46. El mausoleo

Aunque la tripulación mantuvo la esperanza, a mitad de su travesía el clima empeoró abruptamente. El mar se tornó gris, revuelto por los vientos huracanados que amenazaban con volcar la fragata. El cielo se derramaba en forma de aguacero, congelándolos hasta el tuétano de los huesos.

La tripulación de Smirnova Hurwood trabajaba a destajo, vampiros y humanos, en perfecta coordinación.

La capitana daba órdenes desde su camarote y Sandor Ohrul las hacía llegar a todos y cada uno de los piratas. Llegado un momento, Elliot y Bruma tuvieron que abandonar su posición de pasajeros y salir a arrimar el hombro. Se encargaron de fijar toda la carga al suelo, para evitar que La Viuda se desequilibrara o el cargamento golpeara a la tripulación. Ahora lo más importante era achicar agua y asegurarse de que las velas estuvieran firmemente plegadas.

Navegar se convirtió en un infierno helado y caótico. La cubierta estaba inundada y no fueron pocos los piratas que resbalaron. Algunos tuvieron suerte y pudieron agarrarse para mantenerse dentro del navío, pero otros no tuvieron tanta suerte.

Bruma los vio perderse en lo más profundo del negro océano, encaramada al mástil de la mayor. Acababa de asegurarla junto con otros piratas, cuando cayeron. Ella logró llegar a la cubierta y buscó a Elliot, preguntándose si el destino habría escogido por él y lo había lanzado al mar, como deseaba.

Pero no.

Lo encontró en el castillo de popa. Aferrado al timón junto con otros piratas que luchaban por mantener el rumbo.

Desató la cuerda que la anclaba al mástil y corrió hasta Elliot. El suelo era una trampa resbaladiza que podía costarte la vida, y llegar al timón, una carrera de obstáculos.

Aunque debía mantener su naturaleza en secreto, consideró que nadie se percataría en medio de la tormenta si hacía uso de su licantropía.

Cuando sus ojos se iluminaron, sus manos mutaron en garras que pudo hincar en la baranda de madera para mantenerse en pie. Contra viento y marea, logró llegar al castillo de popa y se unió a Elliot en el timón.

Él la miró aliviado, con sus ojos frondosos inundados por la tormenta ante ellos. Por un momento, también creyó que había caído.

Ambos se concentraron en inmovilizar el timón. Elliot sentía las palmas arder debido a la fricción. Gracias a Bruma, pudo permitirse soltar una mano y revisar la brújula que se había guardado en su bolsillo y corregir el rumbo. Era esencial entrar al Archipiélago del Ocaso por el lugar correcto o la Corriente Meridional los arrastraría al Fin del Mundo.

Mantuvieron su posición durante lo que pareció una eternidad, hasta el límite de sus fuerzas. Cuando salieron de la tormenta, el oleaje disminuyó y el viento se apaciguó como si, de pronto, se hubiera apiadado de ellos. Sin embargo, el cielo continuaba cubierto de nubes y la niebla serpenteó desde el mar y reptó por el casco hasta subir a bordo.

Elliot suspiró aliviado y se soltó del timón con manos temblorosas. Estiró los dedos entumecidos y miró a Bruma. Estaba empapada y sus manos volvían a ser humanas.

—Parece que lo hemos conseguido —dijo Nova.

Elliot no sabía en qué momento había salido de su camarote ni si se había unido a su tripulación durante la tormenta, pero su ropa parecía lo suficientemente mojada como para afirmarlo.

—Eso parece —dijo él pensando en beberse un par de viales de sangre para acelerar la curación de sus manos donde la piel estaba roja y levantada.

—Pero aún queda lo peor —intervino Sandor desde cubierta mientras contaba a los tripulantes perdidos y los desperfectos del navío.

Elliot no contestó a eso. Para él, lo peor había sido superar la tormenta, no creía en fantasmas que fueran a arrastrarlo al fondo del océano con más fuerza que la tempestad que acababan de superar.

Nova carraspeó y caminó hasta la baranda del castillo de popa para dirigirse a la tripulación.

—Descansaremos unos minutos antes de arreglar los desperfectos y ponernos en marcha.

Elliot asintió y se dirigió con Bruma de vuelta a su camarote. El agua también había entrado ahí, pero no hasta el punto de inundarlo. Tuvieron que achicarla mediante cubos pero no había que lamentar pérdidas materiales; ninguno de los dos tenía demasiadas pertenencias.

Se quitaron la ropa empapada e intentaron encontrar algo seco.

Agotados, aprovecharon para tumbarse un rato, pero no les dio tiempo a dormirse antes de que Nova los convocara de nuevo.

Si bien las aguas estaban en calma, la niebla dificultaba el avance y La Viuda debía apartarla a su paso, formando remolinos. Navegaban despacio, atentos a cualquier obstáculo.

No era de extrañar que tantos barcos perecieran en esas aguas calmas con una niebla tan densa entorpeciendo la visibilidad. No había fantasmas, solo condiciones adversas, tal y como Elliot pensó.

Pero un silencio sepulcral se había apropiado de la tripulación como si de verdad estuvieran atravesando un cementerio. Sin embargo, no lo hacían por respeto a los muertos, sino por miedo a ellos.

Apestaban a miedo.

Bruma podía olerlo, rezumando por cada poro de su piel; podía oírlo en su pulso acelerado; y verlo en sus ojos de pupilas dilatadas. Estaban alerta, a la espera de que algo terrible sucediera.

Aunque no creía en cuentos para asustar a los niños, no era tan escéptica como Elliot. A diferencia de él, había visto cosas que no podían explicarse con reglas terrenales. Y, cuando vio a Mathilde salir de su camarote y observar las aguas con inquietud, algo frío reptó hasta su pecho.

Bruma se volvió hacia el mar donde comenzaban a intuirse las siluetas de los navíos encallados. Eran como las reliquias de un pasado olvidado, abandonadas para pudrirse y ser colonizadas por algas y moluscos. Las velas andrajosas estaban teñidas de verde y los mástiles quebrados emergían de las aguas en un vano intento por escapar de ellas.

Pero algo no encajaba.

No había tantas rocas para el número de barcos destrozados, era como si una corriente los hubiera arrastrado a su aciago destino, pero el agua estaba tan calma como la de una laguna. ¿Qué los había llevado a tan trágico final?

El timonel viró a la derecha y evitó una embarcación que antaño podría haber resultado imponente, ahora solo inspiraba lástima. La mujer tallada en su proa no volvería a navegar y sus facciones no tardarían en desaparecer bajo las algas y líquenes.

Cuanto más avanzaban, mayor era la tensión. Fue en aumento hasta que se quebró cuando el barco rozó unas rocas por babor. El chirrido que provocó era un extraño en aquel silencio sepulcral.

Suficiente para despertar a los muertos que aún moraban en las profundidades del mar.

Un susurro ininteligible comenzó a alzarse, como decenas de serpientes siseando al mismo tiempo, rodeándolos. Los vampiros y Bruma fueron los primeros en oírlo, pero el volumen aumentó hasta tal punto, que los humanos no tardaron en percibirlo.

Para la mayoría era un sinsentido del que no podían sacarse palabras, pero para algunos, aquel susurro empezó a tomar forma y pudieron distinguir a los muertos llamándolos.

Pero no eran las voces de desconocidos, pertenecían a sus seres queridos. Y, cuanto más los hubieran amado en vida, más alto sonaban.

Bruma las oyó con tal claridad, que quedó petrificada y escuchó ansiosa. Su agudo oído la condujo hasta la proa y, a lo lejos, atrapados en una barcaza que apenas se mantenía sobre el agua, distinguió sus siluetas entre la niebla. Estaban todos allí: sus padres y sus siete hermanos. Desde el pequeño risueño Yure hasta la preciosa Nadia. ¿Por qué no estaba Bruma junto a ellos?

Cuanto más se acercaba la viuda, más nítidos y reales eran sus rostros. A esa distancia, podía ver los hoyuelos de Henrik y la sonrisa pícara de Inhat, como si acabara de realizar una travesura. Había transcurrido más de un año sin ellos, pero el dolor por su pérdida no había menguado.

¿Por qué había sido la única en escapar con vida?

No era justo.

Mathilde observaba la influencia de los muertos en los piratas desde lo alto del castillo de popa. Los más afectados habían dejado a un lado sus tareas y se amontonaban contra la baranda, mirando la niebla como si allí se encontrara lo que sus corazones más deseaban.

Eran unos necios sin voluntad.

—¿Me crees ahora? —le espetó a la capitana Hurwood que observaba estupefacta cómo su tripulación ignoraba sus órdenes.

No obtuvo respuesta, pero tampoco la esperaba. Posó sus pequeñas manos en la baranda de madera y se inclinó hacia la tripulación.

—¡Separaos de la borda! ¡Seguid trabajando para que lleguemos a la Isla de la Media Luna!

Su voz sonó atronadora, aunque no perdió la agudeza infantil que la caracterizaba. Compartía la autoridad de Anghelika ya que, al igual que su antepasada, Mathilde podía influir las voluntades de otros con su yaklar. El efecto no era tan poderoso sin beber su sangre, pero suficiente para que algunos piratas despertaran de su trance y regresaran a sus puestos. Pero mentes más fuertes, como las de piratas con siglos a sus espaldas, no obedecieron.

Entre ellos estaba Bruma.

Mathilde la vio desde su posición y se dirigió a Elliot que contemplaba estupefacto lo que ocurría.

—¡Ocúpate de ella! —le gritó, señalando a la licántropa con el brazo extendido—. Si no lo logras, la encadenaré como a un perro, ¿entendido?

El joven siseó por lo bajo, pero no perdió tiempo y corrió hacia ella. Cuando solo los separaban unos pasos, frenó en seco y se acercó silencioso y, con la misma lentitud, agarró su muñeca.

—Bruma.

Ella no reaccionó, ni dio muestras de haberlo oído. Mantuvo la vista perdida entre la niebla, con los ojos iluminados y las pupilas contraídas. Estaba mirando algo imposible de ver para él.

—Quiero ir con ellos.

—Ahí no hay nadie.

—Mi familia —los señaló.

Elliot se mordió el labio, preocupado. Nunca la había visto así.

—No hay nadie, Bruma —insistió.

Pero ella no lo escuchó. Se desasió de su agarre y puso un pie sobre la baranda. Elliot la apartó y se interpuso entre ella y el mar. Algo le decía que, si se sumergía, no volvería a salir.

—¡Déjame! —siseó cuando rodeó su cintura para retenerla.

—¡No es real! —exclamó, tensando los músculos de sus brazos para que no escapara.

Pero era inútil. ¿Cómo iba él a hacerse oír por encima del recuerdo de su familia? Él era un desconocido que se había cruzado en su camino y ni siquiera sabía lo suficiente de ella como para razonar con la licántropa.

Sintió las uñas de Bruma hundirse en su antebrazo, obligándolo a soltarla. Ella se volvió hacia él con ferocidad, su melena flotaba a su alrededor, confundiéndose con la niebla. Cuando gruñó, pudo ver sus dientes más afilados que los de un vampiro: estaba transformándose. Por instinto, se llevó la mano al cinto donde colgaba Radomis y ese fue su error. La loba lo interpretó como una amenaza y se lanzó contra él. Su boca le pasó rozando el brazo y un escalofrío lo recorrió de punta a punta. Si lo mordía, dudaba que esta vez pudiera sobrevivir al veneno.

Cuando intentó volver a asomarse al mar, se interpuso con la mano rodeando la empuñadura de su espada cuyo filo asomaba por la vaina.

—Por favor...

Pero ella no reaccionó a sus súplicas y se agachó para tomar impulso. Pero un instante antes de que se lanzara contra él, soltó un grito de dolor y se desplomó sobre la cubierta.

Confuso, Elliot tardó unos segundos en comprender lo ocurrido. Lo hizo en el momento en que olió la sangre de la licántropa y descubrió la silueta de Gabriela, emergiendo de la niebla con una daga ensangrentada.

—¿Qué has hecho? —siseó.

Corrió hacia Bruma y se arrodilló para examinarla.

—Salvarte la vida —bufó la vampira.

Elliot alzó el rostro para dirigirle una mirada de odio.

—No pongas esa cara, no dañé ningún órgano vital, se curará... supongo —añadió con maldad.

La vio dar media vuelta para marcharse y no pudo contenerse ante su pasividad por lo que acababa de hacer.

—No necesito nada de ti, mucho menos tu ayuda —gruñó.

—Estaba a punto de morderte... de nuevo —replicó, mirándolo con ojos oscuros—. Eres mío, Elliot, y no le entregaré tu vida a nadie.

El vampiro se tragó la ira y el desprecio que amenazaban con ahogarlo, y alzó a Bruma con cuidado. Ignoró a la tripulación y bajó al camarote que compartían. La depositó sobre la cama de abajo y se apresuró a encender una vela. La luz que entraba por el pequeño ventanuco no sería suficiente para ver bien la herida. Cuando el brillo anaranjado de la llama bañó a la joven, apartó su ropa ensangrentada para examinar la herida. Gabriela le había clavado la daga en un costado y la sangre no dejaba de manar. Desesperado, rasgó un trozo de la sábana para taponar la herida.

No sabía absolutamente nada acerca de licántropos. Sin el efecto de la luna llena, ¿se regenerará más rápido que un humano?

El pánico comenzaba a apoderarse de él cuando la puerta del camarote se abrió. Por ella se asomó Mathilde.

—¿Ha dejado de sangrar?

—No —siseó.

—Qué raro, debería estar curándose ya.

Se inclinó sobre Bruma y se tapó la nariz ante el desagradable olor de su sangre.

—Usa esto.

Le tendió un saquito de tela que Elliot se apresuró a abrir. Dentro encontró hilo de tripa y una aguja curva.

—Asegúrate de esterilizarla antes de coser la herida. Hazlo bien, necesito que esté en pie para cuando lleguemos a la Isla de la Media Luna.

—Si tanto la necesitas, ¿por qué permitiste que Gabriela la hiriera?

—Se estaba transformando frente a todos, había que detenerla —contestó con indiferencia—. Sin embargo, tienes razón: Gabriela se extralimitó al salvarte la vida, me aseguraré de castigarla —dijo antes de marcharse.

Cuando salió, Elliot le propinó una patada al taburete. Tras desahogar su rabia, se aflojó el pañuelo de su cuello y se concentró en Bruma.

Con cuidado y meticulosidad, limpió la herida con el marardiente que quedaba en una botella. La vio fruncir el ceño al sentir el ardor del alcohol en la herida y suspiró aliviado al ver que reaccionaba.

—Aguanta un poco más —susurró.

Sumergió la aguja en la bebida y la pasó por la llama de la vela. Tras esterilizarla, la enhebró y, tras inspirar hondo para calmar su pulso, procedió a coser la herida.

Fue una tarea repetitiva en la que puso especial cuidado y atención. Le ayudó a mantener la mente ocupada y olvidarse de las dos vampiras.

Cuando terminó, se limpió las manos en una palangana de agua y volvió para vendar la sutura con la tela más limpia que pudo encontrar. Finalmente, secó el sudor que perlaba la frente de Bruma y usó su almohada para apoyar el costado herido y evitar que ejerciera peso sobre él.

Sin nada más que hacer, tomó asiento dispuesto a vigilarla hasta que despertara. No pudo evitar que su mente le diera vueltas y vueltas a lo sucedido. Volvió a preguntarse qué pretendía hacer Mathilde con Bruma. ¿Había cometido un gran error al aceptar su trato?

—Pareces preocupado, ¿tan grave es?

Elliot se sobresaltó y se topó con los ojos dorados de la licántropa.

—¡Bruma! —exclamó.

Se puso en pie y se inclinó sobre ella.

—¿Cómo te encuentras?

—Como si una arpía me hubiera apuñalado por la espalda —siseó.

—No te levantes —la detuvo colocando una mano sobre su hombro al verla hacer amago de incorporarse.

Por primera vez desde que la conocía, obedeció sin rechistar y él volvió a sentarse.

—Bruma... —comenzó dudoso—. ¿Qué pasó ahí fuera?

—Nada.

—Pues casi me matas por nada —replicó, sarcástico.

Ella lo fulminó con la mirada.

—No debiste interponerte.

Elliot resopló, exasperado. Había perdido la cuenta de las veces que habían discutido por eso.

—Vale, la próxima vez que quieras lanzarte a un mar repleto de muertos, te dejaré.

—Para ya con el sarcasmo. Además, ¿desde cuándo crees en fantasmas?

—Desde que la tripulación casi pierde la cabeza en ese cementerio de navíos. Soy escéptico, no ciego.

Se hizo el silencio entre ambos y Elliot pensó que había vuelto a caer inconsciente, pero, al alzar la vista, se encontró con sus ojos dorados fijos en él.

—¿De verdad no viste ni oíste nada?

—Nada. ¿Qué viste tú?

—A mi familia —dijo apenas en un susurro.

—¿Están muertos?

Ella asintió con un nudo en la garganta y, cuando habló, lo hizo con voz trémula.

—Todos lo están. Mis siete hermanos y mis padres. Todos... —repitió.

Elliot acercó el taburete a su cama y posó una mano sobre su hombro. Consideró una buena señal que no lo apartara.

—Lo siento.

No sabía qué más decir, pero la vio asentir y supo que agradecía su gesto.

—¿Cómo pasó? ¿Fueron vampiros?

Sintió que se estremecía bajo sus dedos, pero no lloró, Bruma no lloraba.

—No —susurró y tragó saliva antes de añadir—: La historia que te conté del alfa de mi manada... Era sobre mi padre. El licántropo que lo asesinó, también mató a mis hermanos para que nadie pudiera desafiarlo. Mi madre murió protegiéndolos y solo yo escapé.

Elliot sintió una punzada en el pecho solo de imaginar lo que había sufrido. Nuevamente, no había palabras para consolarla, aun así, lo intentó:

—Bruma...

—Estoy bien —lo interrumpió—. Fue hace tiempo. Estoy bien —repitió. No intentaba convencerlo a él, sino a sí misma—. Quiero descansar.

—Entonces, descansa.

Ella se giró y se arropó ocultando su rostro. Elliot permaneció sentado en el taburete, mirándola. No supo si estaba dormida o solo fingía, pero al final él ocupó su lugar en la litera de arriba.

No pudo pegar ojo. No cesó de darle vueltas a lo que ahora sabía de la joven. Al fin comprendía que aquello que buscaba era el poder para vengar a su familia. Esperaba de todo corazón que lo encontrara en la Isla de la Media Luna.

El destino era extraño. Había cruzado a dos personas que ansiaban lo mismo.

—¿Seguro que estás bien?

—Por enésima vez, sí —resopló Bruma.

—Deja que te ayude a levantarte —dijo, al ver que se incorporaba.

Ella lo detuvo estirando el brazo.

—No seas pesado, puedo sola. Ya estoy casi curada.

—¡Te apuñalaron hace tan solo unas horas!

—Mira y cállate de una vez.

Se levantó la camisa para mostrarle el costado y Elliot retiró el vendaje para observar la herida. Se sorprendió al ver que estaba casi cerrada y pronto tendría que quitarle los puntos.

—Increíble... —murmuró.

—No tanto —contestó ella volviendo a taparse—. De haber luna llena, me habría curado mucho más rápido y habría destrozado a esa arpía —siseó.

Elliot reprimió una sonrisa. Bruma parecía haber recuperado su energía habitual y volvía a ser tan arisca como siempre.

—Bueno, si ya estás recuperada, subamos a la cubierta. Estamos a punto de tocar tierra.

Fuera, el frío de la niebla se colaba en la ropa, humedeciéndola. Estaba anocheciendo y la visibilidad empeoraba por momentos, pero habían dejado atrás el cementerio de navíos y las aguas calmas eran fáciles de navegar. Esta vez lo peor sí había pasado.

Pronto emergió ante ellos una enorme bahía de arena blanca y frondosa vegetación rodeada de aguas tranquilas. La forma de media luna de la isla había dado origen a su nombre, pero el paralelismo no terminaba ahí; el brillo perlado de la arena en medio del oscuro mar parecía el reflejo del satélite en Skhädell.

Elliot oyó el corazón de Bruma acelerarse y supo que su semblante estoico era solo una máscara.

Cuando La Viuda atracó, se subieron con los piratas seleccionados por Nova en barcas y remaron hasta la playa. A la cabeza iban la capitana, Mathilde y Gabriela, que fueron las primeras en tocar tierra.

La tripulación desenvainó sus espadas cuyos filos reflejaron la luz de los faroles que portaban, tiñendo sus rostros de naranja. Estaban alerta, temerosos de que apareciera un nuevo peligro.

—La isla está vacía —dijo Mathilde, en absoluto preocupada.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Smirnova.

—Antes la vigilaban guardias de la Anghelika, pero, tras su muerte, han abandonado la isla.

—¿Qué hacían aquí guardias de la reina? —intervino Elliot.

—Custodiar algo —preguntó con una sonrisa avariciosa.

—¿Qué?

—Pronto lo verás... —Entonces se volvió hacia la capitana—. Debemos internarnos en la foresta por ese camino —dijo, señalando un sendero apenas visible entre la vegetación—. Nos conducirá hasta un palacete donde vivían los soldados. Tus hombres podrán saquearlo a su gusto para entretenerse mientras buscamos aquello por lo que arriesgamos nuestras vidas.

Sin esperar respuesta, se puso en marcha y Gabriela la siguió de inmediato. El resto no tardó en unírseles. Tal y como predijo, no tardaron en dar con el palacete en una explanada. Su arquitectura era anticuada, lo que le hizo pensar a Elliot que lo habían edificado hace al menos un par de siglos. Estaba hecho de piedra tan blanca como la arena de la playa.

El silencio era sepulcral, confirmando lo ya dicho por la pequeña vampira: el lugar estaba desierto.

Mientras los piratas se apropiaban del botín, Mathilde, Gabriela y Nova se desviaron por otro camino casi enterrado entre la maleza.

—Vosotros, no os quedéis parados como pasmarotes y seguidme —les ordenó a Elliot y Bruma.

Ambos intercambiaron una mirada y fueron tras ellas. El vampiro no había envainado su espada y la usó para cortar la vegetación que se interponía en su camino. Pronto, la senda se empinó y comenzaron a oírse sus respiraciones jadeantes.

—¿A dónde nos llevas? —preguntó Elliot, haciéndose eco de los pensamientos de Bruma y Nova.

Mathilde no se volvió ni disminuyó el paso.

—No estropees la sorpresa —canturreó.

Pero la licántropa clavó los talones en la tierra húmeda y se cruzó de brazos.

—No voy a moverme hasta que respondas.

—Yo tampoco —intervino Elliot.

Mathilde chistó.

—Sois como niños desobedientes. ¿Acaso tengo que ordenarle a Gabriela que termine lo que empezó en el barco? El joven Elliot puede mirar sin poder mover un solo dedo para socorrerte.

Lejos de intimidarse ante la amenaza, Bruma esbozó una sonrisa torcida.

—Me encantaría ajustar cuentas ahora que no puede atacarme por la espalda —gruñó la loba.

—Bruma... —susurró Elliot, pero Mathilde lo interrumpió.

—Estoy intentando hacer esto por las buenas, pero lo hacéis tan difícil —suspiró—. En la cima encontrarás lo que deseas, ¿de verdad vale la pena morir a las puertas solo por no poder aguantar unos minutos de intriga? Me sorprende hasta dónde puede llegar vuestra necedad.

Les dio la espalda y apartó la maleza con las manos, revelando el final del camino. La niebla se arremolinó a sus pies cuando alcanzaron la cima. Allí la vegetación era escasa, apenas formada por hierbajos y matorrales repletos de espinas. En lo más alto, construida directamente sobre la roca, se alzaba un mausoleo de mármol, flanqueado por dos robustos tejos. Su superficie blanca estaba surcada por filigranas y detalles dorados. Era tal el lujo, que en su interior parecía reposar un rey.

—¿A quién pertenece esa tumba? —preguntó Elliot. Si el palacete fue construido hacía dos siglos, el sepulcro era mucho más antiguo.

—En su interior están los restos de tu ancestro —dijo Mathilde mirando a Bruma.

—Artiom... —murmuró ella con veneración—. Pero está muerto, no hay nada que pueda obtener de él.

—Así es. Murió hace mucho tiempo y su espíritu no quedó anclado a Skhädell. Pero este mausoleo no es solo una tumba, también es una prisión. Dentro hay alguien que lo conocía mejor que nadie y puede revelarte el secreto de Artiom: cómo cambiar a voluntad.

Bruma jadeó y dejó de respirar. Sus ojos estaban muy abiertos y Elliot podía escuchar el latido acelerado de su corazón.

—Solo un vampiro podría sobrevivir tanto tiempo... —murmuró el joven.

Según lo que Bruma le contó, Artiom fue el primer licántropo por lo que su historia se remontaba a un milenio atrás.

—Así es, en el interior del mausoleo hay una vampira. Todos podremos preguntarle lo que deseemos y ella sabrá responder.

La avaricia impregnaba sus palabras y Elliot se preguntó una vez más que quería aquella diminuta vampira. No pudo evitar mirar a Gabriela, intentando descifrar su rostro, pero ella se limitaba a observar a su señora en silencio. Era imposible interpretar su expresión hermética.

—¿Quién la encerró ahí? —preguntó Elliot haciéndose oír por encima del ulular del viento.

Mathilde contemplaba el sepulcro anonadada, como si fuera todo aquello que había buscado en su larga vida. Cuando finalmente habló, lo hizo con voz queda y, por un instante, pareció tener solo doce años.

—La historia olvidó su nombre. Hace siglos que nadie lo pronuncia, Drago y Anghelika se encargaron de ello.

La pequeña vampira se detuvo frente a la puerta sellada del mausoleo. Era lisa y sin ornamentos, tan solo había una inscripción esculpida que amenazaba con desaparecer, erosionada por la naturaleza. Deslizó una mano por ella y sonrió. Elliot y Bruma se acercaron para leerla.

Asciende blanca y enloquecedora,

nos acorrala en la más oscura oquedad.

Despierta a la bestia que nos devora,

y nos arranca la cordura sin piedad.

El deseo por la sangre seductora,

nos condena por toda la eternidad.

Almas consumidas por sed sentenciadora,

buscando la absolución que nunca llegará.

Mas qué placentero es tomar una vida.

Qué gozo se siente al matar.

¡Esta es una tierra ruin y perdida!

¡Malditos seremos por toda la eternidad!

La Luna Muerta se alzará entonces,

y en su cenit todo perecerá.

La muerte a todos hace iguales.

Skhädell al fin descansará.

Un escalofrío recorrió a Elliot de punta a punta cuando leyó los últimos versos.

—¿Qué significa?

Mathilde apartó los dedos de la fría piedra como si de pronto quemara.

—Es una profecía de la prisionera.

—¿Y quién es la prisionera? —insistió Bruma, harta de tanto secretismo.

—La madre de todos los vampiros —contestó Mathilde con simpleza—. Aquella que dio a luz a Anghelika, Drago y al ancestro de los Hannelor.

—Pero los vampiros no podemos engendrar hijos —intervino Elliot, apartando la mirada de la inscripción.

—¿Quién ha dicho que lo hiciera siendo vampira?

—Creía que Drago y Anghelika fueron los primeros vampiros y nacieron como inmortales.

—Eso es lo que quieren hacernos creer, es parte de su leyenda. Pero ellos nacieron de un vientre humano y alcanzaron la edad adulta siendo aún humanos hasta que su madre los convirtió.

—¿Y quién la convirtió a ella?

Los ojos azules de Mathilde brillaron como los destellos de la luna sobre el mar.

—Esa es una excelente pregunta.

Pero no la contestó. Elliot no sabía si tenía la respuesta o la estaba buscando.

—Los dos hermanos encerraron a su madre y se aseguraron de que la historia olvidara su nombre para que nadie descubriera que no eran los seres más poderosos y antiguos de Skhädell.

—¿Por qué le harían algo así a quien les dio la vida? —se preguntó Elliot. Él que adoraba a su madre, no podía entender cómo un hijo podría ser tan cruel.

—Querían castigarla. La odiaban tanto como odiaron a Artiom Uguarum.

—¿Por qué? —preguntó Bruma. Su corazón golpeteaba en su pecho y sus ojos dorados brillaban con tal intensidad que iluminaban su rostro en medio de la oscuridad.

—Ella cometió demasiados pecados. El primero fue amar a Artiom, su sangre. —Se volvió hacia ellos y sonrió enseñando sus afilados colmillos—. Eran hermanos.

Ambos jadearon, sorprendidos. Incluso Nova, que había permanecido al margen, no pudo ocultar su sorpresa. Solo Gabriela permaneció impasible.

—Te dije que ella conocía mejor que nadie a tu antepasado —le dijo Mathilde a Bruma.

—No tiene sentido... —murmuró Elliot—. ¿Cómo puede la primera vampira ser hermana del primer licántropo? Es absurdo.

—Solo porque eres un ignorante —le espetó—. Ambos fueron humanos y fue durante su mortalidad que cometieron el peor pecado de todos. Sabían que estaba mal, pero se amaron y desearon con todo su ser.

Mathilde disfrutaba observando sus miradas de asombro e incredulidad. Había descubierto todo aquello hacía tanto tiempo... Pero no había podido compartirlo con nadie. Ni siquiera con William, aquel a quien más deseaba contárselo. Ni Drago ni Anghelika lo habrían permitido, pero ahora que ambos estaban muertos, era libre de proclamarlo a los cuatro vientos.

—Su segundo pecado fue engendrar tres hijos con Artiom y otorgarles la inmortalidad. Pero su hermano no se quedó atrás y comenzó a infectar a otros humanos, convirtiéndolos en licántropos. Así se originaron las dos plagas que atormentarían para siempre a los humanos.

Elliot apenas podía pensar, pero una pregunta continuaba golpeando su mente: ¿quién los había convertido en primer lugar? Si ellos fueron humanos, ¿quién creó al primer vampiro y al primer licántropo? Mathilde no estaba compartiendo todas las piezas de aquel rompecabezas o no conocía ni la mitad de la historia.

—Después comenzó lo que ya todos conocemos. Drago y Anghelika crearon más vampiros para exterminar a todos los licántropos. No contento con eso, el Rey Sanguinario esclavizó a los humanos hasta que fue derrotado por los mirlaj. Su hermana lo sucedió en el trono, se firmó la paz, fue asesinada... Y aquí estamos.

Al fin, Bruma reaccionó y lo hizo con la ira impregnando sus palabras.

—Lo que dices es mentira. ¿Cómo iba Artiom a engendrar a los que un día se convertirían en los genocidas de los suyos? No. La historia de mi gente cuenta que él tuvo por esposa a una licántropa que él mismo creó. Con ella inició el linaje de los alfas.

Mathilde rio.

—¿Quién te dice que no pudo hacer ambas cosas? Los hombres son tan inestables... Les cuesta ser fieles a una sola mujer, incluso si es su hermana.

Parecía divertida con la historia de traición que narraba, pero Elliot vio algo oscuro y rabioso asomar por sus ojos helados.

—Cuando la madre de todos los vampiros se vio sola, temió por la vida de sus hijos. Fue entonces cuando cometió su tercer pecado: otorgar la inmortalidad a sus engendros. ¡Esta es la verdad absoluta! —gritó—. Me trae sin cuidado si la creéis, lo único que me importa es que tu repugnante sangre puede abrir este mausoleo y he pasado siglos buscando a alguien como tú —dijo señalando a Bruma.

En ese momento, Gabriela apareció junto a su señora sosteniendo la daga que hacía unas horas le había clavado. Elliot alzó a Radomis y se situó frente a la licántropa para protegerla, pero su creadora no se lo permitió.

—Elliot —ronroneó—, envaina tu espada.

Sin poder evitarlo, cumplió su orden y miró a Bruma pesaroso, pero ella tenía la vista clavada en Nova que había sacado una pistola para apuntarla.

—Ya tienes su sangre —le dijo a Mathilde—. El filo de esa maldita daga está manchado con ella.

—La sangre necesita ser vertida directamente de la vena —replicó la pequeña vampira—. Necesita estar caliente y ser ofrecida por voluntad propia.

—¿Por qué mi sangre? —preguntó Bruma, con voz calmada.

—Porque Drago y Anghelika fueron unos malnacidos que, tras enterrar a Artiom y encerrar a su madre con él, sellaron la salida con la sangre del linaje alfa. Fue una burla hacia ella, especialmente cuando Drago se dedicó a exterminar a todos los licántropos. Nadie podría liberarla jamás, ni siquiera Anghelika cuando se arrepintió del castigo impuesto a su madre.

«Pero entonces, llegó a mí el rumor de que había una licántropa suelta en Trebana. Y después de siglos buscando a uno de los tuyos, la oportunidad apareció por sí sola. Bruma Uguarum, tú eres la única que puede liberarla.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó la licántropa.

—Ludmila.

El viento ululó con fuerza, las nubes se apartaron y al fin la luna brilló sobre el mausoleo. La hojarasca del suelo se revolvió y el aire se llenó de olor a humedad y podredumbre. Entonces todo quedó en silencio y pudieron oír un sonido que no estaba antes: el latido de un corazón que había permanecido silencioso durante siglos.

Tras los muros de mármol, Ludmila Uguarum ansiaba su libertad, prisionera de la sangre de aquel que fue su perdición.

Primero, quería disculparme por el retraso. Intenté de verdad terminar de subir la historia en octubre, pero me fue imposible. He estado ocupada y además vino la familia de visita, celebramos Halloween y todo. ¡Lo siento mucho!

Este es uno de mis capítulos preferidos. Aunque esto es solo la punta del iceberg sobre el origen de los vampiros y licántropos, la creación de los tres linajes reales (Dragosian, Anghel y Hannelor) y los secretos turbios de esta. La realidad es que todos descienden de la unión prohibida entre Artiom y Ludmila, y todos son Uguarum en su origen aunque solo el linaje de los alfas del que desciende Bruma, conserva ese apellido.

Para quienes no hayan leído el relato corto "la muerte de Skhädell", este es el momento ideal para hacerlo. Ahí se narra un poquito de la historia de Artiom y Ludmila. Sucede casi 1000 años antes que esta historia.

Mañana subo el epílogo que es una auténtica LOCURA de capítulo. ¡Espero gritos, preguntas y teorías locas!

También quiero saber qué pensáis de todo este drama familiar. ¡A mí me encanta escribir sobre estas cosas!

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