**VIII. De algo uno se tiene que morir, dijo el gato (...)

El veinticinco de diciembre estalló contra los cristales junto a la nevada del siglo.

No, es broma. Amaneció lloviendo como siempre. Pero habría estado bien, ¿verdad?

Una Navidad más en esta ciudad de cuento, donde Harry Potter cogía el Expreso de Hogwarts en la estación de King's Cross y un hombre con una máscara blanca volaba por los aires el parlamento porque quería cambiar la sociedad. La fachada de Harrods quemaba cientos de vatios al día con su ejército de lucecitas doradas. Si no ibas con cuidado, podías darte de bruces contra un Santa Claus gigante o contra un arbusto en forma de reno plantado en medio de la calle.

Covent Garden estaba más encantador que nunca con sus mercados. El palacio de Buckingham se había guardado a sus guardias. Carnaby Street se había atiborrado de chismes de los Rolling Stones para complacer a los turistas. Camden Town tenía tanta actividad que empezaría a echar chispas de un momento a otro. E incluso el Soho (donde se encontraba el Leviathan y el Chinatown inglés) había decorado su pedazo de cielo con farolitos orientales.

Era la primera vez que los underdogs poníamos un árbol de Navidad desde que alquilamos el piso. Cherry quiso comprar un cactus gigante para demostrar lo rudos que éramos, pero la idea fue descartada al imaginar a siete personas sirviéndose vodka al lado de una figura llena de espinas. Después de darnos una vuelta por los mercados informándonos de los asombrosos precios que tenían esas putas mierdas de plástico, acabamos por coger un abeto viejo de la basura del vecino. La euforia del éxito con Gwendoline nos llevó a decorarlo colgando en sus ramas billetes de cinco libras. Que, oye, el árbol en sí era más triste que un brócoli esmirriado, pero nadie se habría atrevido a decir que parecía un árbol de Navidad de pobres.

Supongo que no es necesario decir que al día siguiente los billetes desaparecieron. Nadie dijo nada y todos rieron, por lo que tuvimos que volver a pensar en cómo adornarlo de una manera menos arriesgada. Así que para el día veinticinco de diciembre teníamos un hermoso abeto vestido con anillas de latas de cerveza, piercings que no usábamos y pintura de colores chorreando de sus ramas. Esto último había sido idea mía y le daba un aspecto muy cyberpunk y vanguardista.

El día de Navidad el Leviathan cerraba, como es lógico, aunque no habríamos podido ir porque también cerraba el transporte público. Era un día que se pasaba en familia y como que no era el mejor momento para ponerle los cuernos a tu pareja con una puta. Digamos que está feo. Hazlo al día siguiente, si eso, ¿no?

Alegres como estábamos a pesar del fracaso con la venta de Napoleón, que llevaba ya más de un mes colgado en la red sin recibir noticias, ideamos una gigantesca fiesta en nuestro piso donde solo permitíamos el paso de sustancias divertidas y veinteañeros dispuestos a divertirse.

Invitamos también a los ex residentes de la casa, Bengala y Liu, que pusieron un par de pegas iniciales para que quitáramos de su vista cualquier cosa relacionada con robos antes de pisar nuestro suelo. No tenían nada de qué preocuparse: esa noche Napoleón se encontraba indispuesto y nadie habría podido verlo ni aunque quisiera. Quizá pensaréis que se nos va la pinza trayendo gente a casa y arriesgándonos a ser descubiertos... pero qué queréis que os diga, éramos jóvenes y acabábamos de superar otro año lleno de penurias económicas, sociales y médicas. Nos sentíamos supervivientes de una Tercera Guerra Mundial: la de cada día.

Para los underdogs que no tenían familia o no se llevaban bien con ella organizamos una cena de Navidad también. Estos se resumían en huerfanitos como Eileen, Pato y Bengala, e inconformistas como River, Camaleón, Lady, Cherry, Roja y yo. Mientras que los primeros rogaban por tener unos padres con los que compartir champán, los segundos rogaban por alejarse de ellos todo lo posible. Era en este tipo de eventos cuando uno se acordaba de dónde procedía. Eileen había perdido a sus padres en un accidente de coche, los de Pato estaban en la cárcel por fraude y la madre de Bengala había sido deportada. Mientras tanto, los de Camaleón y Roja no soportaban a sus hijos, y los de Lady decidieron no apoyarle cuando se cambió de género y así terminó todo. Y por último estaban los dos extremos: Cherry se había largado de casa porque eran demasiado protectores y River porque le pegaban.

Pero seguía siendo una ocasión para celebrar, así que por una vez en la vida decidimos gastarnos el dinero en una comida sana y cara como era la ternera Wellington. Igual que el duque de Wellington en la batalla de Waterloo, nosotros también habíamos conseguido vencer a Napoleón para hacerle nuestro prisionero. ¡Viva el Reino Unido, coño!

Dean, Liu, Jeff y As de Picas se unieron a la fiesta dos horas después, con las tripas llenas de comida «Made in family». Dean nos habló del maravilloso pudin que había hecho su madre y As de Picas se quejó de la guerra que le habían dado sus seis hermanos. Llegaron justo a tiempo para probar el prodigioso brownie casero de Eileen.

—River le ha aportado un detallito que seguro que os encantará —informó Colibrí, sujetando el rostro del chico entre sus manoplas de cocina y depositándole un beso en la boca.

—¿Pero qué...? —Roja fue la primera en abrir una herida en el trozo con sus labios rojos—. Sabe... muy fuerte...

—¡Oh! ¡Qué bueno! ¡Le da un toque de puta madre! —afirmó Camaleón tras un gran bocado.

—Si no me equivoco, esto es lo que llaman «Brownie Loco», ¿verdad? Todavía no había probado ninguno... —comentó Bengala. Su sonrisa de satisfacción destacaba sobre la tez negra de forma casi radiactiva.

—Yo sí, pero ninguno hecho por Eileen. ¡Están divinos! —indicó Lady con su tono aflautado. Se reía de una forma tan bonita que a veces se me olvidaba que alguna vez había sido un tío.

Probé mi trozo y tuve que darles la razón. El dulzor del chocolate se mezclaba con el fuerte sabor a bosque que River había implantado. La armonía era perfecta. Kaiser nos miraba a todos con ojillos golosos y suplicaba por un pedazo de lo que fuera aquello que estaba requiriendo la atención de los humanos. Tuve la decencia de negarme; el chocolate era una bomba de relojería para los perros.

—¡Oh! Siempre he querido probar un Brownie Loco. Desde chiquitito —se emocionó el menor del grupo.

—¿Cuánto has echado por persona, River? —quiso saber Pato.

—Medio gramo aproximadamente. Se machaca bien y se echa a la vez que la mantequilla —respondió—. Pero no comáis mucho, a ver si os va a dar un amarillo y la liamos.

Para cuando dimos por terminada la cena, la música de medio Hackney ya estaba entrando por las ventanas. Aunque había algunos coches anclados en las aceras poniendo canciones a todo volumen para atraer a los caminantes, la gente prefería montarse sus propias fiestas en los pisos para beber y consumir sin riesgo a llevarse una multa. Nosotros no íbamos a ser menos, así que Jeff enchufó sus altavoces portátiles y su pendrive al equipo de música. Creo que la sordera de la pobre señora Harrison se debatía principalmente entre las fiestas que nos montábamos los underdogs del primero y los del noveno.

El brownie de marihuana había sido toda una contradicción, pues nos había dejado más nocturnos y activos que un hámster corriendo en la rueda a las cuatro de la mañana. Pero en realidad serían las doce de la noche (según Chaplin) cuando fueron descorchadas las botellas de vino barato y de absenta. Los tapones se perdieron por el suelo en apenas diez minutos, pero no importaría mucho porque al final de la noche lo habríamos dejado todo vacío.

La cosa se empezó a poner estúpidamente divertida.

En una de las diez veces que fui a mear me topé con un negro gigantesco vomitando en el baño. Luego caí en la cuenta de que era Bengala, que se limitó a reír y a decir que no me preocupara, que solo estaba alimentando a los polluelos. Después volví al salón y allí estaba Camaleón, gritando gilipolleces mientras era envuelto como un rollito de primavera en los plásticos de burbujas que todavía había tirados por el suelo.

—¿De dónde habéis sacado tantos plásticos de estos? —preguntó Pato, que ya había sido atrapado por el hipnotizante acto de explotar pompitas. Plop. Plop.

—Compramos un colchón de familia numerosa hace poco —respondí, señalando los jirones de relleno que también había por el suelo—. Luego el perro lo destrozó.

Al menos la mente todavía me funcionaba un poco. Me enorgullezco de haber evitado que los underdogs tiraran el rollito de Camaleón por las escaleras para ver si el plástico de embalar funcionaba bien. Creo que fui el último del grupo en abandonar la razón, momento que ocurrió cuando un nuevo amigo entró en juego por cortesía de Gwendoline: el LSD.

—Espero que no seáis gallinas, porque los he comprado para los ojos en vez de para la lengua, que son más baratos... —informó Cherry con una sonrisa.

El criajo de dieciséis años se había vuelto el camello indiscutible del grupo. Él sabía de timos. Él sabía de precios. Él sabía de calidad de cualquier género que adquiriéramos. Él era el canario de la mina en el que todos confiábamos.

Nos quedamos mirando desconcertados el minúsculo cuadradito de LSD que teníamos que colocarnos en el blanco de los ojos. De repente, los underdogs parecían haber perdido el fuelle al tener que lidiar con algo que daba tanta grima.

—Eh, Hayden —Roja me miró con sus almendrados ojos de gata—. He leído por ahí que Pablo Picasso tomaba absenta para inspirarse, igual que Steve Jobs, con el LSD. ¿Tú también te vas a convertir en un genio? ¿Te convertirás en un genio para mí?

Quizá fuese la forma en que la pelirroja me miraba, o quizá fuese el efecto de la absenta quemándome en el estómago como cien mil infiernos, con sus ochenta y cinco grados de alcohol. La cosa es que coloqué el cuadradito en la esclerótica de mi ojo y fui seguido de inmediato por las doce personas que había junto a mí.

A los diez minutos, la música se hizo tan potente que creíamos tener a los artistas allí con nosotros. A los once, empecé a ver la habitación como en un cuadro de Andy Warhol. A los doce, Roja se desnudó de cintura para arriba frente a mí y compartí saliva con ella; la experiencia más atronadora de mi vida. Después de lo de Roja me puse más caliente que las barandillas del infierno, pero la cosa no llegó a nada porque no supe desatarme los cordones de la zapatilla. A los trece Kaiser agarró el plato del brownie con los dientes y lo tiró al suelo, haciéndolo añicos y comiéndose todo lo que había sobrado.

«Tic tac. Tic tac», chillaba Chaplin señalando el cinco. Había entrado de lleno en un extravagante periodo en el que estaba flipando, pero era consciente de que estaba flipando y de que los demás también. Lady y Pato, sentados en el sillón de manera antinatural, intercambiaban frases bastante alienígenas como:

—Nunca me había fijado en lo bonitas que son tus manos. Te las cambio.

Y bebimos. Y nos hartamos de sentir. Y bebimos más. Y abrimos la ventana de par en par para que entrara el aire de la noche. Y aullamos a la luna como los lobos, enamorados de esa luz que posee el cielo cuando es negro. Y nos encontramos preñados de litros de alcohol, sabiéndonos padres de una resaca recién nacida al día siguiente.

Eran las seis de la mañana y todos habíamos perdido la cabeza; estarían tiradas por algún lugar del piso. El corazón nos latía a más velocidad de la permitida en las señales de tráfico, pero en vez de preocuparse por la multa que le iba a caer, buscaba desengancharse de las impertinentes arterias y salir disparado por la boca. Nadie sabía hacia dónde. Vivíamos inmersos en una confusa contradicción entre los músculos que querían ir a correr diez maratones seguidas y los pulmones que ansiaban caerse en cualquier hoyo y no levantarse jamás.

Y entonces Cherry nos convidó a la habitación paralela. Solo a nosotros, a los buenos: a Jeff, a Eileen, a River, a As de Picas, a Dean y a mí. Cerró la puerta a nuestra espalda y nos tendió una copa de vino del malo a cada uno.

—Brindemos por nuestra victoria. Por él. —Cherry había sacado el cuadro de detrás del armario y había retirado la tela que lo cubría de un zarpazo, haciéndola ondear dramáticamente como un barco soltando sus velas. Una vez más, la mirada del conquistador nos hacía pequeños.

—Es cierto. No hemos celebrado el éxito como Dios manda desde que le trajimos al piso —River bebió de su copa, levantando el meñique cual conde—. Me alegro de tener a este grandullón aquí, pero más me alegro de teneros a vosotros.

Eileen le agarró de la cintura y nos miró con cariño. Por un momento habíamos acabado todos en silencio y con la vista dirigida hacia Napoleón, agradeciendo este respiro que nos había dado la noche para demostrar un compañerismo que no hacía falta demostrar. No, una hermandad. La música retumbaba fuera, pero era imposible acallar el latido de nuestros corazones.

—¡Por Napoleón! —exclamó Dean.

—Por Napoleón —coreamos todos, con los ojos llorosos y la sien perlada de sudor. Pero era por las sustancias que llevábamos dentro, no os penséis que nos habíamos puesto tan sentimentales. Fue entonces cuando reparé en que tenía el cuerpo en tensión, las mandíbulas ancladas y los dientes doloridos de tanto apretarlos.

Pero la cosa se torció súbitamente. Fue tan rápido y fulminante como un caballo que se rompe la pata en plena recta hacia la meta: Cherry quiso hacer la gracia y tocó la boca de Napoleón con su copa, provocando el libre salto del vino y dejándole dos goterones en la pechera.

El niño se quedó perplejo.

Perplejos se quedaron los underdogs.

Lo que empezó como «perplejo» en mí, se transformó en algo más perturbador que despertarse un día en una casa desconocida.

Napoleón, herido de bala de calibre «Tinto Peleón», supuraba sangre afrutada sobre sus ropajes. Exagero. Apenas parecía un rasguño en la rodilla de un niño por caer mal del tobogán, pero cabía el peligro de que aquel líquido granate borrara su existencia, su pechera y su piel para siempre. Su todo. Era posible que el vino dejara un horrible espacio vacío. El corazón me rebotó en el tórax: aquello era un crimen.

La zarpa agarró a Cherry del cuello y le cruzó la cara de un puñetazo. Y digo «la zarpa» de una forma tan ajena porque en esos momentos no era yo quien tenía control sobre mi cuerpo. No sabía quién era ese Hayden tan volcánico, pero no tenía valor suficiente como para echarlo. Después agarró el cráneo del chico y lo estampó contra el cuadro.

—¿Qué es esto, Cherry? ¿Pintura roja, quizás? ¿¡Crees que es pintura roja!?

—Hayden... Suéltame, tío, me haces daño.

—¿Cómo? ¡Pintura roja, me ha parecido escuchar! —repetí con un torrente de voz condimentado con veneno. Mi mano apretó su mejilla de tal forma que la presión arremetió contra su ojo y sus labios quedaron momentáneamente deformados.

—No, no... Es vino, tío. Se me ha escapado, ¡perdón! —balbuceó con torpeza.

—Eh, Heidi. Cálmate... ¿vale? —murmuró River con una risita nerviosa. Sus palabras quedaron como el piar de un gorrión en una tormenta.

—Límpialo. AHORA —aullé en su oído.

El adolescente no se movió, incapaz de obedecer mi orden si no aflojaba la mano.

—LÍMPIALO —deletreé con impaciencia—. Si no queda limpio te mataré. ¡Y si queda de un color diferente, te mataré el doble!

Por fin comprendió mis intenciones, ojeando de refilón las gotas de vino que quedaban a su altura. Bajo mi atenta mirada de fuego, estiró la lengua hacia el óleo reseco y lamió como pudo el líquido añejo. Luego esbozó una mueca de amargura, pero no le dejé escapar. No me parecía suficiente.

Silencio. Los underdogs estaban congelados. Pato golpeó la puerta de la habitación.

—¡Eh! ¿Qué está pasando ahí, chicos? ¿Salís ya?

Nadie contestó.

—Ha sido un accidente —gimoteó Cherry finalmente, removiéndose para buscar algo de comodidad. Yo le miré como un robot experimentando un sentimiento por primera vez.

—Accidente... —repetí.

—Accidente —asintió River. Entonces se acercó con cautela y apartó al chico del cuadro pacíficamente. Tan solo era un humano intentando no asustar a un cisne. Cherry me miraba con una expresión de respeto y desprecio a la vez.

—Lo siento —farfullé asfixiando las palabras. Todavía no sabía si decírselo al chico o a Napoleón—. Creo que necesito descansar un rato.

Y a continuación giré sobre mis talones y me largué de la habitación.

Caí sobre el cuarto contiguo como un saco de harina, molido y derrotado con todas las letras. La música ya no me sonaba igual de pletórica. Me concedieron diez minutos de paz antes de llamar a la puerta.

—¿Hayden? ¿Estás despierto? —River tenía la cabeza asomada. Sus ojos celestinos se clavaban en mi mente y la agujereaban con ferocidad, desenfocándose, duplicando su ejército.

—Sí, pasa.

—¿Qué tal estás?

—En pleno Jueves Negro después de años de prosperidad desenfrenada. ¿Y tú?

—Como una gráfica de la Bolsa que suplica por alcanzar una línea recta. —El chico se dejó caer a mi lado de golpe, levantando náuseas en el colchón y en mi estómago—. Oye, no te preocupes por lo de antes, ¿vale? He hablado con Cherry y dice que mañana no piensa acordarse de lo que ha pasado. Creo que eso significa que te perdona.

—Me alegro. Es un buen chico, no se merece lo que le he hecho.

River hizo una pausa muy cómoda.

—¿Pero por qué...?

—¿No te lo imaginas, River? ¿Ni un poquito? —Giré la cabeza hacia él—. La más mínima imperfección en el cuadro puede bajarnos el precio monstruosamente. Sé de lo que hablo, no es la primera vez que revendo cosas robadas. Esos capullos analizan cada milímetro como jamás habrían analizado la droga que se meten al cuerpo, en busca de un miserable rasguño por el que se pueda escapar parte del dinero.

—Así que todo eso lo has hecho por la pasta.

Bajé la cabeza. No tanto porque me arrepintiera, sino porque sentía que mis cervicales no podrían mantenerla erguida demasiado tiempo.

—Lo siento. El dinero transforma a las personas, no tengo excusa.

River sonrió divertido y se levantó. Aún quedaban unas horas más de luz antes de que viniera el apagón, pero notaba al chico ciertamente demacrado. Mucho más que el resto, de hecho. Si hubiera estado en mejores condiciones quizás me hubiera preocupado por él.

—¿Sabes? Me puedo creer esa mentira de cualquier persona. Pero no de ti.

El silencio que sobrevino cuando Perro Mojado abandonó la habitación resultó casi conmovedor. No tardé ni tres minutos en salir de nuevo para retomar la fiesta.


◊ ◊


Once de la mañana. Los rayos de sol entraban por la ventana como putas lanzas clavándose en nuestras cuencas oculares. Ahí era cuando te dabas cuenta de la gilipollez de haber levantado la persiana para ver la luna la noche anterior.

—Que alguien... me meta una bala en el paladar... —alcanzó a decir Dean desde algún lugar del piso.

Tardé veinte minutos más en tener conciencia de mí mismo y de mi posición. Estaba bocarriba sobre una superficie dura; el suelo probablemente. Abrazado a una amante fría; una botella probablemente. Con los dedos de las manos unidos por algún tipo de sustancia pegajosa; absenta probablemente. Y un dolor dantesco en la pierna que no supe identificar. La alcé con esfuerzo: era un trozo de plato clavado en la pantorrilla y rodeado de sangre seca. Más tarde adivinaría que fue culpa de Kaiser.

Merry Christmas... —gruñó As de Picas con voz pastosa.

Roja dormía sobre mi pecho, con su pelo llameante alborotado a mi alrededor. Se removió como una gatita en invierno cuando pretendí levantarme.

Fui pionero en una resurrección más difícil que la de Jesucristo. Me tambaleé hacia la cocina mientras observaba el panorama devastador; no me habría sorprendido encontrar un cohete de la Segunda Guerra Mundial entre los sillones. Sentía como si un camión me hubiera pasado por encima, pero el hambre que me corroía era aún mayor. Encendí la vitrocerámica y eché un huevo a freír.

Eileen dormía plácidamente junto a River, los únicos inteligentes que habían usado una cama para lo que había sido inventada. El resto de underdogs comenzaron a levantarse desde distintos lugares de la casa, cada cual más singular que el anterior. Alguno no se levantó jamás.

—River... —susurró Eileen con voz remolona—. Despierta, anda... Vamos a comer algo.

Colibrí le besó en los labios, pero el cuerpo de Perro Mojado estaba frío.

—¿River? Venga, babe, vamos a desayunar —insistió Eileen. Todo resultó muy agorafóbico, porque primero se asustó y luego se asustó de asustarse, porque eso significaba que su pareja le estaba dando motivos para ello.

Lo siguiente que pasó sucedió muy deprisa. O quizás es así como quiere recordarlo mi mente.

Oh, my god... ¡River! ¡¡Despierta!! —El chillido que soltó la chica nos arrancó un trozo de corazón a cada uno, espabilándonos como ninguna alarma lo hizo jamás y reviviendo todas las células de nuestro cuerpo para ponerlas de punta—. ¡Está muerto! ¡Dios mío, está muerto!

No supimos de dónde sacamos las energías para correr hacia Eileen y apartarla de River; será cierto eso de que el ser humano reacciona al límite cuando vive situaciones extremas. El resto de underdogs se habían quedado paralizados, mirando con espanto hacia la habitación del cadáver como un grupo de girasoles que habían crecido solos en medio de la nada, muy separados unos de otros. Eileen era la única que aportaba algo de movimiento a la escena.

Nadie sabía qué hacer aparte de sujetar a la pequeña, que no dejaba de gritar y patear cualquier cosa que encontraba a su alcance. Los once underdogs se miraron con el rostro pálido y la boca tapada con las manos, aún no podían creérselo. Eileen tampoco nos dejó espacio para llorar: ella ya estaba llorando por todos.

—Salid de aquí —ordené al mayor del grupo, sujetando a la chica entre mis brazos—. Esconded el cuadro, llamad a la policía y salid de aquí. YA.

No admití ninguna clase de réplica, pero Dean tampoco protestó. En dos minutos la habitación se quedó vacía, demasiado grande para mi gusto, aunque nos hubiera parecido diminuta toda la vida. Flotaba un ambiente tenso y asquerosamente triste. Y Eileen se negaba a salir de él. Temblaba contra mis brazos y me humedecía la ropa por un motivo que jamás pensé que sucedería.

—Ha sido una sobredosis. No debimos mezclar tantas cosas. Seguro que iba mal y fue mi brownie el que terminó con él. Le he matado yo... ¡Ha sido mi culpa, Hayden!

No sé ni qué le dije, pero mis consuelos surtieron algo de efecto porque yo era el típico amigo-psicólogo que da consejos aunque luego él no los siga. El silencio que había en el piso era sepulcral, porque, al fin y al cabo, en un sepulcro se había convertido.

—Dime que es una broma. Haz que vuelva a respirar, por favor. Haz que vuelva a la vida cuando yo abra los ojos y haré lo que me pidas —gimoteó contra mi pecho—. Hayden, eres mi amuleto. Contigo todo se hace más leve. Tú nunca me has fallado, no me falles en esto ahora.

Solo supe darle silencio. Ella no quiso abrir los ojos porque sabía que los azules de él tampoco se abrirían. Simplemente nos dejamos caer por la pared, hasta el suelo, abrazados en aquel rinconcito del piso mientras River se endurecía a la vuelta de la esquina. Uff. Pero mi mente tenía que distraerse y distraer la suya. Tenía que...

Come on, Eileen... —canturreé en su oído con voz muy baja, muy suave. Aquella vieja canción de los años ochenta que llevaba su nombre.

—No puedo creer que me vaya a dejar sola. No puedo quedarme sola. Me muero sin él, Hayden. Me muero.

These people round here... wear beaten down eyes, sunk in smoke, dried face... So resigned to what their fate is...(4)

(4) Esa gentede por aquí... visten ojos abatidos, hundidos en humo, caras áridas... Tanresignados a lo que es su destino.

Ella perdió la voz. Yo la abracé tan fuerte que la obligué a concentrarse solo en llenar sus pulmones de aire.

Desde la cocina mi huevo frito chisporroteó en la sartén pidiendo atención, escupiendo humo y llamas hasta que fue reconocido por el viejo sistema de incendios. No nos inmutamos cuando sonó la alarma, ni cuando la lluvia sintética inundó la estancia hasta calar nuestros huesos con esa agua putrefacta y más tibia que las babas, que llevaba almacenada por lo menos diez años.

But not us, no never. No, not us, no never. We are far, too young and clever. Come on, Eileen(5).

(5) Pero no nosotros, nunca. Nosotros no, nunca. Estamos lejos, demasiado jóvenes y listos. Vamos, Eileen.

La lluvia resultó fría en nuestra piel. Fría en unos corazones resquebrajados por las goteras. Parecía que al final, estuvieras fuera o estuvieras dentro, siempre quedaría la lluvia.

Más quisiera Audrey Hepburn en sus cuarenta años de carrera haber expresado lo que ella expresó en diez minutos. Porque la pérdida de mi amigo me destrozó, sí, pero el llanto de Eileen me había paralizado el alma.




Dexys Midnight Runners (1982). Come On Eileen. En Too-Rye-Ay [single] Reino Unido: Mercury.

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