**XVII. Quien más tira, se lleva el gato al agua.
Estaba dejando de ser humano.
Me pasaba las noches mirando al techo con los ojos como platos y los días luchando por no quedarme dormido. La oscuridad me aterraba porque imaginaba miles de navajas moviéndose en su seno y a Cherry boqueando entre ellas, escupiendo sangre. La salsa de tomate me daba náuseas y habíamos empezado a comprar la carne ya cortada para no tener que usar el cuchillo. Comíamos con las manos igual que animales acomplejados. Buscábamos alimentos precocinados casi sin darnos cuenta, como un familiar que no te cae bien y evitas saludar, aunque siempre esté ahí.
Había sido un acuerdo tácito, sin necesidad de palabras. Jeffrey se había convertido en el único predispuesto a prepararnos algo de comer que no fueran ensaladas, aunque siempre tenía mucho cuidado en la pinta que tenían los platos. A veces lo apartábamos con una mueca de asco y nos quedábamos todos callados, mirando el mantel.
Los dos millones de libras que BlackArt12 nos había dado seguían en el maletín con semblante apagado. La euforia del premio había sonado insuficientemente escandalosa, porque nos faltaban dos underdogs del equipo con los que compartirla. Sin Cherry, el grupo ha perdido el punto cómico y desenfadado que hacía falta para no angustiarse; los chistes de Dean no estaban a su altura. La felicidad se había quedado varada en una especie de espera perpetua.
La casa de Jeffrey era enorme en comparación con nuestro piso de Hackney y el espacio se nos hacía abismal. Por primera vez teníamos una habitación individual para cada uno, y por primera vez nos habíamos instalado todos en la misma para que la soledad no nos arañara tanto.
Jeffrey tenía una gata gris y rechoncha que se llamaba Perla y que caminaba por ahí como si tuviera el mundo a sus pies. Cuando Kaiser intentó matarla por séptima vez tuve que encerrarle en el baño con todo el dolor de mi alma, así que se pasaba las horas aullando lastimosamente y arañando la rejilla inferior para que fuéramos a visitarle. Sus únicos momentos de felicidad duraban lo que tardábamos nosotros en cagar.
Así que aquella mansión llena de pasillos azulados, televisiones y moquetas (alquilada con el dinero que Leona pagaba a Jeff por su subordinación) se había convertido en un infierno muy peculiar. Un infierno que se resumía en nuevas incursiones a la Deep Web con los consejos de Liz y el ordenador de Jeff, mientras oíamos a mi perro ladrar en la habitación contigua y el rumor de Camden Town a través de sus finas paredes.
Camden Town envolviendo nuestro frágil sentido común era una de las pocas cosas que habían resultado positivas para nosotros. Ya podías estar muriéndote de cáncer o desangrándote en un garaje o escondiendo un cuadro de veinte millones de libras que el barrio de Camden siempre estaba en su sitio. Exactamente igual. Exactamente diferente. Los estudios de piercings y las tiendas de pantalones con cadenas seguían allí. Los recintos okupados, los centros sociales y los pubs para moteros; los mercados de fritanga y los de negros vendiendo camisetas a tres libras. Las estatuas de caballos y los canales romanticones serpenteando; los punkis estrafalarios y los locales para mayores de veintiuno. A Camden Town no le importabas una mierda, y en estos momentos agradecíamos mucho no importarle una mierda a alguien.
◊ ◊
La noche iba demasiado acelerada para el ritmo de mi corazón. El Leviathan rugía música electrónica desde lo más profundo de sus entrañas y el bullicio apestaba a sudor.
Eran las dos de la mañana y los underdogs seguían cazando como mejor sabían. Camaleón se había disfrazado de zorro para atraer a los clientes, pero seguía trabajando gratis con el fin de contentar a Leona y ser contratado de nuevo. Gallo de Pelea había salido de su estudio de tatuajes para tomarse unas copas con Pato, Lady buscaba entre el gentío algún valiente al que le molaran los travestis y Abril le hacía ojitos a As de Picas desde el sillón. Desde que As se la había tirado para conseguir la heroína de Lizbeth ya se creía que habían firmado los papeles del matrimonio. Pobre ingenua.
En cuanto a la rubia, estaba discutiendo con Alexia cerca de los baños. Los ojos brillantes de la underdog de pelo verde incitaban a pensar que iba colocada de algo, probablemente anfetaminas.
—Aaron, ponme un Kra-K-Toe por aquí, por favor —pedí al barman.
Después de varios días durmiendo de puta pena, lo único que necesitaba era un cóctel bien cargado que me disparara el azúcar. No tenía otra cosa que hacer aparte de beberme mi dinero hasta vomitar los intestinos. Con el quinto Kra-K-Toe me dirigí hacia los sillones donde Eileen y Dean compartían caras largas... pero la flamante Roja me interceptó por el camino.
—Gato, ¿podemos hablar?
—¿Vienes a preguntarme tú también por Cherry? Porque deberías saber que estoy hasta los huevos de entrar en ese tema y...
—Vengo a preguntarte por ti, imbécil —cortó ella con una mueca de disgusto. Ambos arrugamos el ceño y bebimos nuestras respectivas copas con hostilidad. No supe exactamente a qué se refería hasta que no suavizó su expresión y exhaló un suspiro—. Dime... ¿Te encuentras bien?
Incliné la cabeza hacia un lado y sonreí con cansancio.
—Sí, claro. ¿Por qué?
—Pues... Es que estás muy raro últimamente —murmuró Roja—. Sé que piensas que no puedo notarlo, pero... te conozco desde hace tres años. Antes hacíamos muchas más cosas juntos, ¿sabes? Íbamos a ese cine barato que olía a sobaco y que tenía un proyector que sonaba como una máquina del infierno, para ver pelis cutres de barrio que habían sido desfasadas hace años. Nos metíamos ketamina en mi casa... ya sabes, antes de que me echaran; tirados en esos pufs inmensos hasta que se nos hacían las cuatro de la mañana. Nos subíamos al tejado y cantábamos canciones de los Aristogatos mientras imaginábamos que no era Londres lo que teníamos a nuestros pies, sino París.
—Escupíamos a los parisinos y les lanzábamos las chapas de los botellines de cerveza —farfullé con nostalgia—. Sí. Me acuerdo de eso.
—Siempre me pareciste alguien muy profundo y... —Se enfadó al ver mi sonrisa divertida—. ¡No hagas ninguna broma guarra! Estoy hablando en serio. Eres una persona sensible. Sé que te afectan las cosas y que le das vueltas a todo. No sé si tiene que ver con ir a museos y esas cosas de tío con jersey de rombos que haces a veces, pero puedo notar un cambio. ¿Es porque se acaban de morir River y Cherry? Yo también estoy triste, conocí a River mucho antes que tú.
—No quiero hablar de ellos —interrumpí, bebiendo de nuevo.
—Vale. Pero sigues estando raro. Lo sé porque te conozco, aunque te hayas distanciado de mí.
—La distancia entre nosotros nunca fue un problema —repliqué con sorna.
—Sabes que no estoy hablando de ese tipo de distancia. A veces eres tan ordinario que haces justicia a la idea que tiene la gente de nosotros, joder, aunque solo lo hagas para alejar al resto de ti —gruñó, enfadada—. Somos amigos, Hayden, y yo te aprecio mucho. Si hay algo ahí dentro que te está afectando ahora mismo... —tocó mi pecho suavemente con su puño— sabes que puedes compartirlo. Puedes contarme lo que sea que estés escondiendo. Yo jamás te haría daño.
Me quedé mirando a la chica con los ojos vidriosos. Callado. Entonces fui consciente de que la música retumbaba.
Roja siempre me había parecido una de esas feministas a muerte que se dedica a cazar hombres desesperados para castrarlos en el sótano. Una mujer fuerte y dura, pero que en este instante se mostraba más extendida y preocupada que nunca.
«Me encantaría confiar en ti ahora mismo».
Una tercera opinión sobre el cuadro de Napoleón se me antojaba profundamente balsámica. Una opinión fresca y recién nacida que no estuviera enturbiada por los océanos oscuros en los que nadábamos. Me la imaginaba chillado de la emoción y del terror, y después abrazándome para extirpar la angustia mientras decía frases como «Todo va a salir bien» o «Lo siguiente que tenéis que hacer es esto». Sí. Eso estaría bien. Que supiera hacia dónde dar el siguiente paso.
Roja arrastró la mano hacia la mía y me acarició los dedos inexistentes con suavidad.
—Cuéntamelo, Hayden. Encontraremos la manera de devolverte la alegría y el empuje.
Pero su susurro se quedó en la nada. Y su sonrisa me recordó a la de Sascha mientras planeaba cómo traicionarme bajo la luz de un flexo imaginario.
—No estar alegre no significa estar triste —respondí apartando la mano. Me levanté—. Nos vemos luego, ¿sí?
Di el último sorbo a la bebida y me alejé de la barra para no ver la cara de desconcierto que se le había quedado a Roja. Y después de decepción. Supongo que hay cosas que, aunque no quieras ver, te las imaginas.
Eileen comenzó a lloriquear a lo lejos, en el hombro de Dean. «Pues vaya plan que llevamos», pensé con hastío. Me mostré reticente a acercarme a ese nido de lamentos, así que, en su defecto, me encontré a Leona apoyada en el marco del pasillo que llevaba hacia los reservados. Parecía un pirata temible que vigila cuándo se acerca el tiburón... pero también parecía el propio tiburón. Me dedicó un guiño de ojos que tomé como una invitación para acompañarla.
—¿Qué tal se dirige la esclavitud desde esta posición? —le pregunté, con cierto humor negro.
—No lo sé, no tenéis mucha pinta de esclavos —atajó señalando a Lady, que ahora se reía alegremente por algo que le había dicho su cliente.
—Porque no sabe que lo es.
—Pues es más feliz que tú, que sí lo sabes —Leona irguió su cuerpo y señaló el pasillo con el pulgar—. ¿Quieres que te invite a un chupito en mi despacho, a ver si se te quita esa cara de amargado que tienes?
No sabía si quería, pero en este momento no me apetecía verle la cara a Roja o a Eileen y la seguí. Leona abrió la puerta de su despacho para dejarme pasar y empezó a rebuscar en su minibar privado.
—¿Aguardiente? ¿Bronte? ¿Drambuie?
—Bronte.
Leona sacó la botella y sirvió en dos vasitos. Me senté en el sillón algo mareado.
—Ah. La de veces que me han invitado a mí a bronte los chicos guapos... —comentó—. En mis años jóvenes, cuando tenía las nalgas más apretadas y los dientes más blancos. ¿Te he contado alguna vez sobre mi pasado? —Yo negué y bebí de un trago. El brandy me dejó un sabor a miel en la boca—. Dominaba la calle. Era un gato caprichoso, como tú, que no deja que le acaricien pero que le gusta estar en un lugar con gente. Todo el mundo quería arrastrarme del pelo hasta un callejón, pero nadie se atrevía a hacerlo. Sabían que me bastaba cualquier horquilla para dejarles sin ojo. Cualquier mechero para incendiarles las sudaderas, antes de que tuvieran tiempo de quitárselas para mí. Si luego el tipo seguía teniendo cojones de enfrentarme, se encontraba rodeado de ratas, cucarachas y sanguijuelas. Hermanos salidos de sus agujeros como si alguien hubiera dejado un cadáver reseco. Para picar como abejas igual que yo picaría por ellos en otra situación. Éramos la generación de underdogs de los ochenta... pero con otras complicaciones, por supuesto; ningún grito suena igual. Yo era un huracán. Tenía pasos de león, la gente decía que el universo planeó mi nombre y mis apellidos. Que algún día todo tendría que estallar. No veas cómo follaba.
Leona se paseó por el despacho haciendo danzar aquellas magníficas caderas. Abrió el cajón del escritorio y sacó un pequeño cilindro de metal en el que depositó un montoncito de hebras vegetales, que guardaba en una cajita de black tea y que expulsó su olor por toda la habitación. Luego encendió el extremo con un mechero y fumó por el otro lado apaciblemente. Me ofreció la pipa con cordialidad, pero la rechacé. Se sentó cruzando las piernas.
—Entonces crecí un poco. No me salieron más tetas ni se acentuó mi carácter, eso ya había llegado al límite. Pero aprendí a controlarlo. Aprendí a saber lo que me convenía. En aquella época me encapriché de uno de esos hombres elegantes que visten de traje y te invitan a lamerles el plato por debajo del mantel del restaurante. —Expulsó el potente humo—. Era un vicioso, como yo. Tenía los ojos bonitos; lo recuerdo. Me sentaba en su regazo y me invitaba a licor de lagarto y a puros cubanos como si fuera un trato precioso que tenía que cerrar, cuando lo que de verdad tenía que cerrar eran mis piernas. ¿Y sabes por qué?
—Porque estaba casado —supuse.
—Exacto, niño —rio Leona—. Su mujer era abogada y llegaba a casa con un humor de perros... así que mi león decidió hacer algo al respecto y me coronó reina personal de su intimidad. Hasta me puso un nombre en clave con el que poder buscarme en la calle, entre todo el rebaño. Yo era la oveja descarriada: Oveja Negra.
Incliné la cabeza hacia un lado. El reservado. Debajo de la cama. La bolsa de pasta. La cara que debí poner interrumpió el relato de Leona unos instantes, ambos cautelosos, dudosos. Leona era Oveja Negra. Leona estaba acumulando su pasta en el reservado de al lado como un dragón celoso.
—Fui la primera underdog oficial del Soho, antes de que existiera el Leviathan —continuó—. Tiene su gracia, parece ser que los animales negros no le gustan a nadie. Supongo que somos como las mantis: algunos creen que son preciosas, pero yo creo que tienen cara de alienígena comiéndose a mi madre. —Leona desvió la vista y se quedó pensativa—. Ha llovido mucho desde esos tiempos. Me hice más sabia. El rumbo de nuestras vidas cambió cuando su mujer murió en un accidente de tráfico y él se quedó toda la pasta. Entonces luego... —volvió a mirarme, esta vez con una sonrisa extraña en la cara—, él sufrió otro curioso accidente de tráfico; casual y fortuito. Y fui yo la que me quedé toda la pasta. Así como suena. Salieron de mi vida igual de rápido que entraron, y no creas que me dio demasiado reparo. Una polla que trabaje bien y unos ojos bonitos los encuentro en cualquier sitio. Ahora imagínate a una Leona Walker más joven y más fuerte con los bolsillos repletos de libras. ¿Adónde iría? ¿Dónde malgastaría los millones? Pues no, Hayden. No me largué a Florida ni a Río de Janeiro. Me quedé en Londres como una ilusionada emprendedora y compré un local para fundar el Leviathan. Entonces contraté a los primeros camareros, que luego dejaron de serlo y se convirtieron en underdogs: los descendientes de Oveja Negra, mayores que yo y sacando brillo a sus apodos. Aún los recuerdo, ¿sabes? Dólar, Huesitos, Penacho, Capricho y el resto. Después se invirtieron las edades y comencé a contratar a adolescentes y niños que aún no habían encontrado el sentido a sus vidas. El imperio tomaba su forma. La tomaba porque Oveja Negra estaba al frente, ¿entiendes? —ronroneó, orgullosa—. Jeffrey llegó por aquellos años, siendo un mocoso. Igual te echas unas risas al preguntarle. Y aún me queda un poco de ese dinero, sweetheart. ¿Quieres saber dónde?
No respondí. Nos estábamos mirando. ¿Por qué me iba a insinuar aquello de no ser porque suponía que ya lo sabía? ¿Estaba intentando sonsacarme algo?
—Vaya. Te comió la lengua el gato, quién lo diría —rio ella.
—No estoy seguro de querer compartir ubicaciones de dinero contigo, Leona —respondí finalmente. Tampoco quería hablar de temas arriesgados estando tan borracho como estaba.
—Pues yo creo que sí quieres. Cuando abres reservados prohibidos, entras al instante en un terreno peligroso. —La expresión de Madame Walker se volvió terriblemente seria, y cuando me quise dar cuenta se había acercado a mí de forma invasiva. Estaba buscando una respuesta que darle, pero entonces cambió de tema como una ardilla saltarina—. Estás muy guapo, Hayden. Te has hecho mayor.
—Supongo que el tiempo me sentó bien —respondí con cautela.
—¿Y crees que has madurado? Madurar es llegar. Así de simple: llegar —replicó, con aquel tono hipnotizador que usaba deliberadamente para hacerse la inocente—. ¿Crees que has llegado? ¿Crees que te has hecho más listo? Porque puedes ser el mayor sex symbol del globo terráqueo, pero sin una mente brillante con la que competir el mundo te comerá vivo.
—Creo que siempre se puede hacer uno más listo —dije. No quería entrar al trapo.
—Buena respuesta. ¿Y qué crees que pasa cuando dos personas listas se enfrentan? —susurró, pegando el rostro a mi hombro. Su respiración tibia erizó los pelos de mi nuca y me puso la carne de gallina. Aquello pareció gustarle, porque entonces sacó la lengua y recorrió mi cuello con la punta. Fue un contacto extraño y eléctrico, parecido a cuando te pegas a un desconocido en el vagón de metro.
—Nosotros ya estamos en un duelo, Leona. Sé que contrataste un espía para que fuera detrás de nosotros —aclaré finalmente, molesto.
—Es cierto, pero no es lo único que contraté. —Madame Walker retiró la cabeza con lentitud para mirarme a los ojos—. Y yo sé que tenéis algo en casa que vale mucho dinero. Con lo que me gusta a mí el dinero... ¿por qué no me has avisado, gatito mío?
—¿Desde hace cuánto sabes eso?
—Mmmmm... ¿Mes y medio, más o menos? —respondió con zalamería, jugueteando cerca de mi rostro. Entonces posó sus labios en mi boca.
Eran carnosos y tibios igual que un pedazo de mango. Cuando quiso separarlos se quedaron fugazmente pegados a los míos.
—Ugh, sabes a alcohol. Estás tan borracho...
—No lo suficiente —advertí con suspicacia. Por lo que insistí, sin dejarme distraer—: Hace mes y medio contrataste a Sascha. Espero que sigas manteniendo tu afirmación de que lo contrataste solo como underdog y no como ladrón. Eso me dolería mucho.
No respondió inmediatamente: primero apartó los papeles del escritorio y me sentó en él. Sus uñas esmaltadas recorrieron mi cuerpo como dos arañas, a lo largo de la columna vertebral y hasta donde la espalda pierde su nombre.
—Pues lo siento, pero retiro mi afirmación. Contraté a Sascha como underdog, pero fue después de hablar con su organización y trazar un plan exhaustivo sobre cómo acercarse a ti —confesó maliciosamente.
Y pretendió seguir como si nada, así que cuando las yemas de sus dedos alcanzaron mis costillas, me encogí y ericé el pelaje. No daba crédito a lo que acababa de oír.
—Después de todas las vueltas que dimos con tal de no inculparte y al final sí estás en el ajo. ¿Y ahora quieres follar, puta traidora? Pues búscate un perro.
Ella se separó con una mueca de insatisfacción y se dio un par de vueltas por el despacho mientras fumaba de su pipa.
—Oh, venga, sweetie. ¿Te has enfadado? Ha sido culpa tuya por dejarme fuera de una presa tan jugosa. Si hubieras contado conmigo desde el principio os habría amañado las horas de trabajo, os habría proporcionado un ordenador seguro y un sistema de blanqueo de dinero gracias al Leviathan. Pero preferisteis hacer las cosas por vuestra cuenta y yo tuve que buscarme una manera de hacerme hueco en el plan, aunque fuera junto a unos cuantos rusos que buscaban lo mismo que yo. No me hacía mucha gracia dividir la pasta en tantas partes, pero...
—Ag... Basta, basta. Cállate —espeté, apretando las manos contra el escritorio para no darle una paliza—. Ahora que sé a qué estás jugando, vas a tener que encontrar una manera de compensarme, si no quieres que desaparezca del mapa con Napoleón cualquier día de estos.
Alcé la cabeza con altivez y me examiné las uñas teatralmente. Bajo su atenta mirada subrayada de eyeliner, me quité la camiseta y puse mi mejor cara de trofeo detrás de una urna de cristal. Se podía admirar, pero no tocar. Hacía frío.
Podía conseguir muchas cosas de Leona si lograba ponerme en su frecuencia; tres años aprovechándose de los underdogs al final hacían al alumno más potente que el maestro. Que ella estuviera más caliente que un balonazo en la oreja solo servía de aliciente para añadir más tensión a la cuerda. Madame Walker salivó de deseo y recorrió mi pecho con su boca hasta detenerse en el piercing del pezón. Al ver que me mostraba reacio, comprendió que lo que quería era información.
—Pues no sé qué hiciste después, pero Sascha se largó y no volvió a comunicarse conmigo. Entonces tuve que recurrir a un espía, pero era un estúpido incompetente y le despedí cuando admitió que también había perdido la pista a los rusos. Es como si Sascha y su mafia se hubieran esfumado del mapa.
—¿Cuando recibiste la llamada aquel día... le estabas despidiendo por culpa de Sascha y no por la mía?
—Exacto, querido. Tienes que aprender a no dar las cosas por hecho. Probablemente en ese momento creíste que se trataba de Sascha, al que acababa de despedir.
—Sí, lo pensé. Pero si no lo hubiera hecho, no habría sospechado de ti y me habrías dado la puñalada por la espalda —gruñí.
—Es que no hay motivos para sospechar de mí, gatito, yo aún no he hecho nada. Al contrario que tú. —Leona alzó las palmas con inocencia. Su risita no me auguró nada bueno—. ¿Y sabes qué significa eso? Que la policía estará encantada de encontrar una fuente de información como yo sobre el robo de Napoleón. A no ser que quieras que yo también me convierta en sospechosa, claro, de lo cual estaría encantada...
Sí. Allí estaba Madame Walker, con aquella curva terrible en la boca y fumando de la pipa con indiferencia. Debía ser innato, lo suyo: me había rebasado con toda la elegancia del mundo y había dado la vuelta a la tortilla. Y yo no podía permitirme el lujo de manipular a alguien que ya me tenía cogido por los huevos, así que tendría que buscar la manera de hacerle creer que solo me estaba pellizcando.
—¿Qué es lo que quieres? —pregunté con desinterés.
—Mmmmm... ¿Qué tal dos millones de libras de aperitivo?
Procuré no alterarme, pero incluso aquello era demasiado exagerado para un chantaje.
—Nosotros no tenemos eso.
—Sí lo tenéis. Ahora sí —insistió ella riéndose—. ¿Sabes quién se convirtió en mi nuevo espía, cariño, después de que fallara el que estuvo buscando a Sascha? Pues fue Liu, vuestro querido ex compañero de piso. Ya no tiene sentido ocultarlo, así que...
—Espera... ¿Dragón? ¿Nuestro Liu? —murmuré entre dientes—. Pero si ya no hablamos casi con él. No ha podido saber nada de...
—¿Cómo que no? Pero si os vio subir el cuadro a casa el día que lo robasteis —rio—. No, no te enfades con él. Simplemente fui lista: supe atar cabos y preguntar a las personas adecuadas. Él estaba nervioso y le amenacé un poquito; justo en el escritorio donde estás ahora sentado.
Bufé con rabia. Estaba cansado de desconfiar del mundo y de tener que mantener la línea, especialmente ahora que tenía la vista vidriosa y me apetecía menos que nunca. Solo esperaba que las cosas se solucionaran cuanto antes para poder salir de este agujero de ratas en el que se había convertido Londres.
—Muy bien. Te daré el dinero que BlackArt nos adelantó. Ojalá tu barco esté llevando un botín tan pesado que se te hunda, sanguijuela materialista. ¡Y ojalá sigas siendo tan cabezona que te quedes pegada a él hasta que se te encharquen los pulmones!
—Oye, basta, niño. No te permito que me insultes. ¿Quién te has creído que eres? —Se puso seria, como una pantera recién despertada—. Ten cuidado, no me gusta tu carácter.
—Pues apártalo y cómete la carne —gruñí ariscamente.
Leona se detuvo, dibujando algo parecido al desprecio... hasta que declaró:
—Eso voy a hacer.
Primero me miró a los ojos con aquella sonrisa de depredador, luego me bajó los pantalones y los bóxers. Y bajó ella también, lentamente para doblar su pierna como si estuviera haciendo una reverencia, aunque el mundo tuviera muy claro que no era así. El primer contacto de su lengua me arrancó una fruncida de ceño que pareció divertirle mucho, pero pronto la expresión de asco me traicionó y desapareció para dejar paso a un suspiro. Uno tras otro.
El brillo artificial de sus ojos me vaciaba el cerebro. Solo quedaba el mareo.
—Tienes un culo latigable, cielo. ¿Alguien te lo ha dicho alguna vez? —comentó con picardía, mientras posaba sus manos en las mejillas de mi trasero.
La respiración me fallaba y su lengua estaba tibia, así era como lamían las Ovejas Negras a los Gatos Negros. Me invitó a fumar de su pipa con un gesto; a esas alturas yo ya estaba dispuesto a quemar la noche, aunque me chamuscara los dedos. Aspiré el humo almizclero para expiar mis culpas, la pipa de la paz.
Pero aquí no había nada que se pareciera a la paz. Estaba cabreado con mi nueva posición de subordinación. Me harté. Apoyé el pie en su vientre y la empujé lejos de mí con rudeza. Le gruñí como un jaguar mojado. Era una tiranía que no entendía de fuerzas, sino de psicología: ninguno quería ceder porque ninguno estaba a gusto bajo el mando del contrario.
Ella inclinó la cabeza y se acercó a mí explosivamente. Mi vista se vio anclada hacia un lado de repente, la mejilla comenzó a picarme con fogosidad por el bofetón. Ni lo había visto venir. Volví a mirarla. Había fuego en mis pupilas y agua en las pestañas. ¿Qué vencería? Llevé las manos a su cuello con frenesí. No para acariciarla, sino para apretar. Leona me arañó los brazos del susto y peleó con mis dedos con rudeza, hasta hacerme gimotear del dolor. La venda de mi mano se había teñido de rojo ligeramente.
—¿Estás enfadado, gatito?
—Claro que no. ¿Quieres los dos millones ingresados en una cuenta o en tu puta madre?
Leona soltó una carcajada y me agarró del pelo, conduciéndome por el despacho. Mis rodillas tocaron los extensos sofás de cuero y me tumbé bocarriba de mala gana.
Fue entonces cuando sentí sus piernas a ambos lados y su interior húmedo abrazando mi cuerpo. Ni siquiera podía observar otra cosa que no fuera el techo cuando empezó a cabalgar, porque aún no me había soltado el pelo y no podía corregir el ángulo de incurvación de mi espalda. Me lagrimeaban los ojos, aunque fingiera rebeldía. En el fondo era demasiado joven, demasiado frágil. Leona ronroneaba y gemía a ratos mientras yo me limitaba a removerme en busca de una postura más cómoda, luchando contra el sopor de la borrachera y de la pipa que había fumado.
La noche se consumió. Un orgasmo demasiado rápido me sobrevino para humillar el sentido común, y solo entonces Leona se permitió soltarme. Me ardía el cuello, ella habría podido romperlo si hubiese querido. Terminé mareado y desvanecido, tiritando como un cachorro.
El mejor momento fue cuando Leona se puso el vestido para marcharse.
—Que sueñes con los angelitos, Hayden.
◊ ◊
Al día siguiente me desperté vomitando en el váter. Un duende maquiavélico me estaba masticando los intestinos.
Había tardado una larga media hora en espabilarme, y cuando lo conseguí fue únicamente para reptar hacia el baño de Leona y arrodillarme en los mugrientos azulejos. Tras terminar de liberar aquello que estaba escalando en mi estómago me levanté; la resaca también hacía mella en mi cabeza.
Leona me había arropado con una especie de bata granate de terciopelo, que a ratos estaba suave y a ratos estaba quemada con ceniza de cigarro. Busqué mi ropa apoyándome en la pared y colgué la bata en una percha. El duende maquiavélico seguía masticándome los intestinos.
Luego cogí un documento que había firmado encima del escritorio y lo usé para limpiar la inexistente suciedad que había dejado la noche anterior al apoyarme. «Para que luego digas que no te gusta mi carácter». Fui a salir, pero entonces me quedé parado en la puerta. Giré sobre mis talones y rebusqué en mi bolsillo un par de billetes de cinco libras. A estas alturas no hará falta explicar lo mucho que le gusta a Leona el dinero... Así que los dejé en el escritorio y salí.
Muchas gracias por sus servicios. Veríamos quién era la puta ahora.
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