**XI. El trato engendra amistad entre el perro y el gato.
Treinta de diciembre.
Aquella noche mis pensamientos gritaron más de lo permitido: la imagen de River con el cuerpo rígido me seguía atormentando. Tuve que quedar con Eileen a las cuatro de la mañana para tomarnos un chupito de agua con una pastilla del sueño. Toda una fiesta. Fue un alivio cuando por fin las pestañas cayeron.
Como resultado, al despertarme estrené un semblante fofo y descolorido. Eran las siete de la mañana y lo único que quería era salir de estas estúpidas paredes y peregrinar por la ciudad como si tuviera algo que hacer con mi vida.
En Londres abundaban muchas cosas: los restaurantes de sushi, los bares turcos, las banderas tricolores, los emblemas de los Beatles y de los Rolling, los autobuses rojos, las palomas de los cojones y las estatuas de caballos infestando las calles. Pero si había algo que se había extendido como una gigantesca hipoteca de reproducción asexual, eran los Pret a Manger. Los Starbucks tampoco se quedaban atrás.
«Look right» me decía el asfalto junto al paso de cebra, creyendo que era imbécil. Tenía la sensación de vivir con el rumbo marcado toda mi vida. Hacia dónde mirar, por dónde cruzar... Pero claro, eso es culpa de los londinenses, que conducen fatal. O de una ley que deja manejar un coche a un crío de diecisiete años. ¡Pero «Mind the gap» decían los andenes también! ¿Es que acaso no teníamos derecho a ser atropellados sin que algo nos indicara que habíamos elegido la opción incorrecta? ¿Y si yo quería que me atropellaran?
Era decepcionante saber que todos los caminos habían sido andados y que cualquier ruta estaba perfectamente marcada. La muchedumbre era un decorado, un telón de gente sin objetivos. O peor aún, todos con el mismo. Daba la sensación de ser uno más del montón siguiendo a los demás. Mentiroso aquel soñador que dijo que solo los peces muertos siguen a la corriente, porque de la corriente no puede escapar ningún pez.
Espantado por la grandilocuencia de Regent Street, esa calle comercial infestada de turistas, luces de navidad y pulcra arquitectura que lleva hasta Piccadilly en forma de curva, me decidí por un callejón marginado que iba mucho más acorde con mis preferencias.
La cómoda avenida olía a meados de gato y estaba custodiada por una hilera de pisos antiguos y amarillentos. Los balcones sobresalían con sus verjas oxidadas y las bicicletas estaban abandonadas a la puerta. Las cañerías ennegrecían las paredes y les daban un aspecto sucio, junto al musgo viscoso y podrido que había crecido en las repisas. Circulando entre ellas estaban los cables del tendido eléctrico. En las ventanas no había persianas (porque en los países grises no existen las persianas) pero las cortinas desgastadas llevaban tanto tiempo bajadas que ya no sabías si era porque en realidad se habían caído. Las basuras se deshacían a la puerta esperando a que pasara el camión. Acentuándolo todo, el frío.
A veces pienso que Londres es como una gran función hecha para el público, pero una de esas farsantes que no sienten lo que padecen. Es una ciudad como muy de plástico, una sitcom llena de actores demasiado buenos para ser reales.
Saqué un cigarro con los dedos tiritando. Los adoquines mal encajados de la acera estaban especializados en tirar a las abuelitas al suelo. En una esquina, las moscas se arremolinaban en torno a una paloma muerta y en descomposición.
El humo blanco saliendo de mis pulmones no me dejó satisfecho del todo.
«Ah... Hayden. Alguien aquí necesita un porro, ¿eh?»
Llevaba una semana sin probar nada agresivo a causa del sentimiento de culpa hacia River, pero tarde o temprano mi cerebro acababa pidiéndome un poco de gasolina. Yo jamás había sido un yonki que sintiera en sus carnes algo que pudiera llamarse adicción, por muchas sustancias que hubiera probado en mi vida. Las drogas para mí eran un vehículo para la inspiración y nada más, y me alegraba de no ser uno de esos underdogs que tienen que reservar una parte del sueldo de Leona. Las cosas solo surgían, como un flechazo psicológico exigiéndome que sacara a mi mente del aburrimiento y la cotidianidad.
«Tenía un poco guardado en algún sitio, pero ahora mismo no recuerdo dónde. Quizás en Trafalgar Square encuentre a alguien que me venda unos gramos...» pensé con insistencia, virando mi rumbo hacia la enorme plaza y dejando avanzar mi cuerpo sin timón alguno.
Los cuatro leones de bronce me dieron la bienvenida en cuanto aparecí; no igual el National Gallery, que permanecía callado y herido en su orgullo en el lateral. En el centro de los leones se erguía la inmensa columna de Nelson, que veía llover sobre las manifestaciones desde hacía setenta años. Un grupo de ruidosos argentinos se hacía fotos junto al gigantesco árbol de Navidad. Las dos fuentes gemelas aportaban todavía más agua de la que ya teníamos en la ciudad.
Eché un ojo al suelo. Estaba seco. Luego al cielo. Estaba despejado. ¿Quién sabía por cuánto tiempo? Inmediatamente se me olvidó el discreto reconocimiento de narcotraficantes y me quedé prendado de las baldosas, tan limpias y oportunistas. Tan jugosas como un problema de matemáticas sin terminar frente a Isaac Newton.
Olfateé por la plaza, hasta encontrar una piedra caliza desprendida de una esquina que me proporcionó el color blanco y un ladrillo que me proporcionó el color rojo. Muy contento con mis pinturas, tracé un área de acción para que la gente no pasara por encima y comencé a dibujar. Como siempre solía pasarme, había empezado buscando drogas y había acabado delante de un lienzo.
Las piedras iban perdiendo superficie lenta pero implacablemente, dejándose la piel en el asfalto. El dibujo estaba alcanzando dimensiones métricas en apenas unos minutos.
Qué digo... Cuarenta minutos habían pasado ya sin apenas darme cuenta. La muñeca me dolía de apretar por lo baratas que eran las pinturas. A medida que iba tomando forma, la gente se iba parando a mirarme y de paso, a estorbarme. Las monedas caían a mi alrededor con un sonido burdo, pero estaba demasiado concentrado en mi tarea como para prestarlas atención. Cuando uno dibuja no debería pensar en nada más que en su creación, porque está haciendo magia y la magia no merece ser molestada con un drama tan materialista.
Y sentía que mientras dibujaba me iba rajando, partiendo en dos... Cada vez más seguro de que necesitaba una ambulancia. Pero qué podía esperar, hacía ya tiempo que me di cuenta de que esto no era un estilo de vida, sino un estilo de muerte. Y no tenía ninguna intención de cambiar porque uno acaba acostumbrándose a su guerra y mosqueándose con cualquier respiro.
Al final me erguí sobre mis piernas con las rodillas manchadas, mirando el gigantesco dibujo terminado a mis pies. Terriblemente vacío. Le faltaba color. Se trataba de un Santa Claus con rostro afable montado en su trineo, mientras su látigo serpenteaba sobre las cabezas de cinco renos de mirada cansada y tristona. Era intencionado que los animales tuvieran una expresión mucho más humana que la del hombre; algún lince habría dicho que los papeles estaban invertidos. De hecho, curiosamente los renos llevaban puestas corbatas y delantales de amas de casa.
No había nada a mi alrededor que pudiera servirme para colorearlo; parecía que el universo me había impuesto otra de sus pruebas divinas. Mi vista estaba dirigida, por supuesto, hacia el National Gallery que tenía frente a mí.
«No pienso irme de aquí hasta terminarlo, querido museo. Ya te he declarado la guerra».
Entonces me quité el abrigo. El viento se movía enérgico y libre en una plaza tan despejada como era Trafalgar Square, pero he de reconocer que una prenda nunca ha tenido un uso tan bueno como extenderse en el suelo para dar color a un trineo. Satisfecho, saqué un paquete de chicles y los mastiqué todos para pegarlos en los ojos de los renos, y tampoco dudé un segundo en rellenar los adornos de las correas con las monedas que me habían tirado. Sin ningún pudor, sacrifiqué mi cinturón para representar el látigo. Luego fue muy sencillo esbozar los regalos que transportaba mediante bolsas de basura de colores.
Pero aún faltaba el color más potente en la ropa de Santa. El rojo. Mi color.
Un pensamiento alocado y fugaz me hizo abalanzarme felinamente sobre la paloma más cercana y arrastrarla entre aleteos hacia el dibujo. Aprisionando al animal contra mis rodillas, saqué las llaves de casa y las hundí en su pecho. El metal se detuvo cuando solo había atravesado plumas. El pájaro se revolvía tristemente entre mis manos. ¿En qué diablos estaba pensando? Parpadeé varias veces. La gente que me rodeaba me miraba con expresión desconcertada.
—¿Ya está terminado, señor? —preguntó un niño de cinco años, agarrado de la mano de su padre con recelo. Simplemente le dirigí una sonrisa y dejé escapar a la paloma.
Negué con la cabeza y tuve que conformarme con pintar el Santa Claus con el ladrillo, aunque fuera un rojo mucho más plomizo y deshilachado que el de la supuesta sangre. Al final dibujé un bocadillo de diálogo saliendo de la boca del reno principal que decía: «So who brings gifts to the reindeers?» y me aparté mientras la gente hacía fotos al dibujo.
Estaba tan absorto con su imagen que el frío ya no me mordía los brazos. De repente recordé algo y palpé los bolsillos del pantalón para encontrar con satisfacción un papelito, que envolvía en su interior un montón de hebras verdosas con fuerte olor almizclado.
—Al fin. Sabía que no podía andar muy lejos. Por poco lavo los pantalones y lo echo a perder.
Placenteramente, desmenucé la marihuana con los dedos al margen del público y me quedé mirando el dibujo, visible entre las piernas de los reunidos.
Con una sonrisa triunfal volví a acercarme a él y amontoné la sustancia en el suelo para dar color a unas hojitas de acebo. Acto seguido, me largué de allí muy contento. Sin cinturón, sin chaqueta y sin droga.
◊ ◊
Aquella noche volví al Leviathan junto a mis compañeros con la idea de despejarme un poco. La piraña del letrero de neón representaba a la perfección la voracidad que nos íbamos a encontrar dentro. Cuando llegamos, eran las doce de la noche y estaban poniendo esa música golfa de los países cálidos que parece una llamada de apareamiento: el reggaetón.
En ese momento el pub estaba abarrotado de extranjeros, dominado por mulatonas zorreando con todo lo que se moviera y latinos enseñando suficiente carne como para intrigar a una persona. Los underdogs ya se habían puesto en marcha en secreto para manipular a los hombres deshechos del lugar, que eran los más fáciles de convencer. La gentileza de los cazadores era enormemente agradecida por unos clientes que habían vivido toda la vida asqueados bajo el yugo de su jefe o de su pareja y que, por una vez, podían ser ellos los que chasquearan el látigo. Era triste. Eran personas que se pisaban las unas a las otras.
Ninguna mujer quería tampoco que le entraran cual ladrones registrando sus casas. Para nosotros, cualquier persona que pareciera de género femenino era una dama y debía ser tratada como tal. Aquí nadie tenía prisa, cada caza era una obra de arte. Delicada. Sinuosa. Resultaba cautivador descubrir que hasta los interiores tienen textura, igual que ponerse las zapatillas sin calcetines. En este juego todos tenían un papel en el que se les permitía engañar a otros y especialmente, engañarse a sí mismos.
Sascha me vino a recibir con alegría, refrescando el ambiente con aquellos ojos de hielo.
—¡Hola, Hayden! ¿Me dejas invitarte a una copa?
—¿Quieres convencerme de algo? —pregunté sonriendo.
—¿Qué? ¡No, de verdad! Solo pretendía agradecerte que fueras el primero en echarme una mano en el Leviathan —se defendió graciosamente—. Ahora estoy un poco mejor, pero ayer nadie me hablaba.
—Un simple «gracias» era más barato, pero ahora te aceptaré la copa. Por imbécil.
Aaron nos saludó cuando nos acercamos a la barra y nos sirvió un vaso de naranja con vodka bien cargado. Lo bueno de trabajar en el Leviathan era que Aaron se saltaba la restricción de los veinticinco mililitros de alcohol con los underdogs.
—He estado hablando con Leona, pero no quiere cambiarme el apodo —tanteó.
—Déjalo, no es culpa tuya... No hay quien se enfrente a esa tía. De hecho, al final despidió a Camaleón y le dijo que si pasaba unos meses de prueba, quizás se pensaría el recontratarle. Resumiendo: ahora está trabajando gratis. Ese es su castigo por oponerse. —El líquido se fue perdiendo en mi garganta entre trago y trago. El vodka arañaba con furia—. Con nosotros todo irá bien mientras comprendas en qué lugar estás tú y en qué lugar estaría...
Su nombre se quedó atrapado en mi boca. No porque Leona nos hubiera prohibido mencionarle, sino porque cada vez me resultaba más difícil pronunciarlo sin que me entraran unas náuseas espantosas. Sascha fue consciente de ello y buscó una vía de escape: tiró de mi brazo y me arrastró hacia la pista de baile.
Y la verdad es que surgió efecto. Las horas pasaban como si fueran minutos; tantos brazos y piernas moviéndose frenéticamente en un espacio concreto, ensardinados aun sabiendo que podíamos respirar mejor a un par de metros de la pista. Éramos idiotas, éramos tigres de bengala que se meten en la jaula de circo por propia voluntad. Y a mi lado, Sascha reía pretendiendo aniquilar cualquier huracán con su personalidad encantadora y descongestiva. Su presencia parecía ser la única que me animaba a seguir adelante. Enseguida accedí a convertirme en un corderito que se deja comer por el Leviathan, una transformación facilona provocada por las numerosas idas y venidas a la barra. Quería empaparme en alcohol y que todo lo demás se quitara del medio.
En uno de esos viajes empíricos, descubrí un pequeño rubí sentado en la barra, incitándome a ocupar junto a ella uno de esos taburetes desgatados por miles de nalgas.
—Hola, Roja.
—Hola, Gatito. ¿Qué tal va la noche?
—Como una agradable patada en el culo. Llevaba una semana sin beber; esto de que se muera alguien es un chollo para la salud... —gruñí ariscamente.
—Uy, vaya humor más negro que gastas. ¿Es porque has perdido a Sascha por el camino?
—¿Qué? —No me había dado cuenta hasta ahora—. Oh, vaya. Es verdad. Se habrá quedado por ahí. ¿Tienes fuego?
—Es como si se lo preguntas al sol, cariño —rio, tendiéndome el mechero—. ¿Y bien? ¿Ya has averiguado dónde guardan las armas los rusos?
—¿Qué?
—No sé. Como no te has despegado de él en toda la noche...
—Oh... ya, bueno. Es que su presencia me calma bastante. Será porque el Leviathan no le ha infectado todavía. —Di un par de caladas y le pedí una cerveza a Aaron—. No sé. Cuando estoy con él me siento diferente, como si pudiera aguantar bombas más grandes. Me he dado cuenta de que en cuanto me desoriento, ya estoy buscándole. Es raro, ¿sabes? Porque puedo ver a Dean y a Cherry a mi lado y no verles realmente, pero cuando aparece él, mi vista se aclara. Es un alivio. No sé cómo explicarlo... Es como confirmar algo que ya sabes. —Ni siquiera sabía por qué le estaba contando todo eso—. Sus ojos me siguen dando escalofríos porque se parecen demasiado a los de... River. Pero por alguna extraña razón no dejo de acercarme a él para mirarlos. Creo que me está volviendo idiota.
—¿¡Te estás... enamorando de Sascha?!
—¡Roja, por Dios! —gruñí, besando la botella para consolarme—. No digas cosas que es posible que pasen.
La chica me miró con emoción y canturreó a lo John Travolta:
—Tell me more, tell me more. Was it love at first sight?
—No es amor, es encaprichamiento. Le quiero a mi lado y punto. —La miré de reojo—. En el Antiguo Egipto los gatos se consideraban dioses; ahora tengo complejo. Quiero que alguien me adore.
La prepotencia tenía un sabor especial: dulzona y electrizante en la lengua, pero rasposa cuando cruzaba la garganta. A la pelirroja no le hizo gracia mi broma.
—Pues pensaba que te estabas camelando a Eileen.
—¿Por qué todo el mundo piensa eso? Su novio murió hace una semana. No soy tan capullo.
—¿Y qué hay de mí? —repuso con un puchero.
—¿Qué te pasa?
—Me dijiste que te iban más las mujeres, imbécil.
—Cuando estoy con una mujer juego a que me van más las mujeres. Cuando estoy con un hombre, juego al revés. ¿Necesitas un croquis del metabolismo de los bisexuales?
Roja esbozó una mueca de decepción tan obvia que hacía daño a la vista. No tuvo tiempo de reprocharme nada más porque mi pequeño ruso se acababa de acercar a la barra de nuevo.
—¡Hayden! ¡Ven, ven, ven! —insistió con euforia alcoholizada—. Se me ha ocurrido una locura. ¡Vamos!
Apuré la copa de un trago y seguí a Sascha con resignación, guiñando un ojo a Roja antes de irme. Me llevó por las escaleras casi en volandas mientras me contaba animadamente que había un underdog llamado Gallo de Pelea con sus dominios asentados en el garaje del Leviathan.
Normalmente cuando un underdog poseía una pequeña parte del pub, era porque tenía otro trabajo además del compromiso con Leona. Y eso significaba un segundo compromiso con Leona, por supuesto, una comisión de aquellos servicios que estuviera ofreciendo. Por ejemplo, había habitaciones dedicadas a narcotraficantes como Abril y a anfitriones de apuestas como Pato. De hecho, Pato tenía un juego muy curioso que reunía a decenas de ingleses por las noches y que consistía en dividir las apuestas entre dos mascotas que se llevaba al Leviathan de vez en cuando: un pato y un gato. Al pato le obligaba a fumarse un porro mediante un globo ensartado en el pico, y al gato le obligaba a beberse un vaso de whisky mediante una jeringuilla. Supongo que os imagináis cuál era su mascota favorita.
Luego les soltaba en el suelo y el primer animal que se cayera al suelo y no se pudiera levantar, perdía. Eso se traducía en el reparto del bote del bando perdedor entre él y ganador. Pato era un experto en amañar el proceso para que perdiera el bando con más dinero.
—Es tatuador —explicó Sascha con una mirada de expectación—. Y hace descuento si los clientes son otros underdogs.
—¿Qué...? Ah no, Sascha. No me gustan las cosas punzantes que agujerean la piel. Los tatuajes duelen mucho —me quejé.
Aun así Sascha encontró la manera de arrastrarme hacia la puerta trasera del Leviathan, cosa que no sería muy difícil teniendo en cuenta los vasos de vodka que tenía en el estómago. Cuando abrimos la puerta, nos encontramos ante la mirada de color canela de un underdog veterano. Sascha y yo nos quedamos un momento callados y miramos a nuestro alrededor en busca de otro posible tatuador, pero allí solo estaba él. O mejor dicho, ella.
—Tú... ¿eres Gallo de Pelea? —preguntó el chico.
Ella inclinó la cabeza hacia un lado con desconcierto y señaló el cartel de la puerta con obviedad, donde estaba la imagen de un gallo con los espolones preparados.
—Oh... Es que por tu apodo pensé que...
—Eh... Yo te vi en el funeral de River —intervine enfocando la vista—. Eras la tía con la coleta de rastas.
—Sí. Tú eres Gato Negro, ¿verdad? —Me miró de arriba abajo—. Sí, por supuesto que lo eres.
—No te había visto nunca... —murmuré, buscando una silla para descansar. Me sentía viejo y anémico.
—Normal. Nuestros turnos no coinciden mucho, y cuando lo hacen me paso aquí las tardes para atender a los clientes.
Sascha se sentó en el sofá de al lado y esperó pacientemente a que la mujer de rastas volviera con sus bártulos.
—¿Y bien? ¿Dónde lo queréis? ¿Tenéis pensado diseño?
—Yo no quiero nada —repuse con cansancio—. Solo estoy acompañando a este bastardo.
—Mentira. Hayden quiere un gato negro, que me lo ha dicho a mí. ¿A que sí?
—El día en que yo me haga un tatuaje será el día en que me encuentre una bolsa llena de dinero.
—Oh, no te preocupes por la pasta, cariño. El precio está diseñado para que la gente como nosotros se lo pueda permitir —anunció Gallo de Pelea alegremente, mientras se ponía los guantes de látex. A continuación mojó un algodón en desinfectante y tomó mi brazo con cuidado—. La base son cuarenta libras y si lo quieres con color...
—No te esfuerces. No es por el dinero, es por la imposibilidad de que me encuentre una bolsa llena de pasta. Estoy buscando excusas para no hacérmelo —aclaré, mientras luchaba por poner a salvo mi delicada piel de princesa.
—¡Hayden tiene miedo a las agujas! En el médico le tienen que dar un caramelito cada vez que le sacan sangre... —canturreó Sascha con diversión—. ¡Es un artista capaz de pintar en todo menos en su propia piel!
El rubio se levantó única y exclusivamente para imitar a una gallina. Yo me limité a desmentirlo y a gruñir un par de amenazas, mientras Gallo de Pelea exhibía su libro de bocetos frente a mí. Sabía a la perfección que mi negación se estaba volviendo más vacía y transparente a cada segundo que pasaba, porque aquella frase de Sascha había calado en mi interior.
«Un dibujo eterno, Hayden, un dibujo que morirá contigo. Y en la piel con la que has nacido. Si eso no es arte, entonces el arte no existe».
La mujer de rastas esbozó la silueta con una especie de rotulador. Después tomó la aguja de tatuar con el color negro y estiró la piel de mi brazo con una sonrisa en la cara.
—Ahora mira hacia otro lado y respira profundo —me dijo ella.
—Cállate y dame eso —le dije yo.
No estaba en mis planes ser marcado por un artista que no fuera yo mismo. Entendedme. Es como si eres graffitero y cuando vas a terminar tu dibujo, te encuentras otro pintado encima. Gallo de Pelea se negó rotundamente a dejarme a solas con una aguja que supuraba tinta estando ebrio. Decía que no había tatuado en mi vida y que primero tenía que probar con una tela de cuero. Que si se me iba la mano no iba a poder corregirlo. Que el dolor podría hacerme errar en el pulso y formar una chapuza. Que no iba a permitir que salieran chapuzas con sus propios instrumentos. Que podría hacer las incursiones demasiado juntas y hacerme una herida... Qué se yo. Mil razones me dio; ya no me acuerdo de todas.
Pero yo le dije que esto era como la acuarela: parecía difícil de dominar desde fuera y luego la cosa consistía en ir probando. Y que no me iba a mover de esa silla hasta que saliera de ahí con el brazo dolorido y de otro color. Al darse cuenta de que hablaba en serio, empezó retorcerse los dedos con el semblante cargado de preocupación.
—Ahora mira hacia otro lado y respira profundo —le dije, clavándole mis ojos verdes burlonamente. Luego acerqué la aguja a mi brazo y apreté aquel botón que sonaba a mil infiernos.
«El arte siempre duele».
Cuando Sascha y yo salimos del garaje tenía los ojos llorosos. Sentía el brazo en carne viva y ni siquiera podía recrearme con el motivo: el tatuaje estaba tapado con una tela. Tenía que reconocerlo: llegar al final había sido un trabajo que requería nervio.
—¿Qué tal? Dicen que es tan horrible como depilarte los sobacos por primera vez —comentó con una expresión hilarante. Qué hijo de puta.
Claro. Él podía reírse porque al final no se había hecho nada, pero no podía culparle. Cuando la mujer de rastas se giró hacia él y le dijo: «¿Y tú qué? ¿Quieres un Perro Mojado?» Sascha tuvo la decencia de bajar la cabeza y decir que Perro Mojado era de River, que volvería otro día cuando se le ocurriera otra cosa. Su cara de culpabilidad había sido tan adorable que se me habían saltado los plomos del cerebro por un momento.
El pasillo hacia la sala principal del Leviathan era tenebroso y palpitante. Al final de él, la música rugía igual que un dragón buscando sus joyas.
—Espera... —susurré con una mueca de dolor.
—¿Estás bien? ¿Quieres descansar un rato en alguna habitación? —preguntó preocupado.
Mi vista se alzó hacia el reservado que había al final del pasillo, algo separado de los demás y justo frente al despacho de Leona. La curiosidad me atacó con sus dientes de marfil y me acerqué.
—Nunca me había fijado en esta puerta. ¿Por qué no entramos un rato?
—Tenía entendido que esa habitación no se usaba... —repuso Sascha dudando. La abrí con un leve forcejeo.
—Tampoco significa que nosotros vayamos a usarla.
Entré al interior sin esperar respuesta, dando vueltas por la pequeña y sucia cámara. Apenas contaba con una cama estupendamente hecha que demostraba su poca utilidad, un escritorio sobre el cual había una botella de una marca que ya no se vendía y un armario. En la esquina había una lamparita con pinta de llevar años sin encenderse.
—Nunca había estado aquí antes —repuse olisqueando la botella antigua—. Leona odia que armemos jaleo cerca de su despacho.
—Entonces seamos silenciosos... —propuso Sascha. Le brillaban los ojillos de forma salvaje.
Algo confundido, intenté retroceder cuando eliminó la distancia que nos separaba. Lenta, muy lentamente, Sascha alzó las manos hacia mi venda y la retiró con una delicadeza envidiada por los ángeles. Un gato negro de mirada fiera quedó al descubierto mientras lloraba tinta y sangre a partes iguales. Luego acercó su boca a mi brazo, expectante, cautivador. Entonces estiró la lengua y lo lamió muy despacio, estremeciendo todos mis músculos por el escozor pero hechizándome con aquella perturbadora escena.
—Sabes bien —susurró con la lengua negra.
Cuando me soltó, el chico me miraba con una curiosidad bastante indecente. Sus ojos fríos como el hielo se clavaban en mi interior y purgaban por encenderlo aunque pareciera imposible.
Pero lo consiguió. ¿Qué queréis que os diga? Soy un gato y los gatos almacenamos caricias. Tenía el alma hecha trocitos; quizás en el fondo estaba esperando que alguien viniera y tuviera el valor de juntarlos. ¿Sería Sascha ese alguien? ¿Ese objeto raro en mi corazón? ¿Ese amasijo de polen primaveral que me hacía estornudar?
El muchacho se acercó a mi rostro lentamente y depositó sus labios en los míos. Su saliva sabía a carmesí y a oscuridad, los dos colores que protagonizaban mi vida. Por suerte tenía los ojos cerrados, porque si no creo que me habría quedado hipnotizado en sus océanos. Y pensé que jamás se separaría, que había encontrado el pegamento ideal para pegar mis trozos.
Pero se apartó tras un segundo que me dejó sin respiración. Sin saber cómo había captado una señal que sin saber cómo, yo había mandado. Sascha volvió a la carga y se encontró con todas las puertas abiertas, reanudando un beso voraz y caótico que derrumbó lo que quedaba de mis defensas y me sentó en el suelo. Retrocedió para coger aire y consiguió llevarse mi camiseta consigo. La agitó frente a mis ojos como si hubiera conquistado mi bandera. Luego reptó sobre mi cuerpo con una expresión canibalizada en el rostro y terminó en mi pecho, agarrando con los dientes la diminuta anilla que me atravesaba el pezón izquierdo y provocándome un cosquilleo que, os lo juro, me llegó hasta la planta de los pies.
Sascha se dedicó a reír y a mirarme como si hubiera encontrado el juguete más entretenido del mundo. Mientras su atención se centraba en mordisquear el piercing, situó la rodilla en mi entrepierna y me provocó un calambrazo que hizo que ansiara moverme para volver a sentirlo. Cuando el muchacho se dio cuenta, esbozó una mirada golfa y llevó su mano a la cremallera de mis pantalones, dando rienda suelta al baile.
Solo me quedó respirar hondo. Si coincidiera un poco más con mi apodo ya estaría ronroneando.
—Dime qué es lo que quieres —susurró en mi oído, transmitiéndome un escalofrío con su aliento.
«Deseo tu corazón» podría haber dicho.
—Deseo tu cuerpo —contesté en su lugar.
Sascha pareció conformarse con aquella respuesta tan banal y dibujó una mirada inmoral, tal vez la mía propia reflejada. Liberó su mano secuestrada dentro de mis pantalones solamente para desnudarse.
Tenía el cuerpo impoluto y blanco, como uno de esos cisnes de porcelana que hay en las estanterías de las casas de las abuelas. Debe ser que los humanos estamos tan acostumbrados a vernos vestidos, que en cuanto miramos un desnudo nos parece precioso.
—¿Qué te pasa, Hayden? ¿Te gusta lo que ves? —preguntó pasándose la mano por el cuerpo pálido-moscovita. La trencita rubia quedaba muchísimo más sincera cayendo sobre la clavícula desnuda. Tenía la barbilla y el cuello manchados de tinta; lo más probable era que yo estuviera igual.
No esperó repuesta porque tenía mejores cosas que hacer, como consumar el pacto con el diablo que ambos habíamos firmado. Sascha se sentó sobre mis piernas y me agarró del pelo con fuerza, echándome la cabeza hacia atrás para tener mejor acceso a mi cuello. Y joder, si en algún momento de mi vida he de creer en vampiros, ese momento fue aquel. Con sus ojos de río parecía suplicarme una respuesta continuamente; no era más que un gusano aferrado a mi pie con adoración aun sabiendo el puntapié que le apartaría con desprecio. O quizás el gusano fuera yo.
De un tirón me obligó a caer al suelo, bocabajo, atrapado cual conejo agarrado de las orejas esperando recibir el hachazo en la nuca. Parecía dispuesto a llevarme hacia unos minutos de sexo sin gentileza, agresivo e incendiario. Y supongo que así era lo mejor, porque mi amor era amargo, ácido y apto para diabéticos, así que no había por qué añadirle azúcar. Por no hablar de que ya sabía cómo iba a acabar todo aquello: buscando un orgasmo tristón y enfermo que por un momento consiguiera sacarme de la cabeza a River, a Leona, a mis padres y a toda la mierda que tenía ahora hasta el cuello. Pero especialmente a River. Unos minutos de placer tan burdos como los poetas que intentan encender el corazón de sus lectores sin conseguirlo, quedándose en una amarga llovizna con vocación de tormenta. Supongo que en el fondo Sascha era una de esas frases pretenciosas que apuntan al corazón pero se quedan con el cargador vacío.
Forcejeamos un rato en el suelo, una parte más de este espectáculo hecho solo para el elenco. Al fin y al cabo, los gatos juegan usando los dientes. Pronto me rendí ante su fuerza y me sentí incapaz de hacerme el fuerte durante más tiempo, deseando que todo esto acabara y que River saliera por la puerta de una vez y se llevara sus ojos y sus putos recuerdos. Pero no. Ojalá no se fuera nunca.
Me consoló que esa noche, al menos, no necesitaría pastillas para dormir. Sascha retorció mi brazo en la espalda para inmovilizarme, mientras con la otra mano luchaba por bajarme el pantalón. La sumisión no iba conmigo, pero sí el teatro. Quizás todo fuera fruto del deseo de ceder el puesto de líder por una vez, de atacar las palabras que me dijo Eileen en casa. A mi espalda escuché el sonido de un pequeño plástico al abrirse. Mi cara pegada al suelo solo tenía una dirección posible. Solo tenía una panorámica:
En la oscuridad que invadía los bajos de la cama había un bulto. Me costó un guiño de ojos encontrarle la forma: era una abultada bolsa de deporte con una etiqueta blanca en la esquina, en la que difícilmente podían leerse las palabras «Oveja Negra».
En la diminuta rendija que quedaba al final de la cremallera asomaba un papel rosado con la cara de la reina Elizabeth. Y detrás de él debía haber otro millón.
¿Y a los renos quién les trae regalos?
Cuéntame más, cuéntame más. ¿Fue amor a primera vista?
Jacobs, J. y Warren, C. (1978). Summer Nights. [Registrado por O. Newton-John y J. Travolta]. En Grease OST. [CD/LP]. EU: RSO Records.
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