**XII. Aquí hay gato encerrado.
Treinta y uno de diciembre.
Siete noches deshilachadas habían pasado desde que los ojos de River se resecaron para siempre... y el último día del año. Siete. Un número precioso, ¿verdad? Como los Pecados Capitales.
Las cosas habían cambiado muy poco, y si lo habían hecho, era generalmente para ponernos cuesta arriba. Mi pobre perro se había pasado la semana entera vomitando brownie por casa y cagándose por la pata abajo, lo cual tenía una pinta parecida en ambos casos. Después de ver a Kaiser pintar el suelo al menos tres veces al día, pensé que se iba a morir también, pero por suerte se curó antes de que decidiera llevarle al veterinario y volver a casa con un riñón menos.
El Lunes Sopa pretendió vendar mis fisuras con un oxígeno muy familiar y una comida caliente. La actividad de la Deep Web había pasado rápidamente de las solicitudes de compra a las amenazas, lo que nos impedía seguir hablando de millones con toda la soltura que debería.
Eileen decidió no volver a bailar, porque cuando lo hacía se acordaba de River poniendo las manos en su cintura y rompía a llorar. Y a mí me rompía el corazón ver así a la pequeña Audrey. Era curioso. Muchas veces le habían dicho que no debería bailar ballet, porque el ballet es una danza limpia hecha para las pieles de infante y ella era como una mancha en el cristal de las gafas. Al final habían conseguido lo que querían, aunque agradecía que no fuera por culpa de sus lenguas sucias.
Pero sin duda, la novedad del día fue la bolsa de dinero que encontré bajo la cama del reservado, mientras Sascha rompía gemidos en mi boca y yo los calcaba después. Cuando los turnos del Leviathan de Dean y As de Picas se relajaron un poco, nos concedimos unos minutos de tiempo libre para escabullirnos hacia el piso superior del pub.
—Tengo que reconocer que me siento intrigado, chico. ¿Cómo es que tuviste tiempo de ponerte a buscar monstruos debajo de la cama? ¿Sascha no era lo suficientemente bueno? —susurró Dean, con escepticismo.
—No estaba buscando nada. Te digo que lo vi por casualidad —respondí mientras subíamos las escaleras. Me llevé una mano hacia el tatuaje tapado; últimamente me escocía a horrores. Debía de ser una reacción efervescente que se producía de tanto mirarlo. Nos adorábamos.
Aquel día el Leviathan se hallaba más sombreado que de costumbre; parecía un gigantesco barco sumido en el océano abisal. Solo había un par de pirañas merodeando en torno a la barra o mordisqueando a otros peces en los sillones, mientras el gran tiburón se paseaba de vez en cuando por los pasillos, moviendo su cuerpazo con elegancia y dejándonos ciegos con tanta solemnidad. Después de la suerte que había corrido Camaleón, a ninguno nos apetecía cuestionar lo mucho que brillaba la oscuridad de Leona.
—Oh, Hayden. Repíteme cuánta pasta crees que había —pidió el treintañero golosamente.
—Es imposible saberlo, pero más de mil de los grandes seguro. Estaba bastante abultada.
—¿Y crees que Sascha lo vio? —preguntó As de Picas.
—No, le tenía bastante ocupado. —Sonreí con un gesto de suficiencia y añadí—: Por un momento pensé en gritar de felicidad y compartir mi hallazgo con él, pero luego lo pensé mejor. Sois vosotros mis mosqueteros.
—A veces me desconciertas, Gatito. No sé lo que hubiera hecho yo si me encontrara frente a una bolsa de billetes, pero ojalá no se dé el caso teniendo treinta amigos que necesitan ayuda económica. Porque probablemente me habría largado a Alemania y les hubiera dejado pudrirse.
—Hay una curiosa diferencia entre tú y yo, Dean. Sabes que ese no es mi estilo.
Nuestros pasos se encaminaron hacia el pasillo de los reservados con una ruidosa presentación. La madera de los escalones crujía como un puerto de carabelas en una noche silenciosa; el nerviosismo iba endureciéndose a medida que nos acercábamos al despacho de Leona y a la puerta prometida.
—¿Aquí es? —El mayor de los tres posó una mano en el picaporte, paralizándose para intentar distinguir algún ruido que indicara que Madame Walker se encontraba dentro de la habitación opuesta. No se escuchó nada. Entonces susurró—: Tienes razón, esta puerta no me suena de nada. Creo que ninguno de nosotros ha entrado aquí antes.
—Abre con cuidado. Chirría un poco —insté.
Dean presionó el picaporte ante nuestras miradas de expectación, pero la puerta no se movió. El pelirrojo frunció el ceño y empujó la madera varias veces, produciendo un sonido metálico.
—Está cerrada con llave. ¿Qué significa esto?
—¿Qué? Déjame ver. —Me peleé con la puerta con indignación, hasta que As de Picas y Dean se miraron con inquietud.
—Ya vale, hermano. Estás haciendo mucho ruido.
—Es que ayer estaba abierta. Lo juro por mis siete vidas —gruñí desilusionado.
—Oye, chico, que te creemos —me tranquilizó Dean—. Es solo que me parece fascinante la mala suerte que tenemos. ¿Te ha echado un mal de ojo alguna vieja tuerta cuando venías para acá?
—Se me ocurre una señora mucho más peligrosa que una vieja tuerta —intervino As de Picas con cautela—. Quizá Leona haya tenío' algo que ver.
—No creo que el dinero fuera suyo. La bolsa estaba firmada con el nombre de «Oveja Negra»; es estúpidamente obvio que es el apodo de un underdog —objeté—. Pero puede que Leona ignorara que alguien estaba guardando ahí su pasta. Quizás simplemente se enteró de que ayer habíamos entrado en su reservado privado y lo cerró con llave.
—¿Por qué tiene un reservado privao' si no es pa' guardar cosas como esta? Yo lo veo clarísimo —afirmó As de Picas hablando en voz baja.
—Tan claro como que Emily es nombre de chica de historia trágica —corroboró Dean en su mismo tono de voz.
—Depende del orden en que ocurrieran los hechos. Si nos prohibió entrar al reservado antes de que alguien metiera la bolsa de dinero, no tiene lógica que la pasta esté relacionada con ella. Suena a que Oveja Negra se aprovechó de esa característica. Además, si yo fuera Leona lo habría guardado en mi propio despacho. —Miré de reojo hacia la habitación de la líder—. Por otra parte, si primero dejó el dinero y luego nos prohibió entrar al reservado significa que preparó el terreno a conciencia.
—Como sea, hermano, no hay manera de saberlo. Yo no me voy a arriesgar a preguntarle. —As de Picas respiró hondo y señaló el despacho con la cabeza—. Vámonos, este no es un buen lugar pa' hablar, que Leona tiene oídos en todas partes. Es una pequeña Kim Jong Un.
Nos encaminamos hacia el exterior sin ninguna prisa.
—¿Por qué no vas tú a hablar con ella, Hayden? Contigo se lleva bien —sugirió el rubio de la cresta.
—Creo que ya no tanto. —Desvié la vista y suspiré entre dientes—. He ido decenas de veces a pedirle que le cambie el apodo a Sascha. Creo me está dejando de querer un poquito.
El pelirrojo alzó la cabeza al ocurrírsele una alocada idea.
—Quizás la pasta sea del mismo Sascha. A lo mejor Leona te hizo caso y le cambió el apodo a Oveja Negra.
—En ese caso, habría estado encantada de informarme para no verme más por su despacho. Y Sascha también me lo habría dicho —afirmé.
—Entonces lo que ha pasado es que ese chico le robó la bolsa a Oveja Negra y la dejó allí —declaró Dean—. Sí, eso es.
—¿Qué mierdas os pasa con Sascha? ¿Por qué os empeñáis en inculparle? —gruñí, frunciendo el ceño.
—Porque es ruso y mafioso. Los rusos siempre son mafiosos. —Fui a replicar, pero me di cuenta de que yo había pensado lo mismo de su padre—. Y porque aparecen estas cosas justo a los dos días de que Sascha llegara. Y porque de todos los reservados que hay, os fuisteis a meter justo en el que el pez gordo guarda su dinero. Está claro, ¿no? Solo una osa puede encontrar su guarida. Lo que pasa es que tú le tienes en un altar porque te hizo morder almohada.
Le pegué un puñetazo en el hombro.
—Os creéis que esto es una novela en la que hay que sospechar de todo y no es así. Fui yo quien le impulsó a entrar en ese reservado, él no me llevó hacia ningún sitio —le defendí.
—Vale, hermano, dejaré a Sascha y os contaré mi versión de los hechos —intervino As de Picas—: Yo creo que Leona está encubriendo a ese tal Oveja Negra, sea quien sea. Porque si hay alguien que tiene to' las llaves de este pub, es Leona.
—Eso no es completamente cierto. Cuando tienes un pequeño negocio en el Leviathan, puedes quedarte alguna habitación. Gallo de Pelea tiene las llaves del garaje para tatuar, Pato tiene las llaves de la número siete para hacer sus jueguecitos de apuestas y Abril, las de la número dos para vender heroína.
—Es decir... que según tú, Oveja Negra está aquí ahora mismo trabajando codo con codo junto a nosotros, y a pesar de ello nunca le hemos visto —indagó As.
Vacilé un momento antes de asentir. El rubio hizo un gesto que significaba algo así como «Wait a sec» y desapareció durante unos momentos. Al rato volvió con un par de hojas grapadas en las manos.
—Salgamos de dudas. Aquí está el registro de la nómina de to' los underdogs del Leviathan; Jeffrey ha dicho que lo quiere de vuelta en su despacho en un minuto. —As de Picas pasó las hojas rápidamente, donde se reflejaba el sueldo de cada uno de los trabajadores en seis meses—. Mira. Mira. Échale un vistazo. Aquí estás tú. Aquí estoy yo. Aquí Jeff. Dean, Colibrí, Gallo de Pelea, Lady, Camaleón tachao', Roja... Mira. Pero no hay ni rastro de Oveja Negra.
—Teniendo toda esa pasta, dudo que sea un gusano subterráneo como nosotros. Quizá se trate de uno de esos putones de lujo y por eso no le hemos visto nunca —sugirió Dean.
—Aquí está. La sección de scorts y call girls sigue con los mismos estiraos' de siempre —señaló As—. Os lo he dicho. Oveja Negra no trabaja aquí, o al menos visiblemente. No puede tener un reservao' con llave. Ni siquiera tiene sentido que ese underdog escribiera su apodo en la bolsa si pretendía que nadie la viera. Quiero decir, ¿acaso no sabes ya que es tuya? To' esto me suena a que alguien escribió eso para despistar.
—¿Queréis que os lo repita? —farfulló Dean cansinamente—. Supongamos que Sascha es el único ruso del mundo que no es mafioso, vale. Entonces Oveja Negra fue un underdog antiguo al que Leona echó. Y alguien de este pub le robó su pasta y la guardó en el único reservado donde no entra nadie.
—Pues yo tengo la sensación de que Oveja Negra nunca se marchó de aquí... —repliqué con voz lenta, ocasionando una mueca de duda en mis dos amigos.
—Bueno, chico, mira: lo único seguro aquí es que tengo que volver a mi puesto —inquirió el treintañero—. ¿A qué hora empieza vuestro turno?
—El mío a y media, hermano. Voy a devolverle esto a Jeff y a contarle al resto del grupo que no hemos podío' coger la pasta. Seguro que se decepcionarán, pero ya pensaremos en algo —dijo As de Picas antes de darse la vuelta.
—Yo tengo dos horas de margen todavía —respondí a Dean—. Creo que voy a hacer un rato el paripé por la calle, a ver si consigo comprarme un paquete de tabaco.
El pelirrojo asintió y se despidió chocando mi puño.
Hacer el paripé, en nuestro idioma significaba pedir limosna, pintar algo en el suelo o hacer malabares con la idea de ganar algunas libras. A veces también vendíamos cosas que habíamos robado o que habíamos fabricado en casa con métodos igual de ilegales. Últimamente no había habido mucha suerte con las falsificaciones.
Vosotros es que tenéis cara de no pasar hambre, pero os puedo traducir mis sensaciones: imaginad lo que es caminar por un bar vendiendo cualquier chorrada y viendo a la gente llenar sus estómagos en exceso para luego tener que soltarlo en el gimnasio, mientras tú te arrastras por conseguir dinero para comer platos que son la mitad de sanos y la mitad de grandes. No sabéis lo que es que te miren con desprecio, mientras piensas que quizás serían mejores personas si empezaran a despreciarse un poco a sí mismos.
Y lo más delirante de todo era que si ese día hubiéramos podido entrar al reservado, podríamos habernos evitado esos malos ratos durante toda nuestra vida. La imagen de la reina Elizabeth grabada sobre miles de papeles rojos venía a perturbar mi mente a cada paso que daba.
«¿Y si tiene algo que ver con Napoleón? ¿Y si ese dinero está completamente alejado de la cotidianidad del Leviathan y ha llegado allí como una especie de... adelanto de lo que nos pagarían por el cuadro?» Dirigí la vista distraída hacia la acera opuesta, inseguro. «¿Y si alguien ha venido desde algún lugar del mundo y se ha colado en nuestra vida?»
Por simple precaución paranoica miré detrás de mí, hacia aquellos ingleses descarriados que caminaban en la misma dirección que yo, aburridamente. Entre ellos había un señor con expresión desinhibida, la corbata mal anudada y el maletín en la mano. Un tipo que paseaba un enorme gran danés. Una mujer caminando con su hija agarrada del meñique. Detrás, un hombre vestido de negro me miraba fijamente. Volví a mirar hacia adelante. Luego otra vez hacia atrás.
La mujer se desvió hacia el paso de cebra junto al hombrecillo del gran danés. Ninguno parecía prestarme atención excepto el tipo vestido de negro, el cual lo hacía de manera exagerada, inquietante.
«Espera... que lo de Napoleón lo he pensado de coña. ¿Quién es ese tío que no para de mirarme?»
Con un escalofrío doblé la esquina y aumenté el paso. Tras un par de minutos volví a mirar hacia atrás... y ahí estaba el hombre de negro, ahora caminando detrás de un chico joven que escuchaba música por los auriculares.
«¿Me está siguiendo?»
Aquel pensamiento había nacido como una paranoia febril y casi egocéntrica, pero acabó convirtiéndose en un atisbo de terror que me hizo echar a correr como si me persiguiera un perro de caza. ¿Estaba ese hombre intentando cazarme? ¿Me esperaría a la vuelta de la esquina con otro secuaz reflejando el sol en alguna navaja?
Mis nervios no mejoraron cuando me paré para recuperar aire y el hombre me imitó segundos después, siempre respetando la distancia que nos separaba. Definitivamente me estaba siguiendo. Así que armándome de valor, viré el barco hacia un centro comercial próximo y navegué viento en popa hacia el baño de hombres. La puerta me dio la bienvenida con un sonido vibrante donde mis jadeos podían destacar con toda claridad. Asustado, me metí en uno de los retretes y cerré la puerta con expectación. En el último habitáculo de la fila se escuchaban sonidos de ropa rozándose; cuando me agaché para mirar por la rendija inferior descubrí unas zapatillas manteniendo el equilibrio. Genial. Al menos si intentaban secuestrarme habría un tipo cagando a mi lado que podría ayudarme. No me importaba que saliera con el culo al aire, solo esperaba que a él tampoco le importara aparecer pixelado en la próxima noticia de Internet.
Me sobresalté al escuchar la puerta del baño abriéndose lentamente. ¿Sería mi persecutor? Pegué la oreja a la madera, pero no escuchaba nada.
En ese instante se me ocurrió una idea un tanto estúpida que podría salvarme la vida o acabar de enterrarme. Salí del habitáculo con actitud y muchos nervios, reparando, en efecto, en el hombre vestido de negro que había junto a los retretes de pared. Supuse que su misión consistía únicamente en vigilarme, porque en cuanto le dirigí la vista se volvió para ocultar su rostro y fingió mear a modo de excusa.
Con toda la valentía del mundo abordé sus espaldas y ocupé el retrete de al lado, a pesar de que había ocho libres. Me bajé la cremallera. Ninguno hablamos. Ninguno meamos. Parecía una competición de quién conseguía vencer antes el esfínter y echar el chorro a pesar de la incomodidad.
—Estos días tenemos suerte, ¿verdad? —Le dije tranquilamente—. Se agradece que haya periodos de cielo despejado.
Conseguí sacarle un «Yes». Tenía la voz grave, adusta, tintineante tras romper el largo silencio y demostrando que estaba dispuesto a hablar lo mínimo. Con la excusa de aparentar tranquilidad miré de reojo hacia su entrepierna; ese tipo de curiosidad es el mayor indicador de normalidad que puede existir entre hombres. Es una competición de la que nadie se libra en un baño público.
—En cuanto a delincuencia, la cosa no va tan bien, aunque el Primer Ministro diga lo contrario. Fíjate que el otro día mi amigo me contó que un tío bastante sospechoso le estaba siguiendo. Qué cosas... ¿eh? —Esta vez utilicé la explicación para mirarle a la cara fijamente, aunque el desconocido intentara apartarla. Tenía los rasgos finos y delicados, con unas cejas gruesas y una bigotito minúsculo recortado a la perfección. No dijo nada, pero se puso más serio. Más nervioso, me atrevería a decir—. Pero al final capturaron al tipo, así que todo salió bien. ¿Sabes cómo? Pues mi amigo fue a la Policía Metropolita dándole los rasgos físicos de su persecutor y luego le señaló en una fila de reconocimiento. Así de sencillo.
Me subí la bragueta con naturalidad y le di una palmadita en el hombro. Utilicé esa invasión a su espacio como una forma de intimidar, pero os confieso que cuando salí del baño estaba a punto de mearme encima. Ya sabéis a lo que me refiero. Digamos que tengo un cierto talento para aparentar tranquilidad incluso cuando me va a implosionar el corazón. Confiaba en que el desconocido se acordara de los diez segundos que había pasado grabándome su rostro en las retinas concienzudamente.
Por suerte, la estrategia funcionó: cuando emprendí el camino para alejarme del centro comercial el individuo ya no me seguía.
Pero aquel terror visceral ya me había atenazado el cuerpo y lo único que deseaba en ese momento era correr hacia cualquier lugar con mucha gente. Quizás ese tipo tuviera amigos. Quizá ahora estuviera haciendo llamadas de teléfono. Quizás le hubiera espantado momentáneamente, sí, pero seguía sin tener ni idea de quién era ni de sus intenciones. Y de lo que no conoces no te puedes defender.
«Nadie se atrevería a apuñalarme en una plaza desbordada de turistas. No es lógico. Nadie osaría perturbar la inofensiva rutina del mundo».
Trafalgar Square se abrió ante mí como una exhalación de aire fresco. La ventaja de trabajar en el Soho era que Picadilly y el resto de emplazamientos famosillos pillaban a un par de pasos de bebé del Leviathan. Quise reír del alivio. Quise abrazar a alguien por la tranquilidad que me daba encontrar rostros desconocidos que no me quisieran ver en absoluto, pero mi euforia duró lo mismo que una gota de agua en un suelo agrietado:
A quinientos metros de mi posición la gente se había reunido como las hormigas en torno a la miel. Compartían murmullos reptilianos mientras miraban hacia el suelo y algún librepensador soltaba sus impresiones a gritos. También algunos reporteros estaban allí, todos mirando hacia abajo y atrayendo cada vez a más personas hacia el hormiguero. La curiosidad me atacó tan imperialmente como la metástasis, y al cabo de un momento también Hayden estaba allí mirando hacia donde todo el mundo estaba mirando.
Y Hayden se quedó de piedra. Allí estaba su Santa Claus pintado con un escarlata brillante, demencial. El olor almizclado de la sangre había rellenado el dibujo de una manera casi troyana. La Matanza de Texas había tomado como personajes a cuatro palomas que estaban repartidas por el suelo con las entrañas abiertas, decapitadas, desmembradas... con los interiores escupiendo flemas negras y rojas sobre el suelo reseco. Pero si yo no lo había hecho, ¿quién había sido?
«So who brings gifts to the reindeers?» La pregunta que el otro día dejé en el aire, esta vez estaba contestada debajo, con sangre y una caligrafía vaguísima: «Napoleón».
Londres rio.
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