**III. Gato gordo, honra su casa.
El lunes por la mañana amanecí con una resaca demoníaca, el bello producto de una noche tranquila junto a los demás underdogs y unas botellas de tequila. Lo cierto es que el resfriado me había dejado hecho un saco de mierda, pero no podía tomarme ningún medicamento por la desorbitante cantidad de alcohol que debía de tener en sangre.
Pero como era Lunes Sopa, mi resaca y yo tuvimos que salir de la cama y mover el culo hacia el tren que nos llevaría a casa de mis abuelos. Los lunes eran los venerables días de la semana en los que mantenía alguna relación con mi familia... y eso se traducía, más que nada, en que mis abuelos nos invitaban a mi hermana y a mí a comer a su casa situada en Sussex Gardens. El plato del día era la sopa sagrada que llevaba haciendo la abuela Abbeline durante cincuenta años y que había pasado de generación en generación desde los primeros homínidos. Por este motivo, este día es apodado Lunes Sopa desde que tengo conciencia de mi conciencia.
Si os preguntáis por mis padres... No, ellos no van nunca. Antes sí, claro, pero desde que tuvimos nuestro pequeño desliz dejaron de ir a visitar a los abuelos el mismo día que yo para no cruzarse conmigo. Hace un año incluso no dejaban ir a mi hermana, por lo que estuve casi dos años sin ver a Janice hasta que mis abuelos intercedieron por mí y lograron que coincidiéramos, al menos, un par de horas a la semana.
Un coche me perdonó la vida cuando fui a cruzar la calle, en el más absoluto embobamiento. Otra vez esta existencia vacía, monótona. Esta tubería con goteras, este coche que perdía aceite cada vez que intentaba arrancar. Otra vez este puto invierno a la vuelta de la esquina. Este clima lluvioso que amenazaba con apagar la mísera llama de mi interior.
Hoy hacía frío. Mucho. Pero no de esos fríos romanticones que surcan las películas de Santa Claus en los días de Navidad, no: un frío cortante y gélido que se te colaba entre las ropas como una mujer atrevida y te ponía la piel de gallina hasta en los huevos. El estúpido invierno de Londres, como en todos los países nórdicos, aparecía mucho antes de la cita prevista.
Los hoteles de Sussex Gardens iban llegando y quedando atrás. Cientos de verjas negras, cientos de edificios blancos. Cientos de jardineras, cientos de números pegados a las paredes, cientos de negocios detrás de las recepcionistas aburridas. Esta zona residencial de Londres tenía un aspecto especialmente tradicional para que los turistas lloraran de emoción nada más bajarse del taxi, creyendo que por ser una zona tan inglesísima iban a encontrarse hasta a la misma reina Elizabeth sentada en su cama tomando el té. Casi podías sonarte los mocos con una bandera si te veías apurado.
Los autobuses rojos traqueteaban de un lado a otro, destacando molestamente junto con las clásicas cabinas telefónicas del mismo color. El cielo apenas era visible por culpa de los altos edificios y los árboles llorones que los acompañaban. Las hojas rayaban el aire sin cesar. Me encogí dentro de mi abrigo.
—¡Hayden! Chiquillo, que te pasas de largo —exclamó una voz temblorosa desde la distancia.
Brandon se encontraba parado en la escalerita, sin atreverse a salir del rellano y enfrentar a las gotas que caían de la repisa. Vestía un chaleco de punto negro sobre una camisa azul, como los de los cincuentones retirados que juegan al golf y llevan a su hija a equitación.
—Ah... hola, abuelo. Lo siento, iba pensando en mis cosas. Eh... No, no salgas, ya voy.
El anciano dejó caer su manaza sobre mi hombro a modo de saludo, como siempre hacía, y me invitó a pasar justo antes de que una señora arrugada y de mirada cristalina me capturara en el pasillo.
—¡Cariño! ¿Qué tal la semana? Pasa, pasa. ¡Espera! Límpiate las suelas en el felpudo, que he fregado. Así, muy bien. —Entonces Abbeline me quitó el abrigo y me dirigió una mirada alarmante, agarrándose a mis costados—. ¡Hijo! Cada vez estás más delgado. Tienes que comer más.
Ella debía de ser la única abuela del mundo que decía esta frase tan refranera teniendo razón, porque era verdad que en esos últimos meses me había quedado como un saco de huesos. No es que Abbeline quisiera compensar la disconforme ausencia maternal con kilos de pudding, fish and chips y Sunday roasts (me hicieran o no falta), sino que literalmente se me había quedado el cuerpo como el relieve del Himalaya entre las costillas sobresalientes, las agresivas clavículas y los tiernos abdominales de ternero. Y aunque quiso rebuscar las pruebas de la evidencia, no la dejé ir más allá para que no viera las cicatrices y marcas que tenía repartidos por el cuerpo, resultado de ciertas peleas con borrachos, accidentes o ese deporte de riesgo al que llaman sexo. Mi ajetreado modo de vida (secreto y maquillado para los dos setentones) tampoco ayudaba demasiado a proveer mi cuerpo de sustancias saludables; dejándolo delgaducho, resacoso y afectado por ese estúpido resfriado sin medicar que me había dejado aspecto de perro apaleado.
Había llegado al límite de pedir a Colibrí un poco de maquillaje para tapar las ojeras de yonki que se habían instalado ese día bajo mis ojos verdes.
—¡Haydeeeeeeeen! —berreó Janice desde detrás de Abbeline.
El pajarillo se lanzó a mis brazos emitiendo aquella risa dorada y despreocupada. La niña era tan bajita que parecía que le había salido un chichón al suelo, y esa manía de revolotear a mi alrededor la convertía irremediablemente en una copia de Kaiser. Y como cualquier pajarillo, ansió que la cogiera en brazos y la impulsara hacia el cielo para hacerla volar. Al atraparla de nuevo deposité un beso en su frente y la abracé, con todo el cariño que pude expresar sin que pareciera sobreactuado.
—Hola, Jany. ¿Qué tal te ha ido en el cole? —pregunté por pura trivialidad.
—¡Bien! —Se atusó la fresca y volátil falda de color azul marino—. ¿Sabes qué? El viernes tenemos que disfrazarnos, ¡incluso los profes! Y luego van a repartirnos golosinas. ¿Vendrás a verme?
—Uhmm... Tal vez —respondí con desinterés, entrando al intestino de la vivienda. Lo cierto era que no tenía ningún interés en ir al colegio de Janice y que empezaran a hacerme preguntas. Y creo que tampoco tenía derecho a ello si ya iban a ir sus padres a verla.
—Pero... ¿es un «tal vez» que da la posibilidad de que sí? ¿O es un «tal vez» para que me calle?
—Es un «tal vez» que da la posibilidad de que te calles —contesté con una risita apagada, cobijando a la niña con el brazo como un ave lo haría con el ala.
Por suerte, la conversación se vio aplazada por la necesidad de poner la mesa. Janice bailoteó de acá para allá llevando los cubiertos de uno en uno y demás estupideces, mientras yo insistía a Abbeline en que se sentara y dejara que nosotros nos ocupáramos de todo por una vez. Entre paseo y paseo, la sopa alcanzó su máximo apogeo y comenzó a llenar la cocina de un olor cálido y entrañable que haría salivar hasta a las abejas.
—Brandon, ¿no te da vergüenza estar ahí sentado mientras tus nietos ponen la mesa? Ven a ayudarme, Dios mío.
—Espera un momento, mujer, que estoy viendo las noticias.
Abbeline soltó un suspiro y removió la sopa del puchero.
—Ojalá me muera yo antes que tú. Entonces verías lo pesado que es ocuparse de cocinar, y de servir, y de fregar, y... —No tardó en darse cuenta de que el viejo no la estaba escuchando, sino que estaba encendiéndose un puro y recostándose con toda la parsimonia del mundo—. Aunque claro, cómo vas a durar tú más que yo, si fumas como un minero irlandés.
Brandon no pareció molestarse en absoluto por la apelación. De hecho, me invitó a un par de caladas cuando Abbe no miraba. «La elegancia de un hombre se mide en la calidad que fuma, en la marca que bebe y en las promesas que cumple» solía decir. El humo suntuoso rozó mi corteza cerebral, pero no tuve tiempo de hacerme el elegante por más tiempo porque entre comentarios mordaces y peticiones amables, habíamos acabado rápidamente sentados alrededor de la mesa. Aquel minúsculo círculo de codos pegados (donde apenas cabía el puchero y todos los comensales podíamos vernos la cara de forma equitativa) resultó ser un incómodo error, especialmente teniendo en cuenta que pronto salió la maldita preguntita y tuve que pasarme el resto de la comida cabizbajo:
—Hayden, ¿estás seguro que no quieres venirte a vivir con nosotros? —Abbeline dejó la cuchara en el plato—. Es que te veo tan hambriento, y con el cuerpo hecho todo pellejo... Y yo comprendo que la vida del estudiante emancipado es dura y que hay que ajustarse el cinturón de vez en cuando... pero con nosotros no te faltaría nunca un plato de comida en la mesa. Te dejaríamos hacer prácticamente lo que quisieras, incluso te daríamos una pequeña paga. Además, estoy segura de que es lo que tus padres hubiesen querido.
Me fascinaba la inocencia en la que vivía mi abuela, creyendo que estaba envuelto en la heroica aventura de estudiar Bellas Artes por el día y salir con mis amigos sanamente por la noche, mientras la dura realidad monetaria me iba confiriendo experiencias que harían de mí un hombre bueno e independiente.
—No, perdona. Ellos habrían preferido que me pudriera en la calle. Si no, no me habrían echado, los cabrones.
—¡Hayden! ¡No hables así de ellos! —espetó Brandon de inmediato, dirigiendo una mirada a la pequeña Janice.
Ella, por su parte, parecía envuelta en un aura de curiosidad y nos miraba todo el rato con esos ojos de lechuza, sin sentirse en absoluto ofendida. En este momento parecía preocuparse más de mi airoso modo de expresarme que de salvaguardar el honor de sus padres. ¿Un adulto podía decir esas cosas delante de otros? ¡Qué interesante!
—De cualquier manera, sabéis que estoy mejor solo, trabajando y pagando mi alquiler. No es justo que me convierta en una carga para vosotros, sin aportar nada y gastando todo.
—Sabes que no eres una carga. Nosotros estaríamos encantados de...
—Que no, abuela, joder —corté agrio.
No estaba de humor para mantener una negativa con educación, pues me palpitaba la cabeza grotescamente y la resaca me producía mareos al quedarme mucho tiempo mirando el plato. Encima de vez en cuando estornudaba y se me caía el moco, por no hablar de la inminente necesidad que tenía de fumarme un cigarro en este preciso instante.
Entonces rompí el silencio para comentar lo buena que estaba la sopa o algo igual de superficial, que careció de importancia para todos pero que sirvió para relajar el ambiente.
Finalmente la anciana se largó a la cocina a fregar contra toda protesta, por lo que acabé quedándome solo con Brandon en el salón. También estaba Janice con nosotros, pero había dejado de tener conciencia individual en cuanto echaron por la tele sus dibujos animados favoritos: Brandy y Mr. Whiskers.
—¿Y qué tal os fue en el musical?
—Muy bien, hijo, fue muy bonito. Tu abuela se puso a llorar de la emoción, y fíjate tú lo difícil que es conseguir que tu abuela llore. Es una mujer fuerte.
No comenté nada al respecto, pero yo había visto llorar muchas veces a Abbeline. Y era bastante duro teniendo en cuenta que siempre era por culpa de mi relación con mis padres.
—¿Sí? ¿Cuál me dijisteis que visteis?
—Los... ¿misericordiosos? —respondió intentando hacer memoria.
—Les Miserábles —supuse.
—Sí, sí. Eso. Es que yo para los nombres...
—Joder. Vaya memoria, abuelo, si fue el otro día...
—Ay, jovencito... Yo solo me acuerdo de las cosas antiguas. De lo de ayer ya...
—Bueno, pero eso es lo importante. Que de las cosas que hiciste ayer puede acordarse cualquiera.
Apenas fui consciente de cuándo mi mano se había posado en la suya, tocando su piel cálida y arrugada como un capullo de mariposa. De hecho, no era muy distinto: frágil y resquebrajado por fuera, potente y dorado por dentro.
—Siempre sabes qué decir en los momentos adecuados, Hayden.
Nos quedamos en silencio. Así. Muy quietos. Entrecruzando las miradas cargadas de experiencias silenciosas. Dos puntos de vista: el de un joven demasiado maduro y el de un viejo demasiado tierno. La franja horaria era inmensa y aun así habíamos encontrado el país en el que coincidir.
Fuera, la lluvia le propuso una pequeña tregua a Londres.
—Cuéntame esa historia que te conté aquella vez, que se me ha olvidado... ¿Te acuerdas? La de las margaritas. Necesito escucharla.
—No se te ha olvidado. Lo que pasa es que no lo recuerdas —contesté.
Recordar, a diferencia de olvidar, es voluntario. Y yo sabía perfectamente que mi abuelo se acordaba de ella y de hasta los más ínfimos detalles, pero quizás lo único que quisiera era oírla por primera vez desde otra boca. Sentirse un crío de nuevo y fingir que no sabía lo que iba a pasar. Y quizás no lo quisiera saber.
—Te enamoraste de una chica cuando estabas viajando por Escocia. Brittany, creo que se llamaba.
—Brianna —corrigió. Sonreí.
—Brianna. Te pasaste todo el verano allí solo por ella, ya que tu plan inicial era quedarte únicamente la primera quincena de agosto. Te hizo cambiar de opinión, por lo que al final tuviste que vivir en un granero durante dos duros meses con la cartera en números rojos. Al final conseguiste quedar con ella; una dulce escocesa pelirroja y llena de pecas que de vez en cuando tenía la osadía de levantarse la falda de cuadros para ti. Tendríais quizás... trece, ¿catorce años?
Brandon asintió y soltó una risita.
—A pesar de eso, Brianna era una niña caprichosa que iba por ahí de perdonavidas y de potrilla ingenua, que más de una vez te dejó tirado o correspondió a tus confesiones con una contestación desconsiderada. Aquel día te citaste con ella en los campos verdes de su granja, muchos metros lejos de las miradas indiscretas de sus padres. Allí arrancaste una margarita y le fuiste quitando los pétalos con el clásico «me quiere, no me quiere», con un resultado positivo para ti.
Mi abuelo se había quedado quieto y callado como si fuera un dibujo. Continué.
—Luego te dijo... «Una estúpida flor no va a conseguir nunca que yo te quiera». Y tú te grabaste a fuego esas palabras y la dejaste allí tirada, con cara de perdida y creyendo que no volvería a verte nunca más. —Respiré hondo—. Pero al día siguiente Brianna se despertó y abrió su ventana como todos los días. Justo debajo, en el patio de su granja estabas tú, y habías dibujado su inmenso retrato en el suelo a base de pétalos de margaritas y otras flores.
—Ah, ¡sí, sí! Qué obra maestra hice. ¡Qué perfección! —saltó de repente mi abuelo, emocionado—. Debe ser que esto de dibujar nos viene de familia, Hayden. Tenías que haberlo visto; ojalá existieran cámaras de fotos en aquella época. Toda la noche estuve haciéndolo. Luchando contra el viento que iba arrastrando mi trabajo poco a poco, pasándome horas recolectando flores. ¿Y entonces qué dije? ¿Qué dije?
—Que si una margarita no la enamoraba, mil lo habrían de hacer.
—Sí... ¡Eso! Y ella sonrió; la vi derretirse como la dama sensiblera y dantesca que soñaba ser y la convertí por fin en mi adorada discípula. Habría sido una historia de amor eterna y leal... de no ser porque sus padres me encontraron allí con todo el espectáculo montado y me echaron de sus terrenos a escopetazo limpio. Muy dramático, sí señor. Pero de no ser por eso, jamás habría conocido a mi querida Abbe.
—Sí, abuelo. Tú arréglalo ahora, pero vaya fantasía que guardas en la cabeza sin que la abuela lo sepa.
—¿Qué fantasía? Ya te he dicho que ya no me acuerdo de esa historia... —Brandon sonrió y se llevó el dedo a los labios para pedir silencio. Yo terminé por bufar y le guardé el secreto de buena gana, ojeando el reloj del salón y fijándome en mi hermana.
—Janice, ve recogiendo. Tengo que llevarte a casa antes de que llegue tu profe de piano.
Mientras la niña hacía un esfuerzo sobrehumano por ir despegándose de la pantalla, yo me dirigí a la cocina para despedirme de mi abuela y agradecerle la comida.
Pero entonces me encontré en silencio. Completamente solo dentro de aquella habitación pequeña y centenaria. Sobre la mesa estaba el bolso de la abuela Abbe, y desde su interior me guiñaba el ojo su monedero. La piojosa y ponzoñosa necesidad económica me aguijoneó las entrañas hasta que me decidí a avanzar un par de pasos, abriendo el bolso con rapidez y capturando una presa de cincuenta libras entre mis garras. Apenas estaba suspirando del placer cuando una voz quejumbrosa interrumpió mi crimen como una descarga eléctrica.
No sabía si había llegado a tiempo de soltar el monedero sin que la anciana de ojos azules que acababa de entrar comprendiera mis acciones.
Y me miró. Y la miré. Y lo supo. Y lo supe.
—Hayden, cariño, pásame el monedero que tienes a tu lado —murmuró con voz neutral, firme.
Casi temiendo su reacción pero sin dejar que la vergüenza me domara, hice lo que me pidió y permanecí a la espera. Abbeline fue directamente al bolsillo de los billetes y ojeó su contenido sentenciadora. Tras unos segundos de obviedad y tensión, la anciana sacó cincuenta libras más y me las tendió con el rostro impasible, contra todo pronóstico esperado.
No las cogí. Bastante tenía ya con este sentimiento de suciedad que me había arrinconado.
—Tómalo, Hayden. Lo legal es más fácil, pero también más meritorio.
—Siempre has sido una persona noble, abuela. A veces demasiado —respondí tras una pausa.
—Para eso está la decencia. Para acoger y perdonar lo que no es decente.
No hicieron falta más palabras y tomé los billetes con ardiente deseo, sin descuidar en ningún momento el extraordinario respeto que tenía por aquella masa de arrugas y años. No había letras suficientes para expresar este extraño sentimiento de agradecimiento familiar, pero tampoco fueron necesarias.
—Prométeme que harás lo posible por reconciliarte con tus padres.
—Lo prometo —respondí con sequedad. Luego me di la vuelta y me dirigí hacia la puerta, saboreando bizarramente la enorme cantidad de dinero que tenía ahora en el bolsillo. Lo único que quería ahora era largarme de ahí y dejar de sentirme como la mayor mierda del planeta para poder disfrutar de mi tesoro.
—¡Janice, nos vamos! —Mi hermanita bajó corriendo las escaleras y se agarró a mi mano como un vendaval. Sentía la mirada serena de Abbe sobre mi nuca.
—¡Adiós, abuelos! —gritó la niña.
—Adiós, hijos. Nos vemos la semana que viene.
Tiré de Janice sin dirigirles la vista y me dispuse a enfrentarme al frío cortante que se había adueñado de Londres. Antes de proseguir me aseguré de que la niña tuviera bien abrochada la chaqueta y finalmente, emprendimos el paso hasta dejar Sussex Gardens devorada por la esquina.
—Bueno, Hayden, pues tengo que decidir de qué disfrazarme, ¿sabes?
—Uhm... Bueno. ¿Y de qué tenías pensado? —pregunté fingiendo interés y abriendo el paraguas rosa que traía. El cielo había empezado a llorar de nuevo.
—De alguna princesa Disney. Había pensado en disfrazarme de Bella porque me gusta mucho el vestido amarillo, pero por otra parte me gustaría escoger alguna que tuviera corona. Me gustan las coronas.
Habría escupido en el suelo de no ser por la inocente mirada de Janice, porque esta conversación me estaba dando verdadera repulsión. Aun así, me encontraba extrañamente agradecido de hablar de este inusual tema infantil en vez de los temas que me iba a encontrar después, cuando volviera al Leviathan.
—¿Y por qué no de Elsa? Con este vaho que nos sale por la boca darías muy bien el pego.
Tenía una visión bastante diferente a la que solía portar: agarrando a mi hermanita de la mano y pegándola a mí en los pasos de cebra, cuidando que no pisara demasiado los charcos para no llevarme una bronca de sus padres; ambos refugiados bajo un insignificante paraguas de Barbie que mojaba más que secaba y hablando fervientemente de princesas Disney.
—Elsa también me gusta, pero no tiene un vestido muy guay, que digamos. Y es una hija de puta.
—Oye, tú. No digas palabrotas. —repliqué—. Y búscate otra persona a la que imitar, que yo no soy buen ejemplo.
—Tú dices palabrotas.
—Yo las digo porque no tengo a nadie que me diga "Oye, no digas palabrotas".
—¿Y te habría gustado tenerlo?
Tras quedarme un momento pensativo respondí:
—No, creo que no. Las palabrotas son muy expresivas. Hagamos una cosa, ¿vale? Tienes que decir todas las palabrotas que quieras, pero acuérdate de que ni papá, ni mamá ni los abuelos deben oírte.
—¡Genial! ¿Me enseñarás palabrotas entonces? —rogó con los ojillos brillantes.
—Claro. Apunta los deberes: hijo de puta, coño, knobhead, slapper, pillock, slut, twat, cunt... Eh, no. Borra esa última —pedí arrepentido.
Janice se echó a reír exageradamente y grabó bien todas en su cerebro aunque no supiera qué significaban.
—Vale, bueno. ¿Y qué hago con el vestido de Elsa?
—¿Sabes? Las princesas de verdad son las que llevan armadura —respondí entonces, sin saber muy bien por qué.
Janice se me quedó mirando largo rato sin entender, hasta que por fin divisamos el chalet donde vivía a un par de metros. No quise acercarme más. Sabía que sus padres estarían ahora mismo mirándome celosamente detrás de la cortina.
Estuvo a punto de salir corriendo hacia el rellano, cuando se acordó de volver para darme un alocado beso en la mejilla.
—Creo que ya lo he entendido. ¡Me disfrazaré de Mulán!
La niña se giró para marcharse otra vez, dándose cuenta de algo en el último momento y parándose a tenderme el diminuto paraguas.
—¡Quédatelo, slapper! ¡No quiero que pilles un resfriado! —gritó a medio camino de vuelta, dejándome varado frente al chalet bajo la protección de Barbie.
«¿Me ha llamado slapper?» Me quedé un rato más allí quieto, con una estúpida sonrisa dibujada en los labios y despreciando la lluvia gracias al paraguas rosa que tanto desentonaba conmigo. Sí. Mulán era la clave. Mulán había sido creada para que Janice comprendiera mi frase y se disfrazara de ella, y eso me hacía sentir jodidamente orgulloso de mi hermana. Y de Mulán.
De repente, una idea traviesa y malévola atacó mi mente justo antes de que decidiera marcharme. Los sugerentes billetes que tenía en el bolsillo habían despertado en mí un sentimiento de avaricia y venganza secreta que ya creía controlados, así que mirando a ambos lados de la calle, di un rodeo a la manzana para poder acceder a la casa de Janice sin ser visto. No fue demasiado difícil saltarse la verja de la parte trasera y caminar por el jardín sigilosamente, donde comprobé que la antigua caseta de Kaiser seguía allí para que el supuesto perro perdido pudiera volver. Seguro que aquello era un capricho de Janice, la única que no sabía que yo me lo había llevado conmigo el día que me echaron de casa. Logré llegar hasta la ventana de la sala de invitados con agilidad, escalando por la enredadera y sabiendo que aquella era la única habitación que se podía abrir desde fuera con un poco de maña.
De repente me vi privado del frío y del viento, dentro de una casa que en algún momento fue mía y que ahora estaba habitada solo por dos adultos entrometidos y por una niña ignorante.
La habitación estaba completamente callada y a oscuras, como si la luz se hubiera aliado conmigo para fingir que no estaba usurpando su territorio. Las cortinas creando penumbra parecían anunciar alguna clase de luto, y los únicos rastros de humanidad que había eran las fotos enmarcadas del aparador. Me permití ser atrapado por las decenas de rostros congelados, descoloridos. Solo por un momento.
Se notaba que hacía tiempo que nadie se paraba a mirarlas. Quizás por eso estuvieran cogiendo polvo.
Con el sigilo de un gato (y el augurio de uno negro) hice honor a mi apodo y desvalijé en completo silencio todos los cajones donde recordaba que podía haber dinero, juntando entre mis piratescas garras un botín que podría superar las doscientas libras. Luego me deslicé hacia el exterior con cara de villano de película, escuchando el piano de Janice en la planta baja y las órdenes de mamá desde el baño. Digo, de su madre.
Y me encontré de nuevo en la calle. Con mi resfriado volviéndose cada vez más pérfido y la sensación de haber ganado la lotería ridículamente.
Conseguir dinero era el leitmotiv de mi vida. Mantener mi alquiler, mi luz parpadeante, mi ordenador, mis materiales de dibujo y mis puntuales narcóticos necesitaban una base económica estable que no solo Leona podía mantener, y los ardides para conseguirlo eran, cuanto menos, artísticos. En algún momento de mi vida, cuando el dinero se hubiera convertido en una de esas cosas que acumulas en el banco sin preocupaciones, devolvería cada céntimo robado a mi familia. O al menos a mis abuelos. El resto quizás se lo devolviera a Janice cuando ya fuera una adolescente con acné y medianamente responsable.
Y nada por aquí... nada por allá... ¡Bingo! Ningún policía o vecino fisgón parecía haber decidido pasear cerca de mi pequeño crimen, así que me encontraba una vez más airoso y triunfante como un Robin Hood escapando al galope. Pero con unos objetivos un poco más malvados. Recogí mi paraguas de Barbie y me alejé silbando.
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