**IV. Quien nunca ha visto una pantera, ve un gato y sale en carrera.
Una cadena de autobuses me llevó hasta los entramados del Soho y una vez allí, hasta el nido de la bestia. El Leviathan aguardaba para mí imponente y serio, pero leal, como aquella mujer a la que desdeñas pero luego siempre te espera cuando necesitas calor.
Necesitaba ese calor ahora mismo. Necesitaba rodearme de personas despreciables para sentirme un poco más apreciable que el resto, para destacar como la mosca más limpia que estaba condenada a esa mierda. Y me sentí un poco mejor cuando la piraña me dedicó un parpadeo de colores y la puerta cedió ante mí, proporcionándome la mirada de bienvenida de River, de Colibrí, de Camaleón y de una infinidad más de bellezas maltratadas justo delante de aquella guerrera: Leona Walker.
El Leviathan poseía a estas horas un ambiente de tranquileo y decaimiento insustancial, contribuyendo a crear un aire denso y cargado por parte de todos los canutos que se estaban fumando. Ese humo tan sociable se instaló en mis fosas nasales en cuanto entré y me invitó a formar parte de aquella enrarecida comunidad de parloteo, que ahora mismo se hallaba anestesiada por una música calmada y baja.
Con la luz solar la bestia permanecía dormida, inofensiva; no más que unos cuantos underdogs llenando el pub disimuladamente para atraer a una clientela que tan pronto estaría tomándose unas cervezas por el día como estaría alimentando la locura del alcohol por la noche.
—¡Hombre, Gato! —Roja alzó la voz desde el piso superior, asomando su fogoso pelo llameante por la barandilla. Aquella joven sagaz, coqueta y carismática. Y usualmente sin ropa; así es como la conocía mejor. Una de las pocas underdogs en quien confiar—. ¿Te animas a jugar a algo?
—¿A qué quieres que te gane?
—¿Una partida de dardos? El que pierda invita a una ronda de nieve, dicen por ahí...
—¿Tan necesitados estáis de invitarme a un tiro? —pregunté con una media sonrisa soberbia, aceptando la invitación.
Crucé el pub atravesando la pista de baile apagada y haciendo escala en la barra para pedirme un gin-tonic suave. El Leviathan estaba decorado con una temática oceánica y una iluminación intencionadamente pobre, mezclando un mobiliario rústico semejante al de un barco en el piso superior con la iluminación retro-futurista de la barra y la zona de baile. Haciendo honor a su poderoso nombre de criatura marina, las paredes estaban decoradas con tentáculos gigantes de plástico que sobresalían entre las ventanas de ojo de buey, que ofrecían sus ventosas para apoyar los vasos y servir de ceniceros. Así que estaban llenas de papeles, líquidos enigmáticos, chicles repegados, colillas y otro tipo de mierdas que los clientes habían logrado no tirar al suelo misteriosamente. Y como limpiarlas era un suicidio, la tripulación del barco nos dedicábamos a verlas crecer y crecer como si se tratara de la historia de su mástil.
Unas escaleritas se dirigían a un piso superior muy poco superior (si eras alto podías darte con el techo desde la planta baja) que sepultaba los baños y que albergaba una serie de sofás y mesas para sentarse, además del tenebroso entramado de pasillos y reservados que eran testigos de tantos gemidos y agitaciones nocturnas. Aquellas habitaciones privadas habían cobijado a parejas fabricando amor de garrafón, a orgías devastadoras, a hombres inconscientes y a camellos escondiéndose de algún tipo de deuda. También había un despacho personal para Leona y unas habitaciones compartidas para los underdogs sin techo.
—¿Encima te arriesgas a beber después de haber aceptado la propuesta? Pero qué puto creído eres, Gato.
—Mi puntería no se estropea por un par de tragos, Roja. Deberías saberlo. Pero sí, ya que lo dices... Puedo ganaros igualmente incluso yendo ebrio —me burlé con una pequeña sonrisa, sabiéndome uno de los mejores tiradores de dardos del Leviathan.
La mujer de pelo llameante me esperaba en la zona de los sillones. Conocía a Roja desde hacía dos años, y dos años eran los que me sacaba en cuestiones de edad. Había cierta confianza entre nosotros que no tenía nada que ver con el hecho de que nos hubiéramos metido juntos en la cama varias veces. Quizá era cuestión de mirarse la zapatilla y ver que los dos habíamos metido el pie en el mismo charco. A su alrededor me esperaba la diana y un pequeño grupo de underdogs: Dean, Cherry, Lady, Pato y As de Picas.
La partida no resultó demasiado difícil a pesar del ambiente caldeado que había formado Roja con sus pullas y comentarios, y me declaré vencedor tras dos partidas con As de Picas y Lady pisándome los talones. Jamás me quitaría a As de Picas del cogote en este tipo de actividades, al fin y al cabo, el chico de ojos almendrados se había criado entre juegos de dados y barajas con las esquinas dobladas.
Finalmente, el pobre y ocurrente Pato tuvo que pagar el precio, sentándose con nosotros en un sillón alargado y repartiendo el blanco contenido de una bolsita en seis rayas iguales, separadas gracias al canto de una tarjeta de la Seguridad Social. Irónico.
Dean enroscó un billete de cinco libras y aspiró su parte de polvos blancos con una sorda exclamación de euforia. Llegó el turno de Cherry, el mocoso de dieciséis años que se había cansado pronto de sus padres y que había decidido largarse para destrozarse la vida voluntariamente, y que ahora acababa de estornudar con la nariz manchada de blanco. Me molestaba porque me recordaba a mí hace años. Lady, el travesti con las espaldas más anchas y el rostro más femenino que he visto en mi vida, absorbió su parte seguido de Pato y As de Picas. Y por fin llegó mi turno.
Había llegado a la conclusión de que en este pub quien no se droga no siente nada, y que hay quien se droga para dejar de sentir. No sabía si esta estimulación artificial podía llegar a convertirse en una solución definitiva o no, pero desde luego que era la solución fácil. Si ignorabas el ardor que invadía tu garganta y tu pecho... y si prestabas un poco de atención, podías sentir cómo las sensaciones malsanas ardían también dentro de tu cabeza. Bendita y colérica cocaína. Y yo al menos no era un adicto a las drogas. Había algunos underdogs cuya dosis de creatividad diaria consistía en encontrarse una vena del cuerpo que no estuviera coagulada.
Recuerdo haberme quedado tirado en el sillón. Recuerdo el peso intruso de Roja acurrucándose junto a mí y murmurando algo. Lo que no recuerdo es la llegada de la noche, ni cuando bajé por las escaleras, ni cuando rellené mi vaso con ron-cola y me dirigí a la pista para saltar y sudar con cada canción a volumen vibrante.
Habrían pasado tres horas, cuatro... qué se yo. Ni siquiera me había acordado de cenar, porque en ese momento el hambre parecía haber olvidado su función para poder bailar mejor sobre la nieve. No sé por qué dicen que la droga coloca, cuando realmente lo que hace es descolocar.
Hacia las diez de la noche comenzó a bajarme la temperatura corporal y poco a poco empecé a tener plena conciencia de mis actos para salir de aquel gallinero de gente que se había montado en la pista. Respirando hondo y frotando mi rostro con hastío, dejé caer mi peso sobre los codos apoyados en la barra mientras el camarero me miraba de reojo y me daba una palmada en la mejilla.
—Eh, Gato, que te me duermes... —Aaron me sonrió con aquella curva cordial que siempre tenía en la boca y me lanzó un trapo empapado en agua fría—. Anda, toma, refréscate.
Se lo agradecí de todo corazón, aunque no dijera nada, deseando fundirme con el trapo y abandonar aquel agujero infernal lleno de humo. Afortunadamente, el tiempo me dio un pequeño respiro antes de que un joven de la barra se acercara a mí de forma invasora. No quise reconocerle. Ahora mismo lo único que quería era convertirme en un insignificante amasijo de tripas de insecto aplastadas en un parachoques. Ah.
—¡Heeeeeey! ¡Hayden!
Se trataba de Jeffrey Thompson, un rapaz de media melena y ojos penetrantes que llevaba cuatro años trabajando en el Leviathan como mano derecha de Leona. Se podía decir que había dejado de sentir las actividades en sus propias carnes para empezar a dirigirlas junto a su gigantesca líder, aunque yo le conocía principalmente por haber sido mi primer amigo y protector al llegar a este pub, tres años atrás.
Podría culparle de haberme llevado por los malos caminos cuando todavía era un criajo bajo la mano autoritaria de mis padres, descubriendo el estúpido pero divertido mundo de los porros y el callejeo. Todo ello ocasionó una multitud de problemas, deudas y amenazas que rozaron la seguridad de Janice y que desembocaron en la ruptura con mis padres, pero esa es una historia que ahora mismo no me apetece contar. Así que podría decirse que el muchacho compensó su error buscándome un espacio de acogida en el Leviathan, si es que acaso no terminó de arruinarme la vida.
—Hola, Jeff.
—Cuánto has crecido, cielo... —gorjeó el muchacho con una graciosa imitación de tía lejana—. Dios, ya era hora de que te dejaras ver el pelo, ¿no? ¿O qué, te raptó una vieja loca?
—Más quisieran ellas —respondí, con una sonrisa divertida pero desinflada.
—Y qué... ¿Qué has estado haciendo?
—Pues ya sabes... Lo de siempre.
—¡Qué me dices! Lo siento por ti. Deja que te invite a un trago.
Aaron sacó dos vasos y los cargó de Cacique y limonada, todo hielo en vista de cómo estaba yo de estropeado.
—Hayden, he estado dándole muchas vueltas a tu propuesta de hacernos millonarios. Y creo que, a pesar de las dificultades, puedes contar con mi espada.
—¡Joder! Y con mi hacha. ¿Quién no quiere hacerse millonario? —repliqué—. Pero tengo que admitir que estoy un poco perdido en cuanto a la propuesta que supuestamente te hice. Aparte de que no me acuerdo de nada de eso, hace meses que no te veo...
—Bueno, vale. Confieso: la verdad es que fue Dean quien me lo dijo, pero se supone que tú amasaste la idea. Ya sabes, la operación Cebra de Colores.
—¿Mi cuadro?
—Sí, bueno. No es tu cuadro el que nos importa, sino el que vamos a robar de la National Gallery. ¿Ya has pensado una buena presa?
—¿Qué?
La pregunta me había tomado totalmente por sorpresa, hasta el punto de repasar en mi mente si no había escuchado mal la palabra robar.
—¿¡Aún no lo has pensado!? Pero muchacho... que no tenemos todo el tiempo del mundo. ¿Qué tal ese de los girasoles? No sé quién lo pintó, pero tiene un tamaño ideal para que un underdog vaya y lo robe.
—Sí, venga. Cuéntate otro —mascullé y bebí.
—Hayden, que hablo en serio. Y creía que tú también.
—Jeff, cuando Dean me dijo de asaltar el museo estaba más drogado que Marco con su «mono» y no podía ver dos palmos más allá de mis narices. ¿Cómo diablos se tomó en serio lo que sea que dijera? —pregunté atónito.
—Lo sé, lo sé. Dean pensó lo mismo, pero cuando te subiste a casa el folleto de la National Gallery y rodeaste unas fechas con boli creyó que lo habías meditado de verdad. Y luego se hizo a la idea y me preguntó que si quería formar parte de esa heroica empresa que estabas construyendo.
—Vale. Mira, no sé quién está más colgado, si Dean o tú... pero, ¿cómo se supone que unos muertos de hambre como nosotros vamos a robar un cuadro en un museo? ¿Vosotros pensáis lo que decís? ¿Acaso no ves las películas de infiltraciones y robos profesionales que ponen en la tele y la monstruosa seguridad que tienen que burlar?
—Yo qué sé. Tú falsificabas cuadros, ¿no? Sabes cómo funciona esa mierda.
—¿Y en qué punto de toda tu fantasía has supuesto que una cosa tiene algo que ver con la otra...?
—Oye. Los de las películas roban diamantes de valor astronómico, cajas fuertes o qué sé yo... Pero, ¿un cuadro? ¿Quién diablos va a querer robar un cuadro? La seguridad no debería ser ni la mitad de lo que vemos en la tele.
—A veces me fascina el mecanismo con el que debe funcionar tu mente —murmuré, frotándome los ojos—. Mira, Jeff, el arte se compra y se vende caro. Muy caro. Bastante más caro de lo que tus neuronas ortopédicas podrían llegar a imaginar; y por esa razón, cualquier ilegalidad que tengamos pensada respecto a los museos se nos sale de las manos.
—Bueno, vale. Puede que asaltar la propia National Gallery sea un pelín suicida... —Jeffrey bajó la voz, aunque el mejor sistema de insonorización era la atronadora música que estaba sonando en la pista—. Pero en tu folleto ponía que iba a haber una exposición temporal en noviembre y que intercambiarían muchas obras con otras partes del mundo. ¿Qué pasaría si... digamos, el vehículo en el que se están transportando los cuadros sufre un azaroso accidente y...?
—Jeff, ya basta. Creo que mi mente ahora no podría asimilar ni el funcionamiento de un tenedor, cómo para asimilar el funcionamiento de un robo... —Me bebí de un trago el contenido del vaso y me levanté—. No sé a dónde llevará este tren, pero yo no me subo. Sea lo que sea lo que hayáis pensado Dean y tú, si es que a semejante idea se le puede llamar pensar, os aconsejo que volváis a razonarlo. En un estado sano, ya me entiendes.
Jeffrey me vio marchar hacia el interior de la pista una vez más, mientras yo intentaba poner en orden mis ideas y olvidarme de la información imprudente y corrupta que acababa de recibir.
La noche era joven. Bella y peligrosa como una reina y dispuesta también a cortarte la cabeza si no controlabas bien tus actos.
Bajo la percepción de sabio superviviente del Leviathan, pronto comencé a distinguir un movimiento generalizado de los underdogs que había camuflados entre el gentío y a obviar sus sucias intenciones: era la hora de la cosecha.
A principios de la noche, en torno a las once, los cálidos trabajadores del pub comenzaban un rito secreto y orientado por Leona que consistía en atrapar a posibles clientes entre sus garras cargadas de placer y, sobre todo, de dinero. Los underdogs, repartidos estratégicamente por el local, se pasaban casi media hora analizando a la alterada masa de fiesteros y repartiéndose las presas que consideraban asequibles a sus posibilidades: aquellas que no tuvieran alianzas en los dedos, que fueran un poco borrachas, que se estuvieran aburriendo, que fueran los candelabros que acompañaban a sus amigos cuando se comían la boca... Y los expertos jovencitos se restregaban contra ellos, bailaban bien pegados o incluso les invitaban a una copa.
Los artificiosos underdogs cazaban tan elegantemente que ni siquiera parecían cazadores.
Después, cuando volvían a su presa bien dispuesta a cogerles de la mano y a dirigirse hacia un reservado, les informaban de su precio y esperaban su reacción. Por supuesto que los que iban más pelados de dinero se separaban de ellos antes de que la cosa se calentara más, pero normalmente cuando estás muy cachondo ningún precio te parece demasiado caro.
La cosecha se había convertido en un arte, en una verdadera competición y en una caligrafía personal que cada underdog mejoraba más y más para tener sus propios fans y hacerse más conocido. Las características de cada uno suponían un filtro. Los heteros, por ejemplo, a veces lo tenían chungo cuando la noche se antojaba demasiado homosexual, y los bisexuales como yo (apáticamente convertidos por culpa del trabajo) podían añadir tantos a su marcador porque picaban de aquí y de allá. Aquí es donde tengo que desmentir el mito: trabajar en un sitio donde el setenta por ciento son chicas no te hace gay.
Si eras bueno te llevabas dos en una noche. A veces incluso varios juntos. Si eras malo tenías que conformarte con ver al resto de underdogs perderse entre los pasillos y amasar fortuna. Algunos underdogs incluso se pintaban acné en la cara para parecer más jóvenes y dorados. Otros se ayudaban entre ellos para tender una trampa a los clientes y favorecer al underdog más rezagado. Todo era un juego de supervivencia, un crisol de estrategias en el que si no conseguías dar la talla te quedabas fuera. Y cuando no tienes nada en los bolsillos que llevarte a la boca, complacer a la caprichosa señora Walker era tu mayor prioridad.
Roja apareció a mi lado por casualidades del destino, también en la cumbre del pódium Underdog y por tanto abstenida de participar en el juego por esta noche, aunque pretendiendo jugar a otro. Seducir por obligación a un desconocido con quién sabe qué secretos putrefactos no tenía nada que ver con divertirse por gusto con otro compañero de trabajo, del que sabes de antemano que es un dios del erotismo solo por estar donde estaba.
Su mirada se hallaba fijamente clavada en la mía como una encantadora de serpientes y no tuvo ningún reparo en cogerme de la cintura en la siguiente canción, pegándose a mí para decirme algo en el oído que no logré escuchar. Roja orientó su siguiente movimiento a tomarme del mentón y dirigir sus labios hacia los míos, permitiéndome captar su cálido aliento con olor a licor 43.
Pero mi objetivo se vio interrumpido por un gritito a mi lado que logró atravesar la música y llegar hasta mis oídos gracias a su contrastante tono agudo.
—Ten cuidado, por favor... —murmuró la voz posteriormente, cargada de finura y preocupación.
El espacio entre los cuerpos me dio tregua para divisar a un robusto hombretón pegado a Eileen, una de las presas que ella había cazado y cuyos papeles se acababan de invertir. El desconocido se limitó a murmurar un gruñido inteligible y a acorralar a la joven de una manera bastante agresiva.
—Señor, ¿se encuentra bien? —preguntó Colibrí, con ese rol inocente que había adoptado desde siempre y que tanto enamoraba a los hombres tiernos.
Por toda respuesta, el tío la atrajo hacia sí de la cintura y le sujetó la muñeca fuertemente, con los ojos vidriosos incapaces de mantenerse en un punto concreto.
—¿Alguna vez te han dicho que te pareces a esa actriz...? ¿Cómo se llamaba...? Audrey Hep... —el apellido se transformó en hipo en sus labios, hasta que al final ladró con gesto pueril—: Ven.
—Sí, pero es que... espere —balbuceó—. Si me deja... si me deja un segundo puedo buscarle una chica un poco más fuerte que pueda...
Y el capullo integral se creyó de verdad que podría agarrar a Colibrí del pelo con aquellas intenciones tan obscenas y tirar de ella hacia un reservado donde cubrir su cuerpo de moratones sin que yo, el compañero de trabajo y de piso de Eileen, hiciera nada por detenerlo.
—Hey, what's your problem, man? —espeté hostilmente, tirando del hombro de aquella mole de músculos y aire. Aire en el cerebro, por supuesto.
Y hasta aquí la parte bonita, amigos.
De repente me vi encorvado sobre mí mismo y boqueando en busca de aire. La respuesta me había llegado tan rápida y sorpresiva como aquí he contado, proviniendo de sus puños en vez de su boca.
—¡Hayden! —gritó Eileen, arrodillándose a mi lado.
No presté atención a su cara de preocupación, ni al rostro sudoroso y embravecido del hombre, sino que en cuanto tuve ocasión y aliento me armé de energía y le reventé el vaso de cristal en la frente.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Roja, viendo los hilos de sangre escurrir de la ceja del desconocido y la mirada firme que se me había dibujado en la cara. El hombre no parecía haberse calmado en absoluto, levantándose del suelo y adoptando aquella postura de gallo de pelea que tan malos augurios traía.
A estas alturas ya el pub entero se había dado cuenta de la fealdad de la situación, alejándose atropelladamente para no llevarse una hostia y haciendo poca cosa por intentar calmarnos. Un hervidero de ingleses borrachos confería al contexto unos matices bastante peligrosos.
—¡Suéltale, hijo de puta! —chilló Bengala agarrándose al cuello de mi rival. Afortunadamente, fue imposible para el desconocido ignorar a un negro de ochenta kilos de músculo pegado a su espalda como una mochila.
Y es que el hombre había conseguido tirarme al suelo, agarrando mi pierna para impedirme retroceder y repartiendo puñetazos a diestro y siniestro con la mano libre. Sin embargo, los golpes no estaban doliendo. O quizás sí lo hacían y yo no les estaba prestando atención. Sentía sus nudillos blancos como simples cúmulos de presión contra mis huesos, que no hacían más que hincharme la vena del cuello y provocar que la sangre me ardiera dentro de ella. La intervención del africano me había salvado la existencia.
Para cuando Leona llegó hasta nuestra posición, yo ya había conseguido liberarme de ese subnormal y me estaba dedicando a darles patadas en la cabeza, mientras él se encogía en el suelo gimoteando y con actitud desorientada y ebria. La fuerza se le había ido por la boca, pero a mí me estaba aumentando por momentos gracias a la furia.
—¡Harry! ¡Tú, déjale! ¡Déjale! —Una mano enemiga me apartó del hombre bruscamente, advirtiendo cómo un grupo de tíos de la misma calaña que él se habían reunido a su alrededor y le aireaban la cara para reanimarle. Parecían haber venido juntos.
Uno de ellos se separó del grupo y se dirigió hacia mí con obvias intenciones de reventarme, frenando y moviéndose de un lado a otro como una cobra furiosa en cuanto Leona le cortó el paso. La música también se había detenido, dejando un jolgorio sordo y vacío que pronto se convirtió en un amasijo de interrogantes.
—Eh, cálmate. Calmaos todos —vociferó nuestra capitana con su imponente cuerpazo tenso.
—¿Nosotros? ¿¡Que nos calmemos nosotros!? —respondió un hombretón de pelo rapado sin amedrentarse—. ¿Por qué no se lo dices mejor a tu putita? ¡Podría denunciarle ahora mismo por haberle roto un vaso en la cabeza a mi amigo! ¡Ha podido sacarle un ojo, maldita sea!
—Tu amigo estaba molestando a mi compañera, y si te metes con uno de nosotros te metes con todos —espeté con voz fiera, interrumpiendo a Leona.
Aaron se había acercado a Bengala para ponerle un poco de hielo en la frente, allí donde había impactado un puñetazo del tío. El underdog negro se veía aún más fiero con la mitad de la vista oculta por un trapo. River abrazaba a su novia Eileen, o más bien era al revés, para evitar que el de ojos azules se levantara y le dejara al tío una disfunción ahí abajo.
—¿Y a mí qué coño me importa? Al fin y al cabo, para eso estáis aquí, ¿verdad, ratitas asquerosas? Nosotros pagamos y vosotros os abrís de piernas. Así sois de repugnantes todos los que vivís por las calles, que no os merecéis ni respeto... ni un trato digno. No os respetáis ni vosotros mismos, animales de mierda. Eso es. Que no sois más que animales.
El clamor general se incendió con la fuerza de un huracán, provocando miradas rencorosas y comentarios rabiosos en los underdogs. Los más valientes se acercaron desde todos los rincones del pub y formaron una piña amenazante alrededor del grupo, a puntito de lanzarnos sobre ellos para partirles la cara; yo el primero.
Y, de hecho, lo habríamos hecho de no ser porque nuestra venerable capitana se interpuso entre ambos bandos y sugirió a los desconocidos que llevaran a su amigo a casa y siguieran disfrutando de la noche.
Nadie reaccionó. Nadie se movió. Las terroríficas miradas de odio habrían podido derretir un muro de hielo de haberlo habido. La implícita amenaza de echarnos a la calle si dábamos un paso en falso funcionó con todos los underdogs, incluso con el agresivo Bengala, pero no conmigo. Así que la desconcertada Leona tuvo que retenerme con sus propias manos, rezando por que los desconocidos (contra los que no tenía ningún tipo de autoridad) ignoraran mis comentarios desafiantes y se alejaran.
No lo hicieron.
—No, vamos, putita. Acércate si eres tan gallito. Sal a la calle, que te vamos a dejar el culo como la bandera de Japón. Oh, a lo mejor eso te gusta, ¿eh, marica? ¿Qué te parece si mejor te multiplicamos los golpes que le has dado a nuestro amigo?
—Déjame, Leona. Este payaso no podrá volver a caminar después de la "charla" que voy a tener con él, aunque tenga que hacerlo solo —farfullé, debatiéndome con una líder que estaba demostrando tener más fuerza de lo esperado. Sabía que no se atrevería a echarme, sabía que yo suponía un precio demasiado caro para el Leviathan.
—Hayden, de verdad. No hagas tonterías, no merece la pena —comenzó a decir ella intentando dialogar, pero viéndose finalmente superada y dejada atrás.
No hicieron falta palabras exhibicionistas, ni un aviso más, ni intimidaciones por parte de un bando que convivía con la despiadada compañía de la calle. Yo no necesitaba esas cosas. Tan solo me limité a avanzar hacia aquel desconocido de lengua tan larga, rebuscando en mi bolsillo ese objeto pequeño y afilado. Y ante la mirada de terror del tipejo, mi mano se quedó parada a pocos centímetros de su ojo, sosteniendo fuertemente un dardo de la diana. Apreté los dientes sin poder finalizar mi acción. Jeffrey me estaba sujetando el brazo.
—Jeff, querido, acompaña a Hayden a una habitación hasta que se calme, ¿sí? —ordenó Leona, con una seriedad terrible. Supe que aquello me iba a traer consecuencias indeseadas, pues el pub había enmudecido casi por completo.
Mientras tanto, el desconocido, que había estado a punto de quedarse sin ojo, recuperó el aliento, visiblemente nervioso y transformando su miedo en un vómito de amenazas.
—Fuck you and fuck your mother, son of a bitch! Nobody touches my friend! Be careful tomorrow. Be careful when you walk, when you eat, when you breath! Be careful with your family, motherfucker. —Lo único que recibió fue mi dedo corazón levantado. A medida que íbamos saliendo del gentío se creó un sentimiento general de respeto hacia mí. Y como donde hubo fuego siempre quedan ascuas, el grupo decidió marcharse antes de que algún underdog decidiera esperarles a la salida de verdad. Y es que, al fin y al cabo, aquellos maleantes no eran más que unos niños con el ego demasiado inflamado—. See you, asshole!
El portazo retumbó en todos los oídos. Jeffrey y yo subimos las escaleras, todavía con las miradas puestas sobre nosotros. Analizándonos, juzgándonos. Qué asco. Ellos no sabían nada. Solo el resto de underdogs se congraciaron conmigo mediante silenciosas miradas de apoyo, hasta que al final nos encerramos en una de las habitaciones. Vagamente iluminada y con pocos más muebles que una cama, el semblante de Jeffrey se veía de lo más recriminador.
—¿En qué estabas pensando, idiota? ¿Qué ibas a hacer con ese dardo? —espetó, en medio de aquel silencio sujetado con pinzas. Poco duró, pues en el piso de abajo el DJ reanudó la música, probablemente por orden de Leona, con un sonido que dio la impresión de estar obligado a taponar el mal ambiente y la tensión que se había formado.
—No lo sé, Jeffrey. Déjame en paz —farfullé de mala gana, dando vueltas por la habitación como un perro rabioso enjaulado. Estaba demasiado alterado, demasiado furioso como para pensar con claridad. Las paredes retumbando con Deadmau5 no ayudaban.
—No. Contéstame a la pregunta. —El chico me miró con unos ojos bastante extraños, difícilmente interpretables—. ¿Acaso quieres que nos denuncien?
—Ese gilipollas no tenía ningún derecho a decirnos lo que nos ha dicho.
—Ya lo sé, pero tampoco puedes ir queriendo apuñalar a todas las personas que murmuran cosas de nosotros, y créeme que hay muchas. Esto es lo que somos, Hayden. Somos los que levantamos sentimientos de desprecio cuando nos cruzamos con la gente. Somos gatos negros.
No me hizo ni puta gracia su juego de palabras. Al contrario, me dio más fuerza para querer saltar por la ventana y perseguir a esos imbéciles.
—Tres años llevas aquí, Hayden. ¿Aún no te has acostumbrado a estos comentarios? Cuando se está abordando un género con tan poca aceptación social es normal recibir malas críticas.
—¿Cómo puede acostumbrarse a esto una persona con un carácter un poco mayor al de una ameba?
Nos habían llamado ratas, nos habían echado en cara cruelmente aquello que la sociedad pensaba de nosotros. Y no solo de nosotros, sino de todas aquellas personas que se habían visto en obligación de hacer cosas poco dignas para sobrevivir. Nos habían comparado con animales, con un rebaño de estúpidas ovejas que carecían de nombre y de personalidad. Eso es. Nos habían quitado el nombre y nos habían arrancado cualquier idea propia por el simple hecho de vender nuestro cuerpo y de pertenecerles por unas cuantas horas. Habían borrado nuestro individualismo solo porque podían dominarnos y porque pagaban para que te comportaras como un perro. Quizás a Danielle le hiciera gracia la comparación, pero la realidad es mucho más triste que un simple disfraz y una correa.
«Se acabó. No aguanto más esa mierda».
El resto de underdogs y yo teníamos que demostrarle a esa panda de bien-vestidos que el valor de una persona no depende del valor de sus pertenencias; teníamos que darle una lección al mundo entero.
No sabía si era el alcohol, o los coletazos de la cocaína o yo qué sé, pero sentí el fuego arder en mi interior y quemarme las entrañas con una oscura y venenosa sensación. Una oscura y venenosa sensación de...
—Jeffrey.
—¿Hm?
—Robemos ese cuadro.
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