Secretos del pasado I

ADVERTENCIA: Este capítulo contiene temas sensibles relacionados con el abuso sexual a menores (hay una escena más o menos explícita que está casi al final). Si consideras que este tema podría ser problemático o doloroso para ti, te convido a que te saltes el capítulo. Sí aún así, decides leerlo, hazlo con la mayor discreción posible. 

Quiero que sepan además que la razón por la que decidí incluir este tema en mi libro, aparte de profundizar en el personaje de Anemith, es para concientizar sobre el abuso sexual en menores, un tema cada vez más común y que puede cambiar tu vida por completo. Casi siempre los abusos en niños vienen de algún adulto cercano, por eso para los adultos que me leen, cuiden a sus hijos, nunca los dejen solos ni al cuidado de nadie más que no sea ustedes. Por otro lado, si has sido víctima de abuso sexual te abrazo y te ruego que no te calles, siempre hay personas que estarán dispuestas a ayudarte. YO SÍ TE CREO. 

Gracias por continuar leyendo esta historia. Los amo muchooo :)

Se cree que los recuerdos más dolorosos del pasado llegan cuando las personas se encuentran al borde de la muerte. Quizás por esa razón Anemith tuvo aquellos extraños sueños lúcidos, mientras los médicos reales intentaban curarle las heridas provocadas por el poder del cristal celestial.

—¿Estás ahí? — preguntó Natalia—. Vamos, Anith, no puedes quedarte ahí para siempre.

Anemith tenía once años y estaba subida en la copa de un frondoso árbol, su favorito. Tanto ella, como sus hermanos, vivían en Luriam, la Ciudad de Cielo, lugar destinado a los dioses y a sus descendientes. También existían unas criaturas de menor importancia llamadas "nefines" que velaban por la paz de aquel lugar y servían a sus soberanos.

Luriam era hermosa, similar a Arcadia. Contaba con arroyos de agua cristalina, campos verdes llenos de flores, animales mansos, y un clima que se mantenía cálido todo el año. Nunca había oscuridad, ni invierno, ni tormentas, ni hambre. Era el mismísimo paraíso.

—No bajaré hasta que mamá llegue— protestó Anemith.

—Que terca eres— respondió Natalia con enfado. La niña era un poco menor que su hermana. Tenía solo ocho años—. Es mejor que bajes o nuestro tío se enojará contigo y te castigará.

Anemith sentía mucho cariño hacía su tío, pero, sabía que tenía un carácter severo y no soportaría ningún berrinche, así que optó por hacer caso a su hermana y bajar del árbol. Juntas caminaron hacia el interior del palacio de cristal.

—¿Dónde se habían metido? — preguntó Cindra. En ese momento tenía dieciséis años. Los cabellos plateados le caían rizados sobre sus hombros y llevaba dos esclavas doradas en sus brazos, representación de que era la heredera al trono de cielo.

—Estábamos jugando— se disculpó Natalia con respeto.

Otro niño un poco mayor llegó en ese momento. Estaba vestido con armadura y también tenía los cabellos plateados como el resto de sus hermanos a excepción de Anemith.

—Hola, hermanas— saludó con picardía—. Hola, cabellos de fango— dijo dirigiéndose a Anemith.

La niña apretó los puños, enojada por aquel calificativo que su hermano siempre usaba para burlarse de ella. Quiso responderle, pero en ese momento apareció Samtines.

—Mis amados sobrinos— saludó el hombre con una sonrisa melosa y caminó hacia el centro de la habitación. Los chicos corrieron a abrazarlo, contentos por su llegada—. Tengo malas noticias para ustedes— dijo cuando lo soltaron.

—¿Qué sucedió? — preguntó Cindra, alarmada.

—Anise no va a regresar a la Ciudad de cielo— dijo sin preámbulos.

—¿Qué? — exclamó Saúl, el hermano que seguía en edad a Cindra—. ¿Por qué?

—Su madre ha decidido quedarse a liderar el Consejo de Magos en Arcadia, la tierra necesita la presencia de...

—No— lloriqueó Natalia—. Mamá no puede irse, no puede dejarnos...

—¿Nuestra madre nos abandona? — gruñó Anemith, con los puños apretados—. ¿Por qué razón?

Samtines no pudo evitar que una sonrisa se dibujara en sus labios carnosos.

—Como decía, la tierra necesita de Anise. Ustedes estarán bien aquí conmigo.

—¿Y quién va a encargarse de proteger el libro Sagrado? — preguntó Cindra—. ¿Quién guiará a los nefines? ¿Quién velará por el bienestar de los humanos y de las criaturas mágicas?

—Solo te importa eso, ¿verdad? — intervino Anemith, cada vez más enojada—. Siempre has querido tomar su lugar.

—¿Cómo te atreves a...? — se ofendió Cindra y avanzó unos pasos hacia su hermana, deseando poder golpearla por su insolencia.

—Suficiente— gritó Samtines. Todos hicieron silencio—. Anise ha nombrado a Cindra como su heredera y eso debe respetarse. —Hizo una pausa para detallar a cada uno de sus sobrinos, luego los señaló con el dedo índice—. Yo me encargaré de los asuntos importantes hasta que ella esté lista para gobernar y ustedes obedecerán mis ordenes, ¿está claro?

—Pero...—Quiso contradecirlo Anemith. No soportaba la idea de que su hermana mayor estuviera a cargo. Ellas dos nunca se habían llevado bien.

—¿Está claro? — bramó Samtines, iracundo.

Los chicos asintieron y salieron corriendo de la habitación.

...

Anemith no solía llorar, odiaba hacerlo, pero por una semana había llorado a mares, escondida en un rincón de su habitación. Apenas comía, no iba a entrenar, ni siquiera los ruegos de su hermana Natalia para salir a correr por el bosque la tentaron. Seguía sin creerlo. No entendía por qué su madre la abandonaba. Estaba acostumbrada a que se fuera por cortos periodos de tiempo, pero siempre regresaba y les traía regalos de la tierra. Cuando estaba allí el palacio se llenaba de risas y juegos, ya no se sentía tan sola como antes, pero ahora su ausencia sería para siempre. Nunca volvería a verla, o quizás sí, pero cuando tuviera la edad para bajar al mundo de los humanos y para eso le faltaban varios años.

—Querida, ¿estás ahí? — preguntó Samtines desde afuera de la habitación. Ella quedó en silencio—. Vamos, ¿piensas dejar afuera a tu tío?

Anemith se sorbió la nariz, luego se levantó para poder abrir la puerta. Estaba vestida con un camisón de dormir, tenía el cabello suelto y los ojos rojos por el llanto. Se veía como una niña indefensa, a pesar de que su cuerpo comenzaba a dar las primeras señales de pubertad.

Samtines la observó de arriba abajo con demasiado interés. Luego entró y cerró la puerta.

—No deberías llorar tanto, tu madre no lo merece.

—¿Por qué dices eso? — preguntó Anemith, mientras se secaba las lágrimas con el dorso de su muñeca.

—Hay muchas cosas que no sabes, pequeña. Cosas muy duras.

—Dímelas— exigió Anemith.

Samtines sonrió con malicia. Avanzó unos pasos hacia ella, provocando que la niña retrocediera, asustada. Cuando no pudo continuar huyendo, quedó en un rincón de la habitación, respirando agitada y con el corazón latiendo muy fuerte.

—Eres muy pequeña aún. No lo entenderás.

Ya soy grande— lo encaró con los puños apretados—. Debes decírmelo.

Samtines soltó una carcajada divertida. Luego se acercó un poco más a Anemith hasta capturar un mechón rebelde que caía sobre su rostro y ponerlo tras su oreja.

—Tu madre tiene una relación con un mortal y tuvo un hijo con él— espetó.

—¿Qué? — murmuró Anemith.

—Por eso se ausentaba tanto.

Anemith quedó pensativa unos instantes. Recordó todas las veces que su madre se marchaba de la Ciudad de Cielo rumbo a Arcadia, con la excusa de atender asuntos importantes del Consejo de magos.

—No puede ser...

—Lo es, por eso renunció a su lugar como diosa suprema, a ustedes...

—¿Mis hermanos saben esto? — preguntó Anemith, cada vez más alarmada.

Samtines negó con la cabeza.

—¿Sabes lo que sucedería si el Consejo de Magos descubre su traición? — preguntó—. Tu madre sería condenada a muerte. Una diosa que mezcla su sangre con humanos no merece vivir.

Anemith quedó pensativa unos minutos sin saber que más decir, luego rompió en llanto. Samtines la abrazó y comenzó a sisear para calmarla.

—Tranquila, yo voy a protegerte, lo prometo.

—¿Por qué nos hizo esto? — preguntó entre sollozos—. ¿Acaso ese mortal era más importante para ella que nosotros?

Samtines la tomó por los hombros hasta lograr separarla de él. Luego la obligó a mirarlo a los ojos.

—Tu madre es una pésima madre y una pésima diosa. Por eso hizo lo que hizo. Nunca le importó su posición, ni tampoco sus hijos.

—¿Vas a delatarla? — preguntó Anemith, asustada.

—Sí, es mi deber.

—Por favor, tío, no lo hagas— suplicó ella. Las lágrimas continuaban saliendo sin control—. No quiero que muera.

Lo que tu madre hizo no merece nuestro perdón, lo entiendes, ¿verdad?

—Tío, no quiero que nada le suceda a mi madre. Por favor, te suplico que guardes el secreto— dijo tras tomarlo por el brazo con brusquedad para impedir que se marchara.

Samtines quedó serio unos segundos, pero luego su expresión se ablandó.

—Lo haré, pero debes prometerme algo importante primero.

—¿Qué cosa? — preguntó Anemith con extrañeza.

—Debes prometer bajo un pacto de sangre irrompible que obedecerás mis órdenes y me serás fiel siempre, sin dudar, sin quejarte, sin dar opiniones.

Anemith titubeó. A pesar de su corta edad, sabía lo peligrosos que eran los pactos de sangre. Nunca podían violarse, pues se pagaban con la muerte o en el mejor de los casos, causaban la pérdida permanente de los poderes de quien osaba romperlos. Eso lo comprendía bien, pero lo que en ese momento no contempló, fue que todo contrato tiene sus letras chiquitas. Aceptar aquel trato, era entregar su existencia a Samtines, perteneciéndole hasta el final de sus días. A menos que tuviera la inteligencia suficiente como para alterar las reglas de aquel juego.

—Lo acepto— murmuró, convencida de que salvar a su madre valía la pena.

Samtines sacó una daga conjurada de su bolsillo y se la entregó. Anemith se descubrió el hombro con manos temblorosas.

—Repite conmigo— ordenó—. Juro obedecer a mi tío Samtines en cada cosa que me pida, le seré fiel y seguiré sus órdenes siempre, nunca planearé nada para matarlo o dañarlo, desde este día, hasta que uno de los dos muera.

Anemith acercó el acero a su carne y dudó un poco, más por el miedo al dolor que por el pacto en sí. Tras meditarlo unos segundos más, se animó a hacer un corte más o menos profundo en su hombro derecho. Por último, recitó de memoria las palabras de su tío.

—Eres una niña muy obediente— comentó Samtines con una sonrisa pícara en el rostro.

—Ahora usted— respondió Anemith y le entregó la daga—. Debe jurar que nunca delatará a mi madre.

Samtines sonrió. Le encantaba que su sobrina fuera tan osada, así que se desabrochó la camisa y se dispuso a cumplir con su parte del trato.

—Nunca revelaré el secreto de Anise a nadie— recitó tras realizar el corte.

Cuando el ritual terminó. Samtines no perdió tiempo. Tomó a su sobrina por las caderas y la empujó contra la pared de la habitación, luego hundió la nariz en su cuello, como un perro que olfatea a la presa que está a punto de devorar.

—¿Qué haces? — preguntó Anemith sin comprender.

—Algo que deseaba hacer desde que comenzaste a convertirte en toda una señorita— dijo sin ningún tipo de filtro. Luego la miró a los ojos con lujuria—. ¿Qué? ¿Pensabas que mi silencio sería gratis?

Anemith había vivido toda su vida en una ciudad donde no existía el dolor, ni la tristeza. Donde las bestias eran mansas y convivían en armonía con otras, sin cazar ni lastimarse. En su corazón solo habitaba la bondad. Por esa razón, cuando su tío comenzó a tocarla de un modo inapropiado, su mente no logró entender qué estaba planeando hacer.

No fue hasta que Samtines la tiró sobre la cama, que supo que acababa de cometer el peor error de su vida.

—Lo que hoy sucederá nunca nadie debe saberlo, ¿entendiste? — le advirtió, mientras se bajaba los pantalones—. Ahora quédate quietita y lo más callada posible.

—¿Qué vas a hacerme? — preguntó, cada vez más asustada.

—Tranquila, con el tiempo vas a aprender a disfrutarlo.

Anemith quiso pedir ayuda, pero sabía que no podía hacerlo, gracias al maldito pacto de sangre que acababa de realizar. Respiró hondo para intentar calmarse. Todo su cuerpo temblaba sin control. Nunca se imaginó viviendo una situación así.

El tiempo se congeló cuando sintió el peso de aquel robusto hombre sobre ella. Cerró los ojos con fuerza, no estaba segura de lo que sucedería, pero sabía que su tío mentía, nunca podría disfrutar lo que fuera que quisiera hacerle. Cuando el dolor torturó su entrepierna, comenzó a llorar a todo pulmón, pero una mano opacó sus gritos, silenciándolos para siempre.

—No te muevas, maldita sea— la insultó Samtines, deteniendo sus intentos desenfrenados por liberarse.

—Me duele— quiso decirle, pero apenas pudo emitir algunos sonidos ahogados.

Samtines la ignoró por completo, continuó satisfaciendo sus perversos deseos sin importarle las quejas de su sobrina.

Hasta ese día Anemith no había conocido la maldad, ni el miedo, ni el dolor. Fueron los ojos de Samtines los que le mostraron la verdadera oscuridad del mundo. 

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