-6-
Frente a mí no había un solo castillo marino, como yo había imaginado, sino que se levantaba todo un reino. Era impresionante. El brillo que aquel emitía, no me dejaba dudas de que ese era el lugar al que Amea pertenecía.
El dorado estaba tomando protagonismo, iluminado por aquella esfera enorme que se encontraba encima de todo. Dicha era la que iluminaba toda la zona, como si el sol que conocíamos, nunca hubiera existido, sino que siempre estuvo debajo del mar.
A lo lejos se miraban tres castillos dorados, el del medio era más grande que los demás, pero los tres lucían tan preciosamente esculpidos que seguramente albergaban a las personas más importantes de ese reino.
Frente a los castillos, se desplegaban calzadas decoradas con joyas y conchas marinas. Las casas que estaban a los lados eran tan bonitas que lucían como pequeños palacios personales. Amea me tomó de la mano antes de que pudiera observar cualquier otra cosa y me llevó directamente en dirección hacia el castillo más grande.
Intentaba admirar a los habitantes, pero estábamos nadando tan rápido, que no había oportunidad para aquello. Tan solo los veía como manchas borrosas que pasaban de largo.
El brazo ya me dolía de tanto jaloneo, pero no quería permitir que la sirena me soltara, porque sabía que yo sola no podría sobrevivir ahí.
Cuando ya no podía más, tanto por el dolor de mi brazo, como por el mareo que empezaba al mirar todas las cosas pasar demasiado rápido, la sirena se detuvo en seco. Estábamos en la entrada del castillo.
—Nadie puede verte. Ven, aquí estaremos bien.
Señaló un camino que guiaba hacia los costados del recinto. Cuando ya no estábamos a la vista principal del castillo, la sirena removió un coral que se encontraba decorando aquella área, y mostró un agujero del tamaño adecuado para servir de pasadizo.
—Sígueme, pero no hagas ruidos —dijo la sirena tratando de entrar sola.
—Espera. —La detuve ahora yo, sujetando su brazo. El tacto era absolutamente de otro mundo. Tan suave como si se estuviera palpando seda misma—. Es que no sé cómo nadar aquí.
Amea me miró un segundo, como contemplando la anatomía humana a la que estaba condenada y nadó hasta mis tobillos para juntarlos con sus manos.
—Así, mantente así e impúlsate como yo.
Aquello es lo más obvio del mundo. Incluso cuando jugamos a ser seres marinos, esa es la posición de nado. Pero allá abajo, me resultó una de las cosas más complicadas. La presión del agua era muy fuerte y no podía más que juntar todas las fuerzas con las que contaba para poder avanzar.
El túnel nuevamente era oscuro, no me gustaba eso para nada, porque tan solo podía guiarme con el leve brillo de la sirena y el movimiento de la corriente que iba creando frente a mí.
No tenía la menor intención de perderla, aunque estaba segura de que ese túnel no tenía ninguna otra salida. Pero el pánico de poder atrasarme y después no saber en dónde encontrarla, se estaba apoderando de mí y acalambraba mis músculos logrando el efecto contrario al que quería.
Quería gritarle que esperara por mí, pero recordaba lo que acababa de decirme sobre el ruido y aún no estaba segura de que el resto de su especie fuera tan amable como ella.
El aire se me iba (por decirlo así), cuando nuevamente percibí la corriente deteniéndose.
Un círculo de luz nos iluminó, porque Amea había retirado lo que fuera que tapaba la salida de ese pasadizo. Con la poca luz que entró, volvió a colocar uno de sus dedos frente a los labios, reiterándome la importancia de que guardara silencio.
Cuando fue mi turno de pasar, no pude evitar emitir una sonrisa. El interior del castillo era aún más hermoso. Con peldaños hechos de pura perla pulida, decoraciones con escudos y símbolos que resultaban tan imponentes que provocaban querer reverenciarlos.
También pude ver al fin a otros de la especie, aunque no en persona, como me hubiera gustado, sino en pinturas que estaban en las paredes. Aquellas tenían una protección de vidrio y mostraban escenas heroicas de sirenas en el mar. Algunas tenían barcos e ilustraban batallas. Me pregunté si entonces las sirenas eran enemigas juradas de la humanidad, si era así, yo era muy afortunada.
Amea dio vuelta por un pasillo y después abrió una de las puertas para señalarme su interior. Aquella era la mismísima biblioteca de la que tanto había hablado. Los libros estaban guardados en estantes, aquellos no estaban protegidos por vidrios, como las pinturas, así que volví a cuestionarme cómo es que no se mojaban.
La puerta sonó suavemente detrás de nosotras y Amea soltó un suspiro.
—Creí que no lo lograríamos —expresó aliviada—. Creí que alguien nos vería.
—¿Qué es lo que pasaría si alguien nos mira? —pregunté con inocencia.
La sirena me miró como si acabara de decir algo terrible, porque probablemente lo había hecho, así que tan solo negó con la cabeza y me indicó que la siguiera.
La biblioteca era enorme y profunda, seguramente tenía tanto conocimiento que a nadie le alcanzaría la vida para leer absolutamente todos los volúmenes que se encontraban ahí.
Dimos vueltas por los pasillos, no sabía si Amea estaba buscando un ejemplar, porque su intención de encontrar algo era clara, pero la manera tan rápida en que recorría los pasillos no me permitían comprender su método de búsqueda.
—Amea, no nades tan rápido. Me duele todo el cuerpo —le dije dejando de avanzar un momento para recuperarme.
—Un poco más y descansaremos, pero quiero encontrar a Tereo —me respondió sin bajar el ritmo.
Contemplé la posibilidad de quedarme ahí, sin seguirla para nada, pero de nuevo el miedo de perderme se hizo presente, aunque estuviéramos en la biblioteca.
Al final, el sonido de voces me fue guiando hacia donde había nadado Amea. Hice el mayor de mis esfuerzos por llegar y después de casi quedarme sin nada de energía, quedé maravillada, porque un tritón estaba frente a mí.
—Rosie, él es Tereo.
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