Camino a casa
Dibujo: Globeley por Juan Pablo Wansidler.
La final de juguetez se celebraba en el Castillo Naranja, en cuyo salón principal cientos de Existentes esperaban, ansiosos. El lugar estaba lleno de globos y guirnaldas, juguetes y esferas de plástico. Cada tanto, caía una lluvia de algo similar a papel picado.
Además de los humanoides con vestimenta y parches multicolores, osos de peluche y globos con forma de animales disfrutaban de la fiesta. En las mesas había manteles con estrellas, naves y trenes dibujados. En los platos, galletitas con forma de lunas, soles y animales. Algunas estaban hechas de algo parecido a gelatina brillante. También, había papas fritas y otros snacks desconocidos para la humanidad.
De pronto, se escucharon gritos y una parte de la muchedumbre se dispersó. Corrían, cubriéndose con las manos. Algunos, se pusieron de espalda contra las columnas del castillo. En el espacio que habían dejado esos Existentes, en medio de la muchedumbre, estaba Barabau.
Caminaba con paso lento y sereno, y miraba con los ojos entornados a un lado y a otro. Algunos Existentes temblaban, o lanzaban pequeños gritos al sentir el toque de esos ojos azules.
Barabau se sonó los dedos; llevaba mitones, que se sacó con delicadeza. Los tomó uno de los Existentes que lo seguían: vestidos de negro, con gesto gris y cara blanca, los guardias-sirvientes habían sido, en otro tiempo, seres de hermosos colores, alegría y magia. Ahora, llevaban un número blanco en el pecho (0, 1, 2, 3 y 4) que los anulaba y encadenaba a su amo.
Las manos pálidas de Barabau tenían piezas de rompecabezas rojas en el dorso, indicadores de un poder tan fantástico como peligroso. Su pelo era negro, despeinado y enmarañado. Tenía una pieza de rompecabezas roja en la mejilla derecha. Vestía una camisa gris, cubierta de parches de todos los colores, pero gastados, y un pantalón negro con cadenas.
Miró alrededor, gozando de su intimidante presentación. Entonces, sintió el golpe de un bollo de papel en la coronilla. Hubo una explosión y surgió un balde, suspendido en el aire, a unos centímetros de su cabeza. El balde giró y derramó su contenido. El salón se llenó de carcajadas.
Mojado y con el balde como sombrero, Barabau lanzó un gruñido. Lo arrojó, y miró a su enemigo: Poropou, de brazos cruzados, le sonreía desde uno de los balcones. Barabau se pellizcó una mejilla; en un instante, un viento circular lo secó.
Cayó otra esfera de papel, y hubo otra explosión. Cuando el humo blanco se despejó, surgió una escalera naranja por la que el existente de pelo celeste bajaba con sobriedad. Frente a frente, ambos se medían con gestos y miradas: Barabau, con las manos crispadas y gruñendo; Poropou, con los brazos en jarra y una amplia sonrisa.
Alguien carraspeó, y los hermanos giraron; una existente de pelo negro enrulado, vestida con un sombrero hongo y una levita verdes, los miraba ofendida. Su traje hacía juego con sus ojos, verdes también, y estaba decorado con estrellas moradas.
Poropou y Barabau se pararon firmes. La existente avanzó hasta el centro del salón, y ellos la siguieron.
—Comienza la final del torneo de juguetez —dijo ella, en el idioma de los Existentes—. Quien se erija como campeón se hará dueño del Castillo Naranja, hogar de los Existentes de antaño, cofre de poderes y secretos legendarios. —Se sacó la galera, metió la mano en su interior, y arrojó un pañuelo morado hacia el cielo. Mientras subía, el pañuelo empezó a crecer y crecer, y luego cayó con parsimonia. Una vez en el suelo, parecía cubrir algo. Frente a él, la existente volvió a ponerse la galera. Alzó las manos y los contrincantes se saludaron mostrándose la lengua. Se agachó y levantó la sábana morada—. ¡A la una, a las dos... y a las tres!
Los Existentes se alzaron en vítores y rodearon la mesa a la que se sentaron Poropou y Barabau. Entre ellos había un damero, con pequeños muñecos y dinosaurios de plástico. Cada uno tomó un juguete. Se miraron, desafiantes, mientras los otros Existentes contenían el aliento; se pararon y, con un grito exaltado, comenzaron a chocar los muñecos mientras el público, enardecido, agitaba globos y banderas.
El existente de pelo celeste derribó el último muñeco de su contrincante y, vencedor, colocó el tiranosaurio de plástico en medio del tablero. El público estalló en gritos y silbidos, sacudiendo estandartes y banderas y soplando cornetas de plástico.
Poropou se hinchó de orgullo, mientras su hermano golpeaba la mesa y se llevaba las manos a la cabeza. Estaba feliz y tan pagado de sí mismo, que olvidó todo asunto ajeno a su gloria y magnificencia.
Se adelantó, lanzó besos a sus admiradores. Estúpidamente, dio la espalda a Barabau, y se inclinó para saludar a la muchedumbre. En ese instante en que sus ojos daban al piso y su trasero quedaba expuesto, el tiempo pareció ralentizarse y Poropou se dio cuenta de su error. Los otros Existentes gritaron, aterrados, tratando de advertirle. Algunos quisieron correr a detenerlo, pero Barabau había sido demasiado rápido. Su expresión era de maldad y regocijo cuando, como un rayo, dio su pellizco cuántico a Poropou en una nalga. El existente de pelo celeste se enderezó, horrorizado. Y vio cómo, frente a sus ojos, la realidad se volvía piezas de rompecabezas que se separaban y volvían a encastrar, buscando nuevas posibilidades y destinos.
El existente, ahora consciente del engaño, miró a Globeley, con los ojos endurecidos. Se sacó los anteojos: era el único vestigio humano que le quedaba. Pensó en tirarlos, pero los guardó en su bolso. Giró hacia donde estaba el departamento del falso Andrés, y lo encontró vacío. Globeley lo tomó del brazo.
—Es como despertar de un sueño —dijo Poropou—. Estaba convencido de que era real, y ahora... no logro entender cómo pude creerlo.
—Vamos —dijo Globeley.
Caminaron alejándose del departamento abandonado.
—¿Cómo me recordaste?
—Los poderes de Barabau para alterar la realidad generalmente garantizan que sólo él recuerde cómo era originalmente. Pero, por suerte, algunos de nosotros —Globeley se tocó la frente con el dedo índice— hemos evolucionado lo suficiente para captar sus ondas reformadoras del espacio-tiempo, y rechazarlas. Sólo tuve que convencer a otros Existentes de que tú existías.
—¿Y cómo te fue?
—Golosín no está muy convencido, estoy trabajando en eso. Osiña cree profundamente en ti —dijo mientras bajaban las escaleras del edificio y, por alguna razón, pareció molesta—. Desde que Barabau ganó... —Globeley captó la expresión de Poropou— es decir, desde que se apropió del Castillo Naranja, el Mundo de los Existentes es triste y gris.
—¿Cómo me encontraste?
—Envié perros-globo a buscarte, pero los guardias-sirvientes de Barabau siempre los destruían —explicó, cuando salieron a la calle—. Igual, se le vino en contra, porque tanto mis globos como sus sirvientes dejaron rastros que me guiaron hasta la Tierra, y hasta este país bello y largo. Entonces, programé unos globos con mis recuerdos de ti, y los solté en distintos lugares. Volaron sobre ríos y montañas, sobre calles y edificios, sondeando las mentes e imaginaciones de los hombres. Finalmente, un globo violeta se topó con tus cuentos.
—Debemos regresar.
—Sí. Vine a través de un portal en el parque. Podemos usarlo para volver.
—Perfecto.
Globeley y Poropou caminaron a paso rápido, ignorando a las personas del barrio que los miraban. Los árboles resistían el viento frío, torciendo sus ramas; sus sombras dibujaban garras que se estiraban para tomar los pies con zapatillas rojas y marrones.
Los Existentes atravesaron el parque, acercándose hacia un árbol negro, solitario y gigantesco, con huecos tan grandes entre las raíces que parecían cuevas.
—Espera —dijo Globeley, deteniendo con el brazo a Poropou—. El lugar estaba lleno de gente cuando llegué, y ahora está desolado.
Poropou sintió el silencio golpeando en sus orejas y se inquietó. Sin pensar, siguiendo una mezcla de reflejos humanos y de existente, metió la mano en su bolso y se puso los lentes. Habían cambiado: eran como unos binoculares que le permitían ver al árbol en detalle. Los cristales se llenaban de signos y símbolos de los Existentes, descargando información ante sus ojos.
—El árbol... está quemado. El portal fue destruido. Hay residuos de energía y materia interdimensional.
—¡Fueron ellos! —gritó Globeley, señalando a los Existentes de cara blanca y ropa negra, que salían de los huecos del árbol—. ¡Los guardias-sirvientes de Barabau!
Poropou guardó los lentes y siguió a su amiga, que huyó hacia la entrada del parque, no sin antes echar un vistazo a los números que llevaban los guardias-sirvientes que los perseguían: cero y uno.
Globeley extendió la mano, y apareció un cayado rosa con un aro en la punta. Lo tomó, hizo un par de ademanes y apuntó hacia atrás.
—¡Globiñus fecundus! —gritó.
En ese momento, Poropou se perdió bajo una ola de burbujas multicolores que envolvieron el parque. Lo rescató la mano de Globeley, que tiró de su muñeca, guiándolo entre el mar de globos mientras unos pocos explotaban.
—¿Crees que los habrán despistado? —inquirió Poropou, mientras se adentraban en las calles del barrio.
Un coro de explosiones interrumpió a la chica.
—¡Sigue corriendo! —le gritó, tirando de su muñeca.
Poropou miró por sobre su hombro: el suelo estaba lleno de restos de plástico y los guardias-sirvientes sostenían algo entre las manos.
—¡Tienen armas!
Cero y Uno llevaban pistolas de caños multiformes y coloridos, que zumbaban, esperando para cargarse al máximo. Gobeley agitó su cayado:
—¡Globis transmutatio!
El rayo pegó en las armas, que se transformaron en ametralladoras-globo, y explotaron. Sin embargo, eso no detuvo a los Existentes oscuros, que aumentaron su velocidad. Poropou soltó su muñeca de la mano de Globeley, y abrió su bolso. Sacó un lápiz y una libreta.
—¿Qué estás haciendo? ¡Estamos corriendo! ¿Cómo vas a...?
—¡Cállate y dobla en esta esquina!
Hubo una pequeña explosión, y los guardias-sirvientes llegaron a la esquina, donde doblaron. Pasaron de largo una pared de ladrillos con una puerta de madera nueva, que rezumaba un poco de humo blanco. Detrás de la puerta, en un jardín, Poropou y Globeley esperaron a que Cero y Uno se alejaran.
—¿Y ahora qué? —preguntó Globeley, mientras Poropou giraba hacia la casa.
A través de la ventana de la cocina, una señora los miraba boquiabierta. Soltó una galletita de vainilla y mermelada, y salió corriendo.
Poropou observó su libreta. Tan sólo había dibujado, a las apuradas, una puerta algo deforme, había arrancado el papel y...
—¡Tenemos poco tiempo! —Globeley tomó su cayado con ambas manos. Cerró los ojos. Su pelo comenzó a flotar, el aire a su alrededor se volvió caliente y produjo un zumbido.
—¿Qué estás...?
—¡Globozum aerostáticus!
Hubo un destello en el centro del aro rosa. Segundos después, el humo se despejaba frente a la existente revelando un globo aerostático, listo para elevarse.
—¡Vamos!
Poropou y Globeley vieron, desde la barquilla, cómo el suelo del jardín se alejaba y la casa se volvía más pequeña. Intentaron ubicar a Cero y a Uno, pero las calles ya parecían líneas de un mapa. Poropou incluso utilizó sus lentes-binoculares, aunque al cabo de unos minutos se cansó. Sonrieron, disfrutando del sol de tarde que casi desaparecía y viendo las nubes cada vez más cerca. Hasta que escucharon cómo la tela del globo estallaba.
Arte: Laura Paggi
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