666 y morir yo con ella.

Pero antes tenía algo que hacer. Alcancé el bus en cinco minutos y me las arreglé con el conductor para meter al perro. Estábamos juntos en esto. El trayecto hacia Hackney fue la prueba definitiva para echarme atrás, pero me lo pasé resollando contra el cristal como un toro y bajé con la misma cólera irracional con la que había subido.

Galopé hacia la calle donde había vivido estos tres años, hacia el portal cuya puerta había sujetado a la señora Harrison durante tres años. Había una furgoneta blanca aparcada en frente del edificio, pero no me atrevía a buscar a Napoleón habiendo tanta gente a su alrededor. Eran los rusos; no me cabía ninguna duda.

«Han matado a Janice», repetí como un disco rayado. Como una mente rayada. «Mírales ahora, nadando en su intrascendencia. Ahí están, sonriendo y hablando en ese asqueroso idioma arrastrado. Mírales. Mírales bien».

Me acerqué cada vez más, escondido de coche en coche y sujetando a Kaiser detrás de mí. Y sentí que no debería estar allí, igual que el cosquilleo fantasmal que recorre los dedos de un brazo amputado.

«Si el arte está en todo aquello que consigue provocar una emoción en alguien... ¿qué es la venganza entonces, sino la rama más retorcida del arte?».

Tenía tantas ganas de matarles que me estaba emocionando. Quería ser un terremoto de magnitud once que dejara a la gente muerta, o muerta de miedo. En aquel momento era tan humano que estaba empezando a convertirme en monstruo.

Esperé la oportunidad en que esas hienas no estuvieran mirando para colarme en el portal. Una vez dentro subí por las escaleras, sigiloso como una pantera. Se oía un poco de murmullo arriba. Desde el séptimo capté un profundo olor a gasolina. Ya en el noveno descubrí una garrafa vacía en el rellano.

La puerta estaba entreabierta. Me agaché en el marco y cogí el móvil del bolsillo lentamente, como un vaquero echa mano a una pistola. Entonces lo expuse por el hueco de manera que el ángulo reflejara en la pantalla lo que había al otro lado de la esquina, en el interior. Conté dos personas en el salón. Me escondí en el ascensor averiado y esperé. Esperé porque las venganzas siempre implican esperar. Cuando uno de ellos bajó por las escaleras con la garrafa vacía en la mano, aproveché el momento para entrar dentro y asaltar al restante.

El suelo estaba pringoso y apestaba a químicos; se me pegaban las zapatillas. El piso estaba exactamente igual de caótico que el día en que bajamos a Cherry soltando espumarajos por la boca: con los muebles volcados por el suelo y la ventana quebrada en una gran telaraña de grietas.

Me pregunté si mis dedos seguían allí. Si la policía había descubierto el estropicio antes de que los rusos lo limpiaran y los habían recogido.

Escuché movimiento en la cocina.

Pensé.

El encuentro con Danielle me dio una idea. Rebusqué en los cajones del aparador y encontré el collar de pinchos y la correa que había llevado el día de la despedida de soltera. Era irónico que lo hubiera guardado para Kaiser.

Avancé. Seguro como nunca. Fiero como nunca.

Doblé la esquina. El ruso me daba la espalda mientras vaciaba su garrafa sobre el aparador, pretendiendo borrar cualquier pista sobre Cherry para volver a su país sin policías en la espalda. Porque la muerte de un niño de dieciséis años no le importaba a nadie, es cierto, pero en cuanto descubrieran que estaba relacionado con el robo de Napoleón les seguirían hasta el fin del mundo.

Todo sucedió deprisa y en silencio. Alcé la correa metálica por delante del tipo y tiré de su cuello con fuerza.

Las armas arrojadizas son de cobardes. Si quieres herir a alguien, debes hacerlo con tus propias manos o con cualquier arma que te transmita el crujido de las venas. Para ser capaz de matar debes estar seguro de lo que destrozas, de lo que estás quitando. Si el pulso te tiembla y no eres capaz de hacer lo que tienes en mente, no te mereces el honor de privar a alguien de su vida.

El ruso balanceó la garrafa frenéticamente tratando de rociarme de gasolina, pero no logró levantarla más allá de su cadera. La fuerza me fallaba en la mano diestra porque tenía dos dedos menos, pero compensé la falta enrollando la correa en mi muñeca. Él sacudió el brazo espasmódicamente. Una vez. Y otra. Y otra. Dejó de moverse. Pero otra más.

Y otra.

Estaba ya muerto, pero se me estaba haciendo eterno.

Otra.

...

Nada más.

Cayó al suelo como un saco de patatas.

Kaiser se paseaba por el salón, con el hocico arrugado por el pestazo a gasolina y caminando como si le estuvieran agarrando de los huevos. También a él se le pegaban las patas al suelo. El compañero del ruso tardó un rato más en subir, y cuando lo hizo se encontró con un gato rabioso lanzándose a su cara. No se esperaba este invitado, así que no había venido armado. Solo estábamos él y yo con nuestras manos. Me empotró contra la pared y me agarró del cuello, tomándose unos segundos para examinarme con aquellos terribles ojos azules.

Yu arr just a kid —gruñó con aquel acento repulsivo, sonriendo. Me reconocía. Claro que me reconocía.

Llevé mis manos a las suyas, alarmado. Él rompió a reír. Yo rompí sus dedos.

Se retiró con un berrido de dolor, impresionado por mi determinación.

—Janice. ¿Me oyes? —espeté con desprecio—. Apréndete su nombre. Janice.

Su puño voló a una velocidad de vértigo... y vértigo es lo que me produjo al estrellarse contra mi vientre. Cuando caí de rodillas, aprovechó para darme un rodillazo en la cara. Una vez en el suelo, sus manos heridas se aferraron a mis mandíbulas como dos dragones contrayéndose en la entrada de su cueva. Yo boqueaba intentando morderle, pero el dolor bajo las orejas era tan espantoso que solo podía vibrar y rezar porque no me partiera algún diente.

Pero ya habían estado a punto de matarme en otra ocasión, cuando se suponía que debía haber volado por los aires en lugar de Leona. Pero ya sabéis lo que dicen: «What doesn't kill you make you stronger. What doesn't kill you make you fire».

Entonces recordé que todavía tenía en la mano la correa de Danielle. Tanteé para agarrar el collar de cuero, de forma que los pinchos quedaran alineados con los nudillos igual que un puño americano. Y entonces golpeé. Golpeé una y otra vez en su sien, pero el primer impacto fue el peor porque el ruso tuvo el desafortunado instinto de mirar hacia la mano. Y ahora retrocedía entre mil alaridos mientras lloraba ríos de sangre y se tocaba el rostro. Que por qué no veía por el ojo derecho. Que por qué ni siquiera se lo notaba.

Solté la correa de pura turbación, en cuanto el tipo me devolvió la mirada con aquel agujero oscuro y sanguinolento. Me quedé paralizado. Ese habría sido un momento ideal para arrepentirse, pero el recuerdo de Janice todavía repiqueteaba en mi mente.

«¿Qué tal ves el panorama ahora, hijo de puta?», pensé con un humor tan negro como la noche.

No tenía mucho tiempo; el hombretón apretaba los dientes para aguantar el dolor y traqueteaba de rodillas buscando un arma. Me volví sobre la encimera para hacer lo mismo, rebuscando en los cajones atropelladamente. Abrí el de los cubiertos y saqué lo primero que pillé.

Una cucharilla.

«Y vosotros pensaréis: joder, Hayden, podías haber cogido un cuchillo. Pues sí, genios, podría haberlo hecho, pero las cosas no siempre salen como uno quiere».

El ruso encontró la correa y se levantó, pero yo no le di más tregua y le agarré de los pelos de la nuca para inmovilizar su cabeza contra la mesa. Me miraba con su ojo sano, con el rostro apoyado de lado igual que un pescado en un restaurante de sushi. Entonces alcé la cucharilla en mi puño y le clavé el mango en el oído con fuerza.

Si antes me había mirado como un pescado, ahora se revolvió como una ballena. Recién arponeada, osciló por la cocina emitiendo graznidos y tirando al suelo todas los cacerolas que había colgadas en las paredes. La cucharilla seguía clavada en su oreja, ligeramente doblada.

Me quedé desconcertado de que aquel no hubiera sido mi último golpe. ¿Qué tenía que hacer uno para que un rival dejara de moverse? Kaiser ladraba desde el salón, sin saber si tenía que intervenir o si su amo se estaba divirtiendo. Yo tampoco lo sabía.

No hacía otra cosa que apartarme de su camino mientras le miraba con los ojos muy abiertos, como una criatura nocturna. La sangre no me turbaba. Los gritos no me afligían. Solo estaba jugando, probando, curioseando. No tenía ni idea de lo que podía acabar con una persona, pero me habría quedado allí toda la vida experimentando los umbrales de dolor mientras sumaba cada golpe a una disculpa por Janice. Pero no podía darme ese lujo, sus compañeros podrían subir en cualquier momento. En una de las torpes vacilaciones de mi oponente, abrí uno de los armarios y estrellé su cabeza contra el pico de la puerta. El ruso cayó al suelo redondo. Por fin.

Me quedé un momento mirándole con las neuronas desconectadas, pero enseguida reaccioné lavándome las manos en el fregadero y saliendo del piso a toda prisa.

Mientras bajaba por las escaleras con Kaiser pisándome los talones, iba pensando. No tenía ni idea de dónde estaba yendo, de lo que pensaba intentar cuando llegara abajo. Ahora era oficialmente un asesino; nada de culpas indirectas por drogas y descuidos. El día en que atacaron a Cherry lo había intentado y había visto la oportunidad en mis propias manos, pero en el último momento no había sido capaz. ¿Y ahora qué? Esperaba sentir remordimiento, o quizás un par de arcadas. Pero nada. Y me preocupaba que este tema no me preocupara lo más mínimo.

Al llegar abajo me asomé por el portal. Los rusos seguían parloteando en su repulsivo idioma junto a la furgoneta. Parecían esperar a que estallaran las llamas y bajaran sus dos compañeros para largarse.

Gateé hacia la parte trasera de la furgoneta. Me tomé mi tiempo. Recé porque la cabina estuviera abierta. Me tomé mi tiempo. Me decidí a probarlo y accioné las bisagras cuando los rusos elevaron el tono de voz. Me tomé mi tiempo. Abrí las puertas. Solo un poco. Una ranura.

Allí estaba.

El corazón me palpitó con fuerza, pero fue rápidamente silenciado por las sirenas de policía que sonaron al final de la calle, igual que un eco satánico. La puta policía. Los rusos se irguieron como si les hubieran clavado una astilla en el culo y se pusieron a gritar los nombres de sus compañeros. No les esperaron demasiado. Enseguida se subieron en la furgoneta atropelladamente, mientras yo rezaba en cuclillas al final del vehículo. No miraron, pero tampoco tenían tiempo. Yo habría hecho lo mismo.

En ese instante se me ocurrió una idea alocada y colé el brazo por la ranura de la cabina, agarrando el borde de Napoleón. Imprimiendo toda mi fuerza en la parte superior conseguí ponerlo recto. Cuando la furgoneta pegó el arrancón, el cuadro empujó la ranura hasta que las puertas dibujaron el grosor adecuado... y las atravesó como una tarjeta de crédito. Se quedó en mis manos. Eso sí, tronchándolas por el peso.

Apenas podía creerlo. Apenas podía mirarlo. El conquistador me guiñó el ojo.

Lo arrastré al portal, temblando de la euforia mientras la furgoneta frenaba estrepitosamente. La obviedad era patética y el momento era crítico. Las sirenas resonaban implacables en cinco calles a la redonda.

Cargué a Napoleón en mi espalda con todas mis fuerzas. Por última vez. Subí un piso. Dos. Me cagué en el ascensor averiado desde hacía diez años. Tres. Napoleón chocó el borde contra la esquina del cuarto violentamente; el golpe me dolió a mí en lo más profundo del alma. Cinco. Escuché los gritos de la Metropolitana y después, los improperios lanzados por los rusos. ¿Les habrían detenido? Seis. Me temblaban las piernas. Me paré a descansar. Kaiser me miraba desde el rellano del séptimo; para él era un juego asomarse por la barandilla del piso superior. Siete. El olor a gasolina. Ocho. Ya casi estaba. Nueve.

Entré en el piso desesperadamente, buscando un lugar donde esconderme o tratar de huir. No me atrevía a apoyar el cuadro en el suelo porque estaba impregnado de líquido inflamable. En la cocina todavía se removía uno de los cuerpos moribundos. No había ningún piso más por encima del nuestro, pero había una azotea. ¿La azotea? Pero no era como una de esas azoteas de Detroit que tenían unas cómodas escaleras en el lateral del edificio para poder subir; las azoteas de Londres eran inaccesibles porque a nadie le interesaba estar en un sitio que se inundaba cada vez que llovía.

Entré a la habitación de River, pero las ventanas eran pequeñas. También en la de al lado, pero eran iguales. Entré en el baño. El ruido se colaba por su enorme ventana rota como llevaba ocurriendo desde hacía tres años. Me asomé por ella y vi una pequeña cornisa que bordeaba el edificio y se perdía tras la esquina. Me asomé más, sacando medio cuerpo fuera, y vi que el borde de la azotea estaba a menos de dos metros sobre la repisa. ¿Asequible? No. ¡Había nueve pisos hasta el suelo!

Pero la desesperación era flagelante, así que alcé el cuadro en diagonal. Pero no entraba por poco. Lo dejé en el suelo un momento y me peleé con el marco de la ventana hasta que me quedé sin uñas. Por suerte, la madera estaba vieja y nadie se había molestado en arreglar las grietas, que cedieron con facilidad.

Al retirar el marco gané aproximadamente diez centímetros de cada lado. Quién me iba a decir que me iba a salvar la ventana de la que me había estado quejando durante tres años. Napoleón salió rozando por todos los sitios, pero salió. Quedó apoyado en la repisa con su porte magistral, con la espalda apoyada en la pared y el rostro expuesto hacia el cielo. Sentí su capa ondear como nunca. Sentí los dioses estremecerse ante su mirada. Solo me quedaba rezar porque no lloviera sobre su pintura.

Apenas quedaba tiempo. La policía no tardaría en subir y ahora los rusos no eran los únicos que habían asesinado a alguien en el piso.

Corrí hacia la cocina sacando el mechero de fumar y prendí con cuidado el borde de la encimera impregnada en gasolina. El fuego se propagó como una exhalación de rabia. El ardor. El rojo. Me fascinaba.

Pomogite! —exclamó el cuerpo moribundo del suelo al percibir el calor.

Me paré a mirarle y sonreí con desprecio, arrodillándome frente a aquel ruso medio ciego que ahora estiraba el cuello, tembloroso como un pavo. La gasolina mezclada con la sangre corría por su cara.

—Vas a hacer compañía a mi hermana —murmuré.

Situé la mano al final de su barba y encendí el mechero. Cuando las llamas empezaron a lamer su rostro, salí de la cocina para no escuchar sus gritos.

El humo fue detectado por el viejo sistema anti-incendios, pero el agua que tenía que estar almacenada para estos casos había sido gastada el día en que murió River por culpa de un huevo frito, cuando yo hacía compañía a Eileen.

Al volver al baño, Kaiser seguía allí, acorralado en la única esquina a la que no había llegado la gasolina mientras se lamía las patas y se generaba una diarrea de cojones. La temperatura de toda la casa había subido y el animal estaba inquieto. Me subí al retrete para poder salir por la ventana, encogiéndome en la minúscula repisa y respirando el aire de la noche. ¿Qué hora marcaría Chaplin, las ocho? ¿Las nueve? Aquel día no había desayunado, comido ni cenado. Las piernas me temblaban, pero dudaba mucho que fuera por hambre. Más bien sería por los veinte metros de caída que tenía hasta el suelo.

—Vamos. Vamos, chico. Conmigo —insté hacia el interior, haciendo señas al perro con las manos. Cuando el animal se acercó, tuve serios problemas para cargar con él en brazos. Tardé varios segundos en sentirme seguro para levantarme.

Kaiser gimoteó del terror y se agarró a mis hombros torpemente, arañándome la espalda. Le temblaban las patas traseras y tenía los ojos desenfocados. Sabía que le turbaba el viento revolviéndole el pelaje, porque a mí también me estaba ocurriendo.

—Cálmate. Ya está, buen chico. No te muevas, ¿sí?

Avancé en lateral, pegado a la pared, pasito a pasito. A mi derecha me hacía compañía Napoleón, deslizándose lentamente por la repisa con el empuje de mi mano.

Pasito a pasito. Londres gemía por encima de los edificios. Las estrellas del cielo apenas eran visibles porque las verdaderas estrellas estaban debajo. Pululando por Covent Garden, por Camden Town y por Notting Hill. Haciendo suyo el barrio de Westminster, opacando la luz de la London Eye. Algunos con un saxo en la espalda, otros con la única ayuda de sus manos y su talento. Me pregunté cuántos gatos negros estarían en ese momento mirando el cielo. Cuantos se molestarían en hacerlo porque quizás aquella fuera la última noche que les quedara de libertad. Apreciar las cosas cuando estás a punto de perderlas es la mayor maldición del ser humano.

Seguía pasito a pasito, con la cara pegada a la pared, Kaiser tiritando en mis brazos y sin posibilidad de ver el camino que seguía.

Lo que ocurrió a continuación fue tan absurdo que, a día de hoy, todavía sigo desorientándome al recordarlo:

De repente, el cuadro se inclinó sobre el abismo, lentamente.

Y desapareció.

...

Jamás en mi vida me había distorsionado tanto la calma, el silencio. La falta de ruido. La falta de situación. La falta de causa. La falta de sentido común. El patetismo. La simplicidad. El fallo de lo asumido. De lo autónomo. Lo inesperado.

Había sido tan sencillo como que Napoleón caminó hasta el final de la repisa, la repisa terminó y entonces caminó en el aire.

Tardé casi siete segundos en escuchar el estruendo. La espera más larga y atroz de mi vida. Y cuando lo hizo, sentí el impacto en lo más profundo de mi ser. Sentí el terremoto estrepitoso sacudiendo los territorios de Haití. El titánico tsunami convulsionando las costas de Tailandia, arrasándolo todo. Sentí las entrañas de la tierra retorcerse de asco para vomitar sus flemas ardientes. Sentí los huracanes expandiéndose hacia la punta de mis dedos como se habían expandido los trozos de lienzo. Sentí los desastres del mundo. Y sentí que aquel había sido el peor de todos.

Se me olvidó respirar. Kaiser se revolvió con inquietud porque llevábamos un minuto parados en silencio, sobre aquel océano de aire y negrura. Las llamas asomaban por la ventana más próxima desde hacía rato.

No podía creerlo. Sencillamente no podía.

Me asomé hacia el suelo con cuidado para, al menos, darle un descanso a mi cordura. Para asegurarme de algo que jamás querría ver asegurado. Napoleón estaba en el suelo, a veinte metros, desmembrado y humillado como una ninfa sublime a la que hubieran violado veinte puercos. Un mareo contrajo mis neuronas por un momento.

Hey!

La exclamación me sobresaltó. Me costó un poco girar la cabeza sin despegarme de la pared para ver quién había hablado.

Hey, boy, come here! —Entorné la vista. Odiaba que me llamaran «boy»—. Es peligroso. No se puede ir a ningún sitio por ahí.

Había dos señores morenos inclinados sobre la ventana del baño; ambos vestidos con casco y uniforme azul marino. En su pecho había una chapa que decía «Metropolitan Police».

Cerré los ojos, respirando hondo. Por un lado, estaba Kaiser y su peso incesante. Por el otro, que Napoleón había muerto, que no tenía sentido huir y que si me negaba a volver voluntariamente, subirían a por mí.

Miré por última vez hacia el cadáver para que mi mente evitara crearse un mito que venerar. Volví pasito a pasito, con las náuseas en la boca. Al llegar a la ventana los policías me sujetaron y me ayudaron a entrar en el edificio, cuyo ambiente se había transformado en las tripas de un dragón. Luego me agarraron sin mucha amabilidad y me empujaron al pasillo.

Kaiser ladraba de felicidad; se alegraba de que hubieran venido tantos humanos distintos a saludarle. Yo sabía que ladraba por eso, pero el policía que me sujetaba lo miró con recelo y lo apartó con una patada. Algo en la mente del perro debió cambiar en ese momento, casi como un chispazo. De repente atisbó a comprender que aquellos individuos no estaban ahí con intenciones receptivas hacia nosotros, a pesar de que ahora mismo estuviéramos todos inmersos en el mismo averno incipiente. Y entonces se puso a ladrar con ferocidad.

Que dejaran de estresar a su amigo de dos patas. Que podía oler su angustia, aunque pareciera imposible oler algo aparte del humo. Arrugó el labio superior para mostrar los colmillos como hacen los lobos. Que le dejaran. Que dejaran en paz a Hayden o les mordería una mano para ayudarles a decidir. Lo hizo. El policía pegó un respingo y abandonó la primera fila. Kaiser volvió a ladrar mientras soltaba pequeños salivazos; ojalá fueran suficientes para apagar el fuego que ahora había alcanzado la alfombra del salón.

—¡Kaiser! ¡No! ¡Cálmate! —me revolví como pude, pero los brazos de mi captor eran firmes como dos varas de acero. Tosí. El animal aullaba con bestialidad; el fuego de sus ojos era más salvaje que el de la alfombra—. ¡Calla! Vamos, ¡cállate!

Retrocedimos por el pasillo como una extraña procesión de torpeza. Los asustados policías mantuvieron el porte, pero lo hicieron porque tenían una pistola apuntando hacia el enorme perrazo. No dispararon, pero tampoco se atrevían a darle la espalda. Cuando alcanzamos el exterior compartimos la última visión de las llamas alcanzando el pasillo... acorralando a un animal que, además, tenía las patas impregnadas en gasolina. Y entonces cerraron la puerta.

—¡No! ¡¡Kaiser!! —chillé, mientras mis tráqueas convulsionaban por el humo, por la tos y por la angustia—. ¡SALVADLE! ¡SALVAD A MI PERRO!

Los policías no pensaban arriesgarse. Un animal no era una persona. Una vez a salvo en el rellano, bajaron las escaleras llevándome en volandas.

En el exterior se habían reunido la ambulancia, los bomberos y dos coches de la Metropolitana; todos montando el escándalo con sus propias sirenas. Los agentes fueron felicitados en medio de las prisas; héroes dobles por haberme salvado de un piso en llamas y de un perro rabioso.

Luego comprendí que realmente me habían cogido para no soltarme. Comprendí por qué habían subido policías y no bomberos a sacarme de allí, y comprendí que en realidad les estaban felicitando por haberme arrestado.

Y lo comprendí todo cuando le vi ahí plantado, con su trencita y sus ojos de hielo.

—Es él, ¿verdad? —preguntó el teniente al muchacho.

—Sí —contestó Sascha—. Es él.


Lo que no te mata te hace más fuerte. Lo que no te mata te hace arder.

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