**V. Presa que robó el gato... (Parte I)
—Bien. ¿Sabéis por qué estáis aquí?
Cinco silencios; cinco miradas atentas. Yo balanceé el trasero en un lado a otro, sentado sobre el skate con las piernas flexionadas.
—Para hacernos millonarios —declaró Dean finalmente, el mayor de todos. Respondí con un sonido rasposo y metálico.
—Error. Estáis aquí para mostrar al mundo lo que son capaces de hacer aquellas personas a las que han dado la espalda. Estáis aquí para vengar el desprecio que hemos recibido. Esto será un acto reivindicativo que moverá políticos y periodistas por todo el continente.
—¿Y no se supone que eso es malo, si pretendemos que nadie se entere de...?
—Y nos vengaremos haciéndonos millonarios —insistió Jeff, que se recostó en el sofá con un resoplido de gracia.
La frase del ayudante de Leona había sonado a verdad universal: una oración cargada de superficialidad y que, sin embargo, era la que más montañas había movido a lo largo de la historia. No podía dejar que esto pasara. Tenía mucho más mérito mover una montaña gracias a la palmadita en la espalda que proporcionaba el socialismo.
—Repartiremos el dinero —corregí—. Nos quedaremos con una parte que nos solucione la vida, sí, pero el resto lo usaremos para sacar a los demás underdogs del Leviathan y ayudar a los que viven en la calle. No me miréis así, vosotros también sabéis lo que es quedarse sin nada.
—Hayden I de Inglaterra, el Vengador —exclamó Cherry, con un tono de voz ideal para ser acompañado por trompetas.
—Estoy hablando en serio.
—¿Y a ti quién te ha nombrao' líder de la operación, hermano? —preguntó As de Picas, con un deje de inocencia en la voz y otro de frivolidad en los ojos. Se había pasado toda la tarde haciendo la estrella de mar en el sofá, repantigado a su gusto mientras nos vaciaba la nevera—. Yo tengo derecho a elegir qué hacer con mi parte equitativa del dinero.
—Este plan lleva el nombre de Cebra de Colores, así que está literalmente firmado por mí. Yo llevaré las riendas de esto, y si no te gusta eres bienvenido a salir de mi piso y buscarte otro cuadro que robar. —Le dediqué una mirada áspera—. No será difícil buscarte un sustituto entre más de treinta underdogs.
Mentira cochina. Aquel rubio con cresta era un auténtico amateur dentro de la ilegalidad, tramposo jugador de cartas y mejor embustero. Se había largado de casa cuando aún no tenía pelos en los huevos, se había independizado timando en pequeños juegos ladinos y había sobrevivido robando en la calle. Perder a As de Picas sería como perder a un Chuck Norris, pero yo no tenía ni la más remota intención de decírselo. Si no le dejaba clara su posición prescindible desde el primer momento podría usar su influencia para manipularme, como decenas de veces habíamos hecho con Leona. Yo me conocía bien ese juego, así que no serviría de nada dar lecciones de navegación a un capitán.
Con una sonrisa recelosa que exhibía la sumisión forzada, As de Picas alzó las palmas receptivamente y me tendió una tregua, pero decidido a retomar el tema más tarde. Entonces ojeé al equipo de underdogs que ocupaba el sofá y continué.
—¿Y sabéis por qué Bengala y Dragón se han marchado en cuanto habéis venido? Hay que recordar que esta también es su casa...
—Porque se han cagado —resolvió Jeff, agitando su media melena con gracia—. El negro y el chino siempre han tenido el escroto pequeño.
—Error. Porque han valorado las consecuencias de esta operación y han decidido mantenerse al margen, lo cual es demasiado razonable como para ser criticado. Es decir, que a partir de ahora nadie que esté fuera de este círculo va a querer oír hablar del tema, ni siquiera olerlo, y a nosotros tampoco nos interesa que se enteren. Debéis ser cuidadosos con vuestras palabras y con los oídos que haya cerca, así que queda completamente prohibido hablar de esto con nadie más aparte de nosotros. ¿Habéis entendido?
Los underdogs asintieron. Tigre, Colibrí, Cherry, As de Picas y Espejo. Cinco luchadores fieros dispuestos a arriesgarse por un mismo objetivo... pero veríamos en qué medida.
Mientras tanto, los cláxones de los taxis y las voces de los vecinos se colaban por la ventana rota del baño.
—¿Y River? —preguntó Eileen entonces—. ¿No dijo que también se apuntaba?
—Estoy aquí.
Perro Mojado, el entrañable muchacho de aspecto desaliñado y espectaculares ojos azules, entró por la puerta con un cargamento de cervezas bajo el brazo. Primero nos saludó con un movimiento de cabeza y luego depositó un corto beso en los labios de su novia. Kaiser lo siguió por toda la casa con adoración y se quedó sentado a sus pies cuando el chico rivalizó por un hueco en el sofá. Las latas chisporrotearon en cadena una vez que cayeron en nuestras garras y entonces apagó la tele para acaparar la atención.
—Heidi, he estado merodeando por la National Gallery y tenías razón. Hay furgones especializados en transportar cuadros aparcados en la puerta.
El resto de underdogs nos miraron sin comprender, así que me apresuré a explicárselo detalladamente mientras la cerveza se perdía en mi garganta.
—Veréis. Antes de poner la idea en común hice unas pequeñas investigaciones para determinar si la cosa era viable. Primero descarté toda posibilidad de robar el cuadro del propio museo y me centré en la idea que me dio Jeff de asaltar el vehículo que los intercambia, así que envié a River a comprobar si la National Gallery ya tenía preparados los furgones para la exposición del trece de noviembre. Es obvio que no va a ser fácil, ya que es probable que se trate de coches semiblindados y llenos de vigilancia... Entonces busqué en Internet la forma en la que se transportan los cuadros emblemáticos y descubrí que, al llegar al país de destino por avión o barco, hacen el intercambio en la frontera y rápidamente inician una cuidadosa operación de restauración, comprobación de temperatura, vibraciones, acolchado al vacío, presión... y un montón de medidas más que ni entendéis ni os importan. Allí, en pleno aeropuerto. He llegado a la conclusión de que es imposible que podamos actuar en ese momento porque es cuando más técnicos y policías tienen a su alrededor... y no tengo ganas de que suene una alarma y os vuelen los sesos con una pistola. —Me rasqué la nuca—. Después de ese trato de reyes trasladarán el cuadro a un furgón del museo de destino, que lo conducirá hasta su nuevo hogar por una ruta cuya especificidad y vigilancia dependen exclusivamente de la importancia del cuadro. Ahí es donde entraríamos nosotros, aunque sé por antecedentes como el Guernica que la protección podría abarcar, incluso, a la Policía Metropolitana.
—Qué me dices. ¿Por un puto cuadro?
—Ajá. De hecho, nuestra incógnita se basa en elegir uno que sea lo suficientemente famoso como para hacernos ganar mucho dinero, pero no hasta el punto de que haga intervenir a los soldaditos trajeados de Elizabeth.
—Y he de suponer que ya tienes esa presa pensada... —tanteó Dean, el treintañero de barba pelirroja.
Tan solo le dediqué aquella sonrisa traviesa que tantas mejillas encendía, levantándome del skate para que se desplegara el folleto que tenía entre las manos y Napoleón pudiera hacer una entrada todavía más triunfal, si cabía, a lomos del brioso corcel. El ambicioso conquistador había conquistado casi toda la página.
—Napoleón cruzando los Alpes. La buena noticia es que cumple los requisitos y que, además, es un cuadro precioso. La mala noticia es que mide más de dos metros de largo.
Iba a culminar la frase con una carcajada malévola cuando la sorpresa provocó un espasmo en As de Picas, haciendo burbujear la cerveza en sus labios y salpicándome con una lluvia dorada asquerosamente tibia.
—Gracias por invitarme a otro trago, As. Me ha encantado. Por favor, hazlo de nuevo.
—¿¡Dos metros!? ¡Joder, hermano! ¿¡Cómo se supone que se transporta una tabla de dos metros!?
—Pues mira. Somos siete tipos fuertes, con dos manos hábiles cada uno, con cinco pares de dedos preciosos...
—Hayden, ¿te haces a la idea de lo que nos va a costar mover un cuadro más alto que nosotros por una ciudad cosmopolita como Londres, para llevarlo hasta Hackney sin que nos vean, esconderlo sin que nos pillen y venderlo en las manos adecuadas sin que nos lo roben? —preguntó River con preocupación. No esperé más quejas para contestar:
—Yo te lo diré: va a ser un trabajo difícil, torpe, peligroso, delicado y sacrificado, y aun así va a compensarme por la enorme cantidad de dinero que me va a hacer ganar. ¿Y a ti? —As de Picas se quedó callado—. ¿Y a vosotros?
Los pobres tuvieron tiempo de cacarear alguna incongruencia más, antes de que Jeff declarara:
—A mí, desde luego que sí. Creo que, si lo planificamos con cuidado y cooperamos, puede salir bien.
—Es que si sale mal acabaremos todos en la cárcel.
—Yo no —intervino Cherry alegremente, el único menor de edad—. No tendrían la crueldad de meter a un niño inocente como yo en la cárcel. Solo soy un cordero influenciado por los lobos.
—Con que se queden unos minutos a solas contigo comprenderían que no eres un cordero, niño —se burló Dean.
—Me follaría al policía contra la pared y le diría lo brillante que es su calva hasta que me dejara salir. Y si al juez todavía le queda alguna dudilla, también le haría una visita.
El treintañero estalló en carcajadas.
—Cherry de mierda...
Las risas fueron coreadas por sus compañeros hasta que decidí imponer silencio dejando la lata en la mesa con un estruendoso golpe. Los underdogs del sofá saltaron del susto.
—A ver, subnormales, que os vais del tema. Tenemos que planear cómo asaltar el furgón.
River intervino.
—Por lo que estuve indagando, se trata de un vehículo con un compartimento trasero de aproximadamente cuatro metros de largo por tres de alto, cerrado mediante tres candados de corrimiento de los cuales no tenemos la llave. Además, está cerrado por compresión y se necesita alguna especie de... palanca para abrirlo. No me dio tiempo a mirar mucho más; estaban los guardias por ahí jodiendo y necesitaba tiempo para saltarme la valla.
—Candados... Bueno. Creo que descartamos la posibilidad de romperlos. Esas cosas no son como las que cierran una taquilla de gimnasio, esas cosas están hechas para que no se puedan partir ni forzar —replicó Jeff.
—¿Y si les robamos la llave? —sugirió Eileen, a lo que negué con la cabeza.
—Tenemos una posibilidad entre un millón de encontrar la llave que abra esos camiones antes del día trece, y es posible que ni siquiera se encuentre ahora dentro del museo. Quizás solo seamos capaces de dar con ella cuando los conductores vayan a por los cuadros y, aun así, será el momento en el que más medidas de seguridad hayan tomado.
Todos se quedaron en silencio, pensativos. Entonces As de Picas arrastró el culo hacia el borde del sofá y se inclinó hacia delante.
—¿Y si fabricamos nosotros una llave que abra ese candado? Si esos idiotas lo han dejao' ahí fuera podríamos... ¿hacer un molde del ojo de la cerradura?
—¡Un molde! —exclamaron con excitación—. Espera... ¿Un molde? Como de... ¿chicle? ¿O plastilina?
—Eso se deforma con demasiada facilidad. Al sacar el pegote, suponiendo que no se nos quedase la mitad dentro, se modificaría con cualquier simple roce en las paredes de la cerradura y ya no serviría.
—¡Cemento! —propuso Jeffrey—. Eso se queda duro, así que no se deformaría.
—Gilipollas, mete tú ahí cemento, a ver quién lo saca después —reprochó el underdog de la cresta.
La desesperanza se instaló entre nosotros y ahogamos nuestra resignación con cerveza. Fue entonces cuando Cherry intervino, hablando tan lenta y concienzudamente que parecía que estaba enamorado de cada palabra.
—Pasta de dientes...
—¿Qué?
—¡Usamos pasta de dientes! ¡Para el molde!
—Vale, Cherry. Gracias por su participación. Por favor, inténtelo de nuevo —resoplé, encendiéndome un cigarro y aspirando profundamente.
—¡No, no, Hayden! ¡Pasta para hacer aparatos de dientes! Mi madre es dentista, se lo he visto hacer miles de veces. Fabrica un potingue rosado y frío que se lo pone en la boca a los niños y se queda blanco al cabo de un rato, ¡y muy duro! De hecho, ella manda esos moldes a las empresas que hacen prótesis para fabricar aparatos a su medida.
Nos quedamos mirándole con una expresión extraña en el rostro.
—Eh... Eso podría funcionar... —comencé a decir—. ¿No se queda pegado en el interior?
—No si inyectamos algo de agua, simulando la saliva. Debería funcionar igual que en la boca de una persona.
—Eso... ¡es genial, Cherry! ¿Podrías robarle un poco de esa pasta a tu madre?
—Por supuesto que no —repuso con contundencia—. Se la pediré. Supongo que si le digo que es para medir una pieza del taller me la dejará.
Asentí con la cabeza. Había olvidado que el adolescente estaba haciendo un curso de mecánico cuando no tenía turno en el Leviathan. Incluso un polluelo hormonado como Cherry, al que ni siquiera le había cambiado la voz todavía, tenía buenas ideas de vez en cuando.
—Bien, amigos. Estamos a... dos de noviembre y la exposición es el día trece. Calculo que necesitarán unos cuatro días para traer todos los cuadros al museo y acomodarlos para su gran día; pero no sabemos exactamente cuándo partirán los furgones ni en cual viajará Napoleón, así que tendremos que estar alerta la semana entera. Dormiremos junto a la National Gallery, comeremos junto a la National Gallery y respiraremos junto a la National Gallery. Procurad no llamar mucho la atención, ya sabéis que Trafalgar Square tiene gente a cualquier hora del día. Y en cuanto al Leviathan, tendremos que seguir asistiendo para que Leona no sospeche nada, pero lo haremos por turnos de dos personas entre los cuales Jeff será candidato fijo por si Leona le necesita y el otro se alternará. No podemos prescindir de más, porque el museo podría dar el pistoletazo de salida en cualquier momento y los underdogs que estén en el Soho en ese momento no llegarían a tiempo... —Los seis rapaces asintieron—. En cuanto a ti, Cherry, tienes que traer la pasta de dientes mañana sin falta, porque nosotros también necesitamos nuestro tiempo para acercarnos a la National Gallery, hacer los moldes y encontrar un cerrajero que finja creerse una excusa barata y no haga muchas preguntas a la hora de fabricar las llaves.
—Bien, bien. Me las apañaré.
—Eileen, ¿tú podrías encargarte de buscar a ese cerrajero de fiar? Ya sabes, algún jovencito con una tienda de barrio... o un viejo al que le importe media mierda lo que pase en el mundo...
—Claro, cuenta con ello. Creo que hay uno en Paddington que tiene demencia senil. A Camaleón le vendió una picana eléctrica sin preguntarle para qué.
—Estupendo. —Mis ojos se posaron esta vez sobre el segundo más joven del grupo—. Veamos, As de Picas, tú tenías cinco hermanos, ¿no? ¿Qué tal están?
El muchacho alzó una ceja, algo descolocado por la pregunta.
—Son seis, y están bien. ¿Pa' qué lo quieres saber?
El astuto underdog sabía que existía un segundo interés detrás de esa pregunta. O más bien un primero, pues era obvio que no me importaba lo más mínimo cómo soplaba el viento en la vela de su familia.
—Bueno, es que ayer me acordé del colchón inmenso que comprasteis el año pasado, ese que estaba especialmente hecho para familias numerosas. Se me había ocurrido hacerlo protagonista de esta historia y... Deja de mirarme así. Luego te cuento lo que he pensado.
El siguiente en reaccionar fue el mayor del grupo, mesándose la espesa barba pelirroja y esperando recibir su papel en esta obra dramática.
—¿Y tú, Dean? ¿Qué tal está tu viejo Fiat?
—Pues ahí sigue, contaminando el planeta como un campeón. ¿Para qué lo necesitas?
—Pues verás. Vente conmigo, que te voy a pedir un par de cosas.
El campamento se levantó rápido como un soplido, haciéndose palpables los aires emprendedores que habían incendiado al grupo. Kaiser soltó un imponente ladrido de atención en cuanto notó movimiento, y sin entender la más puta idea de nada se conformó con mirarme estúpidamente alegre y escuchar:
—Y a ti, si te preguntan, no has oído nada.
◊ ◊
Los siguientes días los dedicamos exclusivamente a prepararnos para el gran final, haciendo notable la incomodidad de Liu y de Bengala al hablar del tema. En general todo se llevó a cabo en nuestro piso por comodidad, e incluso acordamos que el cuadro sería guardado aquí hasta que consiguiéramos encasquetárselo a algún pez negro.
Puesto que no sabíamos a qué aeropuerto llegarían los cuadros, al principio tuvimos que romper el equipo para distribuir a los underdogs por Gatwick, Heathrow, Stansted, Luton y City of London para poder vigilarlos todos. Pero como no podíamos permitirnos el lujo de efectuar el robo con la mitad de los Ocean's, el día cinco fui a la National Gallery a flirtear con la recepcionista y a sonsacarle por qué aeropuerto entrarían los intercambios con cara de turista curioso. Averigüé que sería por Luton, pero preguntarle también por la hora me pareció ser curioso en demasía.
También yo tuve que convertirme en una marioneta del Leviathan el día cuatro, soportando a todos esos simios de mierda que se dejaban caer por el pub con una cotidianidad más triste que un perro abandonado en una gasolinera. Ese día a las 13:00 horas cometí el acto vandálico más descarado de mi vida: me senté frente a la matrícula del Fiat de Dean con mis bártulos de pintura y convertí el 5 en un 6 y la F, en una E. Finalmente decidimos dejar el coche de River como estaba, mientras no se expusiera demasiado.
Por su parte, Cherry robó unos cuantos monos de trabajo de su escuela de mecánica, y Bengala nos hizo el valiosísimo favor de conseguirnos cuatro conos de color naranja-chillón de los que usa en el gimnasio para ponerse los gemelos como sandías. Los pilares del gran robo iban tomando su forma.
Mi segundo acto vandálico consistió en una peliaguda excursión con River, recorriendo todas aquellas glamurosas calles por las que posiblemente pasara la furgoneta proveniente de Luton. La odisea consistió en detener su coche en algunos puntos estratégicos de la carretera mientras yo me colaba debajo con mi cincel y mi martillo de esculpir, levantando el asfalto para crear los baches más sobresaltantes que había visto la vieja ciudad. En condiciones normales habríamos necesitado un taladro para abrir el suelo, pero era mucho más sencillo si te peleabas las grietas adecuadas. Tuvimos que dedicar tres tardes para no alertar a la policía.
Ya en el home, sweet home me llevé el bocadillo a la boca para tomar un mordisco.
De verdad, si nunca habéis probado a haceros uno de chorizo con nutella deberíais dejar todo lo que tengáis en vuestras manos para experimentarlo. No hay obra visualmente más asquerosa y gustosamente más deliciosa que pueda haber creado el mundo culinario.
Y mientras tanto la tela cedió ante la violenta puñalada, con aquella textura tan parecida a la de un trozo de carne humana. Su piel, sus músculos y sus tendones fueron rasgados en dirección vertical, dejando salir al exterior todas las entrañas blanquecinas y pulcras.
—Joder, hermano. Mi padre me matará cuando se entere de que me lo he traído. ¿Sabes lo difícil que es conseguir un colchón de estos? —recriminó As de Picas—. ¿Y cómo voy a explicarle su falta? ¿Le digo que se cansó de estar tanto tiempo tirao' y se fue a hacer ejercicio?
—Tienes seis hermanos a quien echar la culpa —sugerí.
—¿Te refieres a los que tienen dos y tres años? ¿O quizás a los que están en Hungría? Ah, no. Creo que te refieres a Mike, que tiene roto un brazo...
—Cállate y ayúdame con esto. Cuando vendamos el cuadro podrás comprarte diez colchones como este para que los siete enanitos puedan volver a dormir juntos otra vez.
—Eh, no te pases ni un pelo, colega. Además, si este plan falla me deberás un colchón.
—Si este plan falla estaré en la cárcel o en Nuevo México. Y quiero pensar que tú estarás parecido.
As de Picas bufó y empezó a escarbar en el interior del colchón. La puerta se abrió en ese preciso instante para dar la bienvenida a Colibrí y a Cherry.
—Mira, Gato. —Eileen se acercó a nosotros haciendo rotar su cuerpo como una bailarina; no era muy difícil adivinar que su pasión siempre había sido el ballet. Al finalizar quedaron pendidas de sus dedos dos llaves iguales—. Recién salidas del horno.
—¡Eh! ¡Genial! ¿Os ha hecho muchas preguntas?
—Para nada. Le hemos dicho que hemos perdido las llaves de casa y que todos los cerrajeros a losque hemos llamado se pierden cuando les damos la dirección, así que hemos pensado que es más cómodo llevarle el molde de la cerradura. Tenías que haber visto nuestro discurso de actores de Broadway. Luego resulta que el hombre estaba más sordo que una tapia y que habíamos estado un cuarto de hora hablando con las paredes.
—Ese viejo nos ha catapultao' a la cima sin saberlo. Apunta su dirección para enviarle una cesta de Navidad —comentó As de Picas con sorna.
Cherry miró a su alrededor.
—Oye. ¿Dónde están River y Dean?
—Dean con Jeffrey; le tocaba turno en el Leviathan —expliqué—. River ha ido a Notting Hill a comprar los cilindros metálicos de ocho centímetros. Y también ha ido a por las máscaras.
—¿Las máscaras? ¿Y por qué no usáis pasamontañas? —preguntó Cherry.
—Por lo mismo por lo que descartamos usar los pantys de tu abuela: porque es como decir a gritos que vas a atracar algo.
—Pues yo descarté lo de los pantys porque no quiero meter la cara donde su abuela mete el culo, sinceramente —gruñó As de Picas.
Cherry le dedicó una mirada de odio que luego se transformó en una de comprensión.
—Bien, bien. ¿Y los paraguas? ¿Quién los trae?
—¿Qué paraguas? —Me quedé mirando al adolescente con expresión de extrañeza hasta que, de repente, caí en la cuenta—. Ah, sí, sí. De esos se encarga Jeffrey.
Mordí el bocadillo de nuevo. El embutido invadió mi lengua posesivamente, mientras la dulzura del chocolate pedía ser reconocida a gritos. Igual que un artista en medio de una calle de empresarios.
—¡Hm! Eileen, As, tengo que enseñaros lo de medir con el lápiz. Es que al final yo no voy a estar en el aeropuerto; seréis vosotros con el coche de Dean quienes fichéis la furgoneta en la que va Napoleón.
—Em... vale —murmuró Colibrí, sentándose frente a mí con las piernas cruzadas. As de Picas dejó de tirar de los muelles del colchón y se colocó a su lado.
—Veamos. Necesitáis un lápiz.
Saqué uno para cada uno, todos del mismo tamaño que el dedo meñique.
—Dios, hermano. ¿Qué haces con ellos? ¿Te los comes? —preguntó As de Picas.
—Estos lápices miden cinco centímetros justos; les he sacado punta hasta que sean todos iguales. Cuando los artistas... cuando los artistas pintamos un retrato, usamos un lápiz de medida conocida para mantener las proporciones. Si estiráis el brazo delante de vuestras narices y cerráis un ojo... —ambos obedecieron con vacilación— entonces apuntáis hacia una distancia entre dos puntos que haya en el horizonte, la que queráis, y contáis cuántos lápices de cinco centímetros hay en esa distancia. Hay que tener en cuenta que cuanto más lejos estéis del objetivo más pequeño se verá, así que cabrán menos lápices en esa distancia. Incluso puede que mida menos de un lápiz, en cuyo caso se usa el pulgar para marcar la línea.
—Espera, espera, ¿y con eso pretendemos medir el cuadro?
—Exacto. Cuando el avión llegue al aeropuerto y los técnicos comiencen a descargar los cuadros probablemente veréis que las pinturas están tapadas y embaladas como una cebolla. Sería imposible averiguar cuál es nuestro Napoleón, porque habrá varios con un tamaño similar, así que la única manera que se me ocurre de estar seguros es medir el ancho y el largo; que en este caso tiene 2,60 por 2,20.
—Ah, ya entiendo —respondió Eileen—. Pero para comprarlo tendríamos que saber a qué distancia estamos del punto del cuadro, porque no creo que nos permitan acercarnos mucho. Y luego habría que calcular sus dimensiones mediante una regla de tres.
—¿Cómo? ¿¡Matemáticas!? —espetó el rubio de la cresta con horror. Muy astuto parecía As de Picas, pero él solía decir que su punto fuerte solo era la «inteligencia aplicada».
—No, no las necesitáis. Tan solo tendríais que suponer sus medidas en comparación con el resto de cuadros, teniendo en cuenta que la proporción se mantiene; es decir, que el largo medirá siempre 0,40 más que el ancho.
—Es imposible que no nos equivoquemos —refunfuñó el chico.
—No, no es imposible. Solo tendremos que buscar un cuadro que sea más grande que el resto y cuyo largo tenga la medida proporcional que ha dicho Gato —recalcó Eileen alegremente, con aquella sonrisa inventada por Audrey Hepburn—. Nosotros nos encargamos, Hayden.
Asentí con la cabeza.
Atar todos los cabos y preparar planes secundarios que respaldaran los principales era primordial, era algo que debíamos preparar con tanta antelación como nos permitiera Mr. Tiempo.
Porque el futuro no importa. El futuro no existe y nunca proporciona nada más aparte de expectativas. Pero el presente... el presente puede cambiar las cosas.
◊ ◊
El día nueve de noviembre la ruleta rusa disparó a Cherry, que en ese momento se encontraba con Jeffrey en el Leviathan. Por suerte o por desgracia, ninguno de los dos pudo asistir al asalto.
A las ocho de la mañana River me llamó desde la National Gallery para decirme que las furgonetas habían arrancado, así que devolví la llamada a Dean y les avisé de que aparcaran por la terminal de Luton. Eileen y As de Picas estaban con el treintañero; los tres habían partido hacia el aeropuerto sobre las seis de la mañana, como llevaban haciendo todos los días de la semana.
River volvió de su puesto de vigía para reunirse conmigo e ir a Meeson Street a por su coche. Los minutos pasaron inquietantes y lentos mientras rezábamos en silencio por que los otros underdogs midieran correctamente la ventana de Napoleón. El plan consistía en reunirnos todos en Luton para escoltar la furgoneta que previamente había sido marcada como presa por Eileen y As, así que media hora después, River estaba conduciendo en dirección al aeropuerto, cuando sonó mi móvil.
—¿Qué quieres? —gruñí, esperando escuchar la voz de As de Picas o quizás de Jeffrey. Hoy todos teníamos el carácter ligeramente ácido debido a la tensión; éramos pequeñas salpicaduras de limón en medio de un plato de pescado poco fresco.
—¿Hayden? Soy yo, Liu. Quería decirte que tengo que ir a Wembley a comprar una cosa. Como parece que hoy ni tú ni ninguno de los underdogs vais a pisar la casa... —Su voz sonó distante y cuidadosa—. pensé que quizás querrías que me llevara a Kaiser de paseo. Está por aquí ladrándome y tocándome los huevos.
—Eh... ¡Ah! Sí, Liu. Si me haces el favor te lo agradecería... —respondí intentando parecer tranquilo.
—Vale... —masculló el asiático al otro lado del teléfono. Luego colgó con sequedad.
—¿Era Dragón? —preguntó River con la vista fija en la carretera—. ¿Por fin ese memo ha decidido unirse a nosotros?
—Qué va. Creo que él y Bengala se han declarado definitivamente fuera de esto —respondí mientras me ponía el mono de obrero que nos había traído Cherry.
Cuando comprendimos que esto iba a ir para largo, River aparcó el coche mientras esperábamos la llamada de aviso de Eileen. Pasaron veinte pesados minutos en los que River no se bajó del vehículo y en los que yo no cesé de comprobar que llevábamos todo una y otra vez. Skate. Conos. Llaves. Cilindros. Paraguas.
Me fumé un cigarro.
Skate. Conos. Llaves. Cilindros. Paraguas.
Me metí en el coche de nuevo. River no dijo nada.
Skate. Conos. Cilindros. Paraguas. ¿¡Y las llaves!? Ah, aquí. Llaves.
Respiré hondo y eché un vistazo al chico de ojos azules, que hacía temblar su pierna distraídamente mientras miraba por la ventanilla.
Dirigí la vista al móvil con ansiedad; en el fondo de pantalla había una foto de nosotros tirados en los jardines que hay frente a la abadía de Westminster. Dean era el más alto de todos, por aquellos tiempos en los que tenía la piel morena y el cuerpo casi tan fornido como Bengala. Lucía su clásica barba pelirroja que continuaba hasta las patillas y que casi le hacía tener más pelo en la parte inferior del rostro que en la superior; recuerdo que solíamos decirle que si algún día se le caía la cabeza no íbamos a saber en qué posición colocársela. Junto a él estaba Jeffrey, un poco más bajito y con el pelo negro cayéndole hasta los hombros. Lo cierto es que tenía una buena figura; creo que esa fue una de las primeras veces que se animaba a salir con nosotros.
Cerca de ellos, Cherry sonreía a la cámara con expresión de niño; Cherry era un chico que nunca dejaba de sonreír. El flequillo rubito le caía entre los ojos despreocupadamente. Con semblante triunfal y el rostro lleno de arañazos sujetaba entre sus brazos el motivo de su satisfacción: una esmirriada y aterrorizada ardilla gris. En la esquina de la foto estaba River con Eileen acurrucada entre sus piernas. Él deslumbrando al flash con sus maravillosos ojos fluviales y el pelo oscuro revuelto, vistiendo ropa ancha para esconder el cuerpo desgarbado. Ella con la mirada de un cordero y la tez del mismo color; el pelo castaño recogido en una coleta y la raya de ojos pintada al estilo Audrey.
En el plano derecho estaba As de Picas. Serio, como siempre. Delgaducho y con esa kilométrica camisa de tirantes que parecía estar derritiéndose sobre su cuerpo. No podía faltar la cresta sobre la cabeza rubia y aquella astuta mirada de feriante, que presumía de haber conocido todos los sentimientos del mundo. Y quizás lo hubiera hecho.
Ocupando la esquina derecha y haciendo la foto... yo. Sonriendo de lado. Ah... dorados tiempos aquellos.
—Si no llaman pronto me voy a pegar un tiro —me lamenté.
—Ya, como si tuvieras un arma para hacerlo. —River miraba por la ventanilla—. No es justo. En América todo el mundo tiene pistolas; robar un cuadro allí debe ser un juego de niños. ¿Pero en Inglaterra quién cojones encuentra algo que arroje balas con un poco de fuerza? Debe ser que somos los más elegantes del barrio y tenemos que asaltar un vehículo que caga acero blindado con... yo qué sé... ¿un tenedor?
Solté una carcajada.
—Cálmate, River. No quiero ni pensar en lo que pasaría si le pusiera una pistola en la mano a Cherry. O a Dean.
El muchacho asintió con resignación y se quedó mirando fijamente a la calle. En un punto concreto. En la esquina de piedra. Allí donde el sol se reflejaba. Era una cámara.
—Hayden... ¿No te preocupa que alguna maquinita de esas pueda filmar el robo? —preguntó frunciendo el ceño.
—¿El qué? ¿Las cámaras? —Resoplé con sonoridad—. Bueno, todo el mundo sabe que Londres está lleno de ellas. Las hay por todas partes: en las plazas, en los monumentos, en los callejones... Miles y miles de horas de grabación durante los trescientos sesenta y cinco días del año; expuestas al sol, al granizo, a la lluvia... ¿De verdad crees que eso es posible?
—No, no lo creo. Para empezar, imagino que la mayoría de las cámaras no funcionan y están ahí para dar el pego.
—Exacto. George Orwell no andaba muy desencaminado. La gran leyenda de Londres. Los ojos vigilantes en cualquier lugar en el que estés, preparados para filmarte sacándote un moco si eres sospechoso... —Emití un aspaviento teatral—. No son más que cuentos para educar a los niños. Y aunque alguna lograra grabarnos, sería imposible revisar todos los vídeos antes de que acabara el día. Esas cintas son eliminadas automáticamente cada veinticuatro horas.
—¿Cómo lo sabes?
Le dediqué una sonrisa extraña, imposible de interpretar.
—Ninguna va a pillarnos, River. Las únicas que sí funcionan son las que graban las matrículas del centro de Londres, por lo de la tarifa de congestión. Pero por eso hemos quedado en hacer el robo fuera de la circunvalación de Marylebone.
La tarifa de congestión era un peaje que se cobraba a todos los coches que entraban en el interior de la ciudad, para evitar la contaminación. La cuestión no era que no pudiésemos pagar diez libras de mierda, la cuestión era que el Fiat de Dean tenía la matrícula cambiada y no podíamos pagar por un número que no existía. No queríamos sospechas ni rastreos raros.
En ese momento sonó el teléfono.
—¡Hola, chicos! Aquí Águila Calva.
—Déjate de mierdas. ¿Qué ha pasado, Eileen?
—Nada. Todo bien. Hemos tenido algunas dudillas al medir ciertos cuadros, pero creo que vamos detrás de la furgoneta correcta. Es la tercera, y van bastante separadas las unas de las otras.
—Magnífico. ¿Cuánto os queda?
—Pues Dean dice que cuarenta minutos sin tráfico, así que te da tiempo a fumarte otro cigarro.
—Si insistes... —ronroneé, aunque ya me lo estaba encendiendo—. Eh, por cierto. ¿Cómo va el camino? ¿Hay vigilancia aérea?
—No veo ningún helicóptero, aunque cuando entremos en ciudad probablemente las cámaras de esa zona estén trabajando como chinos.
River y yo nos miramos.
—Vale, no importa, mientras no os expongáis demasiado.
—¡Eso está hecho, señor Don Gato! —canturreó la chica antes de colgar.
Hice una seña a mi compañero y arrancó el coche. Nos esperaba un largo camino hacia el punto de destino, pero más largo les esperaba a Dean y a los otros. Probablemente ahora mismo estuvieran comentando la jugada mientras se quemaban de excitación... pero después de cincuenta soporíferos minutos siguiendo a la furgoneta, la cosa habría perdido su gracia.
Cuando pasó aquella media hora demasiado estéril como para ser propia de un robo histórico, los edificios debieron empezar a sustituir a los campos verdes en la vista de Dean, porque enseguida me llamó al móvil todo alterado por el pánico. Verse introducido en pleno centro de la ciudad solo significaba una cosa: la función estaba a punto de comenzar.
—¿Hayden?
—Hola, Dean.
—Hayden, tío, se van a dar cuenta de que la matrícula es falsa.
—Que no, hazme caso —le tranquilicé—. No vamos a llegar a la circunvalación que graba las matrículas del peaje. Ya lo habíamos hablado. Estás a salvo.
—Es que es demasiado sospechoso que les vaya siguiendo, joder. Y yo tengo que devolver el coche; no puedo permitirme el lujo de incendiarlo en un descampado para destruir pruebas.
—Dean, cálmate. —Me revolví en el asiento, dependía completamente de la cordura del treintañero—. Y déjate de americanadas, coño, que nadie te ha pedido que incendies nada. Eres un conductor más circulando por tu vía. Métete eso en la cabeza.
—Ah... Mira... ¿Sabes qué? Ojalá tenga un porro en la guantera. Ahora mismo necesito relajarme y...
—Dean, ni se te ocurra —espeté—. Hoy tenemos que mantenernos limpios y alertas. Un solo fallo en el plan y nos quedaremos con esta jeta de aborto de mono para siempre. Pobres-para-siempre. ¿Entendido?
—Yeap, oh captain, my captain! Tienes razón, puedo aguantarme. Yo tengo una fuerza de voluntad de hierro... y hoy va a ser un gran día, chico. Hoy les meteremos un jaque-mate por el culo a esos ricachones. Fuck the system.
—¿Qué fuerza de voluntad, hermano? Lo que pasa es que no te quedan porros... —farfulló As de Picas a su lado.
—Cállate, As, que no me dejas escuchar a Gato —gruñó Dean, a pesar de que yo no había dicho nada—. Hayden, te aviso cuando estemos cerca.
Junto a mí, Perro Mojado sonreía.
Londres era una ciudad de tráfico. Una glamurosa urbe llena de taxis y autobuses suficientes como para llenar varios embalses, así que las calles principales podían llegar a convertirse en un atasco capital. Contábamos con ese factor característico para hacer el cambio, que consistía en quedarme yo en el punto de destino mientras River se iba con Dean para intentar redirigir a la furgoneta por las calles que nos interesaban, haciendo presión y cortando el paso al vehículo entre ambos coches. Sería una misión demasiado escandalosa y peligrosa como para fingir que eran accidentes y malentendidos cualesquiera, por lo que ambos underdogs tenían la intención de intervenir lo menos posible.
Por otra parte, As de Picas y Eileen deberían bajar del coche de Dean para dejarle solo con su tarea, mientras ellos buscaban una manera de acercarse a mi posición antes de que lo hiciera el trío de vehículos. El plan era quedar nosotros tres a pie en el punto de destino mientras Dean y River en sus coches se aseguraban de que la furgoneta llegara también.
Pero probablemente se verían obligados a coger un taxi y ordenarle ir por las calles secundarias, porque a pie sería imposible que Eileen y As consiguieran llegar antes que ellos. Aunque el cosmos podía ofrecernos millones de oportunidades de fallar, lograr encontrar un taxi a esas horas y adelantar a los pobres conductores inmersos en el atasco que llevaba a Londres-centro era relativamente fácil.
Por lo que en menos de diez minutos Colibrí y As de Picas se plantaron junto a mí, en ese simplón paso de cebra de Cricklewood Broadway. Nos saludamos con una palmadita.
E inmediatamente Dean volvió a llamarme al móvil, presa del pánico.
—Dios, ¿Hayden?
—¿Sí?
—No te puedes imaginar lo que me sudan las manos. Si no te vuelvo a ver, debo confesarte que te quiero.
—Creo que eres imbécil.
Dean rio.
—¿Ha sonado muy peliculero? Tenía que decirlo, chico. La situación me estaba obligando a punta de pistola.
—Mejor pon las manos al volante y prepárate, cerebro de mejillón.
—Ok, honey.
El viento soplaba de vez en cuando. No tardó en aparecer una fina llovizna y la gente empezó a transformarse en paraguas. Como el primer momento crucial de la operación Cebra de Colores se acercaba a toda hostia, esta vez fui yo el primero en pedir explicaciones a Dean, quien no había colgado desde la última llamada por comodidad.
—Dean, dame tu posición.
—Vamos bien. River va a un lado de la furgoneta y yo al otro. En cinco segundos pasaremos por la gasolinera Esso.
—Bien, bien. Desde Esso hasta el paso de cebra conté cuatrocientos veinte pasos, es decir, tres minutos y medio a la máxima velocidad permitida —medité en voz alta—. El semáforo tarda veinte segundos en encenderse desde que se da al botón, así que restando ese tiempo a lo que tarda el coche y transformándolo en distancia...
—Tiene que avisar cuando vaya por el hotel The Crown. Justo después de ese tiempo deberían ser atrapados por el semáforo con toda seguridad —terminó Eileen, con expresión afable.
Se lo agradecí sin palabras y se lo transmití a Dean. Después de tres minutos evitando que las señoras londinenses quisieran apretar el botón para cruzar, el treintañero alzó la voz metálica:
—Ya vamos por The Crown. ¡Tira de la palanca, Kronk!
Obedecí nerviosamente y apreté el interruptor. El skate bailaba entre mis dedos, Eileen se crujía los hombros y As de Picas ordenaba su baraja de cartas.
Justo en el tiempo establecido apareció la furgoneta, custodiada por ambos coches conocidos y comiéndose el semáforo de lleno, en primera fila. Fue entonces cuando encendí el altavoz y ocupamos el paso de cebra.
Mirad. Aquellos veinte segundos que duró el peatón verde fueron los más acelerados y ardientes de nuestras vidas. Eileen se contorsionó junto a aquella música juguetona pero dulce, era Audrey Hepburn bailando ballet; As de Picas se acercó a los coches de la primera fila mientras las cartas volaban de una mano a otra sin caerse ninguna, de forma hipnótica; y yo efectué un par de cabriolas que había aprendido en capoeira. Los tres con monos azules, los tres perfectamente compenetrados. El tiempo corría, pero los segundos estaban contados.
Cuando el skate quedó colocado en el suelo en dirección a la furgoneta, As de Picas y Eileen me levantaron de los brazos en una pequeña torre humana y me lanzaron hacia él de boca. Mi pecho golpeó el monopatín dejándome sin respiración, pero el impulso recibido me ayudó a rodar hacia los bajos del vehículo. La oscuridad y el hedor a aceite inundaron mis fosas nasales. Entonces asomé la cabeza por la parte trasera y rebusqué en mi bolsillo las llaves y los cilindros. Como habíamos planeado, el morro del coche siguiente estaba demasiado cerca para que su conductor me viera, y los vehículos de River y Dean a ambos lados impedían la visión desde las aceras.
La llave entró a la perfección, y el mecanismo se abrió justo cuando se acababa la música.
—Thank you! Thank you very much! —voceó As de Picas. Entonces ambos se internaron entre los coches y fingieron pedir dinero.
Aquí venía la parte más difícil: tenía que girar el cuerpo en perpendicular al skate, apoyándome solo en el trasero, y abrir los cierres laterales sin ser visto por los retrovisores. Para ello esperé a que Eileen se acercara a pedir a Dean por el lado opuesto y a que As de Picas lo hiciera con la furgoneta. Tocó con los nudillos en la ventanilla y fingió irritarse por la actitud tacaña del conductor, pero fue tiempo suficiente como para que yo abriera el mecanismo y encajara el cilindro en su lugar sin que el espejo me delatara.
A toda prisa me giré hacia el lateral contrario y los papeles se intercambiaron: Eileen se acercó a ratonear al copiloto de la furgoneta, mientras As de Picas fingía volverse para insistir a River. De nuevo el cuerpo inclinado de Colibrí se interpuso entre el espejo y yo, dándome tiempo para abrir la tercera y última cerradura. Y la más peleona.
Los hombres de la National Gallery gruñían coléricamente y encendían el motor para espantar a Eileen. El sudor corría por mis sienes. Si el vehículo arrancaba en ese momento, las ruedas traseras me pasarían por encima. Y la cerradura se resistía.
—Please! We need the money! Please! —imploraba Colibrí desesperadamente, colando la mano por la ventanilla para evitar que el vehículo se moviera.
Y en ese instante el monigote del semáforo se puso en rojo. Verde para los coches. Dean me miró con horror desde su Fiat... y los conductores subieron la ventanilla. Un acelerón sin pena los llevó lejos del paso de cebra.
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