43. A su merced [+18]
AVISO: este capítulo contiene una escena sexual no consentida. No se pretende romantizar.
La noche en que llegó el mensajero a La Corona Quebrada, la luna estaba oculta tras un manto de nubes. Entregó una carta con un sello de lacre tan rojo como los labios de Gabriela y cuando Elliot la abrió, se encontró con una caligrafía que ya conocía.
—¿Qué dice? —preguntó Bruma desde el sofá.
—Solo indica hora y lugar.
—¿Esta noche?
—Sí.
—Bien, pues vamos —dijo poniéndose en pie.
—A ti no te menciona.
—¿Qué?
Le arrebató la carta y se puso a leerla.
—Dice que vaya solo.
—Y una mierda. Ese no era el trato, se suponía que nos llamaría a ambos.
—Es su juego, ¿qué se supone que debemos hacer salvo jugarlo? —dijo de mal humor—. Se dará cuenta si me acompañas; la capitana Hurwood se lo dirá.
La licántropa gruñó, pero pareció ver el problema.
—Ve tú, yo iré luego.
—Bruma...
—Sé cómo pasar desapercibida —lo interrumpió—. Ve, se te hará tarde.
El joven se puso las botas y el abrigo; aseguró sus armas y caminó hacia la salida. En al puerta, Bruma lo llamó:
—Elliot... Prométeme que no la matarás hasta que logre hablar con ella.
Él se volvió a mirarla y asintió:
—Te lo prometo. La heriré para que no pueda huir más. Asegúrate de estar cerca para que pueda avisarte.
La licántropa asintió, más tranquila.
—Buena suerte.
Abandonó La Corona Quebrada y se dirigió al Distrito Rojo. La luna se dejó ver cuando llegó a su destino y su sonrisa lo siguió burlona hasta que se detuvo frente a la puerta de La Tentadora. Era el burdel más caro y lujoso de Trebana; la compañía que vendía solo se la podían permitir los Señores pirata y su tripulación.
Antes de llamar, se cercioró de que Radomis colgaba de su cinto y palpó el puñal oculto en su bota. Ambos filos estaban embadurnados con resina mirlaj, se había asegurado de ello, pero no había podido evitar comprobarlo una y otra vez en su camino hasta allí.
Al fin, llamó tres veces a la puerta pintada de un rojo brillante y esperó, tenso como la cuerda de un arco. Abrió una joven de ojos grandes que sonrió nada más verlo.
—Debéis de ser Elliot —murmuró—. Mi señora os espera. Cuarto piso, primera puerta.
Sin una palabra, el vampiro cruzó el umbral y caminó hasta las escaleras. Los escalones de madera crujieron bajo sus pies; en medio del silencio absoluto, sus pasos y el latido de su corazón resultaban atronadores.
En cuanto llegó al cuarto piso, divisó la puerta y desenvainó a Radomis. El siseo del filo al deslizarse fuera de la vaina, sonó como la amenaza muda de una serpiente, lista para atacar.
Asió el pomo pero fue incapaz de moverse. Gabriela lo estaba esperando, ¿no sería mejor buscar otra entrada para pillarla desprevenida?
—Adelante —lo invitó la voz melodiosa de la vampira, acabando con cualquier idea de sorprenderla.
Escucharla de nuevo hizo que todos sus músculos se tensaran. Apretó los dedos en torno a la empuñadura de su espada y bajó el manillar con la mano libre.
Entró en unos aposentos que olían a limpio y a perfume, el aroma de la sangre era tan sutil, que resultaba casi imperceptible. Sabía que a Gabriela le gustaba el lujo, por eso no le sorprendió ver cortinas de terciopelo, muebles de ébano y suelos alfombrados.
Pero lo que capturó de inmediato su atención fue la gran cama con dosel en el centro de la estancia. Sobre ella descansaba la causa de todo su infortunio, la receptora de su odio: Gabriela.
Era la primera vez que la veía desde que lo convirtió y detestó comprobar que sus recuerdos no le hacían justicia. Después de meses deformando su memoria con odio, se había convencido de que su rostro era cruel y su belleza se veía distorsionada por la maldad que habitaba en ella.
Pero no era cierto.
Gabriela poseía una sonrisa adorable, de labios carnosos y apetecibles que te incitaban a probarlos, y sus ojos, oscuros como la noche, podían hacer que te perdieras en su oscuridad si te asomabas a ellos. Por último, su cabellera negra y ondulante enmarcaba su rostro y descendía por su cuello hasta posarse sobre sus senos. La ropa que llevaba era traslúcida, dejando muy poco a la imaginación.
—Buenas noches, mi dulce Elliot —ronroneó. Lo miraba divertida y expectante, como si aquel fuera un encuentro con su amante.
Al verla, Elliot quedó paralizado. Aquel no era en absoluto el recibimiento que esperaba. ¿Acaso era tan ilusa como para creer que no había acudido a vengarse? Alzó a Radomis y apuntó su filo hacia ella, pero no se inmutó ni dejó de sonreír. Despacio, se levantó del lecho y la seda arrugada de su camisón se deslizó acariciando su cuerpo hasta rozar el suelo.
—Al fin estás aquí. Me has hecho esperar —dijo haciendo un mohín.
—Si no recuerdo mal, he sido yo quien te esperaba desde hace una semana.
—Oh, no me marché por gusto, pero debía recibir a mi señora.
—¿Quién es tu señora?
Gabriela le dirigió una sonrisa enigmática.
—Lo sabrás cuando la conozcas.
—No. ¡Vas a contestarme ahora!
Se lanzó contra ella, espada en ristre, pero la vampira lo estaba esperando y lo agarró por el brazo para desviar la estocada. Le clavó las uñas en la carne y lo obligó a soltar a Radomis. Elliot gruñó de dolor y cayó de rodillas frente a ella, pero antes de que el repiqueteo del metal se extinguiera, sacó el puñal de su bota y lo clavó en el muslo de Gabriela.
La oyó gritar y algo dentro de él se regocijó con su dolor.
La vampira tuvo que soltarlo para apartarse y arrancarse el filo. Era una herida aparatosa que pronto empapó de sangre su camisón de seda. Al haber sido provocada por resina mirlaj, no sanaría rápido.
Elliot aprovechó esos segundos para recuperar a Radomis y lanzarse de nuevo contra ella. Pero cuando los labios de Gabriela se abrieron, quedó paralizado.
—Detente —le ordenaron.
Fue apenas un susurro, pero tan difícil de desobedecer como oponerse a una tormenta o levantar una montaña. Sus músculos se rebelaron y Radomis quedó suspendida en el aire. Elliot la miró desconcertado y ella recuperó su sonrisa petulante. Rasgó un trozo de su camisón y lo utilizó para vendar la herida.
—No esperaba que lograras herirme, mucho menos que tuvieras resina mirlaj —dijo molesta—. Suelta la espada.
Uno a uno, sus dedos se desprendieron de la empuñadura de Radomis que golpeó el suelo, dejando muescas sobre la madera. Gabriela caminó hasta él y se puso de puntillas para llegar a su oído:
—Quédate muy quieto.
Elliot sintió su aliento cálido sobre su cuello y se le erizó la piel cuando la punta de sus afilados colmillos presionó la carne hasta clavarse en ella. Olió su propia sangre y oyó el gemido placentero que escapó de los labios de Gabriela cuando la succionó. Lo peor fue sentir el goce que le provocó su mordedura.
—Mmm... —ronroneó ella cuando se apartó—. Tu sangre solía ser más dulce, ahora tiene un toque amargo. ¿Será culpa mía?
Dejó escapar una carcajada y se limpió los restos de sangre de sus labios con el pulgar que luego lamió hasta no dejar ni una gota.
Elliot la fulminó con la mirada y los ojos llenos de lágrimas de rabia. Aborrecerla con tanta intensidad y no poder clavarle a Radomis, lo estaba quemando por dentro como un veneno.
—¿Por qué me odias, Elliot?
Sus dedos se deslizaban por su pecho, sus hombros y su espalda, trazando el perfil de su cuerpo mientras caminaba a su alrededor.
—Porque me convertiste en vampiro.
—¿Tan terrible es? —preguntó fingiendo sorpresa—. Te di poder, te di inmortalidad... Te di libertad.
—Me hiciste un monstruo.
—Eso es tan relativo...
Elliot bajó la mirada hacia su rostro y clavó sus ojos verdes en los de ella del mismo modo en que hubiera deseado clavarle su espada.
—Por tu culpa, he matado y no tengo más remedio que alimentarme de la sangre de otros como un vil parásito.
Gabriela sonrió, en absoluto intimidada por sus palabras.
—Que no hubieras matado antes, es un privilegio. Tarde o temprano, la cruel Skhädell nos empuja a escoger entre ser cazador o presa. Gracias a mí, eres un depredador.
Sus palabras le recordaron a algo que le dijo Bruma tiempo atrás y detestó relacionar a su aliada con su castigadora.
—Por tu culpa, perdí a mi familia, mi futuro, mi herencia —continuó acusándola.
Gabriela puso los ojos en blanco.
—Por favor, Elliot, ambos sabemos que eras una decepción continua para tu padre y no podía soportarlo.
Elliot apretó la mandíbula. No podía contradecirla.
—Te contaré un secreto —susurró acariciando su oreja con los labios—. Johann esperaba con ansias que algo te sucediera, pero a medida que pasaban los años y tú seguías creciendo sano, comenzó a hacerse preguntas. ¿Y si nunca le ocurre nada? ¿Y si muero y se convierte en duque alguien tan débil? ¿Y si...?
Elliot apretó los puños hasta clavarse las uñas y hacerse sangre.
—Basta —suplicó.
Cerró los ojos como si así pudiera dejar de oírla, pero Gabriela no tuvo piedad.
—Tu padre pensó que era su deber como duque proteger sus tierras de un gobernante débil. Una noche, empezó a buscar la forma de librarse de ti para colocar a su bastardo...
—Por favor...
—Tu madre se dio cuenta y te envió a Saphirla para protegerte...
—¡Es mentira! —dijo temblando—. Incluso si no cumplía sus expectativas, mi padre jamás pensaría en matarme.
—Mi pobre Elliot —susurró la vampira acariciando su rostro—. Qué ingenuo eres. ¿Sabes quién ocupa ahora tu lugar como heredero del duque? Tu querido amigo Adler.
Elliot la miró horrorizado. No era posible. Adler era su único amigo de verdad, prácticamente habían crecido juntos. Era absurdo.
—Mientes. Lo único que sabes hacer es mentir. Adler no es mi...
—¿Medio hermano? ¿Uno de los bastardos de tu padre? —se le adelantó—. ¿Qué es entonces? ¿El hijo de un noble venido a menos que, sorprendentemente, tenía permiso para estar con el futuro duque? —dijo enarcando una ceja—. No me importa si me crees o no, en Trebana hay informantes que reportan lo que ocurre en Svetlïa y Vasilia: no te será difícil descubrir la identidad del nuevo heredero del duque de Wiktoria.
—No te creo.
—Me da igual, solo quiero demostrarte que no tenías nada cuando te encontré y yo te lo di todo.
Se acercó hasta extinguir la distancia entre ellos y se puso de puntillas.
—Te lo volveré a preguntar, ¿por qué me odias, Elliot? —susurró sobre sus labios.
El joven sintió una gota de sudor frío resbalarle por la nuca hasta perderse en su camisa.
—Yo... Yo...
Sintió los labios de Gabriela curvarse complacidos ante su falta de respuesta.
—Una vez quisiste casarte conmigo —le recordó para su vergüenza—, pero si no te hubiera encontrado, habrías muerto a manos de tu propio padre y jamás habrías cumplido tu promesa.
—Por si el puñal fue demasiado sutil para ti, te lo diré con palabras: nunca me casaría contigo —le espetó con rabia.
La sonrisa de Gabriela vaciló.
—Y yo nunca me casaría con un don nadie —siseó—. Por fortuna, no eres un bastardo, eres el verdadero heredero del duque y yo puedo ayudarte a recuperar lo que ha de ser tuyo.
—Prefiero morir.
Gabriela lo agarró por el cuello de la camisa y tiró hasta ponerlo a su altura.
—¿Y dejar sola a tu creadora? —dijo con un sollozo fingido—. Mi deseo es que permanezcas a mi lado para siempre.
Esas palabras subyugaron la voluntad de Elliot, una fuerza imparable lo empujó a complacerla y nunca abandonarla aunque su deseo era matarla.
—¿Por qué yo? —preguntó desesperado.
¿Por qué él? Gabriela había asesinado a otros nobles y, cuando se conocieron, sus intenciones con él eran las mismas. Porque la maldad habita en todos, especialmente en los que ostentan poder, pero Elliot era bueno y le bastó una sola noche para descubrirlo.
Y eso la sacó de quicio.
Lo convirtió para corromperlo y demostrar que nadie en Skhädell es inocente. Había sembrado la oscuridad en su corazón y, después de todo ese tiempo, esperó ver la maldad enraizada en Elliot, pero la bondad aún brillaba en sus ojos verdes.
Estiró el cuello y presionó sus labios rojos contra los suyos, inmóviles, convertidos en piedra.
—No me odies, Elliot —jadeó Gabriela—. Deséame, compláceme... Sé mío ahora.
Elliot quiso oponerse, pero no pudo. Abrió la boca y tomó posesión de sus labios carnosos. El carmín que los cubría, se esparció manchando su piel. Sintió la lengua de Gabriela abrirse paso en su boca y él respondió con ansia.
Su mente no podía comprender lo que le ocurría. ¿Por qué la deseaba y detestaba al mismo tiempo?
Sus dientes tomaron posesión del labio inferior de Gabriela y lo mordieron hasta hacerlo sangrar.
—¡Ah! —exclamó, apartándose.
Lo miró sorprendida y él le devolvió la mirada con el sabor de su sangre en la boca.
—Supongo que estamos empatados —dijo la vampira.
Lo empujó sobre la cama y, sin dejarle incorporarse, se echó sobre él para seguir besándolo. Pero Elliot giró sus cuerpos, dejándola debajo de él y clavó los colmillos en su cuello. Lo hizo con rabia, pero también deseo. La sangre en frascos nunca sería igual a la que manaba de la vena. No iría envuelta en la carne blanca y tersa, ni acompañada del palpitar de un corazón caliente.
Con la boca llena de su esencia, se apartó y la miró desde arriba. Sus ojos verdes estaban iluminados como un bosque en llamas.
—Ahora sí estamos empatados.
Gabriela sonrió con malicia.
—Parece que has aprendido algo desde que nos conocimos —murmuró acariciando su mandíbula tensa—. Pero no todo, aún no lo has aprendido todo.
Tan rápida que no pudo reaccionar, Gabriela volvió a colocarse sobre él. Esta vez aprisionó sus caderas con las piernas. Descendió y volvió a apoderarse de sus labios, los mordió y succionó con fuerza. Sintió sus brazos rodear su espalda y dejó de besarlo para decir:
—No me mates, Elliot —gimió contra su boca.
El joven siseó y le arrancó lo que quedaba del camisón. Con la piel desnuda bajo sus manos, clavó las uñas en su espalda. Gabriela jadeó y se arqueó contra él. Lo sintió duro y olvidó por completo que quería alargar los juegos previos.
—Quieto —susurró en su oído antes de lamerle el lóbulo y alejarse.
Llevó los dedos a su cinturón y lo desabrochó con rapidez. Introdujo una mano en su pantalón y lo sintió estremecerse y jadear bajo ella cuando rodeó su erección. Despacio, sacó su miembro y se incorporó sobre las rodillas antes de descender sobre él. Gabriela dejó escapar un gemido más intenso que todos los anteriores y Elliot se aferró a las sábanas hasta rasgarlas. Con la mandíbula tensa, intentó reprimir el placer que sentía, pero cuando ella empezó a mover las caderas, no pudo evitar jadear y gruñir con cada vaivén.
Se incorporó apoyándose en el brazo izquierdo y estiró el otro hasta ella. Arañó su vientre y el valle entre sus pechos hasta que alcanzó su cuello. Apretó, pero sin poder imprimir la fuerza que deseaba.
Fue un encuentro rápido y violento, guiado solo por la lascivia. No encajaron como dos piezas hechas a medida, sino como dos cuerpos que se enfrentan en una lucha por apoderarse del otro sin que ninguno salga victorioso. No les preocupó herirse cuando se clavaron las uñas y se mordieron tiñendo las sábanas de rojo. Elliot sabía que no podía matarla, pero no impidió que esa noche de frenesí le provocara tanto dolor como placer.
Tras su culminación, no importó que fueran inmortales, nada impidió que cayeran rendidos por los estragos del placer en un lecho impregnado con sangre, sudor y los rastros de su lujuria.
Gabriela sintió los últimos retazos de placer abandonarla. Rodeó a Elliot con los brazos de forma posesiva, no queriendo dejarlo ir jamás. Se relamió la sangre de los labios y lo observó dormir extenuado.
—Me vas a ser de gran utilidad, mi dulce y fogoso Elliot.
Elliot despertó confuso, en un lecho que olía a sangre seca. Sentía el cuerpo adolorido y, cuando intentó incorporarse, sintió un brazo alrededor de su cintura. Bajó la mirada y descubrió a Gabriela, desnuda y dormida junto a él. Todos los recuerdos regresaron como un maremoto, abrumándolo, ahogándolo. Se llevó las manos a la cabeza, incrédulo por lo que había hecho.
Saltó del lecho y se abrochó el cinturón. Miró a su alrededor y divisó a Radomis, aún en el suelo. La recogió y regresó junto a la vampira. Sus curvas se entreveían bajo las sábanas y su rostro desbordaba belleza y satisfacción. Así, durmiendo plácidamente, le resultaba difícil creer que pudiera detestarla tanto. Alzó a Radomis con el filo pendiendo sobre su pecho, solo tenía que descender para clavarlo y apagar los latidos de su corazón. Pero los segundos transcurrieron hasta convertirse en minutos y no hizo nada. No podía mover ni un músculo.
Cerró los ojos con fuerza, cuando los abrió, dirigió la vista a su rostro solo para descubrirla observándolo. La muy maldita tenía una sonrisa triunfante dibujada en sus labios. Su respiración y los latidos de su corazón no se alteraron ni un ápice, pues tenía la certeza de encontrarse a salvo.
El joven gruñó y envainó a Radomis. Corrió hacia la salida dispuesto a marcharse y alejarse de ella tanto como pudiera, pero se detuvo en seco en cuanto abrió la puerta. Había una niña en el umbral, de rizos rubios y rostro frío e imperturbable.
—¿Has terminado de jugar, Gabriela? —dijo molesta.
Retrocedió asustado, su instinto le decía que aquella infante era mucho mayor de lo que aparentaba.
Gabriela chistó y salió de la cama. Elliot intentó no mirarla, pero no pudo evitar deslizar la vista por su cuerpo desnudo cubierto por dibujos de sangre. Se vistió con una bata de seda granate antes de volverse hacia la pequeña vampira.
—Eres tan aguafiestas, Mathilde —dijo molesta.
Los ojos azules de la niña brillaron de forma peligrosa y Elliot vio a Gabriela estremecerse cuando entró y cerró de un portazo.
—Cumple con tu parte —le ordenó, impaciente.
Gabriela caminó hasta un diván y se dejó caer. Desde allí, miró a Elliot como una reina a su súbdito.
—Elliot, deseo que hagas algo por mí.
El joven quiso negarse, sin embargo, enmudecía cada vez que lo intentaba. Al final se dio por vencido.
—¿Qué deseas?
Ella sonrió, divertida con la pleitesía impregnada en sus palabras.
—Deseo que llames a la licántropa.
—Está con la capitana Hurwood, ¿por qué no le dices que la envíe? —le espetó.
—No está en La Corona Quebrada —intervino Mathilde—. Se ha escapado en las mismas narices de Nova. ¡Qué incompetente!
—Entonces, no puedo ayudaros.
La pequeña vampira caminó hasta él y sonrió, dejando ver sus dientecillos blancos.
—Yo creo que sí puedes. Gabriela.
La susodicha se incorporó sobre el diván y lo miró con sus ojos oscuros como pozos sin fondo.
—Elliot, ven aquí.
Intentó resistirse, pero sus piernas se movieron solas y lo llevaron hasta ella.
—Arrodíllate.
Sus músculos cedieron y él cayó al suelo con los puños apretados.
—Buen chico —ronroneó la vampira—. Ahora contesta, haz el favor.
—No puedo, realmente no sé dónde está Bruma.
Se miraron el uno al otro con furia. La tensión entre ambos era tan grande, que pudieron oírla romperse cuando Mathilde se echó a reír. Su risa era aguda y cantarina, pero llena de maldad.
—Veo que no lo tienes tan doblegado como desearías, Gabriela —murmuró secándose una lagrimilla.
—O de verdad no lo sabe —replicó molesta.
—Mmm... Eso sería un problema. Tal vez debas motivarlo un poco —dijo con una sonrisa angelical.
Sin previo aviso, Elliot recibió un puñetazo en el pómulo que lo tiró al suelo.
—Vamos, Gabriela, sé que puedes hacerlo mejor —dijo Mathilde—. Usa su puñal.
La mujer caminó hasta el lugar en que el arma había quedado abandonada y la recogió del suelo. Su filo aún estaba manchado con su sangre.
—¿Quieres que lo mate?
—¿Quieres matarlo? —preguntó la pequeña vampira a su vez.
—No, es mío —respondió posesivamente—. Pero lo haré si lo deseas.
Mathilde pareció meditarlo.
—No lo mates —dijo al fin—. Prueba a cortarle algún dedo. La resina mirlaj no le permitirá curarse —dijo, sin dejar de sonreír.
Gabriela suspiró.
—Una lástima. Con lo bueno que es ahora con las manos... Extiende tu mano izquierda y quédate quieto, Elliot.
Esta vez, ni siquiera intentó oponerse. Sabía que era inútil.
Posó la mano sobre el suelo, con los dedos estirados y esperó a que hiciera con él lo que quisiera. Gabriela se arrodilló frente a él y alzó el puñal; la luz de las velas se reflejó en su filo cuando lo acercó, pero él ni siquiera parpadeó.
Se sentía derrotado y vacío. Había viajado hasta La Mandíbula para nada y no podía regresar a casa donde su padre se había asegurado de borrar su existencia.
El filo descendió sobre su dedo índice, pero antes de que lo rozara, el cristal de la ventana estalló en pedazos. Por ella se descolgó Bruma que irrumpió en los aposentos hecha una maraña de furia, caos y rugidos.
De una patada, lanzó a Gabriela contra la pared y todos oyeron su cabeza golpearse. Cuando se desplomó, la sangre comenzó a manar. Elliot hizo ademán de ir hacia ella, pero la loba se lo impidió cuando lo agarró del brazo. Se había agazapado entre él y Mathilde, tomando una posición defensiva. Sus ojos dorados refulgían como el fuego y la mueca deformaba sus facciones comenzaban a tomar la apariencia de una bestia.
—Va a llevarle un tiempo regenerarse —dijo Mathilde, observando indiferente el cuerpo inerte de Gabriela. Se volvió hacia ellos y sonrió—. Te has tomado tu tiempo en aparecer.
Bruma gruñó y le enseñó sus afilados dientes. Esa niña le ponía los pelos de punta y su instinto le gritaba que se marcharan de inmediato. No sabía lo que había pasado, pero la mirada ida de Elliot le dijo que era grave. Además, podía oler por toda su piel a Gabriela.
—Nosotros nos vamos —dijo con firmeza mientras se incorporaba y tiraba de Elliot para ponerlo en pie—. Ya habéis hecho lo que queríais con él.
—Oh, en realidad, acabamos de empezar. Te estaba esperando, Bruma Uguarum.
La licántropa soltó un gruñido al escuchar su nombre completo. ¿Cómo sabía esa vampira quién era?
Sus manos se metamorfosearon en garras capaces de desgarrar gargantas y atravesar la carne como si fuera mantequilla.
—Deja que nos vayamos y no habrá consecuencias.
Mathilde rio y tuvo que apoyarse en la puerta para no caer.
—¿Qué consecuencias? —logró decir entre carcajadas.
—Con un solo aullido, todos los vokul de La Mandíbula me seguirán y harán lo que les ordene.
—¿De verdad? —preguntó la vampira, en absoluto intimidada.
—Maté al alfa y tomé su lugar en la manada.
Elliot pareció reaccionar ante sus palabras. La miró sorprendido, al fin relacionándola con la figura que vio enfrentándose al vokul más grande. No había pasado tanto tiempo, pero parecía otra vida. Llegó a pensar que fue un delirio producto de las heridas y el humo que respiró. Descubrir que fue Bruma quien espantó a la manda que iba a devorar a los esclavos, lo llenó de orgullo, pero también demostró que ella pudo hacer lo que él no.
—Lástima que Trebana no esté conectada con el resto de La Mandíbula. A no ser que esos perros rabiosos hayan aprendido a nadar, me temo que puedes aullar hasta quedarte sin voz: ninguno vendrá.
Bruma apretó los dientes, sin ningún as en la manga para salir de allí.
—Además, no creo que quieras irte.
—¿Y eso por qué?
—Porque yo puedo darte las respuestas que ansias. Ven conmigo por las buenas, y aprenderás todo lo que tu padre sabía y más.
La joven dio un paso hacia ella, pero esta vez fue Elliot quien la detuvo.
—Vámonos —susurró.
Mathilde lo oyó y chistó molesta. Sus ojos azules se encendieron, advirtiéndoles del peligro.
—Le estáis haciendo perder la paciencia... —les advirtió Gabriela.
Todos se volvieron a mirarla. Había dejado de sangrar y se levantaba con dificultad, apoyándose en la pared.
—Ya era hora de que despertaras... —resopló la pequeña vampira—. Voy a ser muy clara porque, como bien ha dicho, odio que me hagan perder el tiempo. Vosotros sois meras piezas en mis planes. Si quiero, puedo obligaros a hacer lo que deseo y mataros después, pero con los siglos aprendí a ser diplomática e intentarlo primero por las buenas —dijo con una sonrisa tirante y forzada—. Elliot de Wiktoria, si aceptas colaborar, le ordenaré a Gabriela que te permita conservar tu libre albedrío, no podrás matarla, pero no volverá a manipularte como ahora. —La aludida chistó, pero no replicó—. Bruma Uguarum, lo sé todo de ti y te lo digo desde ya: no encontrarás lo que buscas en el Bosque de la Luna Sangrienta, lo único que conseguirás si viajas a Vasilia, será morir. Pero, si me acompañas, podrás lograr el conocimiento para lograr lo que verdaderamente ansías.
Tras sus palabras, se hizo el silencio. Elliot miró a la licántropa sin comprender absolutamente nada. Llevaba semanas con ella y no sabía nada, en cambio Mathilde parecía saberlo todo.
—Acepto —dijo la joven.
—¡Bruma! —exclamó Elliot.
—Iré contigo y haré lo que me pidas —continuó, ignorándolo—, siempre y cuando cumplas tu parte del trato.
Mathilde sonrió satisfecha y asintió. Entonces se volvió hacia el vampiro.
—Yo también acepto.
Incluso si se negaba, ellas lo obligarían. Además, no podía dejar sola a Bruma con esas dos víboras.
—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó la licántropa.
—A la Isla de la Media Luna. Partiremos al atardecer en el barco de Nova Hurwood.
—¿Qué? —exclamó Elliot—. ¡No podemos ir ahí! Es una isla del Archipiélago del Ocaso.
—¿Y? —dijo Mathilde.
¿Acaso no entendían lo que implicaba?
—Está demasiado cerca del Fin del Mundo, toda embarcación que se aproxima, desaparece para jamás regresar.
—Es arriesgado, pero no imposible —admitió la pequeña vampira—. Contamos con los mejores navegantes de La Mandíbula y conocemos la ruta más segura. No te preocupes por detalles que no te corresponden.
—¿Estás loca? —siseó.
Los ojos de Mathilde se clavaron en él como dardos venenosos, la presión de una vampira tan antigua, le cortó la respiración y cayó de rodillas contra el suelo, una vez más. Bruma se agachó junto a él y lo agarró del brazo para ayudarlo a levantarse.
—He cometido crímenes, pero jamás locuras —le espetó—. Gabriela, contrólalo o lo mataré —dijo antes de marcharse.
La vampira asintió y se volvió hacia ambos una vez estuvieron solos.
—Será mejor que regreséis a La Corona Quebrada. Y, Elliot, no pongas a prueba la paciencia de Mathilde, ella no es como yo.
Se dirigieron a la puerta, pero la voz de Gabriela los detuvo de nuevo:
—Yo que tú tendría cuidado, perra, porque cuando dejes de sernos útil, iré a por ti.
Bruma se volvió hacia ella con una sonrisa lobuna.
—Lo espero con ansias.
Salieron de La Tentadora y Elliot respiró por fin aire fresco. Agradeció salir de ese maldito lugar y, sobre todo, separarse de la presencia intoxicante de Gabriela.
Iniciaron el camino de vuelta sin pronunciar palabra. Agradeció que Bruma no intentara consolarlo, ni siquiera podía mirarla.
Esa noche había acudido con la intención de vengarse de Gabriela o morir intentándolo. De una forma u otra, había creído que pondría fin a su desdicha, a esa rabia que lo consumía. Creyó que así podría al fin recuperar el control de su vida y pasar página. Si hubiera sabido que descubriría cuán intenso era el odio de su padre hacia él y quedaría a merced de esa maldita mujer, jamás habría ido.
Tal vez hubiera sido mejor morir la noche en que su destino se truncó para siempre. Habría muerto como Elliot, el heredero de los duques de Wiktoria, un joven sin ápice de maldad y sin una sola muerte manchando sus manos. Bajó la vista hacia ellas y vio la sangre acumulada en sus uñas y el temblor que las dominaba. Eran unas manos horribles y patéticas.
A su lado, Bruma lo observaba sin perder detalle de su rostro y los ojos dorados iluminados.
Lo primero: ¡siento mucho, mucho n haber actualizado el miércoles! Para compensar, este capítulo es más largo de lo normal. La verdad es que tuve una semana ocupada y, además, este capítulo me fue difícil de editar. Tuve muchas dudas respecto a cómo quería que quedara por lo que cualquier comentario sobre qué os ha parecido, me ayudaría mucho. Quiero saber lo que os gustó, lo que no, lo que se entendió o lo que está confuso.
Este capítulo tiene un contenido sensible y siempre dudo sobre cómo manejarlo. Además, tiene un efecto muy grande en Elliot y no para bien. Representar lo que le ha ocurrido ha sido difícil, por un lado, el sexo con Gabriela le ha resultado placentero, pero no ha sido voluntario. Ella tiene un control sobrenatural sobre él (¿adivináis quién también lo tiene con otro personaje?) y eso complica mucho las cosas para nuestro bebé.
¡Otra cosa importante es que reaparece Mathilde! Ahora ya sabemos mucho más de ella, su relación con William y que es una Anghel descendiente de la reina (RIP).
¡Y no olvidemos a Bruma! Pronto sabremos más de su pasado y conoceremos su deseo más profundo. Aquello por lo que hace todo.
¡Espero que os haya gustado!
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