**XV. Siete vidas tiene el gato.

Cuatro de enero. El frío había levantado su reino.

Entré en casa y tiré las llaves a la encimera. Inmediatamente se escucharon las uñas de Kaiser repiqueteando por el pasillo al galopar hacia mí.

—Hola, colega. ¿Cómo va tu estómago? —pregunté al perro mientras le rascaba las greñas cobrizas. El animal elevó la vista hasta que apareció el blanco bordeando sus esferas negras.

Un conjunto de ruidos ligeros desvió mi atención hacia el final del pasillo, hacia una de las habitaciones. Sonaban a rapidez y a movimiento, como si alguien estuviera desvalijándolo todo. Con el nudo apretado al cuello, gateé sigilosamente hacia la habitación invadida. Mis ojos se detuvieron sobre una chica de pelo castaño que estaba mandando a volar toda la ropa que encontraba en el armario, jadeando con cada brazada y con las mejillas empapadas de lágrimas. Lo sabía por la luz de la mesilla que se reflejaba en ellas.

—¿Eileen? —pregunté desconcertado, incorporándome con alivio—. Menudo susto me has dado, pensaba que había vuelto a entrar alguien en casa. Ojalá ese hijo de puta de Sascha. Le habría dado una paliza. Eh... ¿Estás bien?

La chica se tomó un descanso para mirarme y sorber los mocos.

—Es que he dejado ahí un par de cebollas para espantar los mosquitos. Y me hacen llorar —repuso señalando las picosas hortalizas que había en la encimera. Luego envió otra camisa al cesto.

—No tenemos mosquitos en esta época —repliqué con voz queda, inseguro también sobre la propiedad de las cebollas—. ¿Estás tirando la ropa de River? ¿Por eso estás llorando?

—No. Lloro por las cebollas. He dejado ahí las cebollas y lloro por eso. He superado lo de River. Si lloro es por las cebollas. River no tiene nada que ver con eso. Podría quitar su ropa sin tener las cebollas ahí, pero por favor, no las quites. Volverían los mosquitos. Y entonces no podría llorar a gusto, ni limpiar el armario. —Eileen sorbió los mocos y vació el cajón de calzoncillos casi con odio—. Pero no lloro por River. Son las cebollas.

No dije nada. No la molesté. Era consciente de que la autoconvicción podía mover montañas. Al llegar al salón me encontré con la mirada de Cherry cargada de reproche. Estaba repantingado en el sofá con un porro en la mano y un solo calcetín puesto.

—¿No le vas a decir nada? Ahora la habitación huele como una despensa de la Edad Media. Las ratas ya las ponemos nosotros.

—¿Qué le voy a decir? —repuse, dejándome caer a su lado—. Está usando las cebollas como excusa para desahogarse. Si se siente débil le basta con desviar la tristeza hacia esas asquerosas hortalizas y fingir que no le afecta sacar a River de casa. Y ya que ninguno de los dos queremos tocar las ropas de un muerto, te sugiero que no pongas pegas y la apoyes moralmente.

El adolescente se quedó pensativo.

—¿Crees que estamos siendo unos cabrones al dejar que su propia novia se ocupe de todo?

Esquivé la pregunta con evidente descaro. Prefería asombrarme en secreto de lo valiente que era a veces la pequeña Audrey en comparación con nosotros. Miré a Chaplin. «Hey, eight o'clock!», dijo.

—Mierda. Quiero cenar ya. ¿Dónde está el resto?

—As de Picas se queda hoy en el Leviathan y Dean dijo que estaba a punto de llegar. Estará subiendo.

Por eso a ninguno nos sorprendió que sonara el timbre en ese instante.

—Es él. Abre tú —inquirí con desgana. Eileen murmuraba algo con los dientes apretados en la habitación de al lado.

—Abre tú. Yo estoy amarillo perdido —repuso, exhibiendo la lengua por la comisura de la boca.

—Serás cuentista... Tú hoy no has tenido turno, joder, haz algo por tu vida y levántate a abrir.

El móvil me vibró en el bolsillo con la imagen pelirroja de Dean, así que dibujé la máxima expresión de la pereza antes de levantarme y caminar hacia la puerta, poniendo a parir a Cherry.

—Que ya, Dean, que ya voy a abrirte, coño.

—No, no, si tengo llaves —inquirió el hombre por el aparato, con voz nerviosa—. Estoy abajo, en la calle. Es que estaba aparcando el coche y he visto a unos tipos parar frente al piso y subir por las escaleras rápidamente. Y he pensado... ¿No estarán subiendo a nuestra casa, verdad?

Me detuve en el pasillo, paralizado, mirando la puerta que no cesaba de emitir chillidos lastimeros con el timbre.

—Se me ha ocurrido que quizás sean de hacienda o algo así. O que van a ver a la señora Harrison. Pero me he puesto nervioso y... ¿Hayden?

Guardé el teléfono y retrocedí hasta toparme con mi pequeño pajarito, saliendo de la habitación con un cesto cargado de ropa y los ojos titilantes.

—Eileen... —murmuré con un hilo de voz.

—¡Que son las cebollas, Hayden! ¡Nadie aquí está llorando por River! —gritó exasperada.

El repentino golpe en la puerta nos dejó a todos sin aliento. Incluso Cherry se levantó sobresaltado y se puso a gritar improperios contra Dean. El siguiente ya hizo crujir la madera y nos reunió en el pasillo, cuando la puerta fue derrumbada y tres gorilas vestidos de negro se lanzaron contra nosotros alzando su arma.

La primera era de metal e impactó contra la cabeza de Eileen con un sonido semejante al de las vacas en el matadero. La segunda se acercó a mí silbando como una avispa furiosa: era una navaja clavándose una y otra vez en el aire, en un intento insano de enterrarse en la carne. No podía dejar de mirar los lóbregos ojos de mi rival, porque el resto de su cara estaba tapada y porque después de tres años en el Leviathan había aprendido a olisquear las intenciones de los desconocidos con solo ver su mirada. Y la mirada de ese hombre no indicaba nada. Que fueran a degollar a tres veinteañeros no le provocaba ninguna emoción.

Kaiser ladraba con emoción. Que qué montón de extraños en casa, que cuántos amigos tenía Hayden últimamente.

La pequeña Audrey se retorcía en el suelo mientras el otro hombre buscaba agarrarla del pelo. El restante desconocido tenía puesta su mirilla en Cherry y buscaba la manera de llegar hasta él sin que le partieran la cabeza los muebles que el adolescente le tiraba.

Mi rival exigió un poquito de atención, asestándome un puñetazo en el ojo que me dejó viendo lucecitas durante tres largos segundos. Pero lo que más dolió fue el piercing de la ceja clavándose espinosamente en mi cráneo. En mi cerebro. Sentí que me moría del dolor. El hombretón me sujetó contra el suelo tan cerca que logré aspirar su hedor rancio, a sudor de sicario.

Giré la cabeza a tiempo para ver cómo Cherry se arrastraba hacia el tendedero para coger una pinza de madera. Luego reptó hacia el enchufe más cercano y la introdujo de un golpe. Fue casi mágico ver el agujerito chisporrotear de cólera y dejar la casa completamente a oscuras, ya que las ventanas estaban cerradas y tampoco entraba la luz de la noche. El cortocircuito desconcertó al atacante de Eileen, que debió tantear la pared para comprobar los interruptores una y otra vez.

Imaginé cómo lo había hecho. Imaginé cómo habría sujetado un clip con las pinzas de madera para no achicharrarse, mientras el metal interfería con la red eléctrica. Pero estar a oscuras era algo que solo beneficiaba a Cherry y a Eileen. Para alguien que tenía encima a un tío armado con una navaja era como convertirse en un jamón de bellota. Porque ver el flemático filo yendo y viniendo podía ponerme muy nervioso, pero era muchísimo peor no poder verlo.

Cuando las patadas y los manotazos dejaron de encontrar a mi agresor, busqué una forma de escapar. Gateando, haciendo honor a mi apodo. Pero lamentablemente no podía ver tan bien como un gato, así que cuando mi mano derecha se topó con unos dedos ajenos en lo más profundo de la negrura, no tuve tiempo suficiente para retroceder y la fría hoja de una guillotina cayó sobre mi meñique y mi anular.

El grito me salió de lo más profundo de mi garganta. Los espasmos contrajeron las venas de mi antebrazo y al retirar la mano solo encontré un líquido tibio en el que nadar. Os lo juro. Entonces sí que creí que me moría de dolor. Al instante mis fosas nasales apestaban a hierro, pero quizás solo fuera un efecto protagonizado por el enloquecimiento.

—Mi... ¡Ah! ¡¡MI MANO!! Ah, ¡joder! You, fffffffucking cunt! —me incorporé con los ojos llorosos y la presión en las arterias—. I'm gonna break your ffffucking neck with my fffucking hands, motherfffucking son of a motherfucking bitch!

La venenosa afirmación se quedó flotando en la oscuridad, sirviendo solamente para atraer a la bestia ciega hacia el sonido y lanzarme otro tajo al muslo que, mirad, en comparación con el de la mano, ni lo noté. Solo levanté la pierna hacia el cúmulo de sonidos y pisé con fuerza, adivinando el relieve de su cara.

Luego traqueteé en el suelo sin saber qué hacer con la mano derecha, supurando aquel líquido que ahora me escurría hasta el codo. Si me la llevaba a la boca probablemente vomitaría. Así que tan solo retrocedí junto a mi rabia y noté la pared en mi espalda, seguido de un borboteo de plops al apoyar el trasero. Cuando lo toqué con la mano sana me sorprendí: se trataba de un trozo del plástico de burbujas que había envuelto a Napoleón. Éramos tan descuidados que llevaba ahí dos meses y todavía no lo habíamos recogido.

El hombre aún se quejaba de la patada, así que no fue demasiado difícil encontrar aquel agujero cargado de maldiciones y taparlo con el plástico. Él se removía, buscando liberar su boca. Yo no aflojé la presión, ni aunque la mano herida estuviera exprimiéndose como una naranja.

—¡Esa era mi mano, capullo! ¡MI MANO DE DIBUJAR! —chillé a la cara que tenía boqueando debajo de mí, salpicando el plástico de pequeñas gotas de saliva.

El cuarto se alumbró penosamente cuando alguien abrió la puerta exterior, colándose algo de luz desde el hall. Se trataba de Eileen arrastrando a Napoleón.

Fue suficiente para iluminar la terrorífica cara del hombre al que sujetaba, con los ojos desorbitados pegados al plástico, la nariz aplastada y la boca tan abierta como en El grito de Munch. Nunca había escuchado el sonido de una persona asfixiándose, pero era parecido al de alguien follando. Y a pesar de tener esa música tan escuchada, la canción me perturbó tanto que retiré el plástico y me agazapé en la oscuridad como una lechuza. Por un momento recordé a uno de esos tipos que graban el asesinato con una cámara cutre y lo venden en la Deep Web a otras personas que no tienen el valor de hacerlo.

La escena a mi alrededor era delirante: Kaiser se había alterado con el olor de la sangre y tenía los colmillos clavados en las pantorrillas de uno de los desconocidos. Eileen había sacado una sábana del cesto de ropa de River para envolver a Napoleón como si fuera un vestido nupcial, y lo arrastraba hacia las escaleras entre sollozos. Cherry había logrado encerrar a su atacante en el balcón, quien estaba convirtiendo el cristal en una telaraña de grietas mientras esbozaba una expresión de rottweiler. Pero fue peor la visión de mi mano. Entumecida y teñida de un color oscuro, parecía un pañuelo formando parte de un truco de magia. Un truco de magia que hacía desaparecer el dedo meñique y anular. ¿Dónde estaban mis dedos? Casi podía visualizar el dolor; era una sinestesia.

Eileen gimoteaba. Napoleón se golpeaba con cada escalón. Yo me levanté a socorrerle. Digo a socorrerla, perdón.

Cherry nos siguió con el miedo marcando su cara de niño y, al pasar por su lado, uno de los atacantes blandió su vara de hierro contra sus piernas y las partió como si fueran los troncos de dos pinos jóvenes. El adolescente cayó al suelo de sopetón, siendo sepultado al instante por el tipo que llevaba la navaja. No se anduvo con rodeos propios de novelas de amor para quinceañeros, ni con casualidades sacadas de westerns americanos o de historias cuyos personajes son demasiado mimados por un autor. La hoja entró en su vientre porque no había nada que lo impidiera. Sesgó la piel y la carne como una cremallera abriéndose. El harakiri finalizó con una mueca de horror en el rostro del underdog.

No pensé. No me detuve. Agarré una silla de madera y se la estrellé en la cara al tipo que ahora reptaba por el suelo en medio de las tinieblas. Entonces tomé a Cherry por las axilas y lo arrastré hacia el rellano, dejando una pasarela roja tan brillante como la de Hollywood.

Kaiser me rodeó con expresión lastimera y cojeando de una pata trasera. A esas alturas Eileen ya iba por el cuarto piso. Decidí seguir sus pasos con toda la presteza que me permitía el cuerpo de Cherry, bajando las escaleras y pasando la mano ensangrentada por las mirillas de las puertas. Si algún vecino se asomaba solamente vería rojo.

Rojo como estaba viendo Cherry, apagándose.

Rojo como estaba viendo yo, enloquecido de dolor.

Rojo como estaba viendo mi perro, con las greñas de la cabeza manchadas.

Rojo como estaban viendo los atacantes de nuestro piso, atrapados en el balcón o retorciéndose en el suelo con la mandíbula rota.

El rojo era un color tan demoníaco y tempestuoso que era capaz de poner a prueba la serenidad de una persona. Rojo como Santa Claus, rojo como una espalda rajada por un punzón en medio de la guardería, rojo como un montón de palomas abiertas en canal, rojo como la flagrante capa que envolvía a Napoleón. Rojo. No. Céntrate.

Alcanzamos la calle. El viento frío fue un soplo de menta sobre nuestras heridas. Dean estaba en su coche y pitó como un policía asustado en cuanto nos vio. Entonces salió con una mueca de horror en la cara y cargó el cuadro en la baca, tapado por aquella sábana blanca que olía a River. Luego me ayudó a meter a Cherry en el asiento trasero y me señaló la mano, gritando algo. No respondí. En ese instante mi interior era como una gigantesca explosión en medio del universo: tan sumamente caótica como sumamente silenciosa.

Reconocí al instante el vehículo en el que habían llegado los desconocidos: un Land Rover negro como la noche. Lancé una patada a su tubo de escape. Luego otra. Luego otra. Luego otra. Y la uña del dedo gordo se me debió romper, pero me sentí mucho mejor. Solo cuando el tubo de escape quedó como una ranura, me permití montarme en nuestro coche con Eileen y Cherry. Kaiser subió de un salto al asiento del copiloto. El viejo Fiat se tiró un par de pedos y arrancó justo cuando los hombretones asomaban sus cabezas por el portal.

—Acelera, Dean. Me cago en mis muertos —jadeé con los dientes apretados.

Los faros hirieron el aire noctámbulo cuando Dean tomó el asfalto principal. El vehículo negro hizo ademán de seguirnos, pero el tubo de escape abollado supuso una reducción en la potencia que les dejó lejos, cada vez más lejos.

Y así fue como un Fiat de 1990 dejó atrás a un Land Rover del 2014.

◊ ◊

Llegamos a la mansión de Jeffrey a las dos de la mañana.

Aquella era, con diferencia, la peor opción que habíamos podido escoger, puesto que estaba situada en el único barrio de Londres que nunca duerme: Camden Town. Dean tuvo que dar un rodeo enorme para buscar las calles que no estuvieran infestadas de ingleses borrachos, cargando con un gigantesco cuadro ilegal encima y con dos personas heridas y otra agonizando dentro. Era un trato en el que salíamos perdiendo... pero al menos salíamos.

Eileen y yo teníamos las manos entumecidas de sujetar el cuadro en la baca, cada uno con un brazo sacado por la ventanilla y la sensibilidad completamente perdida por culpa del viento gélido. En cambio, mi mano libre, la de los dos dedos cercenados, palpitaba como si tuviera mi corazón agarrado entre ellos.

Pero la peor parte se la había llevado Cherry, quien se había pasado todo el trayecto mirando hacia el techo con los ojos vidriosos mientras convulsionaba cada cinco minutos y teñía la tapicería de un color oscuro, que ya estaba empezando a oler a hiel.

No habíamos dejado de hablarle en ningún momento. De preguntarle por lo que comió ayer, cuál era su droga favorita o de qué color era el techo del Leviathan, que ninguno nos acordábamos. Él sabía que no podíamos parar en ningún hospital llevando a Napoleón justo encima de nosotros, así que había aguantado hasta Camden Town como un campeón.

Allí, reunidos en torno al adolescente en el suelo sucio del garaje, estábamos más desnudos de lo que nunca habíamos estado. River (presente con su olor en la sábana que cubría al cuadro), Cherry, Eileen, Dean y yo. Los cinco. Los auténticos. Los de siempre. Todos juntos de nuevo, antes de volver a separarnos definitivamente.

Jeffrey bajó en zapatillas de andar por casa y ayudó a Eileen a subir el cuadro a casa. Luego llamaron a la ambulancia. Mi perro les siguió con el ánimo por los suelos, aunque no entendiera nada de lo que estaba pasando.

Cherry temblaba como un hámster mojado.

—Siempre he querido... —balbuceó— tener ese momento de gloria en el que todo el mundo está pendiente de ti. ¡Desde chiquitito!

—Mejor no hables, idiota... —farfulló Dean.

El chico se sujetó el vientre, con las entrañas aflojadas sin remedio. Aflojadas como su esfínter, como pudimos identificar por el olor ácido que se abría paso entre la sangre. Éramos incapaces de mirar a otro sitio que no fuera la horrenda herida que tenía en el vientre.

—Hace frío —resolló el rapaz, haciendo caso omiso.

—¿Qué...? ¿Quieres que te traiga una manta? —pregunté yo.

—No. Me... gusta el frío. Cuando hace frío... no puedes saber qué personas están tristes.

—¿Qué?

—Claro —repuso Cherry con debilidad, como si hubiera dicho la cosa más obvia del mundo—. ¿No ves que ambos sorben los mocos?

Entonces sonreí como un llorica. Igual que Dean. Igual que él.

—Sois gatos negros, sois fuertes —dijo simplemente—. Apro... vechadlo. No dejéis... que el frío os haga llorar.

Luego se encogió sobre sí mismo y cerró los ojos en una mueca de incomodidad. La certeza era demasiado terrible para abarcarla con palabras: el muchacho había dejado de mantener su guerra; ahora solo estaba buscando su paz.

—Cherry. Va, Cherry. No me jodas. La ambulancia está en camino, mírame —palmeé su rostro—. Hey, Cherry...

—Cherry no —declaró casi sin fuelle—. Me llamo Jerry. Siempre me he llamado Jerry.

Jerry. Hacía tanto que no escuchaba su nombre real que lo sentía lejano, como un nombre cualquiera, grabado en una tumba cualquiera de un cementerio cualquiera. Creo que incluso él lo sentía lejano. Una posesión que no había querido reclamar hasta el final.

Sus ojos quedaron abiertos, clavados en la nada como los de una sardina varada en la arena. Cherry, el chico que nunca dejaba de sonreír. El adolescente que siempre caminó detrás de amigos mayores que él. El niño arrastrado hacia un mundo de adultos.

Cherry, que siempre había soñado con ser un gran borracho, un prestigioso catador de nieve, un habilidoso y demagogo vendedor, pero de su propio cuerpo. Casi podía catalogarle de «obsexionado», pues había convertido su apodo de underdog en su estilo de vida.

Cherry. Con trece años ya sabía distinguir el speed puro del que llevaba azúcar. Con catorce ya iba a comprar crack a The Void él solo. Nadie le auguraba un futuro muy despejado, es cierto, pero ninguno nos imaginábamos que fuera a terminar su vida desangrándose en flemas negras sobre un suelo aceitoso.

Era una persona tan humana que veía completamente verosímil y ordinario tenerle agonizando entre mis manos, con las entrañas asomando en aquel lugar en el que nunca debería haber habido luz. La frustración me subió por la faringe y me latió en el cerebro, en los dedos ausentes.

—Hayden... He estado pensando que quizás... —Jeffrey llegó hasta nosotros con un rollo de vendas y un par de botes. Pensó bien sus palabras antes de decirlas—. Quizás esos tipos encontraron vuestro piso por haber rastreado nuestras conversaciones de Skype. Quizás... debimos ser más precavidos.

No contesté.

«Calma, Hayden. Calma. No es culpa tuya. Tú no sabías eso. No tenías por qué saberlo».

Eileen se había quedado en las escaleras, llorando en silencio sobre las greñas de Kaiser. Dean se alejó lo justo como para vomitar en una esquina, asqueado por el olor de los fluidos.

«Aunque mira, en realidad sí deberías haberlo sabido. Primero River y ahora Cherry. Llevas el contador de muertes acelerado... ¿eh? Otra que te cae indirectamente sobre la espalda. Y encima, de tu compañero, de tu amigo».

El sudor se apelmazó en mi sien. Los ojos verdes me titilaban ante la atenta mirada de Jeff.

«Siempre creíste que sería el propio Cherry quien acabaría con Jerry, pero ahora resulta que ha sido Hayden. Para variar».

«Je. Ya te vale».

«Asesino».

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