**II. Cambiar perro por gato nunca sale barato.


El día siguiente amaneció lloviendo como era habitual en la ciudad victoriana. El cielo se desdibujaba con las aguas grises del Támesis, pero las nubes eran unos chiquillos violentos que soltaban su amenaza y se largaban enseguida.

Aquel estupendo sábado nos despertamos con dolor de tripa y un martilleo galopante en la cabeza, apestados por cierto olor agrio que pronto identificamos como vómito. Bengala reconoció su desliz y fue el primero en mover el culo. La visión del imponente negro fregando sus fluidos resecos no auguraba una buena mañana.

Poco a poco nos fuimos activando el resto, como muñecos rotos a los que acababan de dar cuerda. Especialmente yo tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano por mantener el equilibrio con dignidad, mientras recogía la cebra y los botes de pintura. No me molesté en limpiar la mancha roja, sabía que se había aferrado al suelo para siempre.

—¿Quién quiere una cerveza? —preguntó Eileen desde la cocina.

Enseguida negamos horrorizados, reviviendo las náuseas solo con pensar en llenarnos la tripa de ese líquido amargo. Pero al final no sé qué pasó, que cuando Chaplin dio las once de la mañana todos habíamos acabado en el salón, desayunando unas latas de Carlsberg con varias bolsas de Cheetos.

Como solo había un baño en la casa, tuvimos que aguantar nuestro turno de ducharnos y evacuar como buenos compañeros que éramos: peleándonos a empujones y apretándonos la entrepierna para no mearnos encima. Luego cada uno demostró fidelidad a su ritual mañanero: Eileen se recogió el pelo en un moño a Audrey Hepburn le habría encantado, River se lo mojó y sacudió de la misma manera que Kaiser cuando sale de un lago, Dean se recortó la barba pelirroja con todo el cuidado del mundo y Cherry se puso la capucha de la sudadera, al estilo de esos adolescentes con pinta de tristes y peligrosos. Cuando por fin estuvimos listos para salir, nos despedimos del perro y emprendimos el camino hacia el Underground que nos llevaba al Leviathan.

El viaje transcurrió lento y monótono. La tierra se abrió en un bostezo inmenso para dejarnos salir; en el exterior el cielo se había despejado. Luego recorrimos las sórdidas calles del Soho, que ahora estaban tranquilas y silenciosas como un león dormido a excepción de los jóvenes que habían decidido pasar el sábado de cervezas, o los que estaban empezando a despertarse tras un viernes de borrachera. Otra cosa no, pero los ingleses nos llevábamos bien con cualquier vaso que tuviera alcohol.

Mantuvimos nuestro paso firme de trabajador digno; apenas unos chavales pero con la piel curtida de espantos. Bengala, Tigre, Cherry, Colibrí, Dragón, Perro Mojado y Gato Negro. Casi parecíamos más una tribu de indios que un grupo de putas.

Levantando miradas de soslayo por los londinenses que ya nos conocían y siendo ignorados por los turistas que no, rápidamente nos encontramos con la fachada oscura y acogedora del pub en el que trabajábamos. Una pequeña bandera de colores en su puerta promovía la libertad sexual, como la mayoría de locales del Soho, y encima de ella estaba escrita la palabra «Leviathan» junto al dibujo de una piraña de neón. Siempre encendida. Si la piraña se apagaba significaba que la noche había muerto. En un cartel bastante más pequeño se podía leer «Leona W. & Underdogs». Aquella era nuestra tripulación, bajo el nombre de nuestra capitana.

Como siempre solía pasar, Leona nos recibió con los brazos abiertos en cuanto entramos y luego, nos dio un sopapo a cada uno por haber llegado tarde.

Leona Walker tenía un carácter aún más prominente que su corpachón, y eso que era una mujer grande en todos los aspectos. Fuertota, de gigantescos pechos y voluminosas curvas, morena y portadora de kilos de maquillaje que no necesitaba. Esa mujer de cincuenta años tenía el mayor sex-appeal que había visto jamás en un adulto; se notaba a la legua que en su juventud había sido un bellezón risueño, hablador y de los que enseña más chicha que ropa. Nadie sabía si se debía a la experiencia o le venía ya de fábrica, pero Leona tenía una potencia y una capacidad para llevar las riendas que casi asustaba. Había nacido para ser líder.

—Bueno, al parecer alguno por aquí se ha tomado unas vacaciones bastante liberales, así que me gustaría recordaros que aparte del objetivo de llegar a fin de mes, tenéis algo llamado compromiso... con este pub.

La mirada castaña de Leona se clavó específicamente sobre mí, desviando yo la vista como si la cosa no fuera conmigo.

—Hayden. No mires para otro lado, que te conozco. No sé cómo lo haces, pero tú eres uno de los pilares principales de este barco. La gente viene y pregunta por ti, y cuando no estás se van y vuelven al día siguiente. ¿Y qué les digo yo? Si evitas tu trabajo estarás perdiendo seguidores, y por tanto los estaré perdiendo yo. Y eso no puedo permitirlo.

La conversación había adquirido un tono serio que mis amigos intentaron rehuir, pero al final Leona me cogió del brazo y me arrastró de allí con la excusa de invitarme a una cerveza. Después de haberla desayunado prefería cortarme la cabeza antes que tomarme otra, pero negarse a una «invitación» tan hitleriana no era una opción inteligente.

—Hayden, querido, ¿te pasa algo? ¿Acaso quieres dejar el trabajo?

Negué con la cabeza, viendo el alivio reflejado en sus ojos.

—¿Entonces qué es, cariño?

Iba a contestar alguna excusa idiota cuando la puerta del pub se abrió en ese instante. La conversación se vio interrumpida por un ruidoso grupo de chicas que entraron en el Leviathan vestidas de punta en blanco, y todas las miradas se dirigieron hacia ellas porque a esas horas no había otra gente a la que mirar. Ignorando a los pobres diablos que tenían colgados de sus traseros y escotes, vinieron directamente hacia Leona en cuanto la divisaron.

—¡Hola! ¿Es usted la encargada del pub? —preguntó una pelirroja, con unos aires tan extrovertidos que metían el dedo en el ojo.

—Esa soy yo. Leona Walker.

—Bien. Mira, nuestra amiga se va a casar mañana y está esperando ahí fuera con los ojos vendados. Hemos pensado que a una despedida de soltera siempre le viene bien un hombre que esté dispuesto a quitarse ropa... y he escuchado que aquí tenéis unos dioses griegos de muy buena calidad. ¿Podemos alquilar uno para todo el día?

«Alquilar es para los pisos, pulga estúpida; las personas se contratan».

—No veo por qué no, siempre que vengáis bien provistas de dinero. Os aviso que no os saldrá barato.

—Estamos dispuestas a escuchar el precio sin desmayarnos.

—Veamos, qué hora es... La una, y podemos prestarte a uno de nuestros de chicos hasta las siete de la mañana. ¿Bien? Serían dieciocho horas, a sesenta libras la hora, precio-compañía... Os saldría por unas mil ochenta libras.

—¿Mil qué...?

—¡Jesús, que caro!

—Menos mal que somos un montón; con esto Danielle puede darse por satisfecha.

—Saldría a poco más de cincuenta libras cada una. Está asequible.

—Joder. Yo es que con eso me alquilaba un macizo de estos para mí sola.

—¡Doreen! No seas viciosa. ¿Qué hay de tu pobre Frank?

—Frank puede esperar. De momento hay que darle el sí a esta... señora.

«Otra que iba a decir señorita. Siempre dudan».

Viendo cómo estaba el percal, procuré escabullirme en silencio para reunirme con mis colegas, pero Leona me impidió el movimiento fugazmente agarrándome del hombro.

—Tenéis suerte, queridas. Él puede satisfacer vuestra petición de buena gana.

Algo rechinó en algún rincón de mi mente.

—Jefa... —comencé a susurrar—. Creo que hay otros más capacitados que yo para este tipo de...

—Por supuesto que los hay, pero por si no has captado mi indirecta, ellos sí cumplen sus horas. No tengo por qué mandarles más trabajo.

Aunque pareciera un local roñoso y miserable, dentro del Leviathan había una jerarquía y unas funciones perfectamente claras. Leona tenía una serie de underdogs que, ya fuera por su veteranía o por obediencia, eran de mayor estima y confianza que otros. Esos tipos estaban por encima del resto y podían evitar un poco el trabajo sucio, igual que el jefe de una pescadería evita mancharse las manos, aunque la mayoría de las veces era a costa de un «servicio exclusivo» que hacían para la propia Leona. Unas veces era porque la jefa les tenía cariño, otras porque le apetecía divertirse por unas horas. Pero por un motivo u otro, al final Leona no era la única que se aprovechaba de los privilegios del liderazgo.

Y en ese punto de inflexión me encontraba yo; demasiado apetitoso como para ignorarme, pero demasiado rebelde como para confiar en mí. Tan pronto Leona me llamaba a su despacho para empotrarme contra el escritorio, como me regalaba su indiferencia durante meses y me ordenaba los encargos más burdos para no tener que verme. Una estrategia para insinuar mi colaboración, pero sin que se me subiera a la cabeza el éxito. Creía saber por qué hacía eso: todavía sentía curiosidad por mi carácter y me ponía a prueba para conseguir someterme. Lo cierto es que nunca me había llevado bien con las órdenes y a fin de cuentas, lo más importante en un negocio es lograr que tus seguidores te sigan con los ojos vendados.

El resto de underdogs estaban especializados en lo que mejor sabían hacer; así era como Leona distribuía los encargos para satisfacer al cliente. Colibrí, por ejemplo, era dulce y delicada; todo lo contrario a la bestialidad de Bengala. Así ya sabías a quién buscar dependiendo de si querías una sesión dura de dominación o comerte a una niña con cara de corderito.

Cherry y otros cuantos eran sadomasoquistas, Lady era travesti, Víbora era stripper y se dedicaba a restregarse una serpiente que tenía mientras bailaba... y después había underdogs con fetiches muy variados: a Camaleón le iban los disfraces y los juegos de rol, Roja prefería hacerlo en lugares públicos, a Libélula le gustaba usar juguetes y Abril era especialmente buena con las manualidades.

Pero también había underdogs de carácter paciente y manso, que normalmente hacían compañía a las señoras mayores que requerían los servicios de Leona. Esos cayos malayos solían buscar a alguien a quien contar sus cotilleos mientras les llevaban la compra hasta casa, y se conformaban con pagar solo por eso porque estaban todas forradas, las putas viejas.

Para rebasar el género, había también un tipo de underdogs de alta clase; jóvenes que habían ido a parar a las manos de Leona por motivos de apatía existencial y que usaban el dinero para pagarse una carrera o unos caprichos demasiado caros. Eran los denominados «scorts» o «call girls», que consistían en unos pocos afortunados que cobraban cantidades astronómicas por hacer un servicio exquisito que, en la mayoría de los casos, consistía en hacerse pasar por hijos, sobrinos y amantes de los clientes en algunos eventos sociales. En total eran unos seis jóvenes. No iban al Leviathan, no se drogaban, no bebían... y se cuidaban bastante. Eran cultos, educados y no se juntaban con el resto de underdogs. De hecho, si tenían a Leona Walker de intermediaria era solo para no mezclarse personalmente con esta «sociedad sumergida».

Yo no me encontraba en ninguna de esas secciones, por lo que era obvio pensar que un underdog más cálido como Camaleón sería mejor para este encargo. Pero cuando fui a replicar, la mirada firme de Leona descolocó cualquier argumento. No admitiría un no por respuesta después de todas las horas que había faltado.

—¿Tú? Pero si eres un niño —murmuró la pelirroja alzando las cejas.

Bueno. Era cierto que no medía dos metros, ni tenía una barba de leñador, ni el cuello como una percha, ni los músculos de un culturista, ni el poderoso atractivo de un cuarentón millonario. Era cierto que no era un Hugh Jackman, pero si había algo que no me faltaba, eran unas agallas de pez y un orgullo estratosférico.

—Soy Gato Negro y en este pub no entran los niños.

Como para enfatizar mis palabras, levanté mi camiseta osadamente para enseñarles el torso duro. Leona se quedó satisfecha con la cara de perras en celo que pusieron las tías y sacaron el dinero inmediatamente.

—¿A quién...?

—A mí —intervino la jefa antes de que yo pudiera hablar, tomando los billetes. Luego las tías centraron su atención en mí.

—¿Cuántos años tienes, cariño?

Diez pares de ojos ávidos estaban clavados sobre mi cuerpo, analizándome con traviesa curiosidad.

—Veinte.

—Aww... Aún estás tierno. —Y se echaron a reír cual arpías merodeando a una presa.

Omití una expresión de desprecio. Esas tías tenían dos o tres años más que yo y ya se creían todas unas profetas, solo porque la furcia de su amiga se iba a casar. Estaban en esa fase de la vida en la que se lían a dar consejos y se creen que pueden llamar crío a todo el mundo.

De la mano me arrastraron hasta el exterior del pub, escuchando los comentarios burlescos que me enviaban mis compañeros desde la barra. Pero la verdad era que estaban celosos; no había más que verlo en sus caras. Normalmente teníamos que tratar con borrachos, gordos, depravados, sádicos... igual que con desesperadas, viejas, reinonas operadas, guarras y locas. Pero de vez en cuando el karma nos bendecía con alguna fémina buenorra y con las peras asomando por el escote. Todos sabíamos que cumplir tus horas con un grupo de viejas chochas o con un harén de ciervas alteradas... no era ni parecido.

Pero mis buenas expectativas cambiaron cuando la pelirroja me detuvo en la puerta, antes de llegar al grupo de tías en cuyo centro había una con los ojos vendados. Sus maliciosos comentarios a voz en grito parecían invocar al diablo. Enfrentar a semejante séquito, aunque fuera de mujeres bonitas; ahí, pavoneándose y puteándose en su medio natural; era una acción digna de héroes. Yo os juro que en las despedidas de soltera las mujeres se transforman en monstruos.

—Tienes que ponerte esto.

La pelirroja, que se llamaba Annie, me tendió una correa de cuero y unos bultos forrados en pelo.

—No pienso disfrazarme de perro —espeté entonces, con aquel instinto primario de evitar el ridículo que todo macho tiene. Annie no se atrevió a desafiarme... o al menos, no hasta que se acordó de las mil pelas que había pagado por mí.

—Póntelo o me quejaré ante tu jefa. Cuando te quedes de patitas en la calle y te estés muriendo de hambre como un perro, lamentarás que al final eso no sea un disfraz.

Ahí estaba. La maldad innata de las mujeres; con su famosa lengua más afilada que una navaja. Al menos los hombres éramos más sencillos en ese aspecto: le dejabas un ojo morado y fuera.

El resto de tías que acompañaban a Annie no se atrevieron a hablar. No tenían ni la más remota idea de cómo tratar con un curtido superviviente de las calles o no tenían cojones de hacerlo. Aquella pelirroja pequeñita pero matona parecía ser la única con agallas.

Así que con una turbia mirada de desprecio, me ajusté el collar de pinchos en el cuello, del que colgaba una larga cadena a modo de correa. La sudadera grisácea consistía en un par de orejas de perro en la capucha y un rabito peludo en la parte de atrás.

—¿Ya puedo mirar? —voceó la chica de ojos vendados, sin saber por qué sus acompañantes se habían quedado calladas.

Annie me dio el visto bueno con una seña y retiró el pañuelo a su amiga.

—¡Sorpresa! —berrearon todas al unísono, antes de empezar a reír como locas. Al instante comenzaron los tirones en la ropa y los comentarios malvados. Parecían un aquelarre de brujas en plena enajenación mental.

—¡Es para ti!

—¡Todo tuyo! ¡Por un día!

—¡A ver lo que haces! Te vamos a vigilar.

—¡Sí! O Louis se pondrá celosito...

—¿Cómo se llama? —preguntó la prometida.

De repente guardaron silencio, mirándome a la expectativa. Y como contestar que me llamaba Gato Negro con esas pintas me pareció una sublime estupidez, respondí:

—Hayden.

—Bien, Hayden. A partir de ahora y hasta las siete de la mañana, vas a ser el perro de Danielle. Y como buen perro tienes que obedecer todo lo que ella te diga —aclaró Annie autoritariamente, ganando confianza ahora que me había relegado de posición. Cogió la cadena que colgaba de mi cuello y se la tendió a Danielle.

—Vamos a probar. Hayden, siéntate —impuso la chica, con cara de ejecutivo frente a un becario. Y ante los veinte pares de ojos tuve que agacharme y sentarme en el suelo. Aquello debió hacerlas mucha gracia, porque empezaron a aplaudir como las focas y decir incoherencias con voz de pito. Me sentía un poco humillado, pero también tenía la sensación de ser la única persona normal del grupo. Irónico teniendo en cuenta que estaba vestido de chucho.

—Hayden, la patita —pidió ahora Danielle. La reacción general se repitió cuando le tendí la mano lentamente, aunque esta vez la chica pareció más calmada y usó ese gesto para estrecharme la suya y ayudarme a levantarme.

—Bueno, ¿y cuál es el plan ahora, chicas?

—Pues es obvio, ¿no?

—¡¡Nos vamos de compras!!

Fue un misterio de la vida que todas estuvieran de acuerdo. Puse los ojos en blanco. ¿Cuánto dinero pensaban gastarse hoy? Las inglesas eran un pozo sin fondo.

Mi día como underdog comenzó de una manera bastante patética y deprimente, acompañando a esa tribu de locas que no hacían más que reír y berrear comentarios soeces sobre mí. Decidieron coger un autobús para ir a Harrods y pasé la mayor vergüenza de mi vida cuando antes de entrar le preguntaron al conductor que si podían subir perros. El señor me dirigió una mirada de compasión y comprendió que toda aquella parafernalia se podía resumir en tres temidas palabras: «despedida de soltera». Las veinte tías fueron pasando al fondo del vehículo empujando y molestando a los pasajeros, y encima era yo el que iba repartiendo «sorrys» a las malas caras como si fuera el único decente del grupo.

En medio del trayecto decidieron bajarse antes de Harrods e ir a comer al Hard Rock Cafe, que además de ser el único de Londres, era el más antiguo del mundo. Genial, pues ya lo que me faltaba. El Hard Rock siempre estaba a rebosar de gente; camorristas que te saboreaban en cuanto vestías diferente y te pedían fotos como si fueras un mono de feria. Prefería mil veces comer en un mugriento BBQ, lleno de borrachos abonados a las cervezas aunque no tuviera la guitarra de los Sex Pistols colgada en la pared.

Como si mi jornada no pudiera empezar peor, me vi forzado a pasar por una de las calles más turísticas de Londres sin camiseta, vestido de perro y siendo arrastrado de la correa por el aquelarre de féminas. Un desfile estrambótico que nada encajaba con el estilo elegante y lleno de jardineras recortadas de la avenida. Ingleses y extranjeros se quedaban mirándonos con curiosidad, en su mayoría sonriendo y otros grabándome con descaro. Incluso alguno me lanzó un piropo. Qué detalle.

Cuando entramos al Hard Rock la cosa no mejoró, especialmente cuando me obligaron a sentarme al pie de la mesa como un animal. Tarde o temprano, todas las personas del local cometieron el inédito pecado de apartar la vista de la chaqueta de Axl Rose y de la batería de Led Zeppelin para mirarme a mí. Si eso no era ser importante, no sé qué otra cosa podía serlo.

—Toma, Hayden. Hoy es tu día de suerte. —Y me dieron de comer los huesos de sus alitas de pollo. La expresión de furia se me pasó cuando dijeron que estaban de broma y me pidieron unas costillas con barbacoa, aunque igualmente me las tuve que comer en el suelo y tomándolas de sus manos. Un espectáculo hilarante que fue favorecido por las luces anaranjadas y la atmósfera con sonido de Lenny Kravitz.

Cuando terminó la comida salimos del Hard Rock y nos dirigimos a Harrods, el centro comercial más lujoso de Londres. Aunque fue fundado hacía ochenta años, era el único abuelo que se volvía más lozano con cada año que pasaba. La fachada inmensa luchaba por apoderarse de la acera para engatusar a los transeúntes con sus escaparates: decenas y decenas de metros de maniquís soñando con ser desvestidos. Y como en su puerta había un cartel en el que ponía expresamente «Perros no», tuve que quedarme fuera tras sufrir el regodeo de las arpías. Fuera. Esperando. Con la correa atada a un árbol para que no me escapara. Patético.

Para colmo, cuando miré a la izquierda me encontré con un perro que me estaba observando; pero un perro de los de verdad. El mastín estaba atado al árbol de al lado con expresión compadre y parecía preguntarse de qué raza sería yo sin dejar de clavarme sus cómplices ojos.

—¿Qué? —le gruñí.

No me gustaba. Era la mascota de una señora que estaba dentro de Harrods en este instante, así que era un perro refinado. Kaiser le tumbaría como si fuera un pollo si se lo proponía... y ese pensamiento me hizo sonreír. Era como una paradoja entre un pobre y un rico en la que el pobre siempre ganaba; tenía que paladearla bien, puesto que de esas no abundaban.

Cualquier sentimiento de camaradería y mutua resignación se fugó en cuanto el estúpido perro se acercó con intenciones de olerme el trasero, así que le propiné una patada en el lomo que le hizo alejarse lo máximo que le permitía su correa.

—Puto chucho... —farfullé, quedándome pasmado de lo bien que se adaptaba a mí esa frase.

Por suerte las chicas no tardaron demasiado en salir, pues comprarse en Harrods algo que no fuera una gilipollez suponía arruinarse por completo. Desgraciadamente, su ruta bursátil no había hecho más que empezar. Pasamos unas tres horas pateándonos Londres y renovando el vestuario de veinte señoritas exigentes, que encima debían comprarse prendas distintas las unas de las otras. Y yo, como habíamos acordado que era un servidor de Danielle y por tanto, del grupo, tuve que cargar con todas las bolsas y bultos que habían ido recolectando.

Eran las cuatro de la tarde y habíamos acabado tirados en la hierba de Hyde Park, debido al inusual sol que había ese día en Londres. Un sol mentiroso, sí, pero suficiente para que los ciudadanos legañosos salieran de sus casas y guiñaran los ojos al mirar al cielo. Una conspiración del cosmos había impedido que volviera a llover y se estropeara la tarde; incluso salvamos la humedad de la hierba sentándonos en unas mantas que habían traído las chicas. Nos llegaban unas vagas palabras provenientes del Speaker's Corner y las ardillas grisáceas se acercaban de vez en cuando para buscar cacahuetes en las bolsas de la compra. Por su parte, las chicas se lo estaban pasando en grande ordenándome ladrar a cualquier perro que pasara cerca de nosotros.

Doreen volvió al cabo de un rato con una ingente cantidad de helados en las manos; incluso había tenido el detalle de comprarme uno a mí. Como buenos ingleses habíamos aprendido a saborear esa frialdad, incluso teniendo los dedos de los pies a la misma temperatura.

—Eh, eh, Hayden. ¿Estás usando las manos o me lo parece a mí? Los perros no usan las manos.

«Tampoco comen helados» me habría gustado decir. Pero tuve que conformarme con resoplar y comer el helado que Danielle me sujetaba.

Ahí es donde comenzó el juego. La rubia amplió su autoestima gracias a los comentarios de sus compañeras y comenzó un tira y afloja conmigo, cargado de sucias intenciones. Primero me pidió que me comiera el helado a lametones, lentamente, así que me permití sacar un poco del potencial de underdog que tenía y obedecí a su petición de manera sensual. Entre los silbidos y las acotaciones de las veinte mujeres, Danielle dio un paso más y se pringó el tobillo de vainilla, extendiéndola a lo largo de su pierna y escalando el muslo.

Por un momento se produjo un instante de tensión en el grupo, pero finalmente decidí seguirle el rollo y tomé su pierna con toda la suavidad de este mundo y del siguiente. Comenzando por el tobillo, pasé la lengua por el reguero de vainilla y fui lamiendo la extensión con ojillos golosos, regalando aquellas magníficas vistas a las morbosas tías y consiguiendo sonrojar a Danielle.

¿No querían jugar con fuego? Pues aquí arderíamos todos. Mi boca terminó de escalar el muslo, repartiendo besos y lametones por el lugar, hasta que tuve la osadía de internar la cabeza bajo la falda de mi dueña.

—Ha-Hayden... Basta, es suficiente —exclamó Danielle nerviosamente. Sus amigas estallaron en carcajadas y vítores, animándome a seguir, pero la acción se vio interrumpida por un instintivo tirón de correa que me dejó sin aire.

Ahora era Danielle la que reía, recuperada de la vergüenza y pidiéndome perdón por la brusca respuesta. Luego estropeó el perdón diciendo que era culpa mía.

—Perrito, pide —ordenó entonces, mostrándome el helado que quedaba desde las alturas.

Mosqueado como estaba por el tirón en el cuello, tuve que tragarme mi orgullo y arrodillarme frente a sus pies gimoteando de forma cómica... pero cuando Danielle fue a soltar alguna especie de burla, me agarré a su falda y se la bajé hasta las rodillas con malicia.

Probablemente nadie en Hyde Park se hubiera dado cuenta de aquel acto, pero la chica lo estropeó con un berrido agudo que casi me destrozó los tímpanos. Desde luego que verle las bragas blancas no era nada del otro mundo, pero habría dado cualquier cosa por volver a contemplar aquella cara de horror acompañada de las veinte risotadas burbujeantes.

Roja como un tomate, Danielle se subió la falda rápidamente. Las ardillas se habían espantado y ahora todo el mundo nos estaba mirando. El esplendoroso verdor del parque solo sirvió para acentuarnos a ojos del resto, como cuando usas el subrayador en la página entera excepto en una palabra.

—Malo. ¡Perro malo! —gritó la prometida con una mezcla de bochorno e irritación en su rostro. Se entretuvo en pegarme con el bolso, pero pronto Annie salió en mi defensa diciendo que aquello había sido lo más gracioso del día y que no era justo que fuera castigado.

Después la tarde fue tomando un mejor color. Poco a poco dejaron de tratarme como a un ser inferior (dentro de mi absurda posición de perro) para tratarme con la complicidad y la confianza de un amigo. Yo recompensé ese hecho dedicándoles un pequeño striptease en medio del parque y quitándome los pantalones. Aquello pareció satisfacerles muchísimo y enseguida prosiguieron su camino muy contentas, alardeando de su nuevo juguete. Punto para mí.

Luego pensé que era gilipollas. Que qué diablos hacía en calzoncillos un londinense día de noviembre.

Me hicieron algunas cuantas perrerías más, nunca mejor dicho, y la peor de todas fue empujarme al lago Serpentine que separaba Hyde Park de los Kensington Gardens. Cuando me encontré completamente empapado y rodeado de patos, tuve que optar por reírme de mí mismo y corresponder a las sonrisas de las chicas con otra. Parecían preocupadas porque me hubiera enfadado, porque cualquier persona decente habría considerado aquello como un paso más allá de la línea.

Y no, no me enfadé... pero tomé mi venganza cogiendo ambos extremos de la cadena que rodeaba al grupo de chicas y tirando con todas mis fuerzas para atraerlas hacia el borde. En circunstancias normales no hubiera logrado mover a veinte personas, pero la presión de la correa en sus espaldas, la aglomeración y el bordillo hicieron el resto del trabajo y acabaron poniéndolas a gritar y a chapotear en pleno lago. Todo acabó en risas, amenazas baratas y un par de guardias pidiéndonos que nos comportáramos.

Volví a pensar que era gilipollas. Que qué diablos hacía metido en un lago un londinense día de noviembre.

En el trayecto hacia Picadilly Circus encontramos una cabina que expulsaba aire por un módico (mentira) precio. Y como Londres era una ciudad preparada para que los ciudadanos que salían de casa sin paraguas no pescaran un resfriado, nos aprovechamos de esa característica para secarnos bien la ropa. Los chillidos de las tías al mirarse en el espejo y descubrir cómo les había quedado pelo y la mierda de pato que tenían en la ropa fueron legendarios. De verdad. Ni con todas las colonias de Harrods podían comprarse.

Para cuando terminaron de arreglarse, el cielo había oscurecido y la noche inglesa nos esperaba. Cenamos en un local barato para contrarrestar el atraco a mano armada que había supuesto el Hard Rock y nos fuimos buscando fiesta a un pub rastrero por Covent Garden, el barrio que los artistas callejeros utilizaban como tablero de ajedrez. Hubo un local que atrajo la atención de las chicas por su buen ambiente, y si todavía quedaba algún resquicio de espacio libre y de hombre aburrido, todo se solucionó cuando veinte hembras desfasadas acompañadas de un perrito travieso entraron en el lugar.

El resto de la noche transcurrió rápida y sin altercados, pues la multitud de gente y ruido hacía imposible que las chicas me ordenaran hacer alguna estupidez por encima de la música. El resto de la despedida de soltera consistió en bailar y beber en cantidades industriales mientras soportaba los manoseos de Doreen e intentaba divertirme un poquito.

Serían ya las seis de la mañana, algo increíble para un pub londinense, y la actividad no había disminuido nada gracias a la buena atmósfera que creaba nuestro grupo. Fue entonces cuando Danielle tiró de mi correa y me sacó de la marabunta de gente hacia un lugar más despejado. Los oídos me pitaban y los sentidos iban ralentizados, pero iba bastante más estable que la pobre y tambaleante rubia. Ninguna de las chicas se dio cuenta de que nos habíamos ausentado ni de que Danielle me conducía por un pasillo tras las escaleras.

Entramos en una habitación oscura y casi vacía, que enseguida identifiqué como un reservado por su semejanza a los del Leviathan. En el medio había una mesita abarrotada de botellines de cerveza, colillas fuera de su cenicero y latas de Kas, algunas abolladas y desperdigadas por el suelo junto a un par de pañuelos bien pisados. El aire apestaba a lejía por culpa del cubo y la fregona que había apoyados contra una pared. Danielle dejó el vaso en el suelo torpemente y se dejó caer en la cama como un saco de patatas.

Ninguno de los dos dijo una palabra. Sentado al borde de la cama, me lié un porro que había conseguido en ese mismo local y fumé unas cuantas caladas, empeorando el dolor de garganta que me había proporcionado el baño en el lago. Yo solo quería terminar el trabajo. Ella quería algo más.

—Hayden... —ronroneó. Tenía los ojos vidriosos, y ahora que estábamos fuera del fulgor de la fiesta habían empezado a cerrársele. Se notaba a la legua que antes de esa copa habían ido muchas más.

—Dime.

—¿No tienes calor?

Tomé aquel estúpido comentario como una excusa para quitarse prendas, que efectivamente dejó a la rubia en ropa interior. La habitación retumbaba con el sonido de abajo, pero aun así el ajetreo se sentía lejano, ajeno a nosotros.

—Hayden... Me duele la cabeza... —Esa insistencia por llamarme todo el rato me hizo pensar que estaba esperando algo de mí. Por un momento pensé que iba a vomitar, pero entonces se limitó a quedarse inmóvil como si hubiera entrado en trance.

Con toda mi buena fe de dejarla dormir, me encontré de pronto con la correa tensada hacia su mano. Y avanzando hacia ella más por obligación que por gusto, me dejé colocar sobre su cuerpo, muy cerca de su rostro y admirando sus ojos azules. No hicieron falta palabras, pero también era mejor no decirlas. Lo que comenzó como un beso lento y desesperado, acabó convirtiéndose en una apasionada necesidad de comernos la boca con avidez, de bebernos el aliento y cada gota de saliva que fabricábamos.

Danielle jadeaba y buscaba acariciar mi torso frío. A mí se me había puesto dura. Ella lo notó enseguida y se aprovechó de la circunstancia metiéndome mano, pero lo cierto es que era yo quien tenía las riendas de la situación. A mí no tenía que convencerme de nada; lo que tenía que hacer era acordarse del tal Louis que la esperaría mañana en el altar.

—Joder... —farfulló ella acaloradamente, esta vez de verdad.

Por un momento me asaltó un sentimiento de pena por el pobre Louis, haciendo ademán de alejarme y diciendo:

—Danny, no podemos. Espera, voy a llamar a tus amigas para que te lleven a casa.

—¡No! No les estropees la noche. Quédate conmigo... —Volvió a tirar de la cadena, acercándome a sus labios una vez más—. Es una orden. Todavía te queda una hora de ser mi perro.

Entonces supe a qué tanta insistencia. En el fondo ella era una niña igual que todas sus amigas; una niña que se cree adulta y que solo puede escapar de la responsabilidad mediante estas cagadas monumentales. Y todo por ese terror tan típico a quedarse atada a una sola persona de por vida. Le quedaba una hora de libertad, una hora de desenfreno en la que aún no estaba oficialmente soldada a su prometido, en caso de que se hubiera acordado de él alguna vez. Que digo yo... que para qué te casas si cuando piensas en ese nuevo asedio a tu libertad, te viene la alergia.

Y yo pude haberme negado. Pude haber dicho que el precio que puso Leona era de acompañante y que no entraba el sexo, pero por alguna recóndita razón no lo hice. En vez de eso, acerqué la cabeza a su cuello y comencé a repartir besos por la zona, mientras le quitaba el sujetador torpemente por culpa de su poca colaboración. Mi recorrido se detuvo en sus senos un momento, arrancándola alguna exhalación de aire.

Haciendo gala de mi experiencia paseé mi boca por su vientre y ombligo, procediendo a bajarle la falda como había hecho en Hyde Park pero con otro fin. Las braguitas blancas también fueron retiradas con lentitud, usando solo los dientes y una mirada inquebrantable. Cuando mi boca se situó entre sus piernas gimoteó de vergüenza y de placer, aunque sus sonidos fueron acallados cuando apoyé el porro en su boca y la invité a fumar.

Volví a mi posición inicial en cuanto comenzó a humedecer las sábanas. Ella me bajó los pantalones con intención de acentuar algo que no necesitaba. Aquel momento, mientras Danielle subía y bajaba la mano, fue ideal para detener algo que podía terminar fácilmente con una paja en el baño y hacer lo correcto, ya que ella no pensaba hacerlo. Porque yo siempre podía mantener la mente fría en estos temas de sexo indiferente, que para mí no suponían ninguna meta suprema. Esto era una decisión más que una falta de voluntad.

Así que decidí. Giré a la chica con rudeza, poniéndola a cuatro patas y elevando sus caderas.

—Esta noche vas a ser mi perra —pronuncié con malicioso deleite, sin que Danielle fuera consciente todavía de las consecuencias de mis palabras. Habíamos convertido a Louis en el tema tabú del momento. Su generoso interior se abrió para mí mientras soltaba un alarido de sorpresa y gozo.

Mi sonrisa se borró, los jadeos de acentuaron, los gemidos inundaron el aire, el vaivén se aceleró, el éxtasis nos acechó y mi mirada se volvió gélida, insensible. Apareció en ella algo que no había aparecido hasta ahora: el desprecio.

◊ ◊

El domingo el pub cerraba, pero Leona nos obligó a todos a ir para hacernos el examen médico.

Teníamos examen médico cada dos meses, puesto que la fauna que se dejaba caer por el Leviathan podía tener bichos muy variados en el pelaje. Normalmente usábamos preservativo y otros milagros de la ciencia, pero de vez en cuando un underdog aparecía como seropositivo en alguna enfermedad y Leona tenía que echarle de inmediato.

Después de la desagradable sensación de que me metieran un bastoncillo por el pito, me largué de allí y me preparé para un duro día de no hacer absolutamente nada. Lo único bueno del domingo llegó a eso de las seis de la tarde, cuando River se encontró conmigo sentado en un banco a la puerta de casa y me contó que la chica de la despedida de soltera había confesado que el novio tenía más cuernos que un toro y lo había dejado plantado en el altar. No sé cómo se habría enterado River, pero la noticia me hizo tanta gracia que tuve que apoyarme en el banco para no caerme de la risa.

—¿No habrás tenido algo que ver? Tú no serías tan cabrón de interferir más de lo necesario... ¿verdad?

No contesté. Simplemente me quedé mirando a River con esta mirada vacía y tétrica que otros había moldeado. Luego bajé la vista como si la cosa no fuera conmigo y seguí comiendo pipas.

—¡Hayden! ¡Tú tienes cientos de personas con las que acostarte!

—Ya, pero con Danielle había cosas en juego, así que era más divertido. Que se joda.

Estornudé. Encima tenía un resfriado infernal por haberme caído en el Serpentine y haber ido medio en pelotas por Londres.

—Tío, creo que te has pasado. Tú mismo dijiste que incluso te lo pasaste bien. Además, has hecho cosas más humillantes.

—Exacto, River: hubo otros como ellas que nos han tratado aún peor. Esta no es más que una lección de lo que podemos hacerles, en lo que nos han convertido. Mira, River, lo hago por nosotros. Esta es nuestra lucha.

River mantuvo alta la mirada, sin entenderme del todo y comprendiéndolo a la vez. Sus ojos terriblemente azules expresaban aquello que no estaba diciendo.

—Que les follen a esas perras flacas. Al final les he salido más caro de lo que pensaron... —sonreí con malicia.

Después el chico se subió a casa y ahí se quedó la conversación.

Yo me quedé un rato más en la calle, cancelando mi cita con las pipas de vez en cuando para llevarme el cigarro a los labios. De repente un papel llegó volando con el viento y se estrelló en mi cara. Apartándolo con una palabrota, me di cuenta de que era un folleto del National Gallery. Estaba anunciando la nueva exposición del Neoclasicismo que iba a tener lugar el trece de noviembre, y la manera de hacerlo fue plantando el famoso cuadro de David en plena página. No me fijé en la hora, ni en el lugar, ni en las otras obras. Yo solamente miraba a Napoleón y Napoleón me miraba a mí. No se parecía en nada a ninguna pintura que hubiera falsificado. No podía apartar la vista.

Y supe que en algún sentido, ese cuadro debía ser mío.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top