**VI. La curiosidad mató al gato.
Quince de noviembre.
Seis días habían pasado ya desde el asalto a la furgoneta.
Seis noches hartadas de descorchar botellas y proveer sustancias ardientes al cuerpo. Habíamos brindado por nuestro premio y por nuestro sacrificio, por las casualidades, por los semáforos con botón... por todo. Por el arte. Aquel que nos había proporcionado una meta por la que unirnos, un futuro reluciente y unos medios para lograrlo. Porque no hay que olvidar que no hubiéramos conseguido a Napoleón sin el arte: sin el cincel de esculpir que levantó el asfalto, sin la pintura negra que cambió la matrícula, sin el lápiz de medida que eligió la diana correcta. Sin la cebra de colores.
Qué puedo decir en mi defensa... El arte es una dama caprichosa.
Y habíamos brindado por Londres y por su museo, que ahora era nuestro en una milésima parte. No me miréis así. Vosotros no lo entenderíais, es cosa de accionistas.
Pero el alivio se había marchado tan pronto como había asomado la nariz. Los underdogs se llevaban las manos a la cabeza diariamente e insistían en que había que venderlo enseguida, que seguro que la policía estaba rastreándonos, que quizás están extorsionando a la adorable señora Harrison por nuestra culpa, que seguro que la señora Harrison es policía, Hayden. Resultaban tan condenadamente pesados y convincentes que tenerles fuera de casa por unos minutos era como descalzarse tras una larga caminata.
Aquel día el piso seguía sin River, sin Eileen, Cherry y Jeffrey. Se habían ido a casa de este último para incinerar todos los objetos que habíamos utilizado en el robo: los monos de obrero, los paraguas y los conos. Vivíamos con la permanente posibilidad de que un agente llamara a la puerta en cualquier momento, y eso solo ocasionaba un involuntario deseo de permanecer lo más alejado del piso posible. La gran paradoja consistía en adorar la compañía de Napoleón, pero sin tener demasiadas ganas de verle la cara. Así era como Dean y As de Picas se encontraban siempre en el Leviathan. Así era como todos los underdogs del aquelarre me habían dejado solo.
Con él. Por fin.
¿Quién querría contemplar las danzarinas llamas del fuego cuando él era aún más luminoso? ¿Quién querría presenciar el desenfadado ambiente del pub cuando él provocaba un aura mucho más serena?
Abracé mis rodillas en silencio, sentado en el suelo y mirándole a prudente distancia para que no me atrapase con sus garras. No me cansaría de mirarle jamás. Era enorme, iluminado vagamente por la luz maternal que entraba por la ventana. La rastrera apariencia de la habitación parecía rendirse ante su presencia detonante y regia. ¿Sería a tamaño real? ¿Mediría eso el caballo en el que fue inspirado el dibujo? Había escuchado que Napoleón fue un tipo bajito, sí, pero, ¿de verdad me igualaba de una forma tan fraternal que hasta podría estrecharle la mano?
Kaiser dormitaba a sus pies, quieto como si también formara parte de la pintura. Los vecinos cacareaban y reían a través de la ventana rota del baño. Pero, por lo demás, silencio.
¿Silencio? No. Había algo ruidoso en el aire: ese rojo chillón que refulgía en la capa del conquistador y que proyectaba un alma carmesí sobre las paredes tristonas.
Recuerdo aquella vez en la guardería en la que un niño bestia me clavó un punzón de manualidades en la espalda, rajándomela de norte a sur. Dicen que debió ser un accidente... Sí, un accidente... Los cojones. Estoy casi seguro de que me odiaba. El caso es que al instante todo el mundo empezó a correr de un lado a otro, la alfombra se manchó de sangre enterita y los niños se pusieron a chillar como si les hubieran llevado al matadero; simplemente por pura inercia. También recuerdo el horrible dolor en mi espalda, tan insistente y a la vez tan ajeno. Como no era capaz de verme la herida no comprendía que toda aquella sangre desordenada me pertenecía, así que lo que hice fue quedarme donde estaba y empezar a pintar con ella en la pared. No lloré, no grité. La forma en que el carmesí lamía el muro me tenía hipnotizado, casi tanto como dejar la huella de mi mano impregnada en él.
La cosa era graciosa. Yo desangrándome mientras me dedicaba a hacer pinturas rupestres y la vieja loca de mi profesora yendo de acá para allá buscando un médico. Creo que me habría desecado allí mismo si el profesor de apoyo no me hubiera envuelto en vendas inmediatamente.
Sonreí. Siempre me había fascinado el color rojo, ese poderío que lleva adherido. Tan brillante y rugiente en sus tonos claros, tan sabio y antiguo en sus tonos oscuros. «Y tú lo llevas en la capa, Napoleón. ¿Será por eso que no puedo dejar de mirarla? ¿Porque está pintada con retazos de sangre del autor y de todos aquellos que te miraron y sintieron cómo les hervían las venas?».
Los vecinos seguían cacareando y riendo a través de la ventana rota del baño.
Me levanté del suelo, dirigiéndome hacia el cuartucho del que provenía el sonido y envuelto en un aura de positivismo. Mientras abría el grifo de la ducha me miré al espejo, enmohecido y quebrado por las esquinas.
¿Quién era aquel muchacho? ¿Reconocía aquel reflejo como mío? Ese pelo revuelto, negro azabache como cien pianos de ébano, cayendo punteado entre los ojos. Ojos verdes, quizá algo grises. ¿Apagados? Lo hubieran estado de no ser por ese brillo esperanzador: la mirada de la ambición. Bajo ellos, los pómulos claros, la tez pálida de lord inglés, únicamente salpicada por un piercing en el labio inferior y otro en la ceja. En la oreja un par de aros metálicos.
Aparte del transitivo devoro provocado por la droga, estos días poseía un semblante fresco y vital; el éxito del robo nos había rejuvenecido y moralizado muchísimo. Por supuesto que no me fiaba. Normalmente nuestra vida era como un cubo de Rubik: cuando consigues dejar un lado estupendo, el otro está hecho una mierda.
Introduje los dedos en el chorro que salía del grifo: el agua caliente empezaba a hacer entrada con una timidez bastante torpe. Entonces me saqué la sudadera y la camiseta... y el cuerpo delgado, delgadísimo, quedó reflejado en el espejo.
Más de una vez me habían preguntado si me alimentaba de algo que arrojara sombra.
La curva dentada de la columna vertebral le daba un aspecto frágil, rosado, como un alienígena aletargado y en desarrollo. Y sobre aquella cordillera de costillas había cientos de huellas de moratones, de golpes, de agarres, de cortes, de violencia permitida o no... igual que un animal marcado a fuego. Pero no sentía lástima por ese chico del espejo; cada cicatriz había escrito su historia. Porque eso es lo que somos los humanos: historias.
Me metí en la ducha, arrinconándome en un extremo para no ser calcinado por el agua. Luego solté una palabrota con abundancia de efes mientras intentaba doblegar el grifo. Manteniendo la tensión del equilibrio tuve un instante para observar mis brazos perlados de gotitas. Mirándome bien no parecía tan chucho callejero: la verdad es que aquella apariencia quebradiza era un disfraz, una lámpara arcaica para un genio vigoroso, una ilusión para desilusionarse. Un arito de metal atravesaba mi pezón izquierdo, dándome aspecto bravo. Como una de esas bestias con cuernos. En cierto modo seguía manteniéndome atlético, y no precisamente por comer petit-suisses: follar debería convertirse en un deporte olímpico. Al fin y al cabo, es el único ejercicio que todos los deportistas tienen en común.
Cuando salí de la ducha los vecinos estaban gritando como las gaviotas en celo. El ruido y el viento me impulsaron a cerrar la ventana mientras tiritaba como un pollo, pero no hubo manera humana de encajar la bisagra. Después de mandarla al infierno volví al salón y me topé con la mirada entrañable de Kaiser, siempre tan estúpida y siempre tan inocente.
Y al acercarme para acariciarle la cabeza me encontré repentinamente cerca del cuadro, del corcel. Parecía que se iba a poner a relinchar de un momento a otro. Si estuviera drogado, seguro que me habría apartado para evitar que me mordisqueara las orejas.
Alcé el brazo. Lento, vacilante. Como alguien que se atreve a meter la mano en la jaula de los leones. Solo unas hebras de aire separaban mi dedo del óleo seco.
Casi me estremecí. Casi.
Pero mi acción se vio impedida por el repentino sonido de las llaves al abrir la puerta de casa y retiré la mano rápidamente.
—Hey, Gato —saludó River. Sus ojos azules se clavaron en los míos—. Eh... ¿Qué haces en pelotas, colega?
—¿Tú qué crees? —respondí, señalando con obviedad la toalla deshilachada en la que estaba envuelto. River lanzó las llaves al aparador y se quitó el abrigo.
—Vale que te acabes de duchar, pero ten un poco de decencia. Ya no podemos andar por ahí desnudos como cuando éramos solo hombres en el piso.
—Está intentando provocarme. —Eileen entró detrás de él con una sonrisa divertida.
—¿Qué clase de mentira es esa? —pregunté fingiéndome ofendido.
—La curiosidad mató al gato, Heidi... ya lo sabes. Envía una invitación a Eileen y te las verás con un perro de verdad —amenazó River, depositando un beso en los labios de la chica. Colibrí se colgó de su brazo afectuosamente.
Ambos underdogs llevaban saliendo alrededor de un año, tiempo en el cual el imperio de hormonas masculinas había sido descolocado por la llegada de una chica al patriarcado. Todas las quejas que explotaron en un principio fueron sofocadas por el carácter encantador de Eileen (más que por la insistencia de su novio), especialmente después de informarnos de que sabía hacer unos brownies que sabían a puta gloria.
Cherry y Jeffrey entraron detrás, dirigiéndole una mirada a Napoleón como para asegurarse de que no había cogido su caballo y se había marchado al galope en su ausencia.
—¿Qué tal os ha ido en casa de Jeff? —pregunté.
—Buah, su chimenea de mierda no tenía potencia suficiente y hemos tardado tres horas en quemarlo todo. Encima los monos de obrero estaban hechos de alguna tela especial que no arde ni con un eructo de dragón.
—Es que mi chimenea está hecha para mantener a raya el invierno mientras leo un libro, tomo una taza de té y Perla dormita a mis pies. Las ilegalidades quedaban fuera del precio. —Jeffrey se mantuvo receloso.
No había nada de lo que culparle, bastante difícil había sido encontrar algo que quemara más fervientemente que un mechero. En un ataque de locura genuina habíamos pensado en cocinar los objetos en la vitrocerámica (idea invalidada por su propio grado de estupidez) y eliminarlos en una barbacoa en el jardín, pero eran cosas propias de películas americanas y de Simpson. Además de que con este tiempo no se encendería ni un petardo, ahí fuera.
—Por cierto, ¿habéis escuchado algo del robo en las noticias?
—En la tele no. Y eso que tengo las tres de mi casa encendidas todo el día —respondió el underdog de pelo largo.
A nadie le extrañó su comentario, porque la casa de Jeffrey era inmensa. Y creedme que podía alardear de más cosas aparte de tener tres televisiones y una chimenea vintage. Vivía solo... y su alta posición en la escalada de confianza de Leona le proporcionaba unos ingresos que fácilmente podían compararse con los de los scorts y las call girls. ¿Sabéis qué significa eso? Que el dinero que ganaba ya no era solo fruto de su propio trabajo, sino que parte era una comisión proveniente del nuestro. De hecho, era el único underdog que podía permitirse estudiar una carrera en la universidad; el único que tenía derecho a faltar al Leviathan cuando los exámenes intentaban asesinarle.
—Ayer fui a comprar el Financial Times y estuve echando un ojo al resto —informó River, quien adoraba leer la forma en que otros movían el dinero—. No había nada en The Sun ni en el Daily Mail, pero en The Times vi un artículo ridículo sobre las habladurías de Abbey Road. Algún vecino ha sido testigo del robo y ha intentado propagar el rumor, pero creo que no se le ha concedido demasiado peso. La verdad es que su testimonio sonaba estúpido y difícil de creer en cuanto llegaba a la parte de los paraguas, así que han publicado la entrevista en las últimas páginas del periódico. Y ya sabéis... cuanto más te acerques a los crucigramas más menospreciado estás. Nada de lo que preocuparse, creo yo.
—No lo entiendo... —farfulló Cherry—. ¿Por qué la policía no lo ha hecho oficial todavía?
—Puede que la National Gallery haya pedido discreción —sugerí—. No se me ocurre otra cosa.
—Tiene sentido. La exposición del día trece no se canceló y Hayden dijo que seguiría activa este mes. —Eileen se cruzó de brazos—. Supongo que la gente interesada en estas cosas viajaría hasta Londres principalmente por ver a Napoleón, ya que es una de las adquisiciones más famosas... y anunciar que ahora no tienen ese cuadro supondría un grave golpe para el museo. Quiero decir... no van a echarlo todo a perder por la falta de un solo cuadro, así que puede que la National Gallery haya hecho un poco de trampas en cuanto a la publicidad.
—¿Eso se puede hacer?
—Si lo venden como un contratiempo de última hora, sí.
No podía evitar sonreír. La hilarante imagen de todos los ejecutivos mirándose en silencio mientras se reunían en una de las salas de la National Gallery se acercaba a divertir mi mente cada dos por tres.
Los underdogs se encogieron de hombros, abandonando progresivamente la conversación común.
Un silencio de aires pensativos invadió la habitación. Cherry se aventuró a fregar los platos. Jeffrey me aceptó un cigarro en la terraza. Eileen se acurrucó en el regazo de su novio con la vista clavada en el móvil. Él leía el Financial Times. Rusia y Grecia prometían revivir sus relaciones.
As de Picas y Dean llegaron poco después. Sus abrigos estaban tan mojados que tuvieron que ponerlos en el radiador.
—Hey. ¿Qué tal en el pub? —preguntó River levantando la vista del periódico.
—Nada nuevo. Bueno, excepto Leona. Ha preguntado por vosotros unas doscientas veces; dice que dejéis lo que os traigáis entre manos y mováis el culo para allá, que últimamente estáis faltando muchos y demasiadas veces.
—Esa mala perra solo sabe meter las narices donde no le llaman. Tendremos que ser más cuidadosos —instó As de Picas con un resoplido.
—Como sea. Sentaos. River y yo tenemos algo que contaros —apunté.
Dean y As miraron entonces el sofá, donde apenas quedaba espacio para dos traseros anoréxicos. Tras echarse un mutuo vistazo se precipitaron sobre las almohadas repartiendo codazos y patadas accidentales, dejando a la pobre Eileen de pie.
—Arg. Estoy hasta el kiwi de que me quitéis el sitio, joder —se quejó, mientras se alejaba con Kaiser, orbitándola como un satélite. Entre sus manos traía el plástico de burbujas que había servido de embalaje al cuadro y que llevaba seis días desparramado por el piso. Luego se sentó en el suelo.
—Tenemos que pasar a la segunda parte del plan Cebra de Colores —comenzó River, dejando la habitación sin voz con sus sugestivos ojazos azules. Me cedió la palabra, pues el terreno le era desconocido a excepción de unas pocas explicaciones que le había dado. Eileen comenzó a explotar las burbujas distraídamente. Plop. Plop.
—¿Habéis oído hablar de la Deep Web?
Todos los underdogs negaron con la cabeza, excepto As de Picas y Dean.
—Es la cara oculta de Internet —respondió el treintañero.
—No tan oculta, pero digamos que es su lao' oscuro —corrigió el de la cresta.
—Sí, podría llamársele así en la actualidad —confirmé—. Pero no siempre fue tan perturbadora. En un principio fue creada por la Marina de los Estados Unidos para compartir información secreta... y luego la cosa empezó a torcerse.
Jeffrey zarandeó la cabeza con rostro de desconcierto; habíamos captado su atención. Plop-Plop. Plop.
—¿Pero qué pasa con esa web? ¿Dónde está?
Carraspeé y me acomodé en mi asiento. Plop.
—Veamos. Imagínate un iceberg hundido en medio del mar. Eso es Internet. Cuando los usuarios navegan solo pueden ver la parte que sobresale, que es el Internet superficial que usamos normalmente, con todos sus buscadores. La parte sumergida es la Deep Web, y como es lógico, no puedes ver cuál es su tamaño.
—Pero se puede estimar —intervino Dean—. Se cuenta que la Deep Web ocupa en torno a un 96% del Internet total.
Cherry abrió mucho los ojos. Plop. Plop.
—¿Cuánto...?
—Lo que oyes. Internet superficial es grande, ¿verdad? Pues imagínate una dimensión escondida y siniestra que es quinientas veces más grande. Miles... no, millones de millones de personas compartiendo información secreta ahora mismo, mientras nosotros calentamos el asiento y Eileen explota un plástico de burbujas. ¿No es increíble?
Los underdogs se miraron de inmediato, atrapados emocionalmente. Plop. Plop. Plop.
—Wow! Suena abrumador... —balbuceó Jeff.
—Ajá. Y creo saber a dónde quieres llegar, hermano —murmuró As de Picas con sus ojos posados en mí—. Piensas vender el cuadro en la Deep Web.
Sonreí. El chico había vuelto a acertar.
—¿Queremos vendérselo a la Marina de los Estados Unidos? —preguntó Cherry alzando una ceja.
—No, mente de pollo. Ya no pertenece a la Marina. —Guardé cierta expectación. Plop—. Digamos que ahora la Deep Web se ha convertido en el mayor nido de perversión humana del mundo. Todo lo bizarro e ilegal que puedas imaginar se encuentra ahí, tejiendo su nido constantemente. Y con eso me refiero a millones de fotos y vídeos de pornografía infantil, de suicidios, de violaciones, de canibalismo con personas, experimentaciones bestiales... y las temidas películas snuff.
—¿Películas qué? —preguntó Jeff con una mueca de desagrado imborrable en el rostro. No estaba seguro de querer seguir escuchando, pero el lado morboso que toda persona tiene había aflorado desde la primera palabra. La fuerza gravitatoria parecía haber aumentado de repente, pues los muchachos estaban inclinados hacia nosotros para no perderse ni una sílaba.
—Películas snuff. Son grabaciones reales de asesinatos, torturas, amputaciones... y un largo y asqueroso etcétera. Ya sea con animales, niños, mujeres u hombres. —Los ojos me brillaban de la emoción—. Y a su alrededor un millar de degenerados comprando y compartiendo esos vídeos, probablemente poniéndose cachondos cuando la sangre salpica la cámara, relamiéndose sus cerdas bocas mientras la saliva escurre por...
—Hayden, para. Por favor —gimoteó Eileen tapándose los oídos. Incluso las burbujas se habían callado; aquello había sido demasiado para su mente de ovejita. Dean soltó una carcajada, aunque el resto de underdogs también habían palidecido seriamente.
—Las parafilias que se encuentran allí son verdaderas atrocidades: con animales, con agujas, estrangulándose... Qué asco, colega. A su lado lo peor que nos pueden hacer a nosotros son caricias. Y algunos ni siquiera pueden volver a repetirlo —añadí con cierta sorna, imitando unas tijeras con los dedos.
Eileen no lo entendió, pero el resto de muchachos cerraron las piernas instantáneamente con semblante de terror.
—Ah, y te olvidas del tráfico de órganos, humanos y to' la pesca —aportó As.
—Qué estupidez. ¿Qué persona con un mínimo de cerebro consentiría que le corten las bolas o que... le ahorquen delante de una cámara?
—Pues supongo que alguien enfermo. O probablemente secuestren a gente inocente para cometer sus fechorías...
—¡Ay! ¡Qué terrible suena! Y pensar que esos depravados se encuentran escondidos por todo el mundo, con sus ordenadores y sus cámaras... Incluso puede que haya algunos por aquí, en Londres. —Colibrí se abrazó a su pareja aterrada, mientras River le acariciaba la mejilla.
—Habrá un montón de ellos, eso tenlo por seguro —comentó el de la barba—. Pero esto es empirismo, muchachos. Hay que saber de todo.
—Además, no siempre son cosas desagradables. En la Deep Web también existen archivos que no pueden salir a la luz, como informes sobre extraterrestres o Illuminatis, documentos de la NASA y el FBI, bases de datos de idiomas, temas políticos y económicos como la Bolsa...
—O publicaciones científicas —añadió As.
—Exacto, pero a nosotros lo que nos interesa es la amplia red de mercado negro que posee. Ahí es donde venderíamos a Napoleón.
Eileen se inclinó hacia delante, ya algo más cómoda con el tema. Plop-Plop.
—¿También hay gente interesada en cuadros?
—Allí puedes comprar y vender todo lo que te imagines, Eileen. Puedes contratar hackers... o incluso asesinos a sueldo como quien contrata a un empleado para el McDonald's. Armas, drogas... lo que quieras. ¿Por qué no compradores de arte? Siempre han existido saqueadores a lo largo de la historia.
—Ay, ay... pero eso significa que vamos a tener que andar explorando por ahí dentro —se lamentó la chica. Plop. Plop.
—¡Y ahora es el momento perfecto para andar explorando por ahí dentro! Las cosas se han calmado lo suficiente estos días y, aunque me encanta tener a Napoleón mirándome mientras me rasco el culo, creo que es la hora de buscar a alguien a quien encasquetárselo por unos cuantos millones. Veamos. ¿Qué dice Chaplin? —El reloj pareció contestarme con los chasquidos del segundero—. Dice que las dos y media. Buena hora para ponerse a hacer dinero. Eileen, pásame el portátil, ya que estás levantada.
La chica me dirigió una mirada de odio, porque en este contexto estar «levantada» significaba estar «fuera del sofá». Pero se rindió rápidamente y abrió la pantalla del ordenador delante de mí, dejando a la vista la multitud de motas que la cubrían. Este portátil había sido el único compañero que había seguido mis pasos cuando me marché de casa (además de Kaiser), y estos tres años le habían pasado factura como a nosotros nos la había pasado.
«Porque ahora que recuerdo... Tres años llevo ya como underdog. Madre mía. Supongo que el tiempo es como una novia: se larga en cuanto no piensas en ella».
—Una cosa... —River se quedó un segundo meditabundo—. ¿Vosotros cómo conocisteis la existencia de la Deep Web esa?
—Curiosida'. Lo descubrí mientras perdía el tiempo en YouTube —respondió As de Picas.
—Yo curiosidad también. Cuando tenía dieciséis años —respondí, limpiando la pantalla con la manga.
—Yo por una apuesta, hace un tiempo —habló Dean—. Aunque lo cierto es que también fui la excusa para saciar nuestra curiosidad.
—Así que todos entrasteis ahí por morbo...
—Siempre se entra por morbo la primera vez —declaró el treintañero—. Luego, si te quedas, es porque has descubierto un aspecto bastante sucio de tu personalidad. Creo que es terrible encontrar un sitio en el que poder alimentar semejante monstruo...
Zarandeé la cabeza, Dean tenía razón. Bastaban unos pocos minutos por las zonas más vomitivas de la Deep Web para perder por completo la fe en la humanidad, sobre todo porque la humanidad no se veía por ningún lado. Los niveles de repulsión y deformación a los que habíamos llegado como especie se me antojaban misántropos, la culminación de lo grotesco y la perversión que puede crear un cerebro inteligente. Si jamás habéis entrado en la Deep Web, jamás conoceréis el significado de tener verdadero asco a la mente humana.
—Antes de meternos vamos a tomar algunas medidas de seguridad.
Saqué un rollo de cinta adhesiva negra. Corté un trozo con los dientes y lo pegué encima de la cam, por si acaso algún individuo nos hackeaba el ordenador para espiarnos. Luego realizamos una bipartición del disco duro mediante las indicaciones de River, instalando en una de sus partes un sistema operativo más difícil de infectar que Windows. Después activé el antivirus y descargué otro más por sugerencia de Dean. Entonces dediqué unos minutos a conectarme a un proxy (un elemento de la red que actuaba como intermediario para proteger al emisor).
—¿Todo esto es necesario? —preguntó Eileen desconcertada.
—Ya lo creo... —repuso River—. La Deep Web tiene más virus que el coño de Leona.
Inmediatamente los muchachos soltaron una carcajada. Nadie sabía con exactitud sobre el pasado de Leona Walker, pero todo el mundo intuía que en su juventud había sido una de las putas más reconocidas del Soho.
—Sería incluso insuficiente si nos adentráramos en las partes más profundas, como las Marianas Web, Zion o La Liberté —explicó As de Picas—. Mirad. La Deep Web funciona por niveles de peligro y existen hasta seis. El nivel uno se encuentra en Internet superficial, que son los buscadores habituales, redes sociales y esas cosas. El dos y el tres ya rozan la ilegalidad, aunque se pueda acceder también desde Internet normal, porque abarcan los programas de descarga de archivos y por tanto, infringen la ley del copyright y to' eso. También asoma la cabeza el porno, los comercios y las cosas feas, cosa que se vuelve explosiva en el nivel cuatro y cinco. El nivel seis es la parte más oscura, infestao' de hackers enfermos que te pueden robar los calzoncillos sin quitarte los pantalones, junto a las páginas de las organizaciones estatales y sus conspiraciones secretas. Pero nosotros solo nos adentraremos en el tres, que es donde se encuentran los mercados negros.
Todos afinaron la vista hacia la pequeña pantalla, observando el acogedor logotipo de Google como los primeros hombres observaron el fuego; esperaban algo cautivador. Mis dedos volaron entre las teclas.
—Veamos. A la Deep Web no se puede entrar por accidente, necesitas descargarte un buscador específico desde Internet normal para poder acceder. Se llama Tor, The Onion Routing.
—¿Cómo? ¿Gratis y legalmente?
—Es que entrar en la Deep Web no es ilegal. Ilegal es lo que haces dentro, no te confundas.
Enseguida encontramos el programa representado por una inocente cebollita, y lo pusimos a descargar.
—¿Tor es un buscador como Google?
—Más o menos, solo que está especializado en ocultar tu dirección IP. Resumiendo, te introduce a la Deep Web de manera completamente anónima.
—Uh... Qué turbio, ¿no?
—Es una puta maravilla —lo defendí—. El Internet normal está abarrotado de rastreadores, de filtros de palabras conectados con servidores policiales y de páginas web que guardan cada ruta que has seguido. Por eso nos recomiendan personas que conocemos cuando nos hacemos cuentas en las redes sociales. Nos vigilan, Cherry. Siempre. A todos. La privacidad no es más que una opción del Facebook para que te sientas más tranquilo, pero en el fondo no somos más que pequeños Trumans siendo observados por un monitor. Pero la Deep Web... Buah, colega. La Deep Web es anonimato. Es desencadenarse. Es libertad.
El adolescente asintió con la cabeza, siempre absorbiendo nuestras ideas como una esponja.
—¿Entonces funciona como una especie de... portal tridimensional?
—Qué va. La Deep Web no está en otra dimensión. Digamos que es un lugar de la web al que los buscadores como Google no pueden llegar, porque las páginas están indexadas.
—¿Qué significa indexadas? —preguntó Eileen.
—Pues es como que... no están conectadas con el resto de páginas. Son webs dinámicas y cambiantes, como si fueran formularios, o están aisladas del resto.
—¿Y cómo se encuentran entonces?
—Pues dado que no poseen formato www sino que se trata de la dirección acabada en .onion, no puedes escribir directamente las palabras que desees buscar, como pasa en Google. Se accede a las páginas copiando y pegando los links a los que quieres ir desde Internet normal, o usando una página especial de la Deep Web que te muestra una lista de links: la Hidden Wiki. Esa es la que vamos a usar.
—¡Coño! ¿La has creado tú?
—No me jodas —reí—. Hidden, no Hayden.
Tras pensar un momento, busqué el link de la Hidden Wiki en Google y lo pegué en el buscador de Tor, accediendo inmediatamente a una página simplona y cargada de listas de enlaces.
—¿Esto es la Hidden Wiki? ¿Ya estamos en la Deep Web?
—¿Aparecerá una imagen de un bebé abierto en canal de un momento a otro? —quiso saber Cherry, expresando la duda principal de todos los underdogs.
—No flipéis. Estamos en una página oficial —contestó Dean con vehemencia.
—Eso sí, colegas: a partir de aquí es cuando podemos encontrar puertas hacia caminos más retorcidos —señaló As de Picas—. Estilo Ruta 66, pero sin que haya cartel que indique cuándo estás pasando a niveles peligrosos.
Estiré las manos por delante de mi cuerpo para hacer crujir mis dedos, mientras los muchachos pegaban sus ojos a la pantalla.
—Primero debéis saber que la moneda virtual de la Deep Web es el bitcoin. Contribuye a aumentar el anonimato y la seguridad al comprar, ya que no expones el país al que perteneces usando tu moneda común.
—¿A cuántas libras equivale? —quiso saber Eileen, suponiendo que es así como nos pagarían el cuadro.
—Ah, pues eso no lo sé. El valor del bitcoin se recalcula cada minuto, porque depende de la actividad de la Deep Web. Vamos a buscarlo en el conversor.
Tras unos cuantos clics por Google nos enteramos de que un bitcoin equivalía a casi doscientas libras. Ya de entrada era una cantidad que no todos podíamos permitirnos, pero también nos enteramos de que había páginas que los regalaban según ciertos requisitos. ¿Os acordáis de la película de Jurassic Park? Pues cabe destacar que fiarse de esos sitios equivalía a meter el pie en la jaula de los velocirraptors: te iban a desvalijar hasta el hueso.
—Ahora solo tenemos que buscar un link que nos dirija a un mercado negro de arte.
—Espera, Hayden. No corras. Vamos a echar un ojo, ya que estamos aquí —imploró Jeffrey.
El cabeza de chorlito me lo pedía a mí porque yo era el dueño del ordenador. Aún no comprendía que el portátil era un mero soporte para atraer hasta casa a las más bellas personas.
Pero le di mi diminuta bendición, más que nada porque no era el único underdog del grupo que quería explorar ese terrorífico macromundo propio de una novela de Stephen King. Entonces Jeff tomó el puntero en su poder y se dedicó a clicar en los enlaces más atractivos.
—Argg... ¿Por qué no funcionan? —se quejó tras un par de Not Founds.
—Si para una página web mezclas el hecho de que es ilegal y de que es dinámica, ¿qué crees que resulta? —Dean señaló los links—. Mira, están caídas. A su lado pone Down entre paréntesis. Mira, mira... casi todas. Y cerradas en fechas parecidas. Debe ser que la policía las pilla y por eso salen links nuevos cada año.
Jeffrey paseó su vista por las categorías con curiosidad. Weapons. Weed. Science. Government. Markets. Erotic. Under age...
—¡Mira! Esta sí funciona. ¿Nos tenemos que registrar para entrar?
La ventana que había aparecido exhibía las palabras «Assassination Market» sobre un sobrio fondo. Bajo ellas había una lista de nombres acompañados de una cantidad de dinero.
—¿Es una página para contratar sicarios? —preguntó River con emoción.
—Siempre he querido contratar un sicario. Desde chiquitito —inventó Cherry. Luego se inclinó sobre la pantalla y señaló uno de los nombres a voz en grito—. ¡Mirad! Podemos matar a Barack Obama. Son... ¿sesenta bitcoins?
—Sesenta billones. Esa B son billones —corregí con sorna. Traducirlo a libras solo serviría para pararnos el corazón.
—Ah... ¿Tenéis sesenta billones de bitcoins por ahí?
—Yo tengo cuatro libras en monedas. Y un pañuelo usado. —River sacó de regalo una pelusilla del bolsillo.
—Y yo no tengo nada en contra de Obama —regañó Eileen.
—No, esperad —señalé un párrafo de letra minúscula en la parte inferior—. No es una página para contratar sicarios, sino un mercado de apuestas. La gente propone cómo van a morir esos famosos y el que acierte se lleva el bote acumulado.
—Oye, hermano... ¿Y eso no implica que alguien apueste que Obama morirá de una pedrada en la cabeza y al día siguiente vaya a Estados Unidos a tirarle piedras? —sugirió As de Picas con astucia.
—Sí, probablemente funcione así de forma implícita.
Jeffrey cerró la página y buscó un nuevo link al azar. Esta vez se trataba de una página personal con un correo electrónico, bajo el cual se ofrecía una pequeña cantidad de dinero y un nombre: KidLoving. En su imagen de perfil había un hombre con una máscara gigante de conejo. Un niño de dos o tres años y con el rostro pixelado estaba recostado contra su pecho.
—¿Y este tío qué hace aquí?
—Habrá colgado un anuncio; tiene toda la pinta de ser un pedófilo. Ofrece bitcoins por sexo en línea.
—¿Eso que tiene en los brazos es un crío? ¡Pobrecito! —Eileen se llevó las manos a la boca.
—¡Hostia, Cherry! ¡Tú eres menor de edad! Enséñale carne fresca a este pavo y nos ganamos un dinero para hachís —propuso River con una carcajada.
Cherry saltó del sillón con emoción y empezó a quitarse la sudadera mientras despegaba la cinta aislante de la cámara.
—¡Eh! ¿¡Qué haces, qué haces, imbécil!? —Dean y yo nos lanzamos sobre Cherry para bajarle la prenda en la cual se había enredado, mientras As de Picas volvía a privar de visión al ordenador—. Con estas cosas no se juega, tío. Dejad de hacer tonterías con algo tan serio.
Algo acojonado por semejante ocurrencia, decidí ocuparme personalmente del puntero para ir directos a vender el cuadro.
—¿Cómo vamos a encontrar los mercados? Aquí no hay buscadores en los que escribir ni sabemos dónde están los links directos.
—Bueno, trabajar para estafadores de arte tiene sus ventajas. La última vez que falsifiqué ese cuadro religioso... ¿recuerdas?
—Sí, el de los apóstoles con el puente.
—Ese. Pues estuve intimando un poco con Murray y me contó algunos secretos de los mercados negros. Me dijo que generalmente introducen los links como comentarios en los foros de colecciones de arte. Es como un código que tienen todos los compradores del mundo.
—Entonces no puede ser muy difícil...
Tras varios clics fallidos y alguna que otra sorpresa, dimos con una página de información clasificada sobre el museo del Louvre. Efectivamente, a sus pies había dos usuarios que habían comentado dos direcciones hacia mercados negros: la primera era del 2009 y estaba caída, y la segunda seguía intacta, pero parecía centrarse solo en los ladrones de reliquias orientales. En ese segundo foro encontramos otro link hacia un mercado de pintura.
Y tras sacarle una estupenda foto a Napoleón, en la que volvió a poner a su caballo a dos patas con esa pose celestial que tanto le gusta, creamos nuestro anuncio y lo insertamos junto a la frase de «Precio a discutir por mensaje privado».
Una vez hecho (y como no teníamos nada más que hacer aparte de desgastar la noche antes de que nos empezara a desgastar a nosotros) echamos un ojo al resto del género y colamos nuestro anuncio en unos cuantos foros más de mercado negro, esta vez encontrados mediante un buscador de la Deep Web llamado DuckDuckGo.
Acabamos extasiados y felizmente saciados de objetivos, como Miguel Ángel después de acabar la Capilla Sixtina, aunque tuviera el cuello medio tronchado del esfuerzo. La euforia hizo magia y casi borró de nuestras mentes la precaución de eliminar el caché y demás rastros que hubiéramos podido dejar. Casi, ¿eh? No os preocupéis por mí. Después salimos de aquella bizarra web y apagamos el ordenador.
—Bueno. Ya está, muchachos. Solo queda esperar a que nos lleguen solicitudes. —Finalmente respiré hondo y me estiré en el sofá, levantando quejidos en mis articulaciones—. ¿Y cuáles son vuestros planes de futuro? ¿Qué es lo que tenéis en mente?
—Yo me dejaré una barba bien espesa y pelirroja, como un leñador de Nebraska —respondió Dean.
—Me refiero al dinero del cuadro, imbécil.
—Ah. —El treintañero soltó una carcajada—. Pagaría a mi madre una residencia de lujo donde pudiera tratar a los enfermeros como mayordomos. Les obligaría a rascarle la espalda y a soplarle la sopa; la conozco y sé que le encantaría eso. Y después me iría a vivir a América. Me intrigan esos tocayos del otro lado del charco que salvajizan las terminaciones y que dicen vacations en vez de holidays.
—Yo compraré una casa decente pa' mis hermanos. Con un jardín bien grande en el que correteen sin darse con los picos de las mesas —inquirió As de Picas.
—Yo me apuntaré a clases de ballet. Es lo que siempre he soñado —respondió Eileen con los ojillos brillantes de la emoción—. Aparte de eso, no creo que mi vida hubiera cambiado mucho sin el robo. Quiero decir... Mis padres seguirían alimentando a los cipreses en el cementerio. No tendría ningún otro lugar al que ir. Tampoco creo que saliera de Londres.
—¿Que no cambiaría tu vida? Tonterías —gruñó Cherry—. Sin el dinero te marchitarías como una pasa, te volverías huraña y te aislarías en una cáscara dura. Y al final te convertirías en una negra soltera viviendo en una casa rodeada de caballos robados. —Y asintió para sí con seguridad, dejando una línea fina en nuestras bocas.
—Soltera no —corrigió River agarrándola de la cintura—. Nos iríamos juntos a algún sitio.
Le miré de reojo.
Para River su familia estaba igual de muerta que la de Eileen. Su padre había convertido a su esposa en un montón de pieles salpicadas de moratones, hasta el punto de que había perdido la capacidad de sentir algo diferente a lo que sintiera su marido. Nunca existiría un crimen peor que el de privar a una persona de su libertad de expresión, y eso no tenía nada que ver con que su padre fuera un estricto militar viviendo a las afueras de Londres. Cuando su madre se convirtió en un inapetente saco de boxeo y el hombre pasó a ensañarse con su hijo, River fue lo suficientemente espabilado como para coger carretera y manta y largarse de allí.
—De cualquier manera, no hagáis planes demasiado relacionados con yates —intervino Jeffrey con calma—. Debemos recordar el acuerdo exigido por Hayden de sacar a todos los underdogs del Leviathan. Después de eso tampoco nos va a quedar mucho dinero para derrochar.
As de Picas aprovechó para saltar como si se hubiera clavado una chincheta en el culo. Era su momento, y yo lo estaba esperando desde hacía días.
—Ahí es donde quería yo llegar, hermano. No es que desdeñe la visión de la hermosa Madame Walker revolcándose en las ruinas de su querido pub, pero... ¿por qué tenemos que darle el dinero a otros si no han ayudado ni un poquito?
—Tampoco les hemos dado la oportunidad... —repuse mientras me levantaba y me dirigía hacia la minúscula cocina fusionada con el salón, rebuscando los sobres de té en los estantes.
—A algunos sí, y lo único que les ha faltado ha sido una cresta pa' salir cacareando —As de Picas agrió su tono de voz, refiriéndose claramente a Liu y a Bengala.
—¡Nadie habla de los débiles y de los cobardes! —espeté con el ceño fruncido—. Nadie les ayuda simplemente por no tener agallas. Solo por eso hay que dejarles tirados. ¿Pero acaso no tiene más mérito su esfuerzo que el de los fuertes? ¿Eh? ¿No les cuesta más a ellos hacer lo que tú haces con los ojos cerrados, As?
—¿Crees que ellos no saben solucionar sus propios problemas solitos? Yo hablo de arreglar la puta ventana rota del baño, esa que lleva jodiéndome el sueño desde hace seis días. Hablo de arreglar el ascensor, el telefonillo, la caseta de Kaiser. —El muchacho clavó sus ojos castaños en los míos, gesticulando—. Hablo de gastar el dinero en arreglar, hermano, en arreglar. Pero en arreglar nuestras vidas, no la de otros.
Ambos nos quedamos callados unos segundos, únicamente interrumpidos por el tintineo de las tazas de té al chocar entre ellas. Solo Eileen se animó a hablar, con ese habitual color rosado que teñía sus palabras.
—Creo que la vida es una oportunidad para los sueños. Hay que ser ambicioso, sí, pero tampoco debes olvidarte de tus compañeros.
Y como siempre pasa cuando quieres quedar de forma pacífica, su pragmática opinión acabó en el medio y sin importarle a nadie. Por el contrario, el rencor estaba hinchando la vena en la sien de As de Picas. Cuando en seis días no haces más que tragar, lo único que quieres es vomitarlo todo antes de que las palabras te salgan entre los dientes.
—No puedes excusar a Liu y a Bengala. Digas lo que digas, no puedes cambiar el hecho de que huyeron como ratas.
Yo farfullé un gruñido y respondí arrastrando las palabras, estrangulando la voz por el fastidio. Había vivido tanto tiempo con mis dos excompañeros que podía entender cualquier decisión que tomaran, asumiéndolas casi como mías.
—Ratas... Ratas... Siempre ratas. ¿Qué clase de insulto es ese? Cuando falta la comida las ratas más viejas se suicidan para que las jóvenes puedan sobrevivir. ¿Y tú hablas de valor? ¿Por qué no cierras mejor el jodido hocico, As?
El muchacho se quitó la zapatilla de un tirón y me la lanzó a la cara con fuerza. Cayó al suelo tras rebotar en mi antebrazo.
—¿Por qué no lo cierras tú, subnormal? Siempre defendiendo a la basura que se arrastra por la calle, solamente por no tener otro sitio donde poder arrastrarse. ¡Qué importa que sean la mayor mierda del planeta! Eres un cretino, hermano. ¿Lo sabías? Y yo quiero mi parte del dinero al completo.
—Bueno, mira. Creo que no te has dado cuenta de por dónde me paso yo tus palabras. Por eso te saben amargas después.
As de Picas avanzó entonces hacia mí, tan ligero como el viento y sin que nadie pudiera reaccionar a tiempo. Sus manos se engancharon en el cuello de mi camiseta y me levantaron, lo que instantáneamente sirvió para erizarme el pelo y ponerme de uñas.
—¿Qué haces? Suéltame, gilipollas —espeté arisco, conteniéndome.
—Te crees muy líder, ¿eh? Un Truman Capote con una lengua mordaz. —As de Picas se acercó a mi rostro—. Y claro, luego resulta que no eres nadie. Otra sanguijuela más en esta ciudad sangrienta. Ni siquiera te mereces una hermana como la que tienes; la convertirás en otra alimaña igual que tú.
El fuego ardió en mis venas como un lanzallamas.
—Me hace gracia que hables de Janice cuando tú tienes seis hermanos. Eres así de payaso. ¿Aquí es cuando yo debería mencionar a la coneja de tu madre?
Todos los underdogs se abalanzaron sobre As de Picas para impedir que me partiera la jeta de un guantazo, pero igualmente encontró la manera de dármelo. No se lo devolví. Me lo merecía.
—Tú tírame de la lengua —espetó el rubio de la cresta—. También tengo seis hermanos que pueden darte una paliza como te pases de listo.
—¿Te refieres a los que tienen dos y tres años? ¿O quizás a los que están en Hungría? Ah, no. Creo que te refieres a Mike, que tiene roto un brazo...
—¡Pulga calientapollas!
—Hijo de la gran puta de siete hijos.
El muchacho rabió y pateó para liberarse de aquellos brazos apresadores, siendo objeto de aquello que nunca hay que hacer si pretendes calmar a alguien tras una pelea: sujetarlo. Sentirse acorralado en ese estado solo podía desencadenar una respuesta violenta, pero permití que le sometieran unos segundos más sin aquella información a modo de vendetta.
Finalmente les pedí que le soltaran y él se detuvo, respirando hondo y dando vueltas por la habitación. Kaiser le ladró para que le llevase al parque. La señora Harrison gritó algo desde la ventana del baño.
Entonces As de Picas se arrodilló frente a mí y me pidió perdón, ofreciéndome un trapo para limpiarme la sangre de la ceja.
Yo le pedí perdón en respuesta y le ofrecí una taza de té. Normal: Chaplin estaba señalando el cuatro y el Tea time hay que respetarlo.
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