**XIX. Cuando el gato está ausente, los ratones juegan.
—¿Cómo habéis conseguido mi número?
—Hemos encontrado el móvil de Sascha; le tenía agendado a usted de cuando fueron compañeros del pub.
—¿Sois la organización de ese cabrón? —espeté hinchando las aletas de la nariz. Por eso me sonaba el acento de la tía de la pistola: todos los desconocidos de allá fuera eran rusos.
—Sí. ¿Usted va a bajar de una vez? Su hermana está aquí en el coche diciendo palabras malsonantes.
—¿Puedo partirle la cara a Sascha si bajo? —añadí en tono rencoroso, mirando a Leona de reojo.
—No está con nosotros. El señor Korovin desapareció hace semanas.
—¿Cómo? —Al principio me hizo gracia que llamaran «señor» a un chico de veinte años, pero luego caí en la cuenta de que si estaba con ellos era porque era un profesional. Me giré hacia Leona—. No saben dónde está Sascha. ¿Tú has oído algo de él?
—No he conseguido localizarle desde que intentó robarte el cuadro —respondió sin demasiada sorpresa. Sin embargo, no dejaba de parecerme raro. Los delincuentes solían desaparecer una vez habían conseguido su objetivo, no antes.
Me puse el teléfono en la oreja de nuevo, lentamente.
—Voy a bajar, pero antes de hacerlo necesito ciertas seguridades. Quiero que retiréis a vuestros compañeros de los míos. Que en el Leviathan no haya nadie mayor de veinticinco años —exigí—. Y quiero que depositéis todas las armas de fuego a tres metros de vuestra posición. Os voy a ver por la ventana.
El desconocido siseó cómicamente al otro lado de la línea y realizó alguna especie de movimiento con el móvil.
—¿Hayden? Dile a estos hombres que me suelten o no voy a llegar a las clases de piano. Mamá te va a matar —se quejó una voz infantil desde el teléfono.
—¡Janice! —Escucharla hablar me llevó al borde del pánico—. Oye, pequeña, no les hagas enfadar, ¿vale? Por favor, quédate donde estás y no toques nada mientras yo...
—Fin de la conversación, señor Rothem. Ahora usted comprenderá que no está en posición de pedir nada, pero voy a acceder a retirar a mis compañeros del pub por cortesía. Usted tiene un minuto para bajar; le interesaría terminar con esto antes de que venga la policía. No cuelgue, por favor.
Me quedé con la palabra en la boca. Atrapado. Frustrado. Intuí que lo mejor en ese momento sería obedecer.
Respiré hondo e hice una seña a Leona hacia la puerta del reservado. Ella abrió con cierta desconfianza y no encontró nada en el pasillo: ni Alexias, ni serpientes, ni mujeres con pistolas, ni cuerpos inconscientes. Caminamos en silencio, tensos como una hoja de papel.
—Máxima discreción ahora, señor Rothem. No hable con nadie, le vigilamos desde fuera. Usted salga por la puerta trasera —habló el teléfono, con absoluta calma.
Al llegar al piso superior nos encontramos con la mirada insistente de los underdogs, girada de repente hacia nosotros como una manada de suricatos pendientes del depredador. Ninguno habló. Todos nos seguían con los ojos, pero no con los pies. Camaleón estaba sentado en la barra con una bolsa de hielo pegada a la sien. Alexia todavía tenía la pistola en la mano. Kaiser me miraba alegremente desde el sillón, con las mandíbulas un poco manchadas de rojo. Ya me había olvidado de él.
Al pasar por su lado, Roja anheló una explicación en vano.
—Invite a salir también a sus otros tres compañeros, por favor. La chica, el de baja altura y el pelirrojo —continuó el acento ruso.
Tragué saliva y pedí a Eileen, a As de Picas y a Dean que vinieran conmigo. La puerta chirrió.
Fuera, el viento era de color gris. Gris como la hierba, gris como los augurios, gris como los gatos con suerte. Estaba claro lo único que seguía siendo negro ahí. Nos miramos las caras con antipatía, evaluándonos. Eran siete personas: cuatro morenas y tres albinos radiactivos asquerosamente parecidos a Sascha. Un par de ellos llevaban los rostros cubiertos por un pasamontañas, pero aun así se adivinaban sus terroríficos ojos azules por detrás.
—Oni prosto nekotoryye deti... —masculló uno de los desconocidos a su compañero. Luego exhibieron una sonrisa llena de dientes puntiagudos.
Por pura inercia, dejé que mis pies me llevaran hacia la tierna carita de Janice, pero un ruso alzó la voz y me interrumpió a medio camino:
—Usted no se acerque al Land Rover, señor Rothem, o va a arrepentirse el resto de su vida. Es peligroso, retroceda ahora mismo. —La lengua se le trababa en las erres de una forma escalofriantemente familiar; parecía ser el traductor de la organización que me había estado hablando todo el tiempo por el móvil. Era calvo y la piel se le arrugaba en la nuca justo detrás de las orejas. Me recordaba a uno de esos carniceros obesos que trabajan en la parte de atrás de la tienda abriendo cerdos en canal.
Había dos vehículos a la vista: una furgoneta blanca alrededor de la cual se apelotonaban seis rusos y el Land Rover en el cual estaba Janice, custodiado por un solo mafioso que le hacía compañía desde el exterior. No me dio buena espina. Retrocedí.
—Los minutos corren, señores. Es cuestión de tiempo que alguno de esos niños de ahí dentro desobedezca a su líder y llame a la policía.
El ruso señaló el pub con la cabeza. Ahora mismo los underdogs debían de estar debatiéndose entre quedarse donde estaban mientras el mundo corría en el exterior, o desafiar la hitleriana orden de Leona de no mover ni un músculo mientras ella resolvía los problemas.
—Nosotros lo vemos así: ustedes nos dan el cuadro de Napoleón cruzando los Alpes y no abren la boca jamás sobre lo que han tenido entre sus manos. Además, ustedes nos proporcionarán voluntariamente el número del comprador que les adelantó de dinero, BlackArt12. —Pronunció la última parte del nombre con una palabra que no se parecía nada a «twelve», así que supusimos que había dicho el número en ruso. No nos sorprendía demasiado que supieran de nuestro trato con otras personas, lo que nos asustó fue que conocieran el nombre de usuario exacto—. A cambio, por nuestra parte, prometemos terminar con las amenazas pintadas en los huevos y los espías por la calle. También les devolveremos su piso de Hackney y liberaremos a esta niña sana y salva.
Janice pegó su naricilla al cristal. Di otro par de pasos hacia ella, pero los rusos de la furgoneta se crisparon como felinos y me mandaron una clara señal de error. Frustrado, fui a contestar con un rápido «acepto» cuando Leona habló antes:
—Exigimos una parte del dinero de la venta. Nosotros somos quienes hemos robado el cuadro.
As de Picas miró a la líder con furia por atribuirse méritos ajenos.
—BlackArt ya les ha dado la parte de dinero que les corresponde a ustedes, agradezcan que les permitamos quedarse con ello —respondió el ruso airosamente. Luego hizo una pausa y cuadró sus espesas cejas negras; tenía la expresión dura como el yeso—. Tampoco les conviene ir a la policía después de esto, porque conocemos su vida como la palma de la mano. Sabemos dónde viven y dónde vivirán si deciden mudarse. Ustedes estarán toda la vida al alcance de nuestros dedos... y la única manera de continuar en paz será acceder a nuestros requisitos sin rebeliones. Somos una organización de mercado negro y no es nuestra especialidad eliminar personas, pero si debemos silenciar a alguien para asegurar el éxito, no dudaremos en hacerlo.
Contraje los labios en una mueca de disgusto. Sascha me dijo exactamente lo mismo aquel día, en la escalera. Sascha. ¿Dónde se habría metido ese capullo integral?
El ruso murmuró unas palabras a su compañero en su propio idioma. Era obvio que siempre hablaba el mismo porque era el que más sabía inglés, pero probablemente las intenciones hubieran sido acordadas por las decenas de personas que formaban la organización. Entonces volvió a mirarnos y añadió:
—Creemos que ustedes no deberían negarse al trato. Si oponen resistencia podemos hacerles mucho daño. Podemos encontrarlos y repetir la muerte de Jerry de una forma mucho más discreta.
Se me encogió el corazón al mencionar a Cherry. La sangre golpeteó en mis sienes y recordé el charco carmesí, las vísceras y el olor agrio. De pronto me sentí completamente dueño de todas mis células encogiéndose por las náuseas.
—No era necesario que matarais a nuestro amigo —se atrevió a decir Eileen—. Comprended que nos mostremos reticentes a entregar el cuadro por las buenas a alguien que nos ha hecho un daño irreparable.
—El disgusto es un sentimiento que debe quedar fuera de un trato profesional, señorita —contestó el ruso con impaciencia—. Aquello fue un aspecto más para obligarlos a actuar. Un desastre como asesinato, sí, todo sucio y llamativo... pero necesario para sacarlos de su círculo de confort. Para que se adelanten, se desesperen y cometan errores como el de haber traído el cuadro hasta aquí. Pero prometemos que el siguiente será silencioso. Solitario. Jamás encontrarían sus cuerpos. Es por eso que ustedes deben decidir ya. Y decidir aceptar, por su bien.
Me giré hacia mis compañeros.
Dean permanecía de brazos cruzados junto a Eileen, que se mordisqueaba el meñique con nerviosismo. As de Picas estaba irritado y Leona me miraba como un tiburón a punto de morder.
—Aunque consiguiéramos venderlo nosotros, tendríamos que estar toda la vida escondiéndonos de ellos —tanteó Dean con preocupación, señalando a los rusos.
—Seríamos millonarios, imbécil. Podríamos comprar nuestra seguridad. Podríamos comprar su muerte y la de todos sus sobrinos si lo quisiéramos —gruñó Leona con impaciencia.
—Nos ha costao' mucho conseguir el cuadro, colegas. No podemos entregarlo así como así —corroboró As de Picas—. Cherry y River han muerto para que nosotros estemos aquí ahora, a punto de cerrar el trato con BlackArt. Solo necesitamos arreglar el lío con estos tipos y unos días más para transformar a Napoleón en billetes. Y podemos desaparecer. Desapareceremos.
Leona le señaló para mostrarse de acuerdo, pero el ruso enfatizó el inestable rumbo de nuestra decisión añadiendo:
—La niña. Piensen en la niña. Está caminando por terreno peligroso ahora mismo.
—Ya estoy pensando en mi hermana, gilipollas —me harté—. Para mí no hay cuadro en el mundo que equivalga a Janice. Y tiene... toda la vida por delante.
Apreté los puños hasta que los nudillos perdieron el color. Los dedos inexistentes de mi mano derecha se quejaron con un pinchazo. Me sentía impotente, atado y ausente. No había nada que pudiera hacer para mejorar la situación, pero a mi alrededor todos los ratones parecían participar en el juego.
—No voy a entregar el cuadro a nadie, y más os vale quedaros a mi lado si queréis vuestra parte del dinero —aclaró Leona—. Dean, As. Sabéis cuáles son vuestros objetivos. Queréis salir de este embrollo y sabéis cuál es la manera. ¿Cómo llevarlo a cabo? No os mováis de donde estáis y dejadme hablar a mí. Ya he tratado con esta organización cuando contraté a Sascha; llegaremos a un pequeño acuerdo de compensación o llegaremos a las amenazas —replicó mordaz—. Las cosas están de nuestra parte si viene la policía. Ahora mismo el cuadro está bien escondido, y los que nos acusan de robar están irrumpiendo en un sitio público con armas de fuego: tienen la credibilidad en el culo. ¿Mercado negro? Les encantará avistar ese anzuelo y tirar de todo el sedal. Ni siquiera les conviene estar aquí para cuando los agentes aparezcan. Así que simplemente no os mováis, no digáis nada. Yo me encargo de todo.
As de Picas y Dean se removieron en el sitio. Pareció que iban a decir algo, pero al final guardaron silencio. Leona les tenía en sus garras y los rusos estaban intranquilos. Intranquilos no, no se puede estar intranquilo cuando tienes un arma en la mano: estaban impacientes.
Fue Eileen la que empezó a hablar como un soplo de aire fresco:
—Vendrá la policía y ellos se marcharán, sí, pero lo harán con la hermana de Hayden. La usarán como cebo para más adelante o la matarán en un granero como aviso de lo que nos sucederá a nosotros en los próximos meses. ¿Cómo de bueno nos va a saber el dinero si lo hemos conseguido a costa de la vida de otros? —se dirigió específicamente hacia As de Picas, con ferocidad—. ¿Cómo os atrevéis a meter a Cherry y a River en el asunto para hacer avanzar la cosa, cuando se supone que estamos haciendo esto para ayudar a gente como ellos mientras protestamos por las injusticias de la sociedad? Siempre os quejáis de la vida de penurias que os ha tocado vivir sin tener culpa de nada, que sois inocentes. ¿Y qué es ella entonces? —señaló a Janice con la mano—. ¿Qué son Roja, Camaleón y Alexia, sino inocentes a los que habéis convertido en nuestras víctimas? Vais a sacrificar los derechos de esa niña para que los vuestros sean un poco más cómodos. Vaya, ¡qué sorpresa! ¡Si sois Leona Walker, la mujer a la que Dean acaba de poner verde hace un momento!
Dean dibujó una fina línea con sus labios; Leona perdonaba, pero no olvidaba. Eileen continuó:
—¿Veis la diferencia ahora? ¿La veis? Yo no. Sois capaces de ignorar lo que le pase a esa niña porque no la conocéis... ¡Luego os preguntáis por qué la gente que acaba de salir de un cajero no os da limosna! Y joder, As, que si fuera alguno de tus hermanos ya estarías cagándote en sus ancestros. —Él soltó un bufido y volcó su peso en la otra pierna—. Eso es lo que sucede con las personas de hoy en día, que el corazón no les late por nadie más que por su pareja y sus hijos. No entienden que la unidad es lo más fuerte que tenemos. La unidad ni se gasta ni envejece.
Colibrí retomó el aire un momento, con cansancio, antes de añadir:
—La avaricia siempre es la piel de plátano con la que resbalamos. Cuando tengamos el dinero pudriéndose en un banco cualquiera de una ciudad cualquiera, ¿con quién estaré en la habitación del hotel? ¿Con vosotros, que valéis lo mismo que vuestras palabras? Dios quiera que no. Me daría miedo estar ahí cuando veamos las orejas al lobo; me daría miedo en lo que nos convertiríamos. Os quejáis de la intolerancia, de los prejuicios, de las críticas, de la hostilidad. Decís que solo somos nosotros y que solo estamos nosotros para hacer que las cosas cambien, que existir en la herramienta de cada día. La vida es lo único que nos pertenece por completo, así que no se la quitéis a esa niña. Haced siempre cosas de las que os sintáis orgullosos. Y no hablo de lo legal, sino de hacer lo correcto... por una vez en vuestras vidas.
Eileen terminó su voz con nerviosismo, un nerviosismo cargado de resignación. No era ninguna actuación. No era Audrey Hepburn.
Los rusos se habían perdido a la mitad del discurso, pero habían comprendido enseguida que la decisión se había redirigido hacia donde ellos querían. Leona también lo notó y se retorció violentamente en cuanto Dean le puso las manos encima.
—¿Qué...? ¿Vais a escuchar lo que diga esa mocosa? Por Dios, ¡es Colibrí! ¡No sabe lo que dice! ¡Nunca ha sabido elaborar una opinión por sí misma!
No dije nada.
«Las personas demasiado empáticas carecen de personalidad y opiniones que defender. Y uno siempre necesita algo que defender, aunque sea erróneo». Siempre había pensado eso de Eileen, aunque últimamente me había demostrado que no era así. Pero a mí ella no tenía que demostrarme nada; ese carácter siempre había estado ahí y me dolía no haberlo visto hasta ahora.
—Bueno. El héroe no siempre tiene que ser el más rico de la historia, pero al menos es el que se queda con la chica —expuso el pelirrojo con sorna, agarrando a la líder por la espalda con fuerza.
—A mí me la sigue pelando lo que le pase a esa niña, pero si me rebelo ahora, luego me lincháis al volver a casa —confesó As de Picas acercándose a Leona. Rebuscó un momento en su escote y sacó la llave del reservado.
—¡Ni se os ocurra! ¡Ni se os ocurra, enanos! Os despediré. ¡Os despediré a todos!
Los ojos enormes y rodeados de maquillaje negro le daban un aspecto demencial y gargolista. Si Dean le hubiera visto la cara en ese momento también se hubiera quedado de piedra.
—Eileen y yo distraeremos a los underdogs para que no vean el cuadro —propuso As de Picas. Después lanzó la llave al ruso que había mantenido la palabra en todo momento y anunció—: Piso segundo. Pasillo del fondo, cuarta puerta a la izquierda. Debajo de la cama.
El compañero del traductor masculló un par de órdenes al teléfono y enseguida aparecieron dos secuaces, uno de ellos la mujer de la pistola. Entraron armados junto a As y Eileen mientras nosotros esperábamos fuera.
El viento aullaba, pero no tanto como Leona. Sería porque ambos estaban atrapados en las calles de Londres.
—Haydeeen... —farfulló Janice desde la ventanilla—. Prometiste a la abuela que ibas a dejar de juntarte con gente rara.
—Ahora no, pequeña. Dame dos minutos y estarás libre.
Janice se quedó un momento pensativa y apoyó la cabeza en el marco con aburrimiento.
—A ver, que tú me has enseñado a no juzgar por las pintas, pero es que esta gente es muy rara. ¿Sabes que manejar pistolas está prohibido en Inglaterra? ¿Lo saben ellos?
El individuo que había a su lado soltó un gruñido de hartazgo y le metió la mordaza en la boca con violencia.
—¡Ah! ¡Ppppppillock! ¡Twat! —vomitó Janice tras escupir la venda. Pero tuvo la decencia de encogerse en el asiento y callarse.
Respiré hondo para no perder el control.
Hayden Rothem siempre se había movido entre dos mundos distintos: el negro del Leviathan y el blanco de la familia. Ambos me tenían cautivo en mayor o menor medida, pero al menos siempre habían estado separados el uno del otro. En eso radicaba su éxito. Pero últimamente había entrado en juego un tercer mundo con los bordes afilados que también estaba destinado a correr por su carril sin mezclarse con el resto: el de Napoleón.
Ahora lo había llevado al Leviathan y alguien había llevado a Janice. Los tres mundos habían colisionado de golpe y se estaban precipitando juntos hacia el desastre. Janice estaba viendo a su hermano rodeado de prostitutas y se había convertido en la mayor víctima del robo de Napoleón. Los peligrosos underdogs permanecían a la espera olisqueando la presencia del cuadro y contemplando a Janice, la verdadera fibra sensible de Gato Negro. Los rusos rodeándonos con pistolas no eran tan graves como la idea de que Leona Walker estuviera a tan pocos metros de la pulcritud de mi hermana, y a la vez, la cercanía de Napoleón con aquella mafia dejaba en segundo lugar la insustancial presencia de Janice.
Todo resultaba crítico, apabullante; parecía el clímax caótico de una historia de realismo. Y necesitaba que parara, que cada punto volviera a su lugar sin dejar demasiadas secuelas o me volvería loco.
Pero había algo que no encajaba con esto: los ojos verdes de Janice analizaban todo desde la ventanilla, con inocente curiosidad.
«¿Por qué están dejando que Janice vea esto si la van a soltar?»
Los rusos sacaron el cuadro en ese momento, tapado con la sábana y seguido de As y de Eileen. Cuando As de Picas volvió junto a nosotros, depositó algo frío en mi bolsillo secretamente: era la pistola que Alexia le había quitado a la mujer.
—Por si acaso —susurró—. Al menos hoy salimos de aquí con tu hermana.
Sonreí. Al final el muchacho de la cresta no era tan insensible como parecía.
Leona chillaba en los brazos de Dean. Contemplamos impasibles cómo el imponente caballo de Napoleón saltaba al interior de la furgoneta y cerraban las puertas a sus espaldas. Quise llorar. Juro que quise llorar. Pero de alivio. El ruso que hacía compañía a Janice abrió la puerta del Land Rover y me indicó con el dedo que me acercara a recogerla. Respiré hondo y avancé.
Un paso. Luego otro. La pistola se sentía pesada y segura en mi bolsillo.
En ese instante, Leona golpeó a Dean en el vientre y salió corriendo hacia la furgoneta en un arranque de desesperación. Gritaba maldiciones en inglés y agitaba los brazos como una loca.
Se chocó conmigo. A propósito. No. Realmente me empujó.
Cuando caí al suelo, ella me quitó la pistola y apuntó a los rusos, que todavía no habían terminado de subirse a la furgoneta. Se revolvieron con turbación y a su vez apuntaron a Leona mientras se ponían a gritarle maldiciones y amenazas en su propio idioma.
Los pasos de Leona Walker fueron más firmes que los míos, siempre lo habían sido porque así lo decía su nombre. La líder pasó junto al Land Rover de Janice y todos los rusos metieron sus pies y cerraron las puertas de la furgoneta. Solo el traductor estaba asomado por la ventana con su arma en la mano. Gritó algo que se parecía a un aviso. Luego algo que se parecía a una cuenta atrás. Como Leona no se detenía, sacó la otra mano por la ventanilla y nos mostró una cajita de metal.
—Quiero mi cuadro. Fuera de la furgoneta. —Ella agitó el cañón de la pistola—. ¡FUE-RA!
El ruso apretó la cajita.
Un estruendo junto a Leona golpeó mi corazón de repente. Y el de Dean, y el de Eileen, y el de underdogs que esperaban dentro, y el de los pájaros que volaban por el cielo. Pero sobre todo, el de Janice: el Land Rover había explotado levantando una llamarada infernal y expulsando miles de trozos de metal.
Janice.
El humo desafió el ambiente húmedo con cierta gracia. El calor produjo otra explosión más pequeña en el depósito de gasolina.
Janice.
Janice.
Janice.
Janice.
Janice.
Janice.
Janice.
Janice.
Janice.
Janice.
Janice.
Janice.
La furgoneta situada a un par de metros del desastre se alejó rápidamente.
Las llamas lamían el Land Rover calcinado y Leona se arrastraba hacia el Leviathan, con la mitad del cuerpo supurando grasa y carne asada.
Janice.
Janice.
Me arrodillé en el suelo y grité. Grité hasta que creí que la garganta se había rajado por la mitad y sangraba a borbotones. No necesitaba acercarme al Land Rover a comprobarlo. Janice estaba muerta y Leona estaba viva.
Pensé que el mundo me acababa de dar la mayor injusticia de mi vida.
Solo son unos críos.
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