**V. ...no vuelve jamás al plato. (Parte II)

—¡Hayden! Oh, Dios... ¡Dios! —gritó Eileen arrodillándose a mi lado.

Me encontraron en el suelo, hecho un ovillo por el susto y con la cara tiznada de gris por la explosión del tubo de escape en mi cara. Salvo eso, estaba entero.

—¡Lo has conseguido, chico! Has colocado todos los cilindros, ¿verdad? —insistió Dean desde la ventanilla del coche, taponando el carril y levantando un coro de cláxones a sus espaldas. Me limité a sonreír eufóricamente y a responder:

—Dean dong. ¡Premio!

El de la barba pelirroja soltó una carcajada y chocó mi mano, antes de arrancar en dirección a la furgoneta. Ambos underdogs me arrastraron hasta la acera entre exclamaciones de espanto.

—Dios mío, Hayden. ¿Eres imbécil o qué te pasa? No vuelvas a arriesgarte de esa manera... ¡y hasta el último segundo! Vaya ataque a la patata que me has dado... —reprochó Eileen—. Hubiéramos preferido perder la oportunidad de robar el cuadro antes que perder tu vida.

—Bueno, Colibrí, sin exagerar —replicó As de Picas con sorna, mientras me recogía el skate—. Lo has hecho estupendo, hermano. Eso ha sido jodidamente genial.

Eileen le dirigió una mirada asesina y ambos se quedaron quietos, pendientes de mi reacción.

—¿Qué? Estoy bien, ¿vale? No le deis más vueltas, tenemos trabajo que hacer.

—Bueno, bueno... Ahora viene lo del bache, ¿verdad? ¿Cuál vamos a usar? —preguntó Eileen.

—El de Kilburn High Road es el más cercano, lógicamente, así que ahora os adelantaréis con los conos y cortaréis el paso de la furgoneta cuando sea necesario. Entre vosotros y Dean tenéis que redirigir el vehículo para que pase por allí.

—Pero nos hemos quedao' atrás, esos dos se han ido detrás de la furgoneta. Necesitamos un coche que nos lleve, ¿no? —gruñó As.

—Como no os hayan crecido alas esta mañana, me temo que sí. Pero no hay problema con eso: llamad a River al móvil para que vuelva a recogeros.

—¿Y Dean se queda solo siguiendo a la furgoneta?

—Lo peor ya ha pasado, porque ahora estamos prácticamente en línea recta hacia Londres-centro y no creo que la furgoneta necesite desviarse demasiado. Así que sí, Dean puede apañárselas solo.

Me acerqué a la cabina telefónica más próxima, pulcramente representativa por fuera; llena de publicidad porno por dentro, donde habíamos escondido los conos.

—Vale. ¿Y tú? ¿Vienes con nosotros?

—No. Yo me adelantaré a todos vosotros para supervisar.

—No podrás seguirnos el paso.

Alcé el skate y sonreí.

—Subestimas mis alas. —No me detuve a examinar sus semblantes; cada segundo perdido era una cifra más en el porcentaje en contra nuestro.

El skate fue impulsado en frente de mi carrera y habría rebotado en el suelo de no ser porque enseguida se encontró aprisionado por mis zapatillas. La ley del rozamiento quiso multarme por exceso de velocidad, pero rápidamente se vio enfrentándose cara a cara con el impulso de mi pie derecho.

Evitaba los adoquines y buscaba los rellanos de las casas, los carriles-bici, las sendas de las alcantarillas. Marginaba con cuidado las superficies rugosas, pero sin pararme más de dos segundos a elegirlas. Me sabía cada centímetro de mi amada y odiada Londres; Londres nos pertenecía a mí y a mis ruedas desde hacía años.

Cricklewood Broadway quedó atrás rápidamente, y empezó Kilburn High Road. Solo me permitía liberar tensiones cuando la fila de coches que me acompañaba se detenía en un semáforo. Entonces lograba adelantar y el sentido del movimiento se invertía como una cinta rebobinándose. Cuando mi ritmo de avance fue insuficiente y no me quedaban más marchas que meter, opté por desviarme hacia la calzada y agarrarme al guardabarros de uno de los autobuses rojos que estaba recorriendo su línea. En ocasiones tenían un carril especial para evitar atascos.

Tengo que reconocer que no fue el viaje más cómodo del mundo, ni la idea más buena... especialmente teniendo en cuenta que me iba merendando todo el humo y que tenía que mantenerme agachado para no perder el skate por el camino. Las ruedas vibraban bajo mis pies por la anómala velocidad y la vibración se transmitía por todo mi cuerpo, hasta marear cada célula del mismo. No era la definición exacta de "coger el bus", así que cuando por fin solté el guardabarros las extremidades me cosquilleaban molestamente. ¿La parte buena? La furgoneta y los coches de Dean y River habían quedado atrás hacía rato.

Aunque sonara extraño, estaba cansado. La quietud repentina no me había sentado bien.

Me encontraba en mitad de Kilburn, aquella interminable calle residencial en la que River y yo habíamos excavado el bache días atrás. La gente caminaba de un lado a otro con su prisa correspondiente, sin ser conscientes de la presión sanguínea que golpeteaba mis arterias en ese instante. Les envidiaba; ojalá yo también pudiera ignorar mi corazón galopante por un momento.

El segundo momento crucial de la Operación estaba a punto de suceder... y aunque lo habíamos ensayado varias veces con el vehículo de River, dependía completamente del azar lo que fuera a ocurrir con la furgoneta. Yo permanecía en la acera agazapado como un manager esperando la foto-finish. Frente a mí se encontraba la gruesa cicatriz del asfalto, sangrando polvo y alquitrán a partes iguales. No tanto como debería, pues River y yo la habíamos limpiado minuciosamente para que fuera invisible a ojos de cualquier conductor.

Los segundos pasaron lentos y goteantes, incluso cuando solo fueron un par de ellos. Enseguida hizo entrada la furgoneta de la National Gallery, doblando la esquina y dirigiéndose hacia el bache a gran velocidad. Para cuando los conductores lo visualizaron y quisieron reducir los kilómetros por hora, fue demasiado tarde y ya se lo habían tragado.

Y bien que se les atragantó. Jamás había visto un vehículo tropezar con tanta violencia, cargado de toneladas y acero como iba. Por un momento pensé que iba a salir una llanta disparada y me iba a dejar sin cabeza. Aquel traqueteo sonó a roto y a desastre, y probablemente los cristales hubieran estallado si no fueran a prueba de balas. Aun así, lo vi tan claro, tan parecido a un documental, que en vez de National Gallery podría haber dicho National Geographic: los cilindros de metal encajados sufrieron el movimiento con tal brutalidad que reventaron las bisagras, rompiendo la presión a la que estaban sometidos y permitiéndome observar, por una milésima de segundo, la ranura oscura que abría la cámara trasera. Demasiado insignificante como para que los conductores se dieran cuenta y se plantearan cerrarla.

«¡Sí! ¡Joder!». Mi puño se cerró de la emoción, disfrutando exageradamente de las maldiciones fugaces que soltaron los pobres. No me extrañaría nada que les hubiera explotado un neumático.

Pero siguieron su camino con un ritmo torpe, vacilante, como si se hubieran golpeado el dedo meñique con el pico de una mesa. Aquel había sido el sonido de la victoria, el grito de los fuegos artificiales al estallar en el cielo: ahora que la cabina trasera estaba desbloqueada cualquier ladronzuelo podría abrirla con sus propias manos y llevarse el contenido en menos de diez segundos, si sabía lo que había venido a buscar.

Os explico. River había hecho una segunda excursión a la National Gallery para examinar mejor el cierre de las furgonetas, y nos había contado con mucho drama que las cabinas traseras poseían (además de los candados) un cierre por presión difícilmente vencible sin ayuda de una máquina de palancas. Supuse que estaba fabricado para evitar que las vibraciones de las puertas se transmitieran a los cuadros y pudiera desprenderse la pintura.

Desde luego que nosotros no teníamos esas máquinas... así que habíamos tenido que buscar una manera original de aprovecharnos de todos aquellos kilos de acero. Suele decirse que las cosas caen por su propio peso.

—¿Dean? Salió de puta madre, van con el maletero abierto —pronuncié en el altavoz del móvil, poniéndome en marcha con el skate y marcando el número de Eileen con el otro móvil que tenía en el bolsillo.

—Genial, chico. Saltaría de alegría, pero tengo el pie en el acelerador. Sigo por Kilburn High Road.

—Lo sé. Te he visto pasar, no te has comido el bache de milagro. ¿Y River?

—Ni idea. Estará por calles secundarias recogiendo a As y a Eileen.

—Estoy llamando a Eileen, tenemos que decidir dónde robar el cuadro. Ahora te cuento —mascullé, poniéndome ambos teléfonos en ambas orejas. Mantenerme sobre el skate con esa cadencia de equilibrio era complicado.

—Santa Madre, esto está lleno de policías —se quejó Dean.

—¿Cómo? ¿Le han puesto escolta? —El corazón me dio un vuelco.

—No llega a tanto, pero se nota que han aumentado la vigilancia en esta zona.

—Tranquilo. Tú solo esconde el móvil, no vaya a ser que te paren por una gilipollez como hablar mientras conduces.

—¡Hola! Aquí Buitre Peludo. —El teléfono despertó con voz femenina.

—Eileen, ¿y esos conos?

—Ya va. Ya va —canturreó la chica por el otro aparato—. Corremos todo lo que podemos. Es que River no ha podido aparcar para recogernos. No te preocupes, ya llegamos.

Apenas me quedó tiempo para respirar, pues Dean hablaba por la mano izquierda para informarme de la dirección de la furgoneta.

—Gatito, todavía seguimos por Kilburn. Dudo mucho que quieran continuar por esta calle, se desvía demasiado de la ruta. Así que giraremos hacia Abbey Road en unos cinco minutos. ¡Corre, Forrest!

Salté de mi sitio como si me hubiera dado un calambrazo y empecé a rodar por la acera en sentido contrario a la riada de gente. Tenía seis minutos y medio para alcanzar el final de la calle. Si no lo conseguíamos a la primera, tendríamos que dejar marchar la furgoneta, porque no podíamos permitirnos entrar en el centro de Londres con la matrícula falsa de Dean.

—Eileen, los conos a Abbey Road. Desviaremos la furgoneta hacia una de las callejuelas que salen y robaremos el cuadro allí. ¡Ya! —grité por la mano derecha, tan alterado que se me había olvidado jadear. Pero el frío seguía colándose en mi garganta, tan cortante como si me hubiera tragado una espada de circo.

—River, gira por allí. Hayden dice que vamos hacia Abbey Road —comentó Eileen tras un momento de silencio. Al final parecían haber conseguido subirse al coche, por la voz difusa que se escapaba del chico de ojos azules.

—Opps... Heidi. Tenemos un taxi delante y no podemos adelantar. Se ha parado a recoger a unos tipos. —La voz de River sonó lejana porque era Eileen quien sujetaba el teléfono, pero supuse que había hablado él porque era el único que me llamaba Heidi en vez de Hayden. Normalmente lo hacía cuando quería liberar tensiones, y eso solo conseguía evidenciar que la situación estaba tensa y ponerme a mí aún más nervioso.

—Mierda. ¿¡Por qué tienen que pasar esas cosas ahora!?

—Porque, que yo sepa, todavía no han puesto mi nombre a esta carretera.

—Tranquilo, Gatito —me consoló Dean desde la mano izquierda—. Nosotros nos estamos tragando todos los semáforos que existen en este mundo.

Sin aliento llegué a la esquina de Abbey, donde por fin pude darme el lujo de tomar diez segundos de descanso. Estaba tan acostumbrado a ser informado de la situación que los siguientes momentos de silencio resultaron ser una tortura medieval.

—Cuatro minutos para Abbey Road —anunció Dean por fin.

El tiempo siguió corriendo a contrarreloj. Lo único que deseaba ahora era escuchar la voz de Eileen diciendo que los conos estaban preparados para desviar la furgoneta.

—Tres minutos para Abbey Road —anunció de nuevo la voz masculina.

El corazón comenzó a palpitarme tan deprisa que dejé de percibir la pausa entre los latidos. Los engranajes de mi mente giraban a toda velocidad.

—Hayden, dos minutos para Abbey Road.

No lo soporté. Llamé a Eileen. El teléfono comunicó horriblemente despacio; hasta que por fin contactó.

—¿Eileen, qué mierdas...?

—Hayden, ¡lo siento! Han parado a River. Los policías nos han visto meternos en el coche con los conos y... As de Picas está discutiendo con ellos. Está intentando colarles la excusa de que queríamos usarlos para atletismo, pero creo que no llegaremos a tiempo. En cuanto podamos...

Hey, ¿qué está haciendo con ese teléfono? —se escuchó una voz grave al otro lado de la línea.

Lo siento, señor. Nuestro entrenador está preocupado por...

La llamada se cortó abruptamente, dejándome con unas inútiles y sobrehumanas ganas de gritarle una palabrota al teléfono. ¿Y ahora qué? Tenía apenas dos minutos para encontrar una manera de desviar la furgoneta o todo el plan se iría al garete.

—Gato, un minuto para Abbey Road. Espero que estéis allí ya con los conos puestos.

Corrijo. Tenía apenas un dorado minuto para encontrar la manera de desviar la furgoneta. Cada vez estaba más seguro de que iba a tener que fingir un atropello.

—No, Dean. ¡Mierda! ¿¡No puedes hacer que pare!?

—¿Qué? Estoy detrás de él, ¿cómo cojones quieres que lo pare? —preguntó el hombre desde mi mano izquierda, exasperado—. Hayden, ¿qué está pasando?

Apoyé mi espalda en la pared, respirando hondo. Los nudillos habían perdido todo el color al apretar el teléfono y Dean no paraba de hacer preguntas, calentando todavía más el frío ambiente.

¿Pero, qué podía hacer?

Abbey Road permanecía tan serena e imperturbable como siempre, con toda esa prole de taxis negros ocupando la carretera. Había solo un par de árboles salpicando las aceras, mezclados con los cables de teléfono, las altas farolas y las cabinas rojas. Unas cuantas palomas en las repisas. Una papelera solitaria. Un papel de chicle tirado en el suelo. Ochocientos mil carteles de Los Beatles, recordándonos que fue aquí donde se tomó la imagen que dio portada a su disco. Y nada que pudiera ayudarme a detener una furgoneta blindada. ¡Ojalá esos cuatro músicos estuvieran aquí ahora para cruzar el paso de cebra!

No me apetecía nada lanzarme contra el parabrisas cuando el vehículo llegara a la esquina, ni acabar en el hospital con seis costillas rotas, ni que semejante dinosaurio de tres toneladas de acero me pasara por encima. Además (y suponiendo que Dios interviniera directamente para evitar que sufriera daños graves), la furgoneta pararía y atraeríamos a todos los transeúntes como los tiburones son atraídos por la sangre; por no hablar de la fama kilométrica que tenía esta calle. Así sería imposible robar el cuadro.

Un enorme vehículo blanco apareció entonces en el horizonte de Abbey Road. Justo detrás distinguí el coche de Dean. Y justo a mi lado distinguí un ladrido que habría podido reconocer en cualquier sitio, entre ciento un dálmatas si hubiera querido. Liu paseaba con Kaiser por la acera opuesta, haciendo un sudoroso esfuerzo por evitar que el perrazo redirigiera el rumbo hacia algún olor adictivo.

«¡Es cierto! Liu dijo que tenía que ir a Wembley a comprar. Wembley está muy cerca de aquí».

No sabía qué era más importante en ese momento, si la furgoneta de la National Gallery acercándose a toda hostia hacia el cruce... o la larga correa que unía el cuello de mi perro con la mano del joven chino. Fuera como fuera, esta última había hecho germinar en mi mente una loca idea que todavía estaba buscándose la forma, pero que me impulsó a actuar a rápidamente porque de aquella estupidez iba a depender mi futuro.

La esquina de Abbey Road con la calle contigua se convirtió en mi refugio momentáneo, tomándome unos segundos críticos para que la furgoneta terminara de posicionarse a unos cuantos metros. Y allí donde estaba, asomé la cabeza hacia Kaiser y emití el maullido más real e intenso que un Gato Negro como yo podría haber logrado en su vida.

Mirad. No había cosa que atrajera más a Kaiser que la presencia de un gato. Y no me refiero a la estereotípica relación entre los gatos y los perros, no, era algo mucho más íntimo. Los gatos y Kaiser poseían un estrecho vínculo de amor-odio que era capaz de amañar toda lógica proveniente del perro y transformarle de un gorrión con un corazón de oro a un codicioso halcón. Ningún estímulo del mundo era capaz de distraerle cuando estaba en ese estado... y menos algo tan patéticamente importante como su propia vida.

Y ahora yo confiaba un trescientos por cien en aquella estúpida habilidad del perro para ignorar todo aquello que no se pareciera a un felino, aunque ese "algo" fuera un titán de acero dirigiéndose hacia él.

Los siguientes momentos duraron solo unos segundos, pero a mí me parecieron una eternidad. Aquí, en lo más profundo de mi mente y rozando la idealización, Kaiser lograría distinguir el maullido por encima del ruido de los coches, vencería la sujeción de Liu y emprendería una frenética carrera hacia la esquina donde estaba el supuesto gato; quedando una diagonal perfecta y vedando el paso gracias a la correa. Así obligaría a la furgoneta a girar sin que Kaiser fuera atropellado ni el chino fuera arrastrado con él.

Ahora, la práctica era mucho más difícil.

Las ruedas inventaron un sonido titilante, quejumbroso, y arañaron el asfalto como si no quisieran separarse de él jamás. Los ladridos inundaron el aire un momento y se callaron. Y enseguida, la furgoneta hizo su entrada en la calle lateral con un paso torpe y desorientado.

Bien. Sí. La había desviado. Pero no me atrevía a asomarme para comprobar en qué estado habría acabado el perro, así que me limité a encogerme en mi sitio mientras el color huía de mi rostro. Recé a todos los dioses que conocía durante unos milisegundos; esas teatralidades que hacen los ateos para soportar la presión en los momentos críticos.

Pero de repente los ladridos se reanudaron y el perrazo dobló la esquina con su natural felicidad. Luego se decepcionó. No era el gato que había esperado encontrar.

Oh, Kaiser... Dios. Lo siento, lo siento... —balbuceé con un alivio que casi asustaba, abrazando la cabezota del ignorante chucho.

—¡Estúpido perro! ¿Dónde estás, maldito kamikaze? —voceó Liu desde la otra calle, a la vuelta de la esquina.

Yo acaricié la cabeza del animal y corrí como alma que lleva al diablo hacia donde había ido la furgoneta. Prefería no tener que encontrarme con el asiático y explicarle cómo había tenido la osadía de obligar a Kaiser a arriesgar su vida, a mi propio perro, a un animal que había vivido conmigo desde que tenía cuatro años.

Se preguntaría si existe algo en este mundo que sea capaz de despertar mi cariño. Se preguntaría en qué momento pensaba preocuparme por algo que no fuera mi pellejo, en qué momento iba a dejar de tratar a la gente como si fueran muebles dentro de mi propio cuarto vacío. Porque esto de decidir cómo colocarlos... o cuándo establecer que ya no sirven y hay que tirarlos... no está bien, ni es sano mentalmente. No era la primera vez ni sería la última. Era casi aterradora la forma en que podía manejar a los demás a mi favor, porque eran míos, porque no necesitaba una segunda opinión para moverlos. Y todo por un cuadro que ni siquiera estaba de acuerdo en robar.

Como mínimo me daría un guantazo. Y tendría razón.

Por fin avisté la furgoneta a la vuelta de la esquina, traqueteando por aquella callejuela menospreciada y lanzándose insultos con el conductor del Fiat que iba detrás y le impedía retroceder. Benditas y "casuales" ventajas de ser una calle de un sentido.

—¡Déjenos dar marcha atrás, joder, que nos hemos metido por la calle equivocada!

—¿Y a mí que me cuenta, señor? ¡Aprenda a conducir, que yo tengo que ir al trabajo y no puedo perder ni un minuto! —gritó Dean imitando otro tono de voz. Además, iba embutido en el cuello de su abrigo y llevaba puestas unas gafas de sol enormes. Toda precaución para no ser reconocido era poca.

—¡Ha sido un puto perro que se ha cruzado! Escuche, llevamos un encargo importante y esta calle nos lleva por prohibidas —se quejó el hombre por la ventanilla, a voz en grito.

Sorry, man. Las normas de tráfico dicen que aquí no se puede retroceder —respondió Dean sin asomarse.

Podía percibir su expresión de nerviosismo reflejada en el retrovisor, mientras yo caminaba a paso ligero detrás del Fiat para poder ocultarme de la furgoneta. En mi bolsillo retorcía la máscara de plástico. El momento estaba cada vez más cerca, pero no podía hacerlo solo. El reloj se movió lentamente en aquella calle desierta. Tan solo se avistaba alguna señora llevando la compra y un par de árabes cargando cajas de naranjas en una frutería.

Finalmente, la furgoneta encendió el intermitente izquierdo para salirse hacia una calle más principal, pero una vez más volvió a encontrarse con el paso cerrado. Esta vez los responsables eran unos conos naranjas cortando la calle.

Sonreí, desinflado como la chica que ve aparecer al superhéroe surcando los cielos. Y sin más tiempo para deleitarme con la situación de desconcierto de los conductores, River me dio una palmada en el hombro. Eileen se sumó a su lado soltando una risita aguda y As de Picas cerró el grupo por mi derecha con actitud solemne. Los tres iban vestidos con sus monos azules, ocultando sus rostros con máscaras de animales y armados con unos fuertes y alargados... ¿paraguas? ¿Esos fieles compañeros de los ingleses? El de la máscara de perro se giró para mirarme; sabía que estaba sonriendo. La de la máscara de pájaro respiró hondo, agarrando su arma con fuerza. El de la máscara de arlequín me tendió uno de los dos paraguas que llevaba. Y apenas hube sacado del bolsillo la máscara de gato, colocándomela y estrechándome la visión, tomé con decisión aquel gigante plegado y emprendí la carrera hacia la furgoneta.

As de Picas fue el primero en saltar al capó del vehículo, provocando un frenazo espontáneo que calentó el asfalto por segunda vez. Las puertas delanteras fueron abiertas de manera brusca y sincronizada, levantando exclamaciones de sorpresa en los conductores cuando ambos paraguas entraron a la vez en el interior y les impactaron con violencia. No recuerdo bien ese momento, pero creo que River y yo lo disfrutamos.

Un golpe. Dos. Tres... Cuatro. Gritos.

Colibrí levantó la cabina trasera con ayuda de As de Picas.

Cinco golpes. Seis. Sangre salpicando la guantera. Copiloto inconsciente. Siete.

La furgoneta emitió un siseo y cojeó de una rueda al instante. El conductor tanteó en busca de su arma.

Ocho. Nueve golpes. Diez. Los paraguas deformados y abollados siguieron cumpliendo su función, pero As de Picas colocó a nuestros pies unos cuantos más de repuesto.

—¡Policía! ¡Policía!

El conductor logró arrebatar el paraguas a River, pero al pobre le sobrevino la segunda parte del plan: dos paraguas de los nuevos (pues los otros habrían sido imposibles de abrir) se habían desplegado en el interior súbitamente, tapando cualquier visión y llenando el habitáculo de puntas espinosas preparadas para interferir en algún ojo descuidado. No conformes con eso, abrimos dos paraguas más cada uno, violando todo resquicio de espacio y movilidad posible.

Uno de ellos había producido una explosión de tela rosa. La cara de Barbie estuvo a punto de convertirme en piedra como la mirada de Medusa. Era el paraguas de Janice.

—¡Malditos! ¡Ladrones! ¡Delincuentes! —La voz del conductor me sacó del ensimismamiento al resultar curiosamente cómica, teniendo en cuenta que se estaba taponando la nariz para cortar la hemorragia. Además, parecía estar haciendo un esfuerzo herculino por mantener el ojo derecho abierto, morado e hinchado como lo tenía.

Los paraguas dejaron de oponer resistencia en cuanto los soltamos, flojos y muertos como si hubieran perdido su alma, pero igualmente permanecieron encajados gracias a las puntas sobresalientes. Al conductor le resultó toda una odisea deshacerse de ellos, y para cuando lo hizo (saliendo de la furgoneta a patadas entre tela y varillas dobladas) allí no quedaba ni un alma. Los rabiosos animales de la emboscada le habían dejado de regalo un destornillador clavado en el neumático, un compañero inconsciente babeando el asiento delantero y una maravillosa sorpresa en la parte posterior del vehículo.

El conductor se llevó las manos a la cabeza. Solo el viejo coche de Dean estaba a la vista, pero no tardó más de cinco segundos en retroceder para largarse con un sonido chirriante. La última visión que le dejó fue la de una matrícula falsa conducida por un hombre con la cara tapada.

—¡Los cuadros! ¡Hijos de puta! —vociferó el conductor, casi temiéndose lo que se iba a encontrar en la cabina trasera: las puertas estaban abiertas y el cuadro más grande había desaparecido, dejando un vacío que solo sería reemplazado por las miradas de horror de la National Gallery. Y en su lugar había un papel blanco. Extendido. Enorme. Con la cabeza de una cebra de colores pintada. ¿Sobre ella? Podía leerse la frase: «You can exhibit this one, bitch» garabateada con espray.

Dicen que abrir paraguas en un lugar cerrado trae mala suerte. Pero vaya, que también dicen eso de los gatos negros...

◊ ◊

—River, coge de ahí, que se me cae. ¡No, no! ¡De la esquina, imbécil!

—Esto pesa como una vaca, joder. ¿Por qué has tenido que elegir un cuadro tan grande? —se quejó Jeffrey, con la mejilla pegada a aquel armatoste.

—Y menos mal que hemos venido a ayudaros... —resolló Cherry—. No sé ni cómo hemos conseguido escapar de Leona.

—Para empezar, probablemente pese más la envoltura del cuadro que el cuadro en sí. No es mi culpa que tengamos que transportarlo de esta manera —refunfuñé. Notaba todos los músculos del cuerpo doloridos, pero no teníamos tiempo para descansar en un banco. Habíamos contado ya diez coches de policía en lo que llevábamos de trayecto; a estas alturas ya debían haber avisado de lo ocurrido a la National Gallery y a la Metropolitana.

Aun así, habíamos tenido suerte; si el conductor no hubiera tenido que quedarse a vigilar la furgoneta nos habría alcanzado enseguida por culpa del cuadro.

—¡Siempre he querido robar un cuadro famoso! ¡Desde chiquitito! —anunció Cherry emocionado.

—Bueno, al menos ha salido todo bien —comentó Eileen alegremente—. ¿Qué hay de la sorpresa de la cebra, Hayden? No sabía que habías preparado eso.

—Las vendettas siempre tienen un toque poético. Teníamos que firmar de alguna manera, ¿no?

—Esa firma te costará la cárcel, hermano, tiene tus huellas dactilares por to' el papel —gruñó As de Picas.

—No soy tan subnormal de descuidar eso, As. Raspé la superficie con papel de lija antes de traerlo.

Nos detuvimos un momento para que Eileen cambiara el turno a Dean, colocándose ahora ella como guía del escuadrón. Tras un largo camino de dos horas por las calles más invisibles de Londres, al paso de tortugas cojas y haciendo descansos cada quince minutos, por fin nos vimos obligados a salir a una de las avenidas principales para dirigirnos hacia nuestro piso. Respirando hondo y cruzando todos los dedos que teníamos, nos dispusimos a entrar en el burbujeante torrente de gente y poner a prueba nuestra suerte.

El paso de cebra era inmenso, interminable, y teníamos la sensación de estar atravesando una pasarela fabricada especialmente para que la gente se fijara en nosotros. Además, la presteza golpeaba fuerte, pues el suelo se iba destruyendo a nuestras espaldas por cada línea que avanzábamos. Como veis, el nivel de paranoia que alcanzas cuando haces algo malo es fascinante.

Entonces nos vimos cara a cara con la Muerte, cuando un coche de policía frenó justo frente a nosotros por culpa del semáforo. Sentíamos el corazón pidiendo a gritos un respiro, y lo que es peor: los ojos del agente bien clavados en nuestro cogote.

Pero no pensaréis que estábamos transportando el cuadro al desnudo, ahí delante de todo el mundo, ¿verdad?

¡No, no, hombre! El plan había consistido en encontrar la primera calle secundaria que las cámaras hubieran marginado para meter el cuadro recién robado dentro del colchón de As de Picas, previamente vaciado y traído por Dean. De esta manera habíamos conseguido pasear a nuestra gigantesca presa por toda la metrópolis sin ser detectados, transportando un aparente objeto de mudanza. As de Picas había gritado, maldecido e insultado mientras removíamos las entrañas de su colchón (especialmente fabricado para que los hermanos más pequeños de la familia se acurrucaran con los mayores cuando tenían pesadillas, sin que alguno se cayera por el borde de la cama) y tras aquella voluptuosa carnicería habíamos encontrado una carcasa perfecta para que el cuadro pudiera ser transportado delante de las narices de los policías, pero sin ser olfateado. Y además a prueba de golpes.

Aun así, habíamos tomado nuestras propias medidas de seguridad, como llevar el colchón verticalmente para que Dean y yo caminásemos ocultos detrás de él si se acercaba un policía, ya que habíamos sido los únicos reconocibles de la escena del crimen. Además de que la mitad de los underdogs lo habían soltado en cuanto entramos en el campo de visión del guardia, casi como si se hubieran quemado, pues no era normal que un colchón normal y corriente necesitara de la sujeción de siete personas.

Todo en esta vida se basa en aparentar, igual que Napoleón fingió atravesar los Alpes sobre un caballo brioso y con una capa reluciente, cuando realmente lo hizo envuelto en abrigos y sobre una mula bruta.

Así pues, habíamos confiado el peso del tesoro en los brazos de Jeffrey y River, aunque para cuando logramos alcanzar la otra acera empezaron a tener verdaderos problemas para aguantar solos.

Tras ese pequeño milagro desaparecimos de la recelosa vista del guardia y volvimos a agarrar el cuadro, dejando a River y a Jeffrey unos momentos de descanso. Agradeciendo cada minuto que pasaba sin escuchar el claxon del vehículo, terminamos por encarar nuestro portal una vez más, delante de aquella puerta sucia con las bisagras oxidadas. Una vecina con el pelo ensortijado y raquítico, níveo en su mayoría, salió del edificio apoyándose en la barandilla.

—Hola, señora Harrison —saludó Eileen, imitando una voz relajada mientras el resto intentábamos meter el cuadro en el portal.

—Hola, hijos. —La señora se quedó mirando el enorme colchón con curiosidad, sin ganas de continuar con su camino—. Qué atareados os veo. ¿Acaso va a venirse a vivir algún mozo más?

Como no se le ocurrió otra excusa más fácil, Eileen acabó asintiendo y señalando a los únicos underdogs que actualmente no vivían en ese edificio: As de Picas y Jeff.

—Dios bendito, sé que cuesta pagar el alquiler... ¡pero solo tenéis un baño! ¿Cómo vais a meter a más gente? —La vecina negó con la cabeza—. Por cierto, voy a pasar por el supermercado. ¿Queréis que os traiga algo?

Eileen hizo un esfuerzo por recordar las entrañas del frigorífico. Lo cierto era que necesitábamos leche con urgencia, pero si encargábamos a esa viejecilla un pack de seis probablemente se le rompería la cadera al volver.

—Dos barras de pan y un bote de nata estaría bien. Gracias, señora Harrison.

La señora Harrison se alejó repitiendo el pedido para que no se le olvidara, mientras Dean hacía movimientos funambulescos para sujetar la puerta mientras introducíamos el armatoste en el rellano. Cayó al suelo, por fin, tomándonos un momento para respirar hondo y limpiarnos el sudor de la frente (metafóricamente hablando, pues era noviembre y seguía haciendo más frío que en un iglú con las ventanas abiertas).

Ahora que la puerta cerrada nos refugiaba de miradas indiscretas, nos sentíamos ligeros como una pluma debido al peso que nos habíamos quitado de encima. Podríamos decir que el robo había finalizado con éxito. ¿Podíamos decirlo?

—No pongáis esas caras todavía, amigos, que aún tenemos que subirlo hasta casa —recalcó River, volviendo a agarrar de la esquina.

En ese preciso instante entró Liu seguido por el incansable perrazo, el cual nos saludó con un par de ladridos y se largó por las escaleras sin esperarnos. Joder, la próxima vez le daríamos las llaves para que fuera entrando.

El chico de ojos rasgados se quedó mirándonos con suspicacia, mientras todos le devolvíamos la vista completamente congelados en nuestra acción. Éramos como los niños que decían no haberse comido la tarta con los morros llenos de chocolate. Fui el primero en reaccionar.

—Em... Liu, ¿nos ayudas a subir el colchón de As de Picas? Él y Jeff se van a quedar a dormir un par de días y... bueno. Prometemos invitarte a la fiesta de pijamas; sé que amas las palomitas.

Aquella proposición tan idiota le sacó de su ensimismamiento, en el que probablemente estuviera indagando por qué hacían falta ocho personas para mover un colchón. Confiaba en que no llegara a ninguna conclusión, pero cuando intentó levantarlo sin éxito se quedó paralizado, frío; como si se hubiera roto una vértebra y se fuera a quedar encorvado para siempre. Luego se levantó muy despacito y, mirándonos igual que si fuéramos un sapo de otro pozo, pronunció:

—Si preguntan, no nos hemos encontrado hoy aquí. No os he visto subir esta cosa a casa. De hecho, he pensado irme a vivir con Bengala por un tiempo. Divertíos en vuestra fiesta de pijamas.

Entonces se dio media vuelta y se fue detrás de Kaiser. Nadie dijo nada. Tan solo compartimos la mirada unos segundos hasta que River exigió ayuda con el bicho.

No conseguimos hacerlo sin limpiar todas las paredes del rellano con la espalda, pues el pasillo era estrecho.

—Verás tú qué risa como ahora no quepa por la puerta.

—Sí que cabe, que lo he medido —respondió Eileen—. Donde no entra es en el ascensor, así que vamos a tener que subir nueve pisos por las escaleras.

—Estás de coña, ¿no? —Jeffrey soltó una risita.

—No sabes las ganas que tengo de decirte que sí.

Y bueno, digamos que voy a saltarme esta parte de la historia, amigos. No hay nada de interesante en treinta minutos de maldiciones, choques con todas las esquinas posibles, sujeción por los pelos, atropellos y accidentes muy variados. Como cuando sepultamos a Cherry con el colchón en un traspiés, o como cuando casi se nos cae por la barandilla, o como cuando volvió a deshacer los últimos diez minutos de subida en una estrepitosa rodada. Se me acelera el corazón solo de recordarlo, aunque supongo que nuestro ángel de la guarda fue precisamente el montón de capas que envolvían el cuadro.

—Puto Napoleón. Ha engordado como un cerdo —comentó Dean al llegar a la puerta de casa, apoyándolo en el suelo por fin entre exclamaciones de alivio.

—Ah, ya estáis aquí... —masculló Liu con un ápice de burla, saliendo del interior con una maleta en la mano—. He dejado a Kaiser con agua y comida.

—¿Ya te vas? —pregunté, suponiendo que la respuesta iba dirigida hacia mí—. Bueno... nos veremos por el Leviathan entonces. Si en algún momento quieres hablar de esto...

—No, no voy a querer. Que os vaya bien.

Liu saludó al resto de sus compañeros de piso de una manera igual de seca y se alejó, dejando un aroma acusador en el aire.

El chico llevaba viviendo con nosotros desde hacía dos años, cuando apenas era un chiquillo inmigrando desde China con sus padres y que no sabía ni qué significaba la palabra dog. Cuando el negocio les empezó a ir mal se convirtió en underdog. Pero Liu siempre estuvo allí. Estuvo allí cuando River se hartó de recibir palizas de su padre y llegó a nosotros lloriqueando como un Perro Mojado; estuvo allí cuando Bengala fue arrestado por agredir a un hombre que le había llamado negro de mierda; estuvo allí cuando mis padres me pegaron la patada en el culo y cerraron con llave. Y ahora le habíamos echado literalmente de nuestro territorio, del suyo. Y todo porque Napoleón era un tío exigente que solo quería vivir con quien se llevara bien. Nadie movió un dedo. Al menos hasta que Jeff chasqueó los suyos para llamar nuestra atención.

—Vamos, coged. Esto no se va a meter solo.

En un último esfuerzo arrastramos el cuadro hasta el salón y lo apoyamos contra la pared; inmenso, envuelto. Nuestro gran regalo. Mi mano se dirigía hacia él ansiosamente cuando las palabras de Cherry me paralizaron.

—¿Te imaginas que nos hemos equivocado de cuadro y no es el de Napoleón?

Nadie había contado con esa posibilidad. El cuadro había salido de Luton envuelto en plástico y papel de burbujas; embalado en acero después y cerrado con cinta americana. Además, tenía el colchón, por lo que no habíamos podido ver en ningún momento lo que se encontraba dentro. Los underdogs me interrogaron implícitamente sobre las consecuencias de haber robado la pintura errónea.

—Lo venderíamos igual, así que no importaría mucho —mentí.

¡A mí sí me importaría! Si al desenvolverlo no aparecía el conquistador pondríamos un precio acorde a lo que encontrásemos, sí, pero la decepción que me llevaría yo sería monumental. No quería un retrato de Khalo, no quería una dama de Klimt, ni un paisaje de Pissarro. Lo quería a él.

Sin apenas darme cuenta mis uñas ya estaban arañando su piel; buscando las costuras del colchón, despedazando el plástico que lo envolvía, destrozando el papel de burbujas, apartando con asco aquella tapa de acero que no merecía tocar semejante muestra de excepcionalidad.

El cuadro dio la cara.

Era monstruoso. Celestial. Un dios al que el Olimpo se le queda pequeño. No había visto nada semejante en mi corta vida; nada que le llegara a la suela de los zapatos, nada que tuviera el honor de compararse con sus suelas.

Napoleón exigió con la mirada que hincásemos la rodilla ante él.


Puedes exhibir esto, perra.

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