Sangre de mi sangre
Giselle ingresó en la Galería de la Serpiente. Recordó las tantas veces que se había colado allí cuando era niña intentando encontrar a su padre, quien pasaba largas horas dibujando en aquel recinto. Enseguida la imagen de la serpiente de ojos ambarinos la hizo sobrecogerse, era la pintura más grande y llamativa del sitio. Luego reparó en las otras. Casi todas representaban lugares de Nelvreska.
Casi sin querer, sus ojos se posaron en un cuadro que estaba apartado del resto. Rosman no solía dibujar rostros, pero al parecer se había esmerado muchísimo en estos. Se trataba de dos hermosas mujeres. Una era joven, de cabellos dorados y ojos tan dulces y claros como la miel. Su belleza era capaz de estremecer a cualquier persona. A su lado estaba una niña de aproximadamente cinco años bastante similar, a excepción del cabello que era cobrizo. Giselle no pudo evitar pasar sus dedos por aquella imagen tan perfecta como si quisiera guardarla en su memoria para siempre.
—¿Qué haces aquí?
Aquella voz la hizo sobresaltarse. Asustada, se giró de golpe. Rosman la observaba con una expresión fría.
—Papá...—murmuró Giselle un poco más calmada al reconocerlo.
—¿Por qué estás aquí? —insistió Rosman sin cambiar su expresión.
—Quería verte—confesó Giselle con voz triste, luego bajó la mirada.
Rosman avanzó hasta quedar a su lado. No continuó haciendo preguntas, se limitó a observar el cuadro que tanto admiraba su hija. Siempre evitaba hacerlo, por eso lo había colocado apartado de los otros, pero ahora que lo tenía enfrente le costó no deleitarse con aquellas miradas familiares que tanto añoraba.
—Es el más hermoso de todos, no entiendo por qué lo tienes tan escondido—comentó Giselle.
—No me gusta— mintió Rosman con un tono indiferente, pero Giselle pudo notar la tristeza en su mirada.
—¿Quiénes eran? — indagó sin darse por vencida.
Rosman no respondió de primer momento, sus ojos continuaban fijos en aquel misterioso cuadro que tanto le había costado terminar. Finalmente, dejó escapar un leve suspiro y desvió la mirada.
—Mi madre y mi hermana—confesó con un hilo de voz.
—¿Esta hermosa mujer era mi abuela? —preguntó Giselle sorprendida y emocionada a la vez al tiempo que señalaba a una de las siluetas.
Rosman se limitó a asentir sin dar más detalles, una parte de él deseaba salir corriendo de la habitación. Quería bloquear a toda costa aquellos sentimientos que amenazaban con debilitarlo.
—Por más que la miro no logro encontrarle parecido con nosotros, parece sacada de otro mundo. — Giselle siguió hablando sin poder dejar de contemplarla—. ¿Qué le sucedió?
—Ambas murieron—respondió Rosman, su mirada se había endurecido un poco. Tuvo que apartarse para no sucumbir ante los recuerdos de su infancia que todavía le dolían en lo más profundo—. Supongo que no tienes más preguntas, ¿verdad? —dijo volviendo a recuperar su fortaleza habitual.
Giselle abandonó el cuadro, un poco abrumada por la actitud de su padre. No conocía su pasado, pero estuvo segura de que le sucedieron cosas terribles, por eso se había convertido en aquella persona sin escrúpulos capaz de destruir todo a su paso.
—Papá, ¿hasta cuándo piensas tenerme encerrada en este palacio? —preguntó sin preámbulos.
Ambos estaban parados en el otro extremo de la habitación, justo frente a la serpiente que ocultaba el poderoso portal.
—¿Quieres marcharte lejos de aquí para luchar en mi contra junto con los Elegidos? —preguntó Rosman con un tono feroz que hizo estremecer a Giselle—. ¿Eso quieres?
—No tendría que ser así, si tan solo detuvieras esta disputa absurda...
—Jamás— bramó Rosman—. Los Elegidos serán mis enemigos hasta el día en que muera.
—No lo entiendo—se quejó Giselle—. ¿Qué te hicieron?
Rosman no respondió. A su memoria regresaron aquellos recuerdos que continuaban doliéndole muy adentro, aunque luchara cada día por apagarlos y volverlos insignificantes. La traición de Leinad, el juicio mágico, el castigo de su padre, todas aquellas cosas lo hacían sentir devastado, pero a la vez le daban fuerza para continuar firme en su venganza.
—Los Elegidos se creen los dueños de la verdad, los justicieros del mundo— respondió con una sonrisa sarcástica en los labios—. Deben dejar de existir...
—Papá, lo que sea que haya pasado en la generación anterior...
Rosman tomó a su hija por los hombros con delicadeza. Ambas miradas conectaron en cuestión de segundos como si pudieran entenderse sin hablarse.
—Escúchame bien, Giselle— dijo con voz firme—. Todas las generaciones de Elegidos van a pagar por lo que me hicieron, me vengaré de cada una de ellas.
Giselle quiso responder, pero no pudo, tenía un nudo atorado en la garganta. Sabía que su padre estaba totalmente roto por dentro, nunca podría superar ninguna de las cosas que le sucedieron y mucho menos encontrar la felicidad.
—No olvides quién eres— dijo Rosman mientras le acariciaba el rostro con torpeza usando sus pulgares—. Eres mi hija, la princesa de Nelvreska. Nuestra familia siempre ha sido envidiada y temida por todos. Nuestra nación fue llamada rebelde desde su inicio porque supimos imponernos sobre las otras y sobresalir. Este es tu lugar, a mi lado, no con esos malditos Elegidos.
Giselle reprimió las lágrimas. En el fondo comprendía a su padre y lo quería, pero no deseaba ser parte de aquella venganza. Había conocido a los Elegidos, eran buenas personas y no merecían pagar por errores del pasado. Noah vino a sus pensamientos de un modo fugaz, junto con aquel inocente beso que todavía llevaba grabado en sus labios.
Rosman quiso marcharse, pero Giselle lo abrazó, impidiendo que pudiera volver a dejarla sola. Rosman pareció turbarse un poco por aquella muestra de afecto injustificada, pero no la apartó, acarició con torpeza su espalda. Ella se sintió protegida entre sus brazos grandes y fuertes, por lo que dejó escapar un largo suspiro.
—Te quiero, papá— murmuró Giselle con lágrimas en los ojos. No estaba mintiendo, su padre era la persona más importante de su entorno, aunque ahora conocía su nivel de crueldad.
—Mi pequeña...—respondió Rosman con voz ronca. A veces le recordaba tanto a su hermana Rosaline, excepto cuando decidía comenzar con sus berrinches y convertir el palacio en un infierno.
Un cálido beso sobre sus cabellos hizo que Giselle contuviera la respiración y se aferrara más aún al torso tonificado de su padre. Alguien carraspeó detrás de ambos, interrumpiendo el abrazo.
—Otra vez mimando a la niña malcriada, que bonito— dijo Anemith con sarcasmo. Estaba en la entrada de la Galería observando la escena—. Ahora entiendo por qué nuestra hija es tan rebelde, te faltó bastante mano dura.
—Anemith...—masculló Rosman—. No estoy de humor para tus reclamos.
La pareja se miró de un modo agudo, como si quisieran continuar una discusión que ya llevaba tiempo iniciada. Giselle quiso marcharse, pero Anemith la detuvo con un gesto autoritario.
—Tú no vas a ningún lado— gruñó, enojada—. ¿Acaso no tienes modales? No vas a saludar a tu madre como debe ser.
Giselle miró a su padre en busca de apoyo, pero este no la defendió.
—Dale un beso a tu madre— exigió Rosman cuando notó la terquedad de su hija.
La joven dudó, pero finalmente se acercó a Anemith, vacilante. Desde que regresó al palacio no había pasado tiempo con ninguno de sus padres, mucho menos con ella, sentía repulsión tan solo de tenerla cerca. No toleraba su sonrisa irónica, su expresión desafiante y sus comentarios hirientes.
Giselle hizo una leve reverencia, luego se inclinó para depositar un beso seco en la mejilla de su madre.
—¿Así? —preguntó, chocante—. ¿Ya me dejarás marchar?
Anemith frunció el ceño, visiblemente enojada. No sentía afecto por su hija ni siquiera porque la había parido con dolor como todas las madres y amamantado los primeros días. En sus planes nunca estuvo tener descendencia, pero debió cumplir con las exigencias de Rosman. En aquel reino los hijos eran necesarios para asegurar la permanecía de la sangre real en el trono, en especial los varones. Sin embargo, sus intentos salieron frustrados al castigarla con una niña debilucha de buen corazón capaz de traicionar a su propia sangre. Ella no parecía nacida de sus entrañas y lo peor es que tampoco servía para gobernar debido a su condición de mujer. Era un total estorbo.
—Es una suerte que no seas un varón, de lo contrario este reino quedaría en manos inciertas— opinó con voz pausada—. Aunque de serlo, ya te hubieses ganado unos buenos azotes para que aprendieras a respetar a tus mayores.
—Por suerte no soy un varón. Lo último que deseo es gobernar este reino, aunque quizás tenga que hacerlo ya que no has podido darle varones a mi padre...
Anemith golpeó sin piedad la mejilla de Giselle, haciéndola tambalearse. La joven la observó con rabia tras llevarse una mano hacia el pómulo derecho, allí donde ahora relucía una marca roja. Quiso dejar que las lágrimas salieran, pero no pensaba darle el gusto a su madre.
—No vuelvas a hablarme de ese modo. Soy tu madre y me debes respeto.
Giselle respiró hondo para calmarse, tenía el rostro colorado y fruncido, deseaba poder devolverle aquella cachetada injustificada. Observó a su padre, pero este estaba serio, no pensaba intervenir.
—Ahora vete.
Giselle salió de la habitación casi corriendo, mientras caminaba por los pasillos las lágrimas rodaron por sus mejillas hasta oprimir su pecho y convertirse en sollozos. Estuvo horas encerrada en su habitación, no aceptó la orden de ir a cenar ni tampoco quiso recibir a sus doncellas, cada vez sus deseos de escapar de allí se volvían más desesperados.
En la madrugada, sintió el crujir de la puerta principal de su recámara. Alguien acababa de entrar sin siquiera tocar, cosa que la alarmó muchísimo. Se sentó en la cama para intentar prender la lámpara de luz, pero no tuvo tiempo, dos guardias irrumpieron en la habitación casi con violencia.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó cuándo notó sus intenciones de avanzar hacia ella—. No se atrevan a acercarse a mí.
—Alteza, la reina desea verla con urgencia. Debe acompañarnos— respondieron los hombres con timidez, sin mirarla a los ojos.
—¿A estas horas? — cuestionó, algo alarmada—. ¿Qué sucedió?
—No lo sabemos, solo le pedimos que nos acompañe.
Giselle titubeó, pero no fue capaz de negarse al notar la urgencia de aquel mandato. Les pidió a los guardias que salieran para poder cambiarse de ropa, pero ellos se negaron a obedecer, así que tuvo que acompañarlos vestida con una bata de seda bastante descubierta y pantuflas. Fue escoltada con gran cuidado hacia una recámara que nunca antes había visitado. Su instinto le decía que algo malo sucedía, pero no lograba imaginarse qué.
—¿Mamá? —murmuró cuando estuvo adentro y observó una figura que la observaba con rostro serio. Le costó reconocerla debido a la oscuridad del lugar, pero cuando los candelabros se prendieron de manera repentina logró detallar sus facciones—. ¿Qué estamos haciendo aquí?
—Es hora de que seas útil de una vez por todas— respondió la mujer con total tranquilidad.
—¿A qué te refieres? — preguntó Giselle, confundida y asustada a la vez.
—Te necesito para poder obtener el cristal de los inframundos—explicó Anemith—. Solo con el sacrificio de un descendiente podré irrumpir en el inframundo y tomar lo que tanto deseo.
—¿Un sacrificio? —preguntó Giselle, alarmada.
El rostro de Anemith se iluminó de alegría y sus labios se movieron hasta formar una sonrisa. La joven retrocedió de manera instintiva, poco a poco fue comprendiendo lo que sucedía y sintió como su cuerpo se tensaba debido al miedo. Estaba totalmente a merced de aquella mujer que decía ser su madre. La observó sacar una daga conjurada y sus sospechas se intensificaron, por lo que intentó huir, pero enseguida los dos guardias la sujetaron.
—¡Papá!— comenzó a gritar desesperada, mientras era arrastrada hacia el centro de la habitación. Ambos hombres la obligaron a arrodillarse en el suelo. Sus sollozos comenzaron a fluir sin poder contenerlos—. ¿Qué me vas a hacer? —preguntó con voz temblorosa cuando observó que su madre le agarraba la mano con brusquedad.
—Tranquila, será una muerte limpia, apenas sentirás dolor.
Giselle comenzó a retorcerse para intentar desprenderse del agarre de los guardias, pero estos la obligaron a permanecer quieta. Sintió como la daga conjurada le cortaba la piel del antebrazo formando un símbolo de magia negra, luego Anemith comenzó a susurrar un hechizo.
—Sangre de mi sangre ofrezco, carne de mi carne otorgo. El inframundo se abrirá para mí cuando esta alma salga de este cuerpo y no se cerrará hasta que se venza el tiempo establecido.
Anemith cortó su propio brazo hasta formar el mismo símbolo que había dibujado antes y lo unió con el original, mezclando ambas sangres. Una luz emanó de las heridas, prueba de que el hechizo había funcionado, solo faltaba el paso final. La mujer le echó un último vistazo a su hija, quien temblaba y transpiraba sin parar, luego le cortó las venas de ambas muñecas. Giselle soltó un aullido de dolor, nuevamente intentó defenderse, pero continuaba sujetada de un modo feroz. Intentó gritar, pero ya no tenía fuerzas, la sangre salía tan deprisa que comenzaba a debilitarla cada vez más.
—¿Informaron al rey que deseaba verlo? — preguntó Anemith con voz autoritaria, pero no tuvo que esperar una respuesta porque enseguida la puerta se abrió y una figura imponente irrumpió en la habitación.
—¿Qué...?
Rosman no pudo terminar la frase porque enseguida se encontró con el cuerpo de su hija que yacía inerte sobre un charco de sangre. Corrió hacia allí, desesperado, logrando que los guardias se apartaran casi corriendo. La tomó en sus brazos, intentando capturar sus últimos momentos, pero Giselle apenas fue capaz de dirigirle una última mirada antes de caer en los brazos de la muerte.
—Giselle, ¿quién te hizo esto? —murmuró, todavía no era capaz de asimilar aquella realidad. La sacudió un poco, intentando despertarla, mientras acariciaba con sus dedos el rostro pálido, fue cuando descubrió que ya no respiraba—. No puede ser...— balbuceó con voz ahogada.
Un gruñido de enojo se escapó de sus labios. Se sintió como cuando tenía diez años y perdió a sus dos seres más queridos, su madre y su hermana. En aquel momento se deshizo en sollozos, mientras se aferraba a dos fríos ataúdes, pero ahora, ya no había cabida en su corazón para el llanto, solo podía buscar venganza y derramar sangre para remediar el daño.
La rabia se apoderó de su cuerpo, por lo que se levantó del suelo y observó a los guardias que temblaban en un rincón, luego dirigió una mirada furiosa hacia su esposa que parecía tranquila.
—¿Quién ha sido? — bramó, encolerizado. Nadie respondió, por lo que Rosman perdió la paciencia y desenvainó un puñal que siempre guardaba en su pecho. Luego avanzó con paso decidido hacia los dos guardias que se encogieron, atemorizados—. ¿Quién fue? —volvió a gritar y al no obtener respuestas, los degolló a ambos sin siquiera titubear. Los cuerpos cayeron inertes al suelo.
—Tranquilo, esposo mío, todo tiene una explicación.
Rosman le dirigió una mirada enfurecida a Anemith, enseguida dedujo lo que estaba sucediendo. Avanzó con torpeza hacia ella, todavía con el puñal en la mano, y la encaró.
—Anemith, por tu bien espero que no hayas sido tú quien realizó este acto tan despreciable...—su voz estaba temblorosa, la furia lo consumía.
—Sí, fui yo, pero te aseguro que...
Rosman sintió como si acabara de escuchar lo más absurdo de su vida. Sin esperar las próximas palabras de Anemith, se abalanzó sobre ella y la tomó por el cuello con violencia. La mujer no se movió, pero su rostro había pasado de una tranquilidad imperturbable a un estado de alerta. Intentó desprenderse del agarre de su esposo sin luchar, pero apenas era capaz de hablar porque aquella mano gigante oprimía su garganta con brusquedad.
—¿Qué mierda acabas de hacer, maldita mujer sin entrañas? —le reclamó con desprecio, sin dejar de apretarla, logrando que su rostro comenzara a palidecer—. Era tu hija, era nuestra hija...—escupió—. ¿Cómo te atreviste?
Anemith continuó forcejeando, desesperada. Hubiese podido utilizar sus habilidades de combate para noquearlo, pero por primera vez tuvo un poco de temor. Los ojos de Rosman estaban rojos de rabia, tenía una mirada asesina. Cualquier movimiento mal hecho podría provocar que perdiera los estribos y le cortara el cuello.
Por fin, el hombre la soltó, haciéndola caer de rodillas en el suelo. Anemith tosió mientras se sujetaba la garganta. Rosman esperó a que se recuperara un poco, luego la levantó nuevamente, agarrándola del brazo.
—Dime por qué carajo lo hiciste antes de que te corte el cuello aquí mismo.
—Me necesitas, no lo harás.
—No juegues conmigo, Anemith— gruñó Rosman tras empujarla contra la pared y pegar su rostro al de ella—. Te acabas de meter con algo demasiado sagrado. La sangre de un rey nunca debe tocarse, ¿acaso no sabes eso?
—Ella solo era una princesa, no valía para tu maldito reino.
—Giselle era mi hija, nuestra hija, sangre de mi sangre. Debería matarte por esto...
—Tranquilo, me lo agradecerás muy pronto. Además, quizás puedas recuperar a tu niña malcriada si me ayudas.
—¿De qué hablas? —preguntó Rosman sin comprender.
—Cómo mismo lo dijiste, Giselle es sangre de mi sangre y sangre de tu sangre, la persona perfecta para poder ingresar al subsuelo—explicó Anemith con tranquilidad—. ¿Recuerdas aquel hechizo de magia negra que servía para ingresar a lugares protegidos con magia demasiado avanzada como la que usan los inframundos?
—¿Te refieres a un askure?
—Exacto. Solo era cuestión de entregar a un descendiente directo y las puertas del inframundos se abrirían para nosotros. La oportunidad perfecta para obtener el cristal y ejercer control sobre los demonios.
Rosman meditó las palabras unos segundos. Su rabia se aplacó un poco, pero no pudo evitar observar a su hija que continuaba inmóvil sobre el charco de sangre y sentir una punzada de culpabilidad. Quiso creer que había alguna solución para aquello, pero tuvo sus dudas. Volver de la muerte era casi imposible, dependía estrictamente de aquellos seres o de que realmente pudieran controlar dicho reino.
—Podremos recuperarla, solo debemos tomar el control del inframundo. Si me ayudas, será mucho más sencillo— intentó tranquilizarlo Anemith, mientras se acercaba de un modo sensual que tenía la intención de aplacar su enojo.
Rosman tomó su brazo derecho con violencia y se lo estrujó.
—Más te vale que tu plan funcione, porque si algo le sucede a Giselle por tu culpa pensaré seriamente en deshacerme de ti.
Anemith sonrió, sabía que Rosman jamás la lastimaría, la necesitaba demasiado para sus planes, pero sintió una punzada de celos al notar el amor que le profesaba a aquella joven insolente, muy parecido al que alguna vez tuvo por Leinad. Observó como la tomaba en sus brazos con delicadeza y la sacaba de allí, mientras daba instrucciones para que preparan una tina de hielo, así el cuerpo estaría intacto en caso de que el alma pudiera regresar.
pd: Gente, volví. Me costó porque estaba con la computadora rota, pero aproveché el tiempo para planear los capítulos que siguen. Espero les guste este. Abrazos.
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