**XVIII. De noche, todos los gatos son negros.
Los cuchillos metálicos pasaban en fila ante mis ojos, reflejando mi piel blanca y los piercings incrustados en ella. Metal contra metal. Las astas afiladas colgaban hacia abajo como un juego de garras portátiles para que se pongan los tigres después de haberse lamido las patas.
Dejé atrás la sección de cubiertos y me dirigí a la zona de alimentos básicos. Hacer la compra para cinco personas era una tarea loable; especialmente en el momento de pagar o de subir las bolsas por las escaleras. Eché un paquete de doce huevos al carrito y me encaré frente a los cosméticos buscando una crema baratilla para el tatuaje.
Era curioso cómo habíamos pasado de tener dos millones de libras... a no tener absolutamente nada. A la salida del Leviathan, As de Picas pegó una paliza a Liu por haber ayudado a Leona; fuimos nosotros quienes le detuvimos después de cierta vacilación. Madame Walker recibió nuestro maletín de dinero y desapareció en el reservado privado, probablemente para juntarlo con la bolsa de Oveja Negra.
Volvíamos a los cinturones apretados. Volvíamos a comer de magdalenas en oferta y a pedir limosna en el metro.
Camden Town burbujeaba bajo los toldos de los mercados. Bordeé a un yankee octogenario con más pelo en la barbilla que en la cabeza que estaba tocando la batería en plena acera, y continué la calle hasta llegar al porche de la casa de Jeff.
Al entrar, Kaiser me dio la bienvenida con unos tiernos ladridos desde el baño. Me dirigí a la cocina y me puse a ordenar la compra en los estantes.
—¿Has comprado cerveza, chico? —preguntó Dean apareciendo por la puerta. Por toda respuesta, saqué el pack de botellines y lo dejé encima de la mesa. Él se apoyó contra la pared y abrió una bolsa de cereales para tomárselos a puñados.
—¿A quién le toca hoy cocinar?
—A As de Picas, supongo.
—Buah, no estoy preparado para eso —se quejó el treintañero desde las alturas—. Si quiero comer mierda me bajo a cenar al kebab, que al menos invitan a cachimba de mango.
—Bueno, tampoco es para tanto. Le decimos que se deje de experimentos, que nos haga un huevo con arroz y...
Me detuve al abrir la huevera; el cierre de cartón estaba dado de sí. Los impresentables del supermercado. No es que me importara, había llegado a comer fideos orientales del contenedor de basura. Pero joder, es que hasta los huevos estaban... ¿manchados?
Me fijé mejor. Eran letras. Era un amasijo de letras pintadas con bolígrafo; una nebulosa de frases demasiado finas y demasiado juntas para llamarse texto:
«London Bridge is falling down, falling down, falling down... London Bridge is falling down, my fair lady».
Sin darme cuenta, había leído la frase cantándola. Mi mano alcanzó el huevo de al lado con el corazón parado.
«Build it up with wood and clay, wood and clay, wood and clay... Build it up with wood and clay, my fair lady».
El huevo siguiente no fue menos.
«Wood and clay will wash away, wash away...». Levanté todos los huevos, todos con el lado interior manchado de literatura. Doce huevos justo con los doce versos que tenía la famosa cancioncilla.
—¿Escribir canciones populares en los productos es una nueva forma de publicidad? —pregunté a Dean, tendiéndole uno. Él me miró con más asombro que repelús.
—Las niñas cantaban el London Bridge cuando eran pequeñas. ¿Qué es...? ¿Por qué has cogido una huevera con esta estupidez escrita?
—No estoy seguro... de que fuera defectuosa cuando la eché al carro. Puede que hayan dado el cambiazo cuando fui a buscar la cerveza —murmuré con la expresión paralizada—. Esto es alguien tratando de asustarnos. Quizá un aviso. ¿Alguien al que le gustaría tener a Napoleón entre sus manos?
El hombre no contestó inmediatamente, como si se negara a dejar que el miedo entrara por la puerta.
—¿Como el que pintó tu Santa Claus con sangre? ¿Será la misma persona, Captcha666?
—Esta vez es peor. Debe saber dónde estamos viviendo ahora porque sabe a qué supermercado vamos, así que he de suponer que también estaba allí cuando estaba haciendo la compra. Puede que nos hayamos cruzado y...
Mi voz se extinguió.
—Quizá nos hemos arriesgado mucho al seguir entrando en la Deep Web desde el ordenador de Jeff —aventuró Dean con nerviosismo—. Nos tienen vigilados. Si han llegado a Camden Town también es que algo estamos haciendo mal. ¿Deberíamos subir el nivel? ¿Utilizar esa cosa de Linux que nos dijo Lizbeth ayer para arrancar Tor sin dejar rastros, que funciona por USB?
—No tenemos un Tails ahora mismo, ni posibilidad de conseguirlo —repliqué—. Lo primero que hay que hacer es salir de aquí.
—Lo primero que hay que hacer es poner a salvo a Napoleón y poner a trabajar a Leona, que para eso le hemos pagado dos millones de pavos.
Le miré perplejo y solté una risita irónica.
—Sí, ya. ¿Y qué sugieres, lince? ¿Que llevemos el cuadro al Leviathan?
El pelirrojo no contestó. Su expresión lo decía todo.
◊ ◊
—¿Has pagado la tarifa de congestión? Creo que se sacaba por Internet... —recordó Dean.
—Sí, pero...
—Y has vuelto a poner bien mi matrícula, ¿no? No queremos que nos pillen las cámaras.
—Sí, Dean, pero este plan me parece una puta mierda. Mira. Da la vuelta. No pienso seguir haciendo esto. —Me erguí en el asiento como si tuviera un petardo en el culo. No era un petardo, sino el hecho de recordar que teníamos a Napoleón justo encima de nuestras cabezas, respirando el aire de la calle.
—No te muevas, chico. Ni se te ocurra salir del coche. ¿El cuadro va bien atado? Me vale con saber eso.
—Va estupendamente atado. No pienso dejar que se resbale y se quede en medio de la carretera; cosa que todavía puede pasar teniendo en cuenta que vamos por la puta calle... ¡con toda esa gente mirándonos! ¡Con un cuadro de veinte millones de libras! ¡Hay policías en Camden! ¡Y yendo al Leviathan! ¡A un sitio público! ¿¡Cómo he podido acceder a esto!? ¡Dean, da la vuelta ahora mismo!
—Se llama desesperación, Gatito. Se trata de una tipa exasperante que te obliga a hacer locuras de vez en cuando y que, también de vez en cuando, puede salvarte el pellejo. ¿Puedes llamar a Leona y decirle que vamos para allá? —preguntó Dean, con los ojos en la carretera e intentando mantener la calma.
—Ni siquiera lo hemos consultado con Eileen y As de Picas —me lamenté, marcando el número de la líder.
—Ah. Cuando tú eres espontáneo te importa media mierda lo que pensemos el resto, pero cuando no estás seguro de la espontaneidad de un compañero ya tienes que hacer mesa redonda. ¿Te das cuenta de cómo eres a veces? —gruñó Dean con estrés—. ¿Y quieres llamar a Leona ya?
—¡Que estoy llamándola, coño! —espeté—. Y yo no soy...
—¿Sí?
—Ah, eh, Leona... Mira... —Me apreté el puente de la nariz con los dedos, buscando la manera de contarle lo que pasaba sin que sonase apocalíptico.
—¿Cómo que vigilándoos? —indagó ella, después de una escalofriante explicación carente de pausas.
—¿A ti que te parece? Llevamos todo el viaje con veinte ojos pegados al cogote. Mirándonos fijamente desde las aceras. Girándose hacia nosotros sin decir nada. Siguiéndonos en coches sin llegar a acercarse. Están por todas partes. En cada esquina del perímetro, camuflados entre la gente normal. Oh, joder, me siento como si hubiéramos cometido un crimen horrible.
—Es que habéis cometido un crimen horrible. ¿O qué crees tú que significa robar a un museo? —aclaró ella con cierta sorna, al otro lado del teléfono.
—Ojalá solo nos miraran para hacernos sentir culpables, pero no es ese el estilo. Están detrás del cuadro, Leona. ¡Y nosotros lo estamos paseando delante de sus narices! —Dean me miraba con nerviosismo desde el volante. Aunque hubiéramos vuelto a disfrazar a Napoleón de mesa, éramos una estúpida parafernalia de obviedad para todos aquellos que supieran que fuimos nosotros los ladrones de la National Gallery, deambulando por Londres dentro de este vehículo con cuatro patas apuntando al cielo—. No podemos volver a casa de Jeff ni a nuestro piso de Hackney.
—Me da igual. Esto es un pub, un sitio público. Aquí entra gente que nadie conoce para emborracharse en la barra, follar como conejos o drogarse hasta que echen espumarajos por la boca.
—Por eso precisamente. No creo que se atrevan a atacarnos en un sitio público, tenemos que quedarnos allí —dije, usando el argumento de Dean, aunque no creyera en él.
—Si el Leviathan os acoge sin problemas, pero, ¿aquí dónde meto yo esa cosa sin que nadie lo sepa? Esto está lleno de underdogs con los ojos bien abiertos.
—Llevas treinta años escondiendo la pasta que robaste a un tío al que probablemente mataste. No me digas que no puedes esconder un cuadro por un par de días.
—Bueno, que le maté para quedarme su pasta es algo que has supuesto tú. No pienso admitir por teléfono que...
—Encuentra la manera de esconderlo para cuando lleguemos o esto se va a la mierda, querida líder —interrumpí hostilmente, antes de colgar. Dean me miraba de reojo.
Tardamos veinte minutos en llegar al barrio del Soho desde Camden Town. El pelirrojo se peleó con el tráfico en el más absoluto de los silencios; la tensión de llevar a Napoleón encima de nuestras cabezas mientras un montón de desconocidos nos seguían la pista nos había robado las palabras. Era más fácil así, porque si no teníamos nada que decir todavía podíamos intentar creer que eran imaginaciones nuestras. El único que se lo estaba pasando de puta madre era Kaiser, sentado en el asiento trasero con el cinturón mal enroscado en el vientre y la cabeza sacada por la ventanilla, dando bocados al aire de vez en cuando.
Finalmente, Dean bordeó el Leviathan y aparcó el Fiat en la puerta trasera. Las cinco de la tarde. Estaba anocheciendo, así que cuando Leona salió a recibirnos se encendió la farola que había a su lado.
—Sí, exacto, acabo de tener una idea —bromeó. Luego ayudó a Dean a bajar el cuadro, ansiosamente—. Lo esconderemos debajo de la cama del reservado. Al fin y al cabo, yo soy la única que tiene la llave.
«Junto con la bolsa de dinero de Oveja Negra», pensé. Y pensé en todas las oscuras coincidencias que podían suceder en un planeta tan pequeño. Y pensé también lo que implicaba dejar el cuadro donde Leona había marcado tan bien su territorio.
—Buf... Te has traído a tu chucho también... —gruñó, al ver a Kaiser bajar del coche. El animal fue directamente a olfatearla y se alejó enseguida, arrugando el hocico. Hay veces en que los perros y las perras no se llevan bien.
—¿Eileen y As de Picas están aquí? —pregunté, tapando una de las esquinas que hacían visible a Napoleón con el borde del mantel.
—Sí, no te preocupes. Ya les he avisado yo. Se han inventado una excusa para reunir a todos los underdogs en mi despacho. Tenemos un par de minutos de vía libre hacia el reservado. ¡Vamos, vamos!
Agarramos los tres de las esquinas y acompañamos a Napoleón al interior de un lugar en el que jamás pensamos que llegaría a poner el pie. La piraña de neón levantó reflejos en el mantel que le arropaba; el Leviathan le dio la bienvenida con todos aquellos tentáculos de plástico inmovilizados en las paredes. Subimos el cuadro por las escaleras mientras Kaiser corría de acá para allá por aquel pub que se había quedado vacío pero plenamente iluminado. Parecía una fiesta a la que no había venido nadie.
Se oía mucho murmullo en el despacho de Leona; cuando cerramos la puerta del reservado a nuestras espaldas por fin pudimos respirar tranquilos. Y una vez en su despacho, Madame Walker se encontró con decenas de miradas pendientes de ella y apretadas en el espacio. No parecía importarles mucho; los underdogs estaban acostumbrados al calor humano.
—Eh... Ya les hemos reunido, como nos pediste —intervino Eileen con inseguridad—. Tenías algo que comunicarles, ¿no?
La mirada de Leona se endureció ante el peso de tener que cargar con semejante excusa.
—Pues... sí. Quería informaros de que... —una excusa con suficiente importancia como para reunirlos a todos— hay alguna posibilidad de que el Leviathan tenga que cerrar. Hay ciertas personas que están buscando a Hayden por... —una excusa que, de paso, les orientara por si las cosas se ponían feas— problemas chungos relacionados con la muerte de Cherry. Si alguien pregunta por él sería ideal que mantuvierais la boca cerrada. Y... eso era lo que tenía que deciros.
Los underdogs se quedaron en silencio un momento, asustados ante la perspectiva de quedarse todos en la calle y sorprendidos de que Gato Negro tuviera que ver con ello. Aunque al principio clavaron sus ojos en mí con cierto refunfuño, todavía tenían demasiado presente la muerte de Cherry como para echarle la culpa a uno de los nuestros.
Así que salieron del despacho con más curiosidad que preocupación y, lentamente, comenzaron a movilizarse para preparar el Leviathan ante la llegada de la noche. Leona me dedicó una última mirada antes de encerrarse en su despacho.
Lady y Pato barrieron el suelo de colillas y pasaron la fregona mientras los underdogs volvían a mancharlo con sus pisadas. Roja se encontró un vómito reseco en la esquina del baño y se dedicó a quejarse hasta que Liu tuvo que limpiarlo. Bengala dio la vuelta a las almohadas de los sillones. Libélula acompañó a Aaron al almacén para reponer las botellas de licores. Lizbeth sacó la basura.
Cuando llegaron las ocho de la tarde, pedimos unas pizzas en un restaurante cercano a Chinatown y nos las comimos junto a las primeras interrupciones de los clientes. Las escogidas fueron Libélula y Abril. El resto nos terminamos las pizzas y guardamos los bordes para cuando nos entrara hambre a las cinco de la mañana.
A la una, las luces y la música funcionaban a toda máquina. Los underdogs parecían haber olvidado las palabras de Leona y entraron en su juego como cualquier día normal... pero yo seguía intranquilo. Sentado en un sillón junto a Eileen, debía ser la única noche laborable de mi vida en la que estaba completamente limpio de sustancias. Un posible cliente se acercó a mí y tuve la osadía de rechazarle. Necesitaba el dinero, pero no tenía ganas de nada, y menos de comerle el rabo en un baño. Supongo que la cosa estaba relacionada con que no tuviera alcohol ni tabaco en el cuerpo.
Mientras Eileen me contaba cosas que solían terminar en recuerdos sobre Perro Mojado, yo me dedicaba a observar desde lejos el comportamiento de mis compañeros.
Roja bailoteaba de acá para allá taconeando con sus botas altas de cuero. Sonreía como una estrella resplandeciente cuando alguien la miraba, y resoplaba de cansancio contra la pared cuando no.
Alexia estaba sentada en un sillón, muy concentrada en dividir un cartón de tripis, pero no aguantó demasiado tiempo sola. Pronto encontró una mujer entre el gentío que reaccionó a sus estratégicas miradas y que decidió acercarse cuando hizo su movimiento magistral: levantó a Lucy frente a ella y lamió sensualmente la cabeza del reptil con la punta de su lengua dividida. La mujer se sentó en su regazo y exhibió un par de billetes con adoración. Alexia, a cambio, la ofreció un tripi entre el dedo corazón y el índice.
Abril buscaba presas sin demasiado entusiasmo. En el fondo solo quería invitar a As de Picas a una copa y pagar por su servicio, si hacía falta. Su enamoramiento se había vuelto compulsivo.
—... como si fuera a echar a volar de un momento a otro —se emocionó Eileen—. Y Natalie Portman estaba preciosa disfrazada de cisne negro, Hayden. Con lo que me gusta a mí el ballet y...
Bang!
El disparo resonó de lleno en la pista de baile, quebrando toda la hipnosis y distorsionando la fantasía de golpe. El DJ tardó un momento eterno en apagar la música, y para cuando lo hizo, no había mirada que no estuviera puesta en el foco del sonido: Alexia tenía los ojos como platos y temblaba frente al cañón de la pistola.
La bala le había pasado por encima del hombro y se había alojado en el acolchado del respaldo.
—Solo ládrame una palabra, perrita —espetó la mujer marcando las erres. Alexia levantó las palmas lentamente—. ¿Dónde está Hayden Rothem?
La respuesta se generó en el aire sin que la underdog de pelo verde tuviera ocasión de decir nada. Al instante, todas las cabezas se giraron hacia mí, tanto por la inconsciencia de mis compañeros como por la de los clientes que ya me conocían. Habría pasado desapercibido de puta madre si se hubieran limitado a coexistir con la incógnita y a mirarse con expresión confundida, pero una parte de ellos deseaba que yo me girara con altivez y preguntara que qué pasaba conmigo, que ahora iba a dar yo una explicación a todos de por qué había una tía disparando sillones en pleno Leviathan. Alguna reyerta, pensarían. Algún ajuste de cuentas, pues no sería el primero.
La desconocida se retiró del regazo de Alexia y envió el cañón hacia mí. Bang. Bang. Los disparos se perdieron en la barandilla y reventaron una ventana. Para entonces, yo ya me había tirado al suelo del susto y la gente se había apartado con un chillido de conmoción. Otro individuo se acercó a mí. No pude levantar la vista, pero supe que no se trataba de ningún compañero por la pinta que tenían sus zapatos.
Un saco de esparto intentó acertar en mi cabeza con obvias intenciones de secuestrarme, pero el forcejeo fue más fácil de lo que pensaba y enseguida logré levantarme para ver quién era. Pero eso no fue tan fácil: el individuo tenía la cara cubierta con un pasamontañas y se estaba revolviendo en el suelo para librarse de Liu. El underdog chino aún tenía el labio hinchado de la paliza que le había pegado As de Picas, y aun así todavía le quedaba energía para revolcarse con mi agresor como un gato panza arriba. Sufrí una serie de sentimientos contradictorios.
Enseguida vino Camaleón a prestarle ayuda, que aquel día iba disfrazado de policía y tenía unas esposas de plástico para atar a sus clientes a la cama. Jamás pensó que algún día servirían para apresar a un asesino en la pista de baile del Leviathan.
Pero no tuve tiempo de relajarme: la tía que se había enrollado con Alexia se abría paso entre la gente, a menos de dos metros. Galopé escaleras arriba tropezándome con los primeros escalones.
—Ah! Stupid fucking bitches! —gritó ella desde el piso de abajo. Había parado un momento para llevarse las manos a la nuca con expresión de dolor. Entre sus dedos tenía un dardo de diana.
Roja no le dio tregua desde la barandilla: el segundo dardo silbó en el aire y se quedó anclado en su chaqueta de cuero, aunque por el sobresalto de la mujer entendí que la punta había llegado a su carne. La underdog le lanzó un tercer dardo con expresión gélida y, por el grito de dolor, supe que había obtenido cincuenta puntos.
Bang! Bang! Pero la pistola tuvo menos puntería, menos mal.
No me quedé a verlo. Los clientes empezaron a movilizarse caóticamente hacia la puerta de salida excepto algunos voyeuristas temerarios. Aunque los underdogs se quedaron todos, la mayoría siguieron en shock o se escondieron debajo de las mesas. Ya en el piso de arriba, encontré a As de Picas aprisionado contra los sillones por un tercer hombre encapuchado, mientras Eileen huía despavorida delante de otro agresor y Dean amenazaba a un quinto con una botella de Beefeater rota. Sabían perfectamente a por quiénes iban. Sabían perfectamente quiénes habíamos robado el cuadro de Napoleón y dónde trabajábamos.
Leona me hizo un gesto desde el pasillo de los reservados. Para cuando llegué, un nuevo persecutor camuflado se desvió de la corriente de personas y me siguió blandiendo una barra de metal.
De repente, la puerta del reservado del lateral se abrió y escupió a una underdog contra él, tan bruscamente que el desconocido se desestabilizó y se derrumbó en el pasillo. La coleta de rastas se balanceó con gracia cuando alzó la lamparita de la habitación por encima de su cabeza... y se la estrelló en la frente.
Gallo de Pelea me miró con sus felinos ojos negros, agazapada. No llevaba más ropa que unas bragas. La luz arrancaba destellos dorados sobre su piel morena, sobre sus pechos pequeños y su columna vertebral dentada. Tenía un aire selvático que no había captado el día en que me fue a tatuar. El cliente que había pagado por ella asomó la cabeza por el reservado tímidamente, observó el cuerpo inconsciente del pasillo y huyó hacia la salida a medio vestir. Inmediatamente apareció en la entrada la agresora de la pistola y la apuntó con su arma para intimidarla. No disparó; si pensaban desaparecer tan silenciosamente como habían venido iban a tener que cuidar sus métodos.
—Vuelve a entrar en la habitación y no salgas de ahí hasta que te dé permiso —instó la mujer—. Vamos, ¡muévete!
Gallo de Pelea se levantó como una bestia a medio domar y se encerró en el reservado con reticencia. Leona y yo aprovechamos ese momento para escabullirnos a lo largo del pasillo, mientras las luces parpadeantes nos regalaban tramos anaranjados y tramos de oscuridad. Al llegar al final nos llovió del techo una cascada de calor; alguien había debido subir la calefacción al máximo. Ni un movimiento más. Pronto nos encontramos cara a cara con el ojo del cañón prestándonos atención de nuevo.
—Las manos lejos del picaporte. Eso es. —Su acento me recordaba al de alguien—. Voy a preguntarlo una única vez. Entonces me responderéis y después podremos irnos. Sencillo. Limpio. ¿Dónde está el...?
La pregunta era tan obvia que el universo no le dejó terminar: la puerta de la habitación del lateral (donde se guardaban los plomos y los controles de electricidad) se abrió repentinamente y golpeó a la mujer en plena cara. Alexia emergió de la oscuridad como una exhalación verde y le arrebató la pistola a su oponente, que todavía se quejaba con las manos en la nariz.
—Me quedo con tu juguete, perra. A mí nadie me deja a medias.
A continuación, la underdog tiró de algo que parecía ser una pierna y lo arrastró al pasillo: se trataba de Lucy. El gigantesco reptil se enroscó sobre sí mismo y alzó la cabeza con lentitud, hacia la apetitosa mujer que tenía en frente de sus narices. Jamás había atacado a nadie, pero las serpientes reaccionan por el calor y Alexia había encendido la calefacción especialmente para que los chorros de fuego inundaran el pasillo. Lucy parecía simplemente confundida. La serpiente abandonó por un momento sus principios domésticos y siseó con agresividad cuando la agresora pretendió pasar por encima. No fue suficiente como para atacar; ni siquiera para acercar la cabeza o enseñar sus fauces. Simplemente siseó.
Su imponente pero inofensivo porte era su única carta bajo la manga, especialmente ahora que su cuerpo ocupaba el ancho del pasillo y tampoco había pistola para defenderse. Alexia lo sabía. Aquello no era más que la sombra gigantesca de un dragón proyectada por una lagartija cerca de un fuego.
—Adelante, yo vigilaré a esta tipeja. Id a donde tengáis que ir —advirtió Alexia con una sonrisa desdeñosa, jugueteando con el arma entre sus dedos.
Se me encogió el estómago al pensar en todos los underdogs que se habían implicado para frenar a los atacantes sin saber el motivo siquiera. Roja, Camaleón, Gallo de Pelea, Liu, Alexia.
Mis hermanos. Picando como abejas igual que los underdogs de los ochenta; igual que los compañeros de Leona cuando fue Oveja Negra. Solo esperaba que Dean, Eileen y As de Picas estuvieran bien al otro lado de la pared. La última visión que tuvimos antes de entrar por la última puerta fue la de nuestra agresora acorralada, susurrando unas palabras por un walkie-talkie.
Entrar en aquella habitación fue como cruzar un portal hacia otro mundo: toda la angustia se quedó fuera y la claridad de la noche entró por la ventana, refrescando nuestra mente. Ese reservado era el único que tenía vistas al exterior. El más grande, el más limpio. Dedicado a los clientes que pagaban por un servicio exquisito o a los que necesitaban resguardarse por un tiempo para hacer ciertos negocios. Las cortinas rojas le daban un aire serio y elegante; los agujeros de ratón que había tras ellas se lo quitaban.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté a mi jefa, impaciente.
—Llamar a la policía y salir de aquí antes de que vaya algún mafioso a ayudar a esa zorra de fuera. Este es el único reservado que tiene ventana, así que ya sabes por qué te he traído aquí.
—¿Saltar por la ventana? ¿¡Ese es tu magnífico plan de huida!? —exclamé incrédulamente.
—Cállate y ayúdame a buscar algo con lo que bajar —gruñó ella mientras se paseaba por la habitación—. Una cuerda, una tela grande, una cabeza de Rapunzel. Cualquier cosa vale, menos las cortinas. No quiero que toques las cortinas.
Abrimos cajones, miramos en el perchero, apartamos la mesa. Y también alzamos la cabeza con atención, cuando sonó el tono de mi móvil en el bolsillo.
—«Dare me to jump off of this Jersey bridge. I bet you never had a Friday night like this».
—¿Sí? —pregunté, con los dedos temblorosos y la voz firme.
—¿Hayden Rothem?
—¿Quién eres?
—Asómate a la ventana, por favor.
Ninguno hablamos, expectantes. Me acerqué al cristal con inseguridad y me asomé, sin saber exactamente quién me estaba llamando ni qué era lo que quería que viera.
La hierba del jardín más próximo se mecía con el viento, como un montón de arcos de violín coordinados. Aparcado en la puerta de atrás del Leviathan estaba el Land Rover negro con los cristales tintados. Apoyado en el capó, me miraba un hombre con un walkie-talkie en una mano y un teléfono móvil en la otra. La ventanilla trasera se abrió lentamente, hasta la mitad.
Janice estiró el cuello para asomar la cabeza, amordazada.
Incítame a saltar desde este puente de New Jersey. Apuesto a que nunca has tenido una noche de viernes así.
Pierce the Veil y Quinn, K. (2012). King for a Day. En Collide with the Sky [Digital Download]. California: Fearless.
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