Pastelería, globos, láseres y un dragón
Dibujo: Osiña por Juan Pablo Wansidler
Cumapleños agitó su cetro, mientras Poropou garabateaba desesperado en la libreta. El cetro escupió un líquido brillante que formó una bandeja de plata. El rayo rebotó y pegó en la camioneta, transformándola en polvo. Los guardias sirvientes cayeron de culo. Intentaron levantarse, pero un bollo de papel golpeó en la coronilla de Cero y Uno. ¡Puff! Los Existentes negros, detrás de los barrotes de una jaula, sólo pudieron observar a Poropou, Globeley y Cumapleños alejarse por el camino multicolor.
Poropou se adentró en el círculo que formaba una arboleda al costado del camino. Allí encontró un estanque y un amplio espacio con hierba y rocas.
—Perfecto —sonrió y comenzó a dibujar en su libreta.
Cumapleños y Globeley surgieron de entre los árboles. La rubia lo miraba, sosteniendo el galeón entre sus brazos, y suspiró fastidiada.
—¿Cuántas veces dije ya que esto es una pérdida de tiempo? Podemos solucionarlo después. Cada segundo que perdemos, Barabau lo aprovecha para...
—¡Shh! —dijo el Existente de pelo celeste y le indicó que colocara el galeón en el estanque.
El juguete flotó pacíficamente. Poropou arrancó el dibujo de su libreta, hizo un bollo y lo tiró entre los pastizales. Luego de una tímida explosión, el humo blanco reveló una ciudad en miniatura, hecha de ladrillos grises y decorada con estrellas, espirales y rayos. Poropou dibujó un botón de play en su libreta y arrojó una esfera de papel al galeón. ¡Puff! Los muñecos volvieron a gritar y correr. En ése mismo instante a un kilómetro de distancia, en el pueblo de muñecos que el dinosaurio Kaiju había abandonado, la zona del río que estaba paralizada se reintegró a la corriente.
En el estanque los muñecos piratas se pararon en seco y miraron hacia arriba. Desde allí Poropou les sonreía con los brazos en jarra.
—Ahora son libres de Barabau para hacer lo que quieran. Les construí una ciudad donde podrán vivir en paz.
Los muñecos piratas vitorearon, alegres.
—Si me entero que volvieron a pelear contra el pueblo del río, volveré.
Los muñecos desembarcaron y se adentraron contentos en la ciudad. Algunos llamaban a Poropou para agradecerle, pero el Existente les dio la espalda y se alejó rápido con sus amigos hacia una arboleda.
—Debemos apresurarnos —señaló Globeley, apartando unas ramas.
Estaban a pocos metros del final de la arboleda cuando escucharon el crujir de la hierba. Miraron nerviosos a los costados.
—Vamos —dijo Poropou, empujando a Globeley y Cumapleños. Caminaron unos pasos hacia el sendero multicolor y Poropou se paró en seco. Sacó su libreta y su lápiz.
—¿Qué haces? —le preguntó Cumapleños.
—Necesitamos llegar ya al Castillo Naranja y voy a crearnos un transporte.
—Espera. Debemos ser prudentes. No podemos manifestarnos ostentosamente, Barabau podría...
—Chicos... —interrumpió Globeley y ambos Existentes la miraron.
La rubia señalaba a un conejo de peluche que le olisqueaba el dedo. Escucharon una bocina proveniente del cielo. Cumapleños se sacó la galera y sonrió, mirando hacia lo alto.
—¡Es ella! ¡Osiña! —gritó, señalando la locomotora azul y roja que aterrizaba frente a ellos.
Poropou la miró con curiosidad. Tenía alas y neumáticos. En el vagón amarillo aguardaban los pasajeros. Eran osos de peluche que se encaramaban en las ventanas para saludarlo con sus bracitos. La puerta de la locomotora se abrió. Una chica saltó hacia el claro y corrió a abrazar al Existente de pelo celeste.
—¡Poropou! —chilló—. ¡Sabía que eras real!
La Existente apenas le llegaba al pecho.
—¡Ejem! —dijo Globeley.
Poropou y Osiña se separaron. La Existente lo miró con ojos grandes y azules. Mediría poco menos de un metro y medio. Su pelo era negro, corto y con rulos que le colgaban detrás de las orejas. Poropou también vio otras orejas en la parte superior de su cabeza: de afuera hacia adentro tenían franjas de color turquesa, amarillo y violeta. Parecían hechas de felpa. De algún modo supo que Osiña podía escuchar tanto el lenguaje de los Existentes como el de los peluches que fabricaba.
—¡Vamos! —indicó Globeley tomando a Poropou de la muñeca y dirigiéndose hacia el vagón. Miró de costado a Osiña—. Llévanos al Castillo Naranja.
Poropou se soltó y la miró fastidiado mientras se frotaba la muñeca.
—Ustedes vayan en el vagón —dijo a Cumapleños y Globeley, que cerró los puños con fuerza—. Yo quiero ver la cabina de la locomotora.
Osiña giró y entró a los saltos, con una sonrisa radiante. Poropou vio que llevaba una mochila con forma de oso. Se sentó a su lado. La locomotora tenía un manubrio amplio y rojo al que las manos de Osiña se aferraron con destreza. La Existente silbó y el conejo de peluche saltó dentro de la cabina. Giró la llave y la locomotora arrancó. Pisó el acelerador y manejó hacia el camino multicolor. El tablero de la locomotora ya marcaba una velocidad alta cuando Osiña accionó una palanca y el tren despegó. Uno de los indicadores del tablero se movió de Tierra a Cielo.
Poropou miraba por la ventana sin poder creerlo. El camino multicolor ya era una línea en el suelo, donde se veían casas y arboledas en miniatura. El Existente se asomó y giró hacia el vagón. Saludó a Cumapleños y Globeley, que viajaban con los osos. Cumapleños le devolvió el saludo y se acomodó la galera. Globeley lo miró con los brazos cruzados. Poropou se acomodó en su asiento y más allá de la chimenea vio el lugar hacia donde se dirigían: el Castillo Naranja, emplazado en una montaña. Ahora estaba cubierto por nubes negras que parpadeaban destellos rojos.
—No te preocupes —le dijo Osiña, señalando un botón rojo y grande—. Tenemos un campo de fuerza.
Poropou asintió. Volvió a mirar el paisaje debajo de ellos: ya no se veía la hierba. Ahora la tierra era seca y negra, y el camino multicolor estaba lleno de grietas sombrías.
Prefirió concentrarse en la cabina. Miró a Osiña, tratando de volver a recordarla. Vestía una remera amarilla y una pollera violeta. Llevaba unas calzas con tiras multicolores y zapatillas naranjas con cabecitas de osos a los costados. El conejo de peluche dormía acurrucado a su lado.
—Globeley tiene razón —afirmó Poropou—. Barabau nos estará esperando.
Osiña asintió y presionó el botón rojo antes de acelerar y adentrarse en las nubes oscuras.
Algunos truenos golpearon a la esfera incolora que los resguardaba y el tren se sacudió. Ya casi estaban sobre el castillo cuando empezaron a ser atacados por unos rayos blancos. Globeley se acercó a la ventana.
—¡Son los guardias sirvientes! ¡Tienen cañones láser! —gritó.
Poropou miró por la ventana con sus lentes-binoculares: había un Existente negro en cada una de las cuatro torres del castillo, sentado ante los controles de un arma con forma de caracol empapada por destellos de electricidad. De alguna forma, Cero y Uno se habían liberado de la jaula y regresado al castillo.
—¿Puedes transformarlos en globos? —gritó Poropou.
—¡No! —dijo Globiña—. Están muy lejos y son muy grandes.
Poropou se recluyó en la cabina, pensando qué hacer, mientras los destellos seguían sacudiendo al tren.
—Tengo que decirte algo. —Osiña lo miró, nerviosa—. Golosín... —Sus ojos se empaparon—. Barabau lo transformó en un guardia sirviente.
El Existente de pelo celeste se estremeció. Luego inspiró, tratando de recomponerse. Cerró los puños y se enderezó. Con un rictus en los labios se dirigió hacia el fondo de la locomotora y abrió de un portazo el vagón. Globeley, Cumapleños y los osos lo miraban expectantes.
—Vamos a vencer a ese maldito tramposo.
El campo de fuerza desapareció y el tren volador hizo una cabriola, esquivando los rayos. Los guardias sirvientes respiraron agitados y comenzaron a presionar los botones con frenesí, tratando de volver a poner al vehículo mágico en la mira de sus láseres. El tren remontó una nube gris, envuelto en una explosión de globos. Los guardias sirvientes dispararon a las creaciones de Globiña, frenéticos. Miraron expectantes lo que caía de la humareda, pero sólo había plástico derretido y cordeles quemados. Entonces, algo más cayó del cielo.
—¡Confitated Mega Tator Attack! —gritó Cumapleños, apuntando su cetro a las almenas del castillo con una mano mientras se sostenía la galera con la otra. Se había lanzado del tren volador y ahora surgía de la nube gris disparando un maremoto de tortas de cumpleaños y masas confitadas. La crema, el chocolate, los confites y el dulce de leche embadurnaron con violencia a los láseres, introduciéndose en sus circuitos. Los cañones-caracol chispearon y reventaron. Cumapleños sonrío. Ahora tenía que preocuparse de no estrellarse contra el piso.
Poropou vio a Cumapleños aterrizar con gentileza en el patio de armas del Castillo Naranja, llevado por una nube de globos. Abrió su mano y la bandada multicolor se impulsó hacia las nubes.
—Está todo bien —afirmó Poropou—. Bajemos.
El tren no había llegado a descender cuando oyeron una explosión seguida de un rugido. A través del parabrisas vieron a un dragón gigante y naranja surgir entre las almenas, escupiendo fuego. Osiña activó el campo de fuerza, mientras en el patio de armas Cumapleños huía hacia una columna para esconderse del dragón. Poropou frunció el entrecejo al ver un cinco de gran tamaño en el pecho de la bestia. Tragó saliva. El lagarto naranja estiró sus alas y fue tras la locomotora.
—Es un guardia sirviente de Barabau —dijo Poropou, soportando las sacudidas del tren—. Seguramente lo pellizcó para transformarlo.
—No podemos herirlo —gimió Globeley.
—Tengo una idea —Poropou sacó su libreta y comenzó a dibujar una honda.
Las fauces del dragón estaban cada vez más cerca del tren. El mar de fuego que su garganta liberaba envolvía el campo de fuerza del vehículo mágico. Apenas terminó de exhalar, la ventana trasera del vagón amarillo se abrió. La burbuja de energía desapareció y antes de que el dragón pudiera cerrar sus fauces Poropou lanzó con su honda un bollo de papel. La esfera blanca describió una curva en la ominosa caverna que era la boca del dragón, zambulléndose en las sombras de su esófago. La bestia se paró en seco, mientras el tren volador hizo una curva ascendente.
—¡Vamos! —chilló Osiña, empujando a Globeley por la puerta del vagón.
Arte: Laura Paggi
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