La tortura de Leinad

—Rosman...—murmuró Leinad entre sollozos desesperados—. No lo hagas, no lo hagas...

Despertó tras emitir un grito ahogado. Luego, se sentó en la cama y reparó en sus alrededores. Nuevamente estaba en su habitación, aquella que había abandonado muchos años antes y a la cual nunca pensó volver.

Amanecía y los rayos de sol se colaban por las ventanas de cristal. Otro día más, se dijo con desencanto. Desde que llegó al palacio no podía evitar pensar en aquella lujosa casa de campo donde había pasado los últimos quince años de su vida. El lugar que Rosman preparó para que vivieran juntos apartados del resto del mundo. La vida tranquila que siempre quiso tener. Luego, la imagen de Ernesto la hizo soltar un suspiro y sintió una punzada de culpa. ¿Todavía lo amaba? Sí, podía recordar cuando tomó la decisión de seguirlo sin importar las consecuencias, pero no entendía por qué otro hombre continuaba atormentando sus recuerdos.

Alguien entró en la habitación sin tocar. Leinad contuvo la respiración al encontrarse con su padre. Daniel caminó unos pasos hasta quedar en el centro del lugar y la miró con rostro serio, como si deseara interrogarla.

—¿Papá? —murmuró ella, un poco nerviosa—. Viniste...

Daniel se había negado a recibirla desde que llegó al palacio y ahora apenas era capaz de mirarla a los ojos. La decepción era notable en su expresión fría y endurecida. Leinad se levantó para intentar acercarse, pero dudó al comprender que todavía no la perdonaba por sus decisiones.

—Mi hija...—dijo el anciano con tono de reproche—. Mi única hija, mi princesa adorada...—se detuvo tras notar que su voz comenzaba a temblar—. ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo te atreviste a abandonar tus responsabilidades como heredera y desaparecerte junto a ese malnacido? ¿Te das cuenta de la vergüenza que le has dejado a tu familia?

Leinad tuvo ganas de echarse a llorar, pero intentó contenerse, solo pudo bajar la cabeza, un poco avergonzada por sus palabras.

—Papá...—dijo tras un breve silencio—. Yo solo deseaba ser feliz...

Daniel soltó una carcajada indignada y apartó la mirada.

—¿Acaso no eras feliz con Rosman? —bramó el rey. Su rostro comenzaba a tornarse de color carmesí—. ¿O cumpliendo con tu deber como futura reina? ¿No tenías todo junto a tus padres?

Leinad respiró hondo. Quería poder explicarle cómo se sentía en aquel momento, pero no fue capaz. Solo pudo optar por permanecer en silencio hasta que Daniel se calmara un poco.

—La única cosa buena que hiciste fue tener hijos, herederos de esta corona, aunque sé que tú intención era apartarlos de nosotros—comentó el soberano con voz desganada.

Leinad pudo percibir cierta tristeza en sus ojos. Dio unos pasos hacia él e intentó persuadirlo para que de una vez por todas la perdonara por sus errores.

—Papá...—dijo por fin. Daniel intentó mantenerse fuerte, pero los ojos de su hija amenazaban con hacer flaquear su voluntad—. Sé que nunca podrás entender lo que hice, pero te pido que hagas un esfuerzo.

—Ya no quiero entenderte, solo deseo poder olvidarlo.

Leinad resopló y retrocedió, dándose por vencida de poder llegar a un acuerdo con su padre. El anciano rey tragó en seco, un poco dudoso de cómo continuar la conversación, pero manteniendo aquella coraza de fortaleza que nunca dejaría caer en presencia de nadie.

—Tus hijos ahora pertenecen a la corona—dijo con voz firme—. Te exijo que no intentes volver a apartarlos de mí o no tendré piedad contigo, te desterraré por traición como debía haber hecho cuando descubrí todo este engaño.

Daniel quiso marcharse, pero Leinad lo tomó por el brazo y lo obligó a permanecer en su lugar. Por primera vez se vieron directamente a los ojos sin apartar la mirada.

—Quiero pedirte algo. —Daniel apartó la mano, no quería dejarse convencer por sus palabras inocentes—. Te suplico que Ernesto pueda venir al palacio...

—¿Qué? —gruñó el rey con indignación—. ¿Te volviste loca? Jamás lo permitiría. Ese hombre merece ser azotado y desterrado como indica la ley.

—Es lo único que te pido...—suplicó Leinad—. Estamos casados. —Daniel abrió los ojos y casi dejó escapar una exclamación de asombro—. Mezclamos nuestras sangres en una ceremonia y firmamos el acta del reino. Nuestro matrimonio es totalmente válido.

—Fuiste capaz de casarte con ese infeliz...—murmuró Daniel y tuvo que sostenerse de su bastón para no perder el equilibrio.

—Lo hice porque lo amaba—soltó Leinad con los ojos vidriosos por las lágrimas—. Y ahora te suplico que nos dejes estar juntos y criar a nuestros hijos aquí en el palacio.

Daniel dudó unos instantes. Le costó procesar toda aquella información. Finalmente asintió, resignado. No quería ir de nuevo contra las leyes de su reino. Estaba estipulado que todo matrimonio que firmara el acta y mezclara su sangre en una ceremonia con testigos debía permanecer siempre unido, a excepción de infidelidad o violencia física. Podía desterrarlos a ambos a la zona abandonada en venganza por traicionar las leyes del país, pero eso sería mayor vergüenza para la corona. Prefería fingir delante de su pueblo que aceptaba la unión de su hija con aquel pueblerino.

—Puede venir a vivir con nosotros al palacio, pero hay varias condiciones. —Leinad casi lo abrazó debido a la emoción que sentía. Una sonrisa iluminó su rostro—. No tendrá ningún título real ni noble, tampoco podrá intervenir en la formación de los príncipes, ni opinar en mi presencia, ni mucho menos contradecir mis decisiones.

Leinad asintió, conociendo a Ernesto estaría de acuerdo con todo por tal de permanecer cerca de sus hijos.

—Gracias, papá

Daniel no respondió. Se encaminó hacia la salida con paso apresurado a pesar de la cojera de su pierna. Antes de irse se giró para decir algo más.

—Otra cosa. —La señaló con su dedo índice—. Debes colaborar para que los príncipes me obedezcan y cumplan con su deber, sobre todo Camila. No quiero que la historia vuelva a repetirse.

Leinad asintió, era capaz de hacer cualquier cosa por tal de mantener la paz entre su familia y permanecer cerca de sus hijos. Cuando Daniel salió quedó unos segundos pensativa, con la mirada perdida en la ventana. Debía buscar a Ernesto y contarle todo, pero nuevamente el recuerdo de Rosman torturó su consciencia. ¿Sería capaz de sincerarse con su verdadero esposo?

Horas después, Edgar la llevó hacia la casa donde Ernesto había vivido todos esos años. Leinad cerró la mano y se dispuso a golpear la madera, pero algo la detuvo antes. Demasiadas dudas atormentaban sus pensamientos. No sabía cómo la recibiría Ernesto. ¿Después de tanto tiempo seguiría queriéndola? ¿Recordaría aquel amor tan hermoso que habían compartido? ¿Estaría enojado con ella?

Intentó respirar profundo para poder calmarse, luego golpeó la puerta. Unos segundos después, alguien abrió, pero Leinad sintió que había transcurrido una eternidad. Ernesto la observaba desde el umbral con una expresión atónita en el rostro. Como si no pudiera creer que estuviera viendo a la mujer que más había amado en su vida. Ambos estaban nerviosos, por lo que no se atrevieron a acercarse de primer momento.

—¿Lei? —murmuró Ernesto con voz ahogada. No lo podía creer. Ella estaba allí, frente a sus ojos después de tantos años—. Realmente eres tú...

Leinad asintió. Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas. Ernesto dio unos pasos hacia ella, deseoso de estrecharla entre sus brazos. Con los dedos acarició sus mejillas húmedas, al tiempo que se esforzaba por no echarse a llorar también. Leinad retuvo un poco aquella mano robusta y recordó todas las veces que recorrieron cada parte de su cuerpo. Se estremeció y cerró los ojos de manera involuntaria. Luego, detalló a Ernesto lo mejor que pudo. Había envejecido en aquellos años, pero eso no le quitaba su atractivo original. Llevaba unas gafas de visión y algunas canas se asomaban en su cabello castaño oscuro. Tenía pequeñas arrugas cerca de sus ojos pardos. Ya no era aquel joven de veintidós años del que se despidió en la cabaña.

Pronto, se fundieron en un conmovedor abrazo. Ambos lloraban de alegría, no podían dejar de aferrarse el uno al otro, deseando no separarse jamás.

—Estás aquí, estás aquí...—decía Ernesto mientras besaba las mejillas húmedas de Leinad—. No sabes cuánto soñé con poder abrazarte de nuevo.

Dejó escapar un suspiro. Deseaba tenerla así para siempre. En todos aquellos años de separación, jamás logró olvidarla y mucho menos reemplazarla con alguna otra mujer. Leinad aprovechó de refugiarse nuevamente en sus brazos para volver a impregnarse de su olor. Ahora se sentía protegida y en casa.

—Nunca más nos volveremos a separar, lo prometo. Nunca más permitiré que te separen de mí—afirmó Ernesto cuando lograron separarse.

Ambos entraron en la casa, tomados de las manos como dos adolescentes. Un silencio incómodo se apoderó de la habitación. Leinad observó las fotos y una sonrisa desolada se dibujó en sus labios. Ernesto acarició su hombro con ternura, podía deducir cómo se sentía.

—Han pasado tantas cosas en estos quince años—dijo con voz suave.

Leinad se volteó para poder mirarlo a los ojos.

—Me he perdido tanto—suspiró con tristeza—. No pude ver crecer a nuestros hijos. 

—No te culpes por eso—la tranquilizó Ernesto tras plantarle un beso en la frente—. Todavía podemos recuperar el tiempo perdido. 

—Es complicado—resopló Leinad, luego se sentó en uno de los asientos. Ernesto hizo lo mismo—. Cristopher todavía no asimila todo esto y tiene demasiados rencores en su corazón.

—Lo sé, nuestro hijo ha pasado por mucho. Debemos tenerle paciencia.

Leinad dejó escapar el aire con desgano. Ernesto la rodeó con los brazos.

—No sabes lo difícil que ha sido para mí asimilar todo esto—confesó ella con voz queda. Acomodó la cabeza en el hombro de su esposo e intentó disipar la incertidumbre que la rodeaba. 

Hubo otro silencio incómodo. Ernesto tenía demasiadas preguntas para hacerle, pero no sabía por dónde empezar. Finalmente, se aclaró un poco la garganta y dejó escapar sus palabras. 

—Cristopher te vio junto a Rosman. —Leinad se tensó un poco, él pudo notarlo—. Supongo que ese malnacido utilizó algún hechizo para obligarte a estar a su lado.

Leinad asintió. Todavía no estaba lista para hablar de aquel tema. Inconscientemente acarició la sortija que Rosman le había regalado cuando eran novios y estaban enamorados. Ernesto sintió un poco de tristeza al notar aquel detalle. De igual manera, se obligó a tomar su mano y estrecharla entre las suyas.

—No te preocupes, no tenemos que hablar de eso si te molesta.

Leinad intentó sonreír y se aferró a su mano como un ancla. El recuerdo de Rosman continuaba latente, empañando la felicidad que deseaba sentir en ese momento. Lo odiaba por todo, por engañarla, por separarla de su familia, por torturarla de aquella manera, pero se obligó a obviar aquellos sentimientos. Ahora estaba de nuevo con su verdadera familia y eso tendría que ser suficiente.

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