**XX. Gato con guantes no caza ratones.

Alguien me levantó del suelo y me puso la capucha. Luego me empujó hacia el Leviathan murmurando algo en un tono que pretendía ser dulce, consolador, aunque luego se girara y se pusiera a gritar con impaciencia:

—¡Ayudad a Leona, está herida!

Se le oía soltar terribles alaridos de dolor, como una ballena colosal varada en la arena.

—¡No pienso ayudar a esa bruja! —contestó alguien.

—¡Que la ayudes, he dicho! No vamos a ser como ella. No nosotros.

—Que sepas que tienes el corazón tan grande que te vuelve idiota, Eileen. Igual por eso la sangre no te llega al cerebro y...

—Si la dejas ahí es Omisión de Socorro y se te puede caer el pelo, así que hazlo por lo que tú quieras, pero hazlo —insistió la chica mordaz. Luego se volvió hacia mí y murmuró algo cariñoso en mi oído mientras me obligaba a seguir caminando.

Yo no sentía su tacto. Ni frío ni calor. Ni mi respiración. ¿Estaba muerto?

El ambiente se oscureció repentinamente y supuse que habíamos entrado en el pub. En el infierno. Ahí era donde tenía que estar.

Me dejé manejar como una marioneta. De repente estaba situado en el medio de un montón de personas. De vez en cuando alguna me cogía la mano o me daba un pequeño pellizco en la mejilla, pero no tenía ganas de reconocer a nadie. A mi alrededor la gente parloteaba de forma ajena, como en una telenovela.

—¿Alguien ha comprobado el Land Rover? —preguntó la chica sobre la que me apoyaba.

—Sí —contestó alguien. Y no añadió nada más. Su silencio lo decía todo.

Noté que mis rodillas flaqueaban.

—Eh, eh, eh. Hayden —chasqueó los dedos frente a mí—. Aquí. Conmigo. ¿Sí?

Una voz potente se hizo escuchar en el barullo.

—Tenemos que irnos de aquí, muchachos. ¡Pero no nos queda adónde ir! No tenemos el piso de Hackney, ni la casa de Jeff —se exasperó; sonaba como Dean—. Yo siempre he vivido con Colibrí y con Hayden. ¿Y tú, As?

—Yo no puedo llevaros a casa de mis padres. Os recuerdo que tengo seis putos hermanos preguntones.

—Liu y yo os ayudaríamos... —Bengala hizo una mueca en su rostro negro—. Pero nos mudamos al Leviathan después de que os metierais en vuestros líos.

Dean miró al grupo de underdogs con desesperación.

—Lo siento. Yo no me llevo bien con mis padres —contestó Camaleón.

—Yo tampoco. De hecho, probablemente os acogieran a vosotros mejor que a mí —comentó Roja.

—Mi madre es una loca del orden. Me ha dicho mil veces que no lleve a casa a los amigos pulgosos con los que salgo —se lamentó Abril.

—Yo vivo en el Leviathan —contestó Gallo de Pelea, a modo de disculpa.

—Yo ahora también. La policía desalojó hace dos meses el piso okupado de Chelsea —murmuró Pato.

—¿¡Y qué hacemos entonces!? La policía estará viniendo detrás de la ambulancia, y algunos tenemos antecedentes. Dios. ¡Hasta el maldito Leviathan tiene antecedentes! Por drogas, prostitución, peleas, abuso de menores... ¡Y River! ¡Y Cherry, que fue asesinado hace dos semanas! —Dean se llevó las manos a la cabeza—. Joder, ¡la policía habló con Hayden! No creo que hayan archivado los casos muy lejos unos de los otros, así que solo les falta conectar. No pueden encontrarnos ahora. No pueden hacernos preguntas o tirarán del hilo, si es que no lo saben todo ya —Se volvió hacia mí y me zarandeó del brazo—. Hayden. Hayden, ¿qué hacemos?

No contesté. Ya estaba un poco más despierto, pero me sentía incapaz de pronunciar palabra. Entonces Dean se volvió hacia Eileen y As de Picas.

—¿Qué hacemos? ¿Nos... largamos?

—¡Qué dices, loco! —se alarmó As—. ¿Fugitivos de la ley? ¿Corriendo por las calles de Londres indefinidamente y rezando porque no nos encuentren antes de que logremos pillar un ferry? Tú estás colgao'.

—Ayudaría mucho que alguien nos dijera qué cojones está pasando aquí —intervino Lizbeth con impaciencia—. Por qué os están persiguiendo esos desconocidos. Por qué tienen armas. Por qué mierdas nos habéis encerrado dos veces en el despacho de Leona para que no veamos lo que ocurre. Habéis escondido algo en el Leviathan, y no digáis que tiene que ver con el krokodil de Cherry porque ya no cuela. Debería daros vergüenza usar a un underdog para encubriros.

Eileen fue a decir algo, pero al final bajó la cabeza.

—No podemos deciros nada, colegas. Lo siento —murmuró As de Picas.

—Ya. Pues debe ser que no somos tan colegas —gruñó Lizbeth—. ¿La Deep Web? ¿Pinchar las llamadas de Leona? ¿Y dónde está Sascha, eh? Dime, As... ¿Cuánto tiempo más crees que podemos seguiros yendo a ciegas?

La sirena de la ambulancia lanzó su sonido desde el final de la calle. Camaleón se asomó al exterior y anunció:

—Vale, tíos. Sí que viene la policía. No sé por qué cojones seguís aquí todavía si no queréis que hablen con Hayden.

—Quedaos aquí —propuso Alexia encogiéndose de hombros—. Salir corriendo ahora no parece lo más inteligente, estando esos perros olisqueando ahí fuera. Encerraos en lo más profundo del pub y alejaos de las ventanas. Nosotros nos encargamos del resto. ¿Verdad? —Y aniquiló a sus compañeros con la mirada, que se apresuraron a asentir—. Pues venga. Moveos de una vez, que todavía van a tardar un rato en identificar el Land Rover.

Alexia dio una palmada en la espalda a Eileen, que tiró de todo mi peso para hacerme subir las escaleras. Cruzamos el piso superior. Subimos más escaleras. Llegamos al tercer piso, allí donde tenían las habitaciones los underdogs que vivían en el Leviathan. Cruzamos el pasillo y Eileen me incitó a entrar en la última habitación.

Un fuerte aroma femenino invadió mis fosas nasales. Las seis camas estaban deshechas y había algunas camisetas tiradas por el suelo. Distinguí las botas de Lady en una esquina y la colonia de Roja impregnando toda la habitación. Debía ser el cuarto donde dormían las chicas. A la izquierda había un pequeño baño con las esquinas ennegrecidas por los escapes de agua. Eileen cerró la ventana y bajó la cortina.

—Eh, escóndete aquí. —Abrió la puerta del pequeño armario. El interior olía a chaquetas de cuero y a bufandas de invierno—. No creo que la policía consiga subir, pero por si acaso no hagas ruido, ¿vale? Van a preguntar por ti en cuanto identifiquen a tu hermana. Nosotros estaremos en la escalera espiando lo que pasa.

Respiré hondo. Notaba que las bufandas del armario se anudaban en torno a mi cuello y tiraban de él, pero no era más que una sensación fantasmal. Ojalá lo hicieran de verdad.

—Hayden. Puedo dejarte solo, ¿verdad? —Eileen me miró a los ojos con ternura, de la misma manera en que yo la había mirado el día que murió River. «Hoy por ti, mañana por mí»—. Contéstame.

Yes... —susurré con un hilo de voz. La saliva me sabía asquerosa.

Eileen asintió y me abrazó. Dejó el armario abierto para que no me agobiara, pero cerró la puerta de la habitación.

Me encontraba solo. Terriblemente solo. Al final es como siempre había estado. El silencio sonaba hosco y amenazador, pero me parecía aún peor quedarme de brazos cruzados con todas esas ideas atentando contra mi mente.

Dejarla en blanco resultó más fácil de lo que parecía; sería el efecto del golpe emocional. Salí del armario y el chiste no me hizo ninguna gracia. Di un par de vueltas por el lugar, sin encender la luz. Se oía barullo abajo. Abrí la puerta y me asomé.

—... y que no puede entrar así como así, agente —decía una voz femenina—. Aquí dentro viven personas y es propiedad privada. Si interfiere en la clientela...

—¿Qué clientela va a venir, si la ambulancia está recogiendo ahí fuera los pedazos que quedan de la dueña del pub? —murmuró una voz potente—. Sé que esos chicos están ahí dentro y tenemos que hablar con ellos. Quítese del medio.

—Mire, ¿va a venir aquí cuando tenga una orden de registro o no? Esto es Inglaterra, por favor. No hay nadie en el mundo más civilizado que nosotros.

Cerré la puerta. No quería escuchar.

Como la luz estaba apagada, tardé un rato en darme cuenta de que las manos me temblaban descontroladamente y de que tenía las mejillas mojadas. Era curioso: mi mente se había encerrado con candado para evitar los daños, así que mi cuerpo me impulsaba a llorar y no llegaba a comprender el porqué.

En el exterior llovía; podía escuchar el golpeteo. El ambiente era raro e irrespirable. No veía nada, supongo que nunca fui un gato de verdad. Mi cerebro respondía como una verja electrificada cuando intentaba acceder a él, y eso solo conseguía ponerme aún más nervioso. Di vueltas sin sentido hasta que mi espalda encontró la pared. Solo entonces me dejé resbalar hasta el suelo y me arrugué contra la piedra fría.

Abracé mis rodillas.

Mi móvil sonó en ese momento, arrancándome un sobresalto al notar la vibración en el bolsillo. Lo lancé a un par de metros, asustado y temblando como un flan. Era puro terror; algo en mi cabeza me decía que aquel aparatito de metal podría explotar de un momento a otro, igual que la bomba del Land Rover.

Lo miré con recelo, intentando reconocer algo familiar en la escena que me diera fuerzas para cogerlo. Los segundos pasaban.

—«You told me: "Think about it", well, I did. Now I don't wanna feel a thing anymore. I'm tired of begging for the things that I want, I'm over sleeping like a dog on the floor».

Aterrado, lo atraje hacia mí con la punta de la zapatilla; en el fondo estaba deseando que dejara de sonar. ¿Por qué no dejaba de sonar? ¿Quién se había pasado casi un minuto esperando al otro lado de la línea? Miré la pantalla y respiré hondo, incapaz de creerme el nombre que estaba escrito en ella.

Pulsé el botón verde y me lo llevé a la oreja con vacilación, preparándome psicológicamente para aquello como si estuviera dirigiéndome a las Cruzadas.

—¿Hayden?

—¿Mamá...?

La voz me salió estrangulada.

Ninguno de los dos dijo nada, pero se oían sollozos por el altavoz y no tardé mucho en contagiarme. Los labios me sabían salados.

—Veo que aún conservas tu número de hace tres años.

—¿Habrías lamentado no poder localizarme? —pregunté con voz temblorosa.

—Sí. No habría podido despedirme como debería.

«Despedirse. Despedirse. Despedirse».

—¿Cómo estás? —preguntó. Su voz era impetuosa, aunque la situación se esforzara por desmentirlo.

—Mal.

—Yo también —hizo una pausa—. Acaban de darnos la noticia. Tu padre está llorando en la cocina, pero eso no es ninguna sorpresa: la sorpresa es que estoy llorando yo. Hace años que no lloro por nadie, Hayden.

No hacía falta que lo asegurara. Roxanne siempre había sido una mujer fuerte y dominante; esas que son las primeras en ayudar a los heridos tras sufrir un accidente de avión.

—Disculparme ahora sonaría horriblemente fácil —comencé a decir—. De hecho, cualquier cosa que diga ahora va a sonar tan simple que me dan ganas de pegarme un tiro.

—Pégatelo —replicó ella con dureza—. Te lo mereces. Te mereces todas y cada una de las cosas que te estén pasando.

—No me digas eso, mamá... Por favor —murmuré con un hilo de voz —. Es lo último que necesito escuchar ahora mismo.

—Me has quitado a mi hija. Podías pudrirte en las drogas si es lo que querías, pero nadie te dio permiso para llevarte a Janice —espetó.

Entonces lo recordé. Mis padres no debían de saber nada del cuadro, así pensarían que Janice había muerto por la misma razón por la que me echaron de casa. Roxanne respiró hondo al otro lado del teléfono y sorbió los mocos. Cambió de tema al instante.

—¿Dónde estás? La policía no para de llamarme.

—N-no puedo decírtelo —murmuré.

—Estás en ese local mugroso, ¿verdad? Mira, mejor no me lo digas. Prefiero no saber nada que pueda ser de interés para la comisaría —rio amargamente y gruñó—: ¿Qué? ¿Te sorprende que sepa lo de ese pub? ¿Acaso crees que hemos estado tres años sin preocuparnos por ti? Pasábamos de vez en cuando por la puerta con el coche. Te vimos fumando fuera muchas veces y hablando con desconocidos.

—Desconocidos para ti.

—Y para ti también. No me tomes por tonta —bufó—. Había rumores muy turbios sobre prostitución y narcotráfico, tu padre y yo buscamos opiniones del Leviathan en Internet. Mira, no quiero ni preguntarte qué hacías allí. No quiero ni saberlo —se lamentó—. Ay, Hayden, mi pequeño Hayden. Yo te revolvía el pelo con diez años y te alejaba de las calles donde las prostitutas hacían los turnos. Pasaste años de instituto escuchando charlas que decían «No a las drogas» y que os hacían repetir «No a las drogas».

—Repetir no es la solución. No puedes decidir sobre algo que no sabes cómo funciona por ti mismo; a uno solo pueden enseñarle cómo ser responsable —busqué con cuidado las palabras que decir—. ¡Y yo lo era! Tenía mi trabajo, mi piso, mis amigos y mi vida. He intentado hacerlo bien... Y sí, lo sé. Janice ha muerto por mi culpa y me siento como la mayor mierda del planeta... pero tienes que entender que en la posición en la que he estado a veces era difícil ser responsable. A veces no me salía.

—No te salía. Ya. ¿Esa es la única excusa que has encontrado? ¿Tú, artista creativo que no hacía más que llevarse piedras del parque para no echar a volar?

—Sí, y no era ninguna excusa. No creo que la haya.

Oh, God —suspiró—. No entiendo qué hice mal, Hayden, te eduqué de forma ejemplar. Los niños son como papeles que recortamos a nuestro antojo, pero tú te desviaste después. ¿Por qué?

—Porque te haces adolescente, porque quieres saber quién eres. Porque finalmente encuentras lo que quieres decir y buscas gente que te escuche.

—Siempre has tenido gente que te escuche. Y yo pensé en sacarte de ahí, ¿eh? No creas que no. Pero seguías mirándonos por encima del hombro cuando venías a dejar a Janice a clases de piano, seguías colándote en casa para robarnos el dinero de los cajones. ¿Te crees que no nos dábamos cuenta? Me ponía enferma que tus abuelos ignoraran la clase de rata en la que te estabas convirtiendo. Estabas tirando una oportunidad tras otra... y joder, hijo, ¿por qué iba a perdonarte cuando te comportabas como si no estuvieras haciendo las cosas mal?

—Eh, eh. Para el carro —arrugué el ceño—. ¿De qué cosas malas estás hablando? No me arrepiento de haber salido adelante por mí mismo ni de haber conocido a la gente que he conocido.

Roxanne se quedó callada. Podía imaginar la nube de rencor que se estaba formando a su alrededor.

—Vale, ya veo. Bueno. Así son las cosas, ¿no? Por eso ahora tu hermana está muerta —espetó cruelmente—. Pero claro, supongo que tienes ya... ¿veinte años? Ya eres mayorcito para saber lo que te conviene. Adelante con lo tuyo entonces. Dicen que no hay mejor motivación que los problemas.

Apreté los dientes, ya herido en lo más profundo del alma con la conversación.

—¿Puedo hablar con papá?

—No —respondió secamente. Mi madre siempre decidía por otros, debía de ser algo que nos venía de familia—. Voy a serte sincera, Hayden: me das miedo. No quiero que te vuelvas a acercar a mí, ni a papá, ni a los abuelos. Pero aún te queda Kaiser, ¿no? Janice no sabía que tú te lo llevaste. Pensó que se había escapado porque te echaba de menos y que acabaría volviendo a casa algún día, por eso dejó su caseta y sus cosas en el jardín todos estos años.

Lo sabía. Y ni siquiera había tenido el valor de contárselo.

—Pero eso ya no importa —continuó mi madre—. Ojalá cuides de él y ojalá aprendas a cuidar a los que te quieren antes de hacerles daño. Esta es nuestra despedida. —Cogió aire al otro lado de la línea—. Te quiero, hijo... aunque he de reconocer que hoy te quiero mucho menos que ayer.

No me dio tiempo a responder. Roxanne había colgado.

¿Qué era esto...?

Ah. Lloraba.

Lloraba porque tenía la sensación de que se había perdido algo que no debía perderse y porque quizás más adelante lo lamentara con toda mi alma, pero ahora estaba tranquilo. Paciente. Receptivo. Tenía una pequeña distorsión en mi interior, un nudo raro y bien anclado pero fácil de ignorar, así que ahora mi madre era lo que menos me importaba. Había llegado a la conclusión de que quizás ya no la quería. Me veía perfectamente pasando todas las Navidades de mi vida solo, como si Roxanne y papá fueran unas personas extrañas de las que hubiera pasado página.

Apoyé la cabeza contra la pared, mostrándome real y deshecho por primera vez en mucho tiempo. Melancólico. Melalcohólico.

Era como quedarse un invierno solo, tocando el piano mientras nieva.

Como una refinada tempestad.

Como ponerle letra a la canción de la lluvia contra el cristal.

Era sentirse abandonado, como una guía de viajes con las esquinas dobladas en una guantera. O como un CD rayado siendo lanzado por la ventana de un descapotable azul en marcha.

«Ojalá estar en ese descapotable, a doscientos por hora en la autopista». Cerré los ojos. «Ojalá yo, existiendo ahora mismo en otro lugar del mundo, sin familiares, ni Leonas, ni Ríos, ni Cerezas ni Colibríes. Ojalá la distancia dejara de conspirar en mi contra».

Mi mente se fue abriendo con lentitud, como un nudo que se afloja cuando dejas de ejercer presión. No hizo falta escarbar demasiado: las ideas oscuras y los sentimientos fueron vomitados al exterior en cuanto encontraron una abertura.

Al final del túnel solo quedaba yo, austero, cubierto de polvo y mirándome con maldad.

«—Hola, Hayden.

No me contesté. Prefería dejar que hablara él solo.

—Has vuelto aquí dentro. Me alegro. En el fondo eres valiente, lo sé.

No soy valiente. Lo que pasa es que uno puede escapar de cualquier persona menos de sí mismo.

—Con todo lo que tú has sido. ¿Y ahora qué eres? Nada. Un ovillo de dudas traicioneras; peor incluso que ser nada. Porque querrías ser nada, ¿verdad? —reí interiormente—. Ah, amigo, pero la nada no cambia las cosas. La nada no tiene poder para dejar de ser nada, así que no sé por qué la envidias cuando tú sí que puedes.

No. No puedo. Dudo que pueda moverme siquiera.

—Pero tus pensamientos sí se mueven, y lo sabes. Estás pensando en el fuego. En el sonido de la explosión. En el olor a carne quemada, a humo y a gasolina. En el calor en la cara.

Basta. Piensa en otra cosa.

—No quieres pensar en otra cosa. Quieres analizar cada segundo del recuerdo para intentar comprender por qué no te diste cuenta antes de que Janice no tenía los ojos vendados. ¿Por qué iban a arriesgarse a liberar a una niña que había visto el aspecto de sus secuestradores y el de Napoleón?

¡Estaba nervioso! No pensé en ello.

—No estuviste muy avispado, no, pero al menos has salvado tu vida. Los rusos pensaron en volar por los aires a Janice desde el principio, por eso había tan pocos mafiosos rodeando el Land Rover. Joder, hasta pensaron en volarte a ti por los aires con ella, por eso te indicaron que te acercaras a recogerla en vez de dejarla salir. Eso habría sido lógico, ¿verdad?

Llevaba una pistola. Lo habría evitado.

—No habrías podido usarla, imbécil. Ambos habríais muerto nada más llegar al Land Rover. Pero Leona se te adelantó. Esa perra loca se puso a amenazar a los rusos con su juguete; una rueda pinchada de la furgoneta y no habrían podido salir de allí jamás. Por eso adelantaron el plan cuando Leona pasó al lado del Land Rover y lo explotaron antes. Al final tú estás vivo por ella, ¿no? Cómo cambian las cosas. Igual deberías ir ahí abajo y darle las gracias.

Si voy ahí abajo es para matarla. Todo se ha complicado cuando ella ha metido las narices.

—No, Hayden. Ella ocupó tu lugar en la explosión. Al menos ahora tú estás vivo. Vivo. Vivo. Vivo. Vivo. Vivo. Eso es lo único que te importa, ¿verdad? Eso es lo único que nos ha importado siempre.

Janice era lo único que me importaba. Y Napoleón.

—Oh, sí, espera. Aquí viene la mejor parte: has perdido a ambos. Has arriesgado a ambos para perder a ambos. ¡Qué mal jugador, colega! Ahora no volverás a ver a tu hermana ni al cuadro. Ese cuadro que tanto te costó robar...

He perdido a Napoleón.

—Eso es.

He perdido a Napoleón».

Abrí los ojos lentamente; me sentía pesado. Me pesaban los pulmones, el estómago y los intestinos. Querían hacerme caer, pero sobre todo me pesaba el corazón.

Había perdido a Napoleón. Mi mente coleó de nuevo, como una bestia en gestación:

«—Eh, Hayden, sal de aquí. ¿Ves como a veces es mejor no pensar? Estás empezando a alterarte. Sal de aquí. AHORA».

Y abandoné los hilos de la conciencia por un momento, sí, pero la semilla ya había sido plantada. Me levanté tropezándome con la oscuridad y galopando hacia la ventana. Había perdido a Napoleón. La cortina rugió al ser levantada, las bisagras chillaron al abrirse en canal. Y fuera, el cielo. Las sirenas de la ambulancia. El humo del Land Rover tiznándome el cerebro. Había perdido a Napoleón.

Apoyé un pie en la repisa, como un capitán de barco. Sentí que mi cuerpo ondeaba junto al viento de Londres, que se volatilizaban mis dedos, que se borraban mis límites. Me pregunté cómo sería convertirse en aire de ciudad, ese que no es incoloro pero sigue siendo indefinido. Había perdido a Napoleón.

El Shard me miraba desde las alturas, gigantesco y anoréxico. El rascacielos del viento, la aguja de Londres. Y me pregunté cómo sería convertirse en huracán para poder doblarle la punta. Miré hacia el suelo, donde los londinenses empezaban a arremolinarse como gallinas tontas para intentar ver algo del accidente. El suelo. El golpe contra los adoquines. ¿Sería ese mi final?

No lo era. Tenía miedo de romperme todos los huesos del cuerpo excepto el cráneo y quedarme consciente para siempre. Y hoy en día hay que morirse sin molestar. Me aparté de la ventana buscando mi camino perfecto para abandonar este mundo, poniendo en juego la creatividad para no perder la costumbre. La mentalidad fría que estaba teniendo me habría asustado en cualquier otro momento... pero es que había perdido a Napoleón.

La palabra suicidio suena a espontaneidad y no siempre es así; quizás lo más difícil de todo sea seguir adelante cuando se está en los preliminares. Entré en el minúsculo baño del lateral y me miré en el espejo agrietado. El lavabo estaba lleno de cosméticos femeninos destapados, toallitas ennegrecidas y cepillos de dientes. Alargué la mano hacia la esquina del espejo y arranqué un trozo afilado y diminuto; un chico de veinte años estaba reflejado en él. Lo contemplé entre mis dedos. Me miraba con sus ojos verdes y sufría de vista cansada, pese a su juventud.

Entonces me senté en la alfombrilla... y apoyé la espalda en la bañera y el filo en la muñeca. Quería comprobar si es cierto eso de que cuando más vivo estás es cuando estás agonizando. Quería boquear de desesperación y sentir en mis carnes que de verdad estaba perdiendo algo importante. Quería salir del bloqueo.

El escozor del corte crispó mis células y el chico reflejado en el trozo de espejo se sumergió en el líquido rojo. Y supe que me estaba equivocando, pero me pareció una manera jodidamente espectacular de hacerlo. Estiré el brazo para que la sangre escurriera en la bañera, no tenía derecho a montar un estropicio que luego las chicas tuvieran que limpiar.

Y cerré los ojos... cuando escuché la puerta de la habitación rechinar de repente. No. No quería. No quería que fuera nadie que pudiera interrumpirme ni salvarme como en las historias de amor.

Ya estaba lamentando el tener que levantarme cuando Kaiser apareció en la puerta del baño con aquellos ojos bondadosos. Ah. Solo era él. Se acercó a mí alegremente y lanzó unos lengüetazos hacia mi cara. Basta. Yo solo quería morirme tranquilo. Ladró frente a mí y me retumbó la cabeza. Luego olisqueó el contorno de mi brazo hasta encontrar el manantial de sangre y comenzó a lamerlo con insistencia. Intenté ponerlo fuera de su alcance, pero no me llegaba el brazo. El animal tenía el cuello estirado sobre la bañera y estaba frenando la hemorragia.

«¿Dónde andará la Muerte? Es el único momento en el que la espero y llega tarde, la hija de puta».

Y todo demasiado lento. Fastidiado, recogí el brazo con un esfuerzo sobrehumano y volví a colocar el trozo de espejo en mi muñeca, junto al otro corte. Necesitaba acelerar el proceso. Este dolió mucho más porque la fuerza se me estaba escapando y me costaba más centrarme. Kaiser volvió a buscar la herida con el hocico, pero al no dar abasto, desistió en el intento y apoyó la cabeza en mi muslo.

Le acaricie lentamente con la mano sana. Sana porque no estaba goteando sangre, no porque no le faltaran dos dedos. Entonces me quedé hipnotizado en sus ojos negros como dos gotas de alquitrán y se me olvidó levantar el brazo de nuevo.

Sentía toda la esencia de mi interior escaparse por la brecha; el bombeo incoherente del corazón hacia la mismísima luz. Mi cuerpo se estaba esforzando con mantenerme con vida, aunque fuera tan inútil como intentar llevar agua en un cubo agujereado. Y aun así estaba resultando letalmente bello, me estaba quedando ciego tras contemplar el eclipse.

Y escuché al perro ladrar. Ajeno. Vagamente.

Lo siento, amigo. Esta vez no vas a poder... ayudarme...

Ahora sí...

◊ ◊

—¿Gato? Vamos, colega. Despierta. Mírame. —Una palma fría chocó contra mi mejilla varias veces.

—Mmmmm...

Oh, my god, menos mal. Te juro que este año me hago creyente. Te lo juro, Señor.

—¿Qué...? ¿Ya estoy muerto?

—Yo sí que te voy a matar —espetó la voz frente a mí.

Tardé un momento en enfocar. El pelo llameante de la chica casi me dejó ciego.

—Joder, cómo lo has puesto todo. —Roja no paraba de rebuscar en los estantes. Yo tenía el brazo envuelto en una venda pachucha y mal apretada—. A ver, toma. Ponte cualquier cosa que acabe en «iodina».

Me lanzó los botes que iba encontrando.

—Me estaba muriendo. Estaba siendo bonito —me quejé. El brazo me escocía a horrores, pero por alguna razón pensé que toda la corriente de circunstancias se había detenido. Que, por el momento, ya no tenía sentido.

—Eres imbécil. Menos mal que escuché los ladridos de tu perro y subí a cagarme en su madre —gruñó. Miré a Kaiser torciendo el morro y él zarandeó la cola con alegría, para recordarme que sí me había salvado, aunque fuera con su estupidez—. Qué susto me has dado cuando te he encontrado; no te lo imaginas. Yo no sé si voy a poder dormir más veces en esta habitación.

—Entrégame a la policía, Roja. No me merezco estar aquí —me lamenté, llevándome las manos a la cara.

—Mala suerte. Se han ido hace un rato y no van a volver hasta que no tengan una orden de registro. Deberías decidir seriamente qué hacer con tu vida hasta ese momento.

—¿Pero tú me estás escuchando?

—¡Que no voy a entregarte a la policía, coño! —me gritó—. Mira. Todavía no sé qué está pasando, pero no creo que sea tan grave como para...

—Hemos robado un cuadro de la National Gallery.

Roja fue a decir algo, pero mis palabras no coincidían con nada de lo que tenía en su mente y tuvo que volver a pensar su respuesta.

—¿Un qué...?

—Un cuadro. El Napoleón cruzando los Alpes, de Jacques-Louis David, que vale veinte millones de libras. Eileen, Dean, As de Picas, Jeff y yo asaltamos el furgón que lo transportaba cuando Cherry y River aún vivían. Y ambos murieron por su causa, de hecho. —Respiré hondo, mirando el techo—. Hala. Ya lo he dicho. Bonita historia, ¿verdad? Ya solo me falta contársela a la policía.

—Ve-veinte millones... —alcanzó a decir—. Espera, ¿eso es cierto? Quiero decir... ¿todo es cierto?

—Y ojalá no lo fuera.

—¿Pero cómo vais a haber robado un...? —Roja clavó sus ojos atónitos en los míos. Se le había quedado una mueca que le hacía parecer gilipollas—. Me refiero... Sois prostitutas. Sois pobres. ¡Y sois casi niños!

—Es una larga historia. Habértela leído —dije secamente. Después esbocé una sonrisa soberbia, que intentaba esconder un ánimo resquebrajado—. Leona estuvo en el ajo. Luego no. Luego sí. Luego no. Luego sí. También estuvo Sascha, así que espero que entiendas ahora por qué todo ha sido una mierda para mí desde entonces.

—Me hago una idea, aunque aún estoy flipando —rio con nerviosismo—. Pero entonces, ¿qué? ¿Has tirado la toalla?

—He tirado el toallero —respondí con decaimiento—. Hemos perdido el cuadro y Janice ha muerto. Oh, Dios, la han volado por los aires...

Me levanté y salí del baño cuando noté que la vista se me emborronaba de nuevo. Respiré hondo. Parpadeé miles de veces para retener el dolor. Busqué un cigarro en el bolsillo. No sabía cómo iba a encenderlo si estaba llorando a lágrima viva.

—No puedes rendirte ahora.

Roja estaba de pie en el centro de la habitación y me miraba con esos ojos fijos, sedientos de violencia y de algo mucho más violento: el amor. Haciendo honor a su apodo caminó a mi alrededor lentamente, carmesí, refulgente; una vuelta, dos, tres... qué sé yo. Era una yegua exasperada y resollante preparando un desfogue propio de los toros con los ollares dilatados. Pero no. Era una leona valiente y a punto de cazar, una luchadora. Pero tampoco. Era una loba solitaria y defensiva, que levantaba el labio superior para enseñarte los colmillos. Pero no. No, no era eso. Al final solo era otra gata negra con el pelo erizado.

¿O quizás era todo a la vez?

—Vamos, Hayden, muévete. Distráete. Vomita toda esa mierda que tienes en la mente —dijo la yegua encabritada.

—Déjalo, Roja. Lo mejor será que te vayas.

—Tengo una idea. Pégame.

What?

—¡Pégame! ¡Exijo que me levantes la mano! —gritó el toro bravo, tirando de mi mano para llevarla a su mejilla. No buscaba una caricia.

—No se le pega a las mujeres.

—Vaya tópico más machista. Hay veces en las que, si no pegas a una mujer, conseguirás que te arranque los huevos —replicó la voraz leona, con una nota de indignación en la voz y un gran hambre de mi cuerpo, de mis entrañas.

No contesté. El primer puñetazo me alcanzó en plena mejilla y me hizo girar la cabeza de golpe, encontrándome con aquella loba esteparia pendiente de mi vuelta. Como no me moví, repitió el golpe contra el estómago y luego lo volvió a repetir, pero encontró el acceso cerrado por mis antebrazos.

Así permanecimos durante un frenético minuto: ella descargando sus misiles contra mi maltrecha barrera llena de abolladuras, sin poder atravesarla ni provocar ninguna reacción en el líder que se escondía dentro... y al final acabando por llorar de pura frustración. Era consciente de que no lograría entrar en mi interior en ninguno de los aspectos, y esa certeza se encaramaba a su pecho y le atenazaba la garganta. Tenía miedo de no ser suficiente para arañar mi corazón, sino de raspar un poquito la superficie solamente.

Pero los gatos no se rinden, los gatos no se dan por vencidos porque para eso son los sinónimos de supervivencia. Roja gritó. Bramó como una sirena hasta que exprimió sus pulmones, cortó el flujo de lágrimas y los underdog del piso inferior levantaron la cabeza. Luego respiró hondo, exhausta y exultante a la vez. Se pasó las manos por el pelo y tiró de mi brazo con todas sus fuerzas.

Caí al suelo, torpe y enfurruñado de repente, pero en cuanto encontré apoyo me contorsioné y derribé a Roja con un golpe en su tobillo, eje de sujeción. Y sin haberlo imaginado nos encontramos revolcándonos en el suelo como dos gatos rabiosos, espinosos. Una lucha ágil y bailarina. No hacían falta palabras. Solo golpes, gruñidos de furia y quejidos consecuentes. Me agarró el pie cuando intenté revolverme, le asesté una patada en el vientre y le sujeté los puños. Ella se retorció como una serpiente atropellada y recurrió a morderme para liberarse. En cuanto veía libre una mano, la usaba para golpearme sin piedad.

Nos detuvimos cuando se nos chamuscaron los músculos, agotados, alcanzando el paroxismo. Roja tenía arañazos en el pecho y en las manos; yo tenía cardenales en el pómulo y repartidos por los brazos. Nos sentíamos extrañamente bien, pero por alguna razón teníamos la sensación de estar en el final de algo y de querer mandar todo a la mierda.

Roja alzó los ojos y me desarmó con su mirada. Entonces me rompí a trozos y me amontoné junto a ella, jadeante.

—¿Te sientes... mejor? —preguntó en un susurro frágil y lleno de aire.

—Sí.

—Lo sabía —sonrió—. Desahogarse llorando... está muy visto ya. Esto sí ha sido una muestra de igualdad de género. Ni educación ni hostias.

—Me has hecho daño —murmuré.

—También tú a mí.

Roja apoyó su cabeza en mi pecho y se quedó quieta, calmada, volviendo a su cauce. La rodeé con el brazo. Estábamos cómodos. Así.

—Tienes cierto magnetismo, Hayden. —Quiso decirme lo que sentía, pero no sabía por dónde empezar. Seguíamos jadeando—. Para mí eres perfecto; siempre lo has sido. Y aunque la gente te eche los defectos en cara, a mí me encantas en todos tus aspectos... porque sin ellos no serías Hayden. Ya sabes.

A los trabajadores dedicados al amor nunca se nos habían dado demasiado bien los rodeos con estos temas. Y en realidad era más agradable así: esta manera de dejarnos desnudos, pero simplemente con palabras.

—Sí, supongo. La perfección se hace a sí misma tras cometer cientos de errores. Y además es subjetiva, que es lo que la hace bonita —respondí—. Tampoco es que me esfuerce por hacer las cosas bien. Nadie sabe cómo vivir, solo estoy probando, improvisando. Eso es lo que somos. Vividores empíricos.

—¿Lo ves? —bufó Roja, sonriendo con cansancio—. Siempre sabes qué decir. ¿También eres escritor, o algo?

Sus dedos se deslizaron tristemente por mi clavícula, como tantas otras veces habían hecho, y terminó por juguetear sobre el arito que me atravesaba el pezón.

—Creo que nunca te lo he contado —murmuré—. ¿Sabes por qué está en el lado izquierdo?

—¿Por qué?

—Porque es donde tenemos el corazón. Es la coraza de metal que todos deberíamos tener para protegerlo, para impedir que te lo rompan. Pero al final siempre es mejor prevenir que curar. Es mejor no querer a nadie y te ahorras el tener que sufrir por una hermana o por una pareja.

Con eso último, era obvio que me refería a la traición de Sascha; quizás la desconfianza que me había suscitado con el amor se iba a convertir en mi peor enemigo. Uno tiene la manía de vagar por ahí cuando realmente siempre ha tenido a su lado a la persona ideal, la que lleva amándote desde que te conoció y la que jamás te haría daño. Luego te das cuenta de eso y ya es demasiado tarde.

Roja me miraba con desolación, con la sensación de haber perdido el tren en las narices. En ese momento pudo ver con claridad mi cascarón resquebrajado.

Cuando había demasiada suciedad simplemente le daba la vuelta al colchón, hasta que se me olvidaba la mierda que había en el otro lado y volvía a caer en los mismos errores. Todo era una concatenación de circunstancias infames; maléficas conspiraciones del destino para hacerme girar el colchón una y otra vez. ¿Y ahora qué? ¿Había llegado el momento de comprar un colchón nuevo? ¿O quizás de sucumbir a la suciedad, que era más sencillo?

—Te quiero —reconoció de repente. Y me dirigió una mirada desgastada.

—No digas eso. Son mucho más que palabras.

El ambiente olía a cerrado. Supe que era mi corazón.



Me dijiste: "Piénsalo". Bueno, pues lo hice. Ahora ya no quiero sentir nada más. Estoy cansado de apostar por las cosas que quiero, estoy por dormir en el suelo como un perro.

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