La abuela Rosie
Como apenas despertaba, el calor me tomó por sorpresa. No tenía idea de que se pudiera experimentar lo que sienten las quesadillas dentro del microondas, pero al parecer es algo real. Mi papá ya estaba bajando las maletas, probablemente no quería despertarme, pero el sonido de las puertas lo hizo.
En realidad no teníamos demasiado equipaje, así que papá tomó ambas maletas entre sus manos y las llevó sin esfuerzo hacia la casa de mi abuelita.
Bajé un poco aturdida y levanté la mirada hacia la bonita morada. Era una casa sencilla de color blanco, que estaba llena de hermosas flores. Tenía un solo piso y eso la hacía lucir todavía más acogedora. Acaricié mi mano porque sentí que el sol me estaba quemando y recordé que no me había puesto protector solar, así que corrí para resguardarme dentro de la casa.
—Papá, el bloqueador, el bloqueador —llegué diciendo en cuanto sentí que la sombra me tapó de ese enorme sol.
—Ah, pero primero saluda a tu abuelita.
No había tomado consciencia de que la abuela ya estaba ahí. Bajé las manos de inmediato, como si hubiera conocido, en ese preciso instante, a una aparición divina. El cabello era blanco como la espuma, y estaba trenzado entre cuentas y dijes. Llevaba una pañoleta de colores en la cabeza y la nariz afilada por frente, como si fuera una bandera que demostraba su orgullo.
Era muy delgada, así que parecía que la ropa era tremendamente holgada. Una blusa blanca de manta y una falda con tonos café claro y oscuro que ajustaba con un cinturón diminuto.
Involuntariamente me escondí detrás de mi padre, aunque sabía que ya era muy mayor para eso.
—Oh, no muerdo, pequeña. Ven a darle un abrazo a tu abuela —expresó la mujer extendiendo sus brazos.
Me alejé de papá porque me avergonzaba haber reaccionado así, y de inmediato le dirigí una sonrisa forzada antes de abrazarla.
Siempre me ha resultado extraño abrazar a alguien cuando no se tiene una relación estrecha, pero lo considero una de las cosas más bonitas cuando se tiene un lazo especial. En ese momento, la abuela Rosie era una extraña que volvía a ver después de muchos años, así que solamente me mantuve tiesa en mi lugar y mantuve la sonrisa hasta que terminó.
—¿Quieres comer, pequeña? —preguntó ella abriendo sus tremendos ojos.
—No, no se me antoja más pizza —contesté sobando mi estómago.
—Ay, Roberto, ¿la trajiste aquí con pura de esa cosa? —regañó mi abuela.
Cuando eso pasaba era gracioso, porque me recordaba que papá también había sido un niño en algún momento y que había tenido padres y todo. Papá solamente levantó los hombros, como después de hacer una travesura.
—Ven que te sirvo lo que hice de comer. Las maletas las puedes poner en los cuartos del fondo —indicó tomándome de la mano para mostrarme el resto de la casa—. Vamos a la cocina.
La casa de la abuela Rosie había quedado muy cerca de la playa, eso era muy difícil, porque ahora la mayoría pertenecía a hoteles, pero el espacio que ocupaba su pequeña casa quedó intacto, rodeado de vegetación, con unas bonitas rocas y la cocina y comedor con la vista amplia hacia el mar y la divina arena.
Papá tardó mucho acomodando las maletas, pero me imaginé que estaba buscando el protector solar. Mientras tanto, me puse a mirar la cocina de la abuela. Tenía pequeñas decoraciones coloridas por todos lados, un millón de frascos con especias y verduras regadas por doquier.
—Te hice arroz a la tumbada —indicó ella revolviendo un caldo—. Ya casi está listo. ¿Me quieres ayudar a hacer una rica agua de melón?
—Sí.
Mi voz sonaba tímida, hasta ese momento mi corazón estaba resintiendo que papá no estuviera cerca, así que empecé a buscarlo con la mirada.
—Oye, Ángela, ¿cómo vas en la escuela? —preguntó la abuela acercándome un melón del tamaño de mi cabeza.
—Me gusta, me gusta aprender —contesté admirando con asombro cómo me entregaba un cuchillo gigante.
—¿Sabes cortar melón?
Moví la cabeza en negación y ella sonrió antes de acercar una silla a la pequeña mesita de madera sobre la que estaba. Empezó a mostrarme cómo era que debía cortar el melón y me dijo en dónde podía encontrar los cuencos para ir colocando los cubitos que salieran.
—Mientras más cortemos, menos trabajo para la licuadora.
—Somos la licuadora de la licuadora —dije, esperando a ver la reacción de la abuela Rosie. Algunos adultos reaccionan mal a las bromas, otros se sueltan a reír de un momento para otro, la abuela Rosie me sonrió como si fuéramos las cómplices juradas de una aventura sin igual.
Al cabo de un rato, papá salió finalmente de los cuartos. Estaba vestido diferente, ahora que lo recordaba, probablemente había escuchado sonidos de una ducha encendida, pero seguro los había apagado el sonido del mar. Me miró un poco nervioso y después se acercó a la abuela para darle un beso.
—Vuelvo en un rato.
—¿No vas por pizza, verdad?
Papá y la abuela soltaron una risa y la expresión de papá cambió a alivio.
Yo no sabía qué era el "arroz tumbado", pero cuando me lo sirvió la abuela Rosie, no sabía ni por dónde comenzar. Tenía muchos ingredientes, era un caldo enorme, pero lo devoré de inmediato porque llevaba semanas comiendo solamente masa con queso y diferentes carnes.
El sazón de la abuela Rosie fue lo primero que me envolvió. Sentí que, desde que probé su sopa, me había transportado a otra realidad, porque ahora incluso la marea lucía diferente. La cocina estaba como encantada. La abuela me dijo, tiempo después, que había puesto una pócima secreta, estoy segura de que es verdad.
Poco a poco la capa de poca familiaridad empezó a caer de mis hombros. Era como si hubiera conocido a la abuela Rosie de toda la vida, así que cuando me invitó a ir a la playa a dar un paseo, acepté encantada.
*ೃ༄
Yo sí encontré mi protector solar, a diferencia de papá. Me embarré de él, hasta quedar como un fantasma y me puse el traje de baño que tanto me gustaba. La abuela Rosie no se cambió de ropa, pero se puso una pañoleta un poco más grande.
Anduvimos por la arena, hicimos castillos, me dejó meter los pies al mar y me enseñó una canción, pero pronto empecé a sentir que papá estaba tardando y que no tendría la oportunidad de poder disfrutar de todo lo que estábamos haciendo.
—Abuela, ¿a dónde fue papá? Ya tardó mucho —le dije mientras hacíamos otro castillo de arena.
La abuela Rosie se me quedó mirando y acarició uno de mis cabellos que estaban volando en el aire para acomodarlo detrás de mi oreja.
—Tu papá me dijo que te gustan mucho los cuentos, ¿es verdad?
—Me encantan, pero me gusta que me los lean o que los hagan como los cuenta-cuentos.
La abuela asintió satisfecha y observó el mar antes de sentarse junto a mí, aunque estuviera llenando su falda de arena.
—Habrás notado que soy especial, ¿cierto? —preguntó levantando la ceja. Claro que lo era, una de esas personas que no puedes creer que sea un ser humano como tú. Desprendía algo extremadamente especial.
—Sí, ¿tienes magia o algo así?
—Oh, mi pequeña Angie, no tienes idea. ¿Quieres que te cuente una historia?
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