**VII. Con curas y gatos, pocos tratos.
Los siguientes días fueron pasando con cuentagotas por culpa de la intriga visceral a la que nos veíamos sometidos.
Al principio hicimos unas cuantas expediciones más a la Deep Web, todas tímidas y cautelosas, dedicadas únicamente a cosas prácticas como crearnos un monedero virtual de bitcoins con el que hacer el intercambio y un tormail, el correo electrónico predominante en la red. Aunque no por ello se nos privó de unos cuantos sustos y avisos escabrosos. Vivíamos inmersos dentro de una estrambótica expectación propia de una peli de Tim Burton: en cualquier momento podía llegarnos una contestación al correo, una propuesta de compra o una orden de asesinato. Toda opción era posible.
Y como la espera se estaba haciendo eterna y aún más tentadora por culpa de aquel mundo sumergido que ahora teníamos al alcance de la mano, los underdogs empezaron a tontear por la Deep Web todos los días para saciar ese monstruo al que llaman curiosidad. Disfrutaban apostando quién era capaz de aguantar más minutos de vídeos macabros o sujetaban a Eileen frente a la pantalla, obligándola a ver cosas que le hacían gritar hasta que le dolían las sienes y que oscurecían su blancura un poquito más cada vez. Entonces siempre hacía lo mismo: se desprendía entre codazos y se abrazaba a River buscando consuelo. Y luego River les partía la cara.
Otras veces se les ocurría destrozarse la mente frente a una página Iluminati, hasta el punto de que era yo quien tenía que cerrar el portátil de golpe para despegarlos de la pantalla. Tan solo consistían en un conjunto de imágenes perturbadoras y callejones de clics sin salida, donde se desembocaba en mensajes que habrían cambiado el mundo si hubieran salido a la luz.
Eran dimensiones en las que prefería no meterme. De hecho, el día en que encontré a Cherry desabrochándose los pantalones frente a un vídeo de pornografía infantil acabé vetándoles el acceso y poniendo clave al ordenador.
—Dios. Venid todos. En esta página te enseñan a fabricar bombas caseras.
Chaplin pregonaba la llegada de las tres de la tarde para aquel que quisiera escucharle. Esta vez era Dean quien se encontraba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas frente al ordenador. Los underdogs dejaron lo que tenían entre manos para arremolinarse vagamente en torno al mayor, como una marabunta de hormigas atraídas por una gota de yogur.
—Siempre he querido tener una bomba. ¡Desde chiquitito! —canturreó Cherry.
—Salid de ahí... —avisé mientras caminaba a la habitación para descalzarme. Las zapatillas volaron por los aires y solté un bufido de placer cuando las baldosas frías besaron mis pies—. Ese tipo de páginas son ilegales en Inglaterra.
Dean frunció el ceño y cambió de página con pesar. Ninguno pretendía abandonar ese rol de niño ignorante vigilado por una madre demasiado dura, papel que yo había adoptado involuntariamente. Era más fácil dejar que otros cuidaran de ti y desechar toda responsabilidad con el clásico «si no conozco el peligro, no existe».
—Bien, pues... busquemos algo del Área 51. ¿De acuerdo?
—¡Oh, sí, sí! Me mola discutir si los objetos fotografiados por el cielo son ovnis o bolsas de la compra —apoyó River.
Tras varios segundos encontraron una página web que despedía un delicioso aroma a misterio incongruente. Incluso yo me acerqué a curiosear, encontrándonos frente a un informe detallado que daba explicación a la numerosa presencia de cráteres y cables insertados en el suelo de Nevada. Nuestros ojos titilaban y volaban por las líneas a toda velocidad con la avidez de una tormenta de arena, complacidos eternamente cada vez que dábamos con una imagen supurante de morbo.
Fue entonces cuando el brazo de Eileen saltó como un resorte y posó el dedazo en la pantalla, asustando la imagen por un momento y haciendo temblar el líquido que la componía. Sobre aquel punto. Aquella frase.
—FBI IS WATCHING!
Cherry levantó el primer grito de susto, contagiándoselo a los demás. Una masa de carne convertida en brazos y manos tapó la visión del inquietante informe.
—¡Sal! ¡Corre!
—¡Apaga!
—¡Escape!
Todos se abalanzaron sobre el portátil con un escalofrío en las entrañas, pero antes de que Dean y yo lográsemos calmarles, el botón de apagado había sido pulsado y el portátil nos había dejado ahí, solos, mirando como imbéciles en shock la pantalla en negro.
—Oh, damn! Qué infarto a la patata.
—Esto no será como la ouija, que hay que cerrarla antes de irte, ¿verdad? —se atrevió a preguntar Eileen. Se encontró con una turba mirada de irritación por parte del señor Hayden.
—Vale, tíos, creo que necesitáis relajaros un rato —gruñí recogiendo el ordenador—. Venga, largo de aquí. No quiero que rondéis mi portátil en un tiempo.
—Pero Gato, ¿y si ya se ha inventado la máquina del tiempo y nadie lo sabe? ¿O si la NASA ha capturado a un alienígena hace años y lo mantiene en secreto? —Cherry se retorció los dedos como un velocirraptor expectante, canalizando su ansiedad teatral—. O peor... que sepa el día exacto en que vamos a morir por el impacto de un meteorito y que no haya dicho nada para no causar el pánico. That could be happening right now in the Shattered States of Insanity!(1) ¡Tenemos que enterarnos!
(1) Eso podría estar pasando ahora mismo en los "Estados Destrozados de Locura". Alusión a los Estados Unidos de América.
—Deja que te desvele algo, enano: la mitad de lo que se dice en la Deep Web es falso, y la otra mitad resulta inaccesible para alguien como nosotros. ¿Crees que ya podrás dormir tranquilo?
—¿Crees que si te parto las bolas de una patada dejarás de llamarme enano?
—Es poco probable. Quizás se te parta el pie a ti.
—Pfff —Cherry se levantó de sopetón, agitando el aire de la habitación—. Vete a la mierda. Me voy a dormir un rato.
El portazo de la habitación puso el marcador a cero. Habíamos dejado al adolescente fuera de juego por unas tres horas.
—En vez de andar buscando chorradas por la Deep Web deberíais estar preocupándoos de vigilar si sale algo del robo en las noticias... —reproché.
—Que no ha salido nada, Gato. ¡Me estoy dejando una pasta en el periódico todos los días...! —bufó River.
—Tampoco tenemos ninguna contestación de compra en el tormail, ni en los foros —gruñó As de Picas—. Y dudo que sea porque pase desapercibido; el contador sube cincuenta visitas al día en la mayoría de los anuncios que pusimos.
Rondé por la habitación con nerviosismo, hasta acabar frente a aquel fotosensible gigante que permanecía a salvo del público bajo una lona oscura. Aparté la tela para asegurarme de que Napoleón no se había largado por exceso de menosprecio.
«¿Qué estará pasando ahí fuera, amigo?», pensé entristecido. Sentí una respiración por encima de mi hombro; Dean admiraba a Napoleón junto a mí mientras se mesaba la espesa barba pelirroja.
—¿Qué piensas, chico? —preguntó el treintañero.
—Nada, solo le estaba dedicando unos minutos. Le echaré de menos cuando esté a cargo de algún tunante con las manos sucias.
—Hombre, es grande y bonito, pero tampoco creo que se merezca todos los millones que van a pagar por él. De hecho, creo que tú has hecho cuadros que me gustan más —comentó.
Los tres años que llevaba junto a Dean llegaron a mi mente para hacerme lagrimear.
—El arte no se puede comparar. No es solo el resultado: es el origen, es el cúmulo de circunstancias y sensaciones que hay en la mente del autor cuando está preparando sus pinceles, cuando empieza a sabotear el lienzo en blanco. Nadie tiene derecho a juzgar eso. Incluso a veces es más artístico el marco que el cuadro, pero nadie se da cuenta de eso porque solo miramos donde se supone que debemos mirar. —Dejé escapar un suspiro y solté la tela que tapaba el cuadro, dándome la vuelta sonriente—. Pero este no es el caso.
Kaiser ladraba a nuestro alrededor para demostrar su aburrimiento. Eileen y River estaban en el sofá viendo Friends en la vieja tele que le robamos a la abuela de Liu, achuchados como dos ratoncitos en pleno invierno y repartiéndose besos en la nariz y en la frente de vez en cuando. Hacían una pareja impecable: Audrey porque era pequeñita, preciosa, como un diminuto diamante en un mar de lápices de grafito; River porque era sensible y transparente, como una tela de araña soportando el rocío.
—Ah... L'amour... —As de Picas cambió de expresión, entreteniendo a Kaiser con vaguería—. Me dan cáncer de ojo. Qué repelencia, hermano.
Pero yo sabía que no había nada que pudiera sostener su argumento, porque quizás fuera lo más puro que había en Hackney en este mismo instante.
A veces creo que habría sido bonito haber dedicado tus caricias a una sola persona. Suena poético; es como demostrarte algo a ti mismo además de a tu pareja. Ser como una reina y un rey de ajedrez: poseer una sola vida y un solo amor. Pero supongo que para los que trabajamos en el mundo del cariño hay cosas que se nos niegan, cosas que te abruman tanto que luego no eres capaz de distinguir cuando llegan las verdaderas.
—Oye, este pan se ha quedado como una piedra. Seguro que matamos a alguien si se lo tiramos a la cabeza —intervino Dean desde la cocina, apretando una hogaza entre sus manos con gesto de fastidio—. ¿Es que por qué no metéis el puto pan en la bolsa? Ahora hay que tirarlo. Os lo he dicho mil veces.
—¡Eh! Aquí no se tira nada. Trae acá, que lo mordisqueo un rato —propuso River, cogiendo la hogaza al vuelo.
—Hablando de pan... ¿A quién le toca hacer la compra esta semana? —preguntó Eileen.
—A Dean y a As de Picas.
—¿A mí? —se quejó el rubio de la cresta.
—No jodas, As. Ahora vives en esta casa como todo el mundo, te toca hacer de mula de carga también —espetó River. Ambos aludidos se levantaron perezosamente—. No compréis pescado esta vez, que está muy caro. Y no te pases con el chocolate que te conozco, Dean.
Los underdogs cogieron el abrigo y salieron a la calle con bufidos de resignación. Por su parte, River cogió a Colibrí de la mano y la condujo hacia la habitación para avivar un poco su llama. De pronto me había quedado solo en el cuarto, con Napoleón. Bueno, y con el perro, pero ese no cuenta.
Me encaminé hacia la ventana para admirar el cielo de Londres; lo cierto era que desde un noveno se visualizaban mejor las metas. As de Picas y Dean caminaban como hormiguitas por la acera adoquinada.
Londres tenía muchas cosas buenas y muchas cosas malas, como todos los lugares, pero yo no me imaginaba dejar la capital para irme a vivir a un sitio más tranquilo. La vertiginosa ciudad era mi salsa, mi ley de vida. Yo era el rey de las moscas.
Me fascinaba su ajetreo, su efervescencia, sus miles de personas con sus miles de rumbos. Si mirabas a sus balcones victorianos podías imaginar a las señoras asomadas con sus prominentes vestidos, la niebla de Jack el Destripador, el humo de la pipa de Sherlock. Podías escuchar la música de los bailes de máscaras, la cháchara de los sirvientes junto a sus mansiones, el ruido del puerto trayendo barcos con té de la India. Si prestabas atención casi podías oler el sudor de los caballos parados frente a las diligencias o respirar el mismo aire que respiró Virginia Woolf. Aquella hermosa época en la que te comprabas un mueble y nadie más lo tenía igual, antes de que llegara el desenfrenado Fordismo y su desencanto.
Londres era elegante, impecable incluso en sus partes más bizarras. Londres tenía historia. Londres era historia.
No era la primera vez que esta madura ciudad me sacaba del hundimiento y la depresión para recordarme, como un toque de atención, que la vida seguía su curso. ¿Cómo era ese dicho...? «Si te mueves el mundo girará contigo; si te paras el mundo girará sin ti».
Era de agradecer que a nadie le importara tu vida, que cada uno estuviera tan pendiente de sus problemas que no tenía tiempo para recordarte los tuyos. Cuando te dabas cuenta de que no eras nada para el mundo, tus males se hacían pequeños también. Señores, sabed que la tristeza no es endémica.
El timbre sonó entonces, gritando como una rata despellejada.
Por un instante me quedé quieto y repasé el lugar en el que cada underdog estaría poniendo los pies en ese momento, y ninguno coincidía con el felpudo de casa. ¿Quién podría ser? ¿Mis abuelos? No sabían dónde vivía. ¿Mis padres? Aseguraron no acercarse a más de diez metros de los lugares que frecuentaba. ¿Leona Walker? Jamás, ella nunca se mezclaba con los underdogs fuera del Leviathan. ¿Podría ser entonces...? ¿Al fin...?
La rata despellejada volvió a chillar. El frío metal de una de las pesas que Bengala dejó en el piso antes de irse quedó apretado entre mis dedos, preparada para estrellarse en la cara del posible agresor para dejarle sin dientes y, con un poco de suerte, sin conocimiento. Entonces me di cuenta de lo mucho que necesitábamos reformar el piso; una mirilla en estos turbulentos mares a los que acabábamos de entrar era indispensable.
Abrí la puerta desde un metro de distancia, como si el picaporte oliera a rata muerta. Ante mí había una persona con el rostro serio, vestida entera de negro igual que un sicario chino y sujetando un objeto punzante en la diestra.
Era una monja con un cuaderno y un boli en la mano. Contando veinte primaveras y más buena que los pegotes de arroz requemado de una paella.
—Hola, buenas tardes.
—Genial. Testigos de Jehová, lo que faltaba ya por aparecer en este circo. Es que nuestra suerte ya está siendo crepuscular...
Fui a cerrar la puerta delante de sus narices cuando la joven apoyó las manos en la madera y levantó la voz de terciopelo.
—¡No, no! ¡Espera! Solo somos las St. Mary's Women, una orden anglicana que los miércoles se dedica a prestar una ayuda desinteresada a los barrios marginales. Únicamente quería...
—¿Marginales? Tenemos más colegas de los que vosotros podríais llegar a contar.
—Oh... —La monja hizo una pausa titubeante y levantó el cuaderno como un niño enseña un justificante ante el profesor de mate. Tardó unos segundos en aclarar sus ideas y contestarme—. Sí, sí. ¡Perdón! Es un decir. ¿Puedo pasar?
—¿Vienes sola? —pregunté desconcertado, echando un ojo al rellano—. Hackney no es un buen barrio para que las monjas se paseen, hermana.
—¡Oh, no! Está mi compañera en el quinto piso y abajo nos espera un policía.
—¡Ah! ¿Con la señora Harrison? ¿También regaláis caderas nuevas?
—La vejez, gracias al cielo, está en manos del Señor. ¿Me vas a dejar pasar?
—¿Me vas a regalar algo? —pregunté con una sonrisa divertida. Ella me correspondió con otra inocente, como las de Eileen en sus días libres.
—Depende de cómo nos llevemos, joven.
La estudié con la mirada. Tenía una tez bonita, como tallada en piedra. Los ojos marrones corrientes no perdían su chispa gracias a cierto matiz avispado, ese que tienen los ratoncillos para ser tan expresivos. Su boca, sintiéndolo mucho por el mundo, estaba hecha para ser besada.
Ella me miraba los pies descalzos.
—Hayden —corregí abriendo bien la puerta. La monja entró con un alegre paso de cervatillo y el cuaderno pegado al pecho. Permaneció estacada en el rellano curioseando hasta donde su vista alcanzaba, hasta que pidió permiso para sentarse en el sofá y tuve que echar a Kaiser de un empujón, soplando un poco la selva de pelos que había dejado.
—Encantada, Hayden. Yo soy la hermana Gwendoline. —Juntó sus rodillas ocultas y se estiró la túnica.
—Vaya, hasta tienes nombre de monja. Qué cliché —repliqué decepcionado.
—¿Estabas haciendo pesas? —preguntó señalando lo que había en mi mano.
—¿Qué? Ah... sí, pero ya he acabado. ¿Puedo ofrecerte algo de beber? ¿Coca-cola sin gas? ¿Un brik de vino? ¿Un trago de tequila, quizás?
—Eh... no, gracias.
—Bueno... —Me levanté a por la cajetilla de tabaco de la cocina murmurando para mí: Normal. Sería lo más agresivo que le entraría en la boca en su vida.
Un cuchicheo enlatado llegó hasta mis oídos.
—Te digo que ha entrado alguien, Eileen. ¿QUIÉN EEESSS? —voceó River desde la habitación cerrada. Gwendoline sufrió un sobresalto y me miró asustada, mientras echaba rápidos vistazos a la puerta de salida. Parecía una liebre escuchando la hierba crujir.
—¡¡Nadieee!! —espeté fastidiado. No me apetecía explicar a gritos un acontecimiento tan inexplicable.
Se produjo un silencio sujetado con pinzas.
—¿«Nadie» está respirando nuestro aireee?
Dejé los ojos en blanco antes de alzar la voz.
—¡Sííí!
—¿¡QUERÉIS BAJAR LA VOZ, COJONES!? —bramó Cherry desde la habitación opuesta, con voz de oso hibernando. Probablemente ahora tuviera el mismo carácter.
La puerta se abrió lo justo para dejar salir dos cabezas de distinto género, ambos entreviendo los cuerpos desnudos y blancos como dos gatos Esfinge. River y Eileen miraron con recelo a la santurrona que había en el salón.
—What the hell...?
—Id a follar en silencio; luego os explico por qué mierdas hay una monja en nuestro sofá —susurré al pasar por su lado, cerrándoles la puerta.
—¿Cuántos vivís aquí? Es que si estoy molestando me marcho... —murmuró indecisa.
—Oh, no, no. No te preocupes. Somos doce.
—¡Doce! ¡Santo cielo! ¿Cómo es posible?
Vale. Reconozco que inflé un poco el numerito, pero ya se sabe que para liar un buen final hay que construir un buen principio. Me senté a su lado y me encendí un cigarro.
—Porque damos menos guerra que las hermanas de clausura. —Expulsé el humo blanco con parsimonia, sintiendo la vista de Gwendoline anclada en mi rostro. Era obvio que no me estaba mirando a los ojos, sino a los piercings.
—Fumar es muy malo. ¿Por qué fumáis los jóvenes de hoy en día? —preguntó entonces.
—Por lo mismo que respiro cerca de un tubo de escape, o cruzo la calle sin mirar si vienen coches, o miro el microondas directamente cuando se está calentando el café, o cargo el móvil a mi lado todas las noches.
—¿Cómo se puede ser consciente de algo malo y no remediarlo? Si no puedes dejar de fumar por ti mismo podrías pedir ayuda... —sugirió con ternura.
—Ya veo cuál es la ayuda que esperas que pida. Con buena pieza te has ido a juntar, hermana; yo no creo en Dios ni en ningún otro Creador que no sea una jodida explosión de energía universal. Sí, me gustan las explosiones. Son tan artísticamente aleatorias...
—Creer que un Universo sin razón de ser ha creado criaturas inteligentes es muy egocéntrico, ¿sabes?
—Si Dios no necesita una causa para existir, ¿por qué el Universo sí?
—Vosotros sabréis, que todo lo explicáis con la ciencia.
—La ciencia te da de comer, te cura si estás enfermo e incluso te viste con esos ropajes tan horribles que llevas.
—Pero no te ayuda en las cosas realmente importantes. No te ayuda a encontrar una espiritualidad interior con la que alcanzar la paz. —Gwendoline se removió con excitación—. Mira, Hayden, Dios es como un superhéroe. Es una salvación.
—Y una mierda. Un superhéroe aparece en el momento indicado. Dios espera a que te hagas daño para aparecer en tu vida, con la excusa de ayudarte a recomponerte. No es más que un oportunista que le echa un par de huevos.
—¿Entonces admites que hay un Dios?
—Admito que hay algo, pero yo lo llamo fuerza de voluntad. —Hice una pausa para expulsar el humo, que distorsionó mi voz al continuar—. Si hubiera un Dios en algún lado debe de estar ciego y sordo. Creo que yo y mucha gente más hemos sido víctimas de una conspiración del cosmos para lanzarnos toda la mala suerte y desesperanza del continente.
—¿Crees que Dios te está castigando?
—¿A mí? Qué va. Creo que te está castigando a ti, tan joven y desperdiciando tu vida mirando una cruz.
—Yo soy una sierva de Dios —replicó ofendida.
—Ser siervo de alguien por decisión propia es patético.
—Pero lo necesitamos. El ser humano es débil por naturaleza, no siempre tiene fuerza de voluntad para enfrentar la vida y establecer su propia ruta.
—En eso estamos de acuerdo —afirmé recostándome sobre el sillón. La imagen de Napoleón a caballo relinchó en mi cabeza—. El mundo está lleno de débiles, solo unos pocos estamos aquí para hacer historia.
—¡Pero vais en la dirección equivocada! Nosotras solo queremos enseñaros el buen camino. Estamos aquí para intentar que os deis cuenta...
—Ajá. Así que Dios se compra una mascota y luego la abandona para que se busque la vida, ¿eh? Bueno. Normal que luego fracase al intentar hacerla sumisa de nuevo.
—Qué cosas dices. Él nunca nos ha abandonado, solo nos ha dado la libertad de elegir.
—¿Entonces qué haces aquí? —pregunté desconcertado. La monja se quedó un momento sin palabras; entonces recordé por qué había dejado pasar a esa loca—. Me ibas a regalar algo, ¿recuerdas? Para ayudarme a elegir mejor.
Gwendoline rio.
—Para elegir bien solo tenéis que abrir los ojos. El mal está por todas partes, preparado para tentaros.
Le dirigí una golosa mirada a los labios. «No, si ya lo veo. Te arrastraría ahora mismo a la habitación y te pondría a gritar la palabra Dios en menos de dos minutos».
—Ver el bien, hacer el bien, poder escoger solo el bien... Eso es de borregos. Saber distinguir el bien nos da la capacidad de ver el mal, ¿y si vemos el mal no somos igual que Dios?
—Deja de decir esas cosas, Hayden, jamás he escuchado tantas impurezas juntas. Se me están revolviendo las tripas.
Quise echarme a reír. Con un estómago tan flojo, bastaría una pequeña dosis de conversaciones de Leviathan para hacerle vomitar hasta el hígado.
—Perdona, es que tengo la sensación de estar hablando con una pared. Yo aquí con ganas de fiesta y tú no me debates nada, cariño.
«No sé qué destrucción de neuronas va más rápido, si la provocada por la droga o la provocada por las cruces...».
—Es que no hay nada que debatir —se defendió, algo cohibida por la forma en que la miraba. Se notaba que quería acabar la conversación cuanto antes—. Bueno, Hayden. Me has caído bien y cumples todos los requisitos. Déjame regalarte... una contribución de cien libras y una Biblia de bolsillo.
—Ah... —Cogí el librito desconcertado, y mucho más gustosamente el dinero—. Gracias Gwen. Esto nos dará para comprar un montón de comida precocinada. Racionada quizá hasta nos dé para un mes.
Mis ojos verdes miraban con cariño el dinero y a Gwen de reojo. Un ataque de compasión inesperado la hizo escandalizarse.
—¡Oh, no, no! No compréis esa basura. Toma. Cincuenta más. Pero comprad algo sano, ¿vale?
—¡Increíble! Tu generosidad haría llorar de humillación a la Cruz Roja. ¡Por fin podremos comprar carne de vaca real! ¡Y pescado que no vayan a tirar en el supermercado! Al menos para dos semanas tendremos. Bueno, para una, porque somos doce...
Su ingenuidad estaba sacando lo mejor de mí. Sonreí a la monja con aquella inocencia de ratón; es una habilidad que solo los gatos tienen. Ella se mordió el labio llena de dudas, esta vez tardó un poco más en soltar las libras.
—Bueno. Supongo que si estoy ayudando a doce personas puedo darte un poco más. Quédate otras cien, ¿vale? Pero tienes que prometerme que lo repartirás entre todos.
Asentí muchas veces y le regalé mi faceta más convincente de gato agradecido.
—El mérito es de St. Mary's Women. Y recuerda que Dios vela por vosotros.
—Genial. Dile que no hace falta que vele más, que no lo hace bien, pero que le perdono si te manda a mi casa de vez en cuando.
—Qué gracioso eres, joven —rio. Luego me tendió el cuaderno—. Firma aquí para confirmar que has recibido la ayuda, por favor.
—Claro. La satisfacción sabe mejor dejando constancia de vuestro altruismo en un papel. Así funciona la poca bondad de las personas —gruñí camaleónicamente. Ella se levantó sin prestar atención y se encaminó hacia la puerta.
—Ha sido un placer conocerte, Hayden. Haz un buen uso de ese dinero, ¿vale? Nada de drogas y cosas de esas; la comida es una necesidad primaria.
—Por supuesto, hermana. Si yo sueño con poder comprar cosas como hierbabuena, harina, setas y carne de caballo —respondí con una sonrisa singular.
—Me alegro mucho por ti y por tus sueños culinarios. Mucha suerte. —Y se dio la vuelta como una paloma ondeando sus plumas.
«Mmmmmmm... Sí... Sueños culinarios...», pensé saboreando la visión de la túnica trabada por el bolso y marcando su precioso culo. Poco me faltó para relamerme.
Podría haberle cerrado la puerta en las narices y sonreír con maldad. Podría haberle dado una paliza por simple placer hasta que se arrodillara ante mí en vez de ante su Dios. Podría haberle estrellado la pesa en la frente y haberle robado todo el presupuesto que tenía pensado repartir en Hackney. Podría haberla dejado viva solo para follármela en la habitación, allí donde habían estado Colibrí y Perro Mojado.
Pero no lo hice. Y es entendible, ¿verdad? Bastantes ilegalidades se me venían ya encima. Y que yo no soy tan malo como pensáis, hombre...
Así que cerré la puerta con un silbido y me dirigí a la cocina para cazar la hamburguesa fría que ayer Dean trajo del McDonald's. River salió inmediatamente del cuarto y me miró con ojos de lechuza.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién era esa escalofriante maraña de castidad? No he podido escuchar nada por el ruido de la maldita ventana.
La mostaza escurriendo por la comisura de mi boca no me permitió contestar. Aterrorizado busqué algo con lo que limpiarme, y al no encontrarlo abrí la Biblia y arranqué un par de hojas de un solo movimiento. El apóstol San Lucas salvó mi camiseta del desastre; fue lo único que haría por mí en toda mi vida.
—Ni puta idea, solo sé que vamos a pasarnos las mejores Navidades de nuestras vidas. Yo invito.
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