El chico misterioso

Alejandro se había marchado de su casa antes de que amaneciera. Puso sus pertenencias más preciadas en una mochila remendada y se fue sin decir adiós. Le dolía demasiado tener que dejar a su hermana en aquel infierno, pero no tenía otra opción, no podía arrastrarla a las calles junto a él. Estaba decido a encontrar un trabajo y hacer el dinero suficiente para poder rentar un lugar y cuidar de Marian, pero no sería tarea fácil. La vida de los pobres en Galea podía ser muy aterradora y más si no tenías un lugar donde vivir. Además, su madre seguramente lo buscaría, no iba a perder su fuente de ingresos tan fácilmente. Él era quien le proveía el dinero para el alcohol y las drogas, así que tendría que marcharse a otra ciudad si quería no volver a verla.

Alejandro caminó durante horas por las calles desoladas, no tenía dinero, no tenía un lugar donde pasar la noche, no tenía ningún familiar al cual acudir, solo tenía el número de una persona a la que quería mucho, pero no sabía si ella podría ayudarlo. Le costó mucho levantar el teléfono público y llamarla, pero estaba desesperado y sus opciones eran escasas.

—Hola— se escuchó del otro lado de la línea.

—¿Anto? —preguntó él. Su corazón palpitaba exaltado dentro de su pecho.

—¿Alejandro? ¿Eres tú? — La voz sonó incómoda y preocupada a la vez—. No debiste llamarme a este número.

—Necesito verte. Algo pasó...

—Está bien, estaré en una hora en el Paseo de las Flores.

La llamada se terminó y Alejandro sonrió, era como si le acabaran de lanzar un salvavidas al cual aferrarse, aunque sabía que su problema tenía muy pocas soluciones.

Una hora después, Antonella divisó el cabello rubio de Alejandro desde varios metros de distancia. Enseguida alzó la mano para que él la viera, era tan bajita que entre la multitud le era difícil sobresalir. Llevaban varios días sin verse debido al trabajo del muchacho y las responsabilidades en su casa que le consumían casi todo su tiempo.

Alejandro abrazó a la chica en cuanto la tuvo cerca y luego le dio un beso en los labios. Sintió como si una pequeña pizca de felicidad invadiera su corazón. Antonella lo apartó, un poco nerviosa.

—Aquí no— dijo, mirando a los alrededores con inquietud.

—Lo siento.

Ella reparó entonces en el moretón que tenía en el labio y en su rostro pálido.

—¿Qué te pasó? ¿Te peleaste con alguien?

Alejandro asintió, nunca le había contado lo que sucedía en su casa, por lo que prefirió inventar cualquier otra excusa. Para disimular, la tomó de la mano y la convidó a que caminaran juntos por las estrechas calles del centro de la ciudad. Caminaron largo rato por el "Paseo de las flores", un lugar donde vendían todo tipo de cosas y que tenía un hermoso jardín que adornaba cada rincón de aquella calle. También vendían piedras de la suerte, ropa y hasta utensilios de cocina. Pero lo más bonito eran las flores silvestres que crecían entre las piedras del suelo y no se destruían con el paso de la gente. También las farolas de colores que en las noches alumbraban como luciérnagas. Además, siempre había música clásica y estatuas vivientes. Era un lugar perfecto para el romance.

Antonella pasaba mirando todo, señalando las tiendas más caras donde exhibían ropa de marca, zapatos y accesorios. Aunque ambos se querían mucho no compaginaban en algunas cosas, sobre todo en sus gustos. Ella prefería las cosas caras y la popularidad, mientras que Alejandro era más discreto. Antonella pertenecía a la clase más alta de la ciudad, por lo que estar allí con él podía significar que sus padres la castigaran por un largo tiempo y hasta le quitaran su mesada.

—No quiero entrar a esas tiendas, sabes que no tengo dinero para comprar ahí— se quejó Alejandro cuando ella intentó llevarlo a una de aquellas tiendas.

—Ya lo sé, pero yo tengo la tarjeta de mi madre, si quieres puedo comprarte alguna cosa. Tu ropa ya está pasada de moda.

—Sabes que jamás lo aceptaría— respondió Alejandro, avergonzado. Antonella no insistió, entendía que él no quería meterla en problemas.

Finalmente entraron a una pequeña cafetería que estaba en una esquina de la calle. Ambos se acomodaron en las mesas y ordenaron algo para comer.

—¿Por qué me llamaste? — preguntó ella, cambiando de tema.

Alejandro tragó en seco. No quería molestarla con sus problemas, pero tampoco tenía otra persona a la cual acudir.

—Me fui de mi casa—dijo por fin. Antonella quedó atónita ante aquella noticia.

—¿Qué pasó para que te fueras así? ¿A dónde vas a ir ahora?

—No lo sé— admitió—. Tuve problemas con mi madre y...

—No debiste irte— opinó ella sin esperar a que el muchacho terminara de hablar —. ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Dónde vas a vivir?

—No lo sé— confesó él, sus puños se apretaron inconscientemente.

Antonella acarició la mano del muchacho, al tiempo que le regalaba una cálida sonrisa. Alejandro respiró aliviado, por un momento sintió que todos sus problemas comenzaban a doler un poco menos. Quiso poder abrazarla y tenerla acurrucada entre sus brazos como cuando se encontraban en lugares menos públicos. De repente, ella apartó su mano de golpe y comenzó a ponerse tensa. Dos muchachas muy bien arregladas se acercaban a ellos con intención de saludar. Alejandro no las conocía, pero sospechó que eran amigas de su novia.

—Hola Anto. — Ellas saludaron con un meloso beso en la mejilla—. ¿Qué haces por aquí?

—Nada, dando un paseo— respondió ella con la voz entrecortada.

— ¿No presentas a tu amigo? — preguntó una de las jóvenes, al tiempo que detallaba a Alejandro de arriba abajo.

Antonella vaciló. Miró a Alejandro de soslayo y sintió vergüenza. Lo quería, pero sabía no era capaz de admitir que tenían una relación en público. Se notaba demasiado que pertenecían a dos mundos totalmente distintos. Jamás podría presentarlo como su novio, mucho menos a sus amigas.

—Es un empleado de mi padre, me ayuda con las compras— mintió casi sin pensarlo. Alejandro quedó helado en su sitio.

—Ah, eso pensé— rio la otra muchacha—. Bueno que te vaya bien, nos vemos esta noche para celebrar tu cumpleaños.

Sin decir más se marcharon, cuchicheando entre ellas. Antonella miró a Alejandro, quería enmendar lo que había dicho, pero sabía que era demasiado tarde. Los ojos del muchacho estaban cargados de decepción y su rostro se había puesto colorado.

—Ale...lo siento...yo—balbuceó—. Sabes que nadie puede saber que tú y yo...

—Claro y no se te ocurrió otra cosa que decir. — Alejandro la miraba con los ojos vidriosos y los puños apretados—. ¿Tan insignificante soy para ti?

—No es eso, es solo que no quería que sospecharan. Ya sabes que si mis padres se enteraran de esto...

—Sí, te quitarán las tarjetas y ya no podrás comprar toda tu ropa de marca.

—Ale, entiende que ahora necesito de mis padres, pero cuando sea mayor podremos irnos y ser felices juntos...

—No me mientas Antonella, no tan descaradamente. Hace mucho tiempo que sé que nuestra relación no tiene sentido. Somos muy diferentes. Tú eres una niña rica que se avergüenza de la gente inferior a ella y yo...—titubeó—. Soy un sirviente que está a tus pies cada vez que quieres jugar a tu jueguito de romance secreto.

Antonella intentó calmarlo, pero él continuó hablando cada vez más enojado.

—¿Crees que soy idiota? —arremetió contra ella mucho ofendido que antes—. Me escondes de tus amistades, te avergüenza que te vean conmigo, les mientes a tus padres diciéndoles que andas con tu mejor amiga cuando en realidad sales conmigo. Ni siquiera me dijiste que hoy era tu cumpleaños. ¡No sé ni dónde demonios vives! — gruñó, a punto de explotar de enojo. Algunas personas comenzaran a mirarlos, alarmados—. Jamás te he importado y jamás te importaré.

—Ale...yo te quiero...pero entiende que... — intentó decir ella, pero sus palabras se ahogaron en sus labios.

—Ya lo sé, no hace falta que lo digas. — respondió Alejandro totalmente abatido. Sin decir más se levantó de la mesa y se marchó del lugar. Antonella quedó allí, con el corazón encogido porque en el fondo lo quería, aunque no estuviera dispuesta a sacrificar sus comodidades por él.

Alejandro caminó sin parar, como si alguien lo persiguiera. Su pecho estaba apretado al igual que su corazón. Lágrimas rodaban por su rostro como una cascada. Se alejó lo más que pudo de la gente y terminó en un callejón desolado. Sin poder aguantar más comenzó a golpear con toda su fuerza una de las paredes del callejón, mientras soltaba algunos gruñidos de enojo. Estuvo así unos minutos, hasta que sus puños comenzaron a sangrar y sus dedos dolieron demasiado. Se tiró al suelo, abatido y dejó escapar todo el llanto que tenía acumulado desde la noche anterior. Algunas personas pasaron y lo miraron por unos segundos, pero ninguna se detuvo para interesarse por su bienestar. Así pasó la noche, en un callejón oscuro, con la única compañía de algunos perros callejeros.

Horas después, cuando ya había amanecido, una voz lo hizo despertar y sobresaltarse.

—¿Alejandro? — Él vio frente a él a un rostro que le pareció familiar, pero no recordó a quién pertenecía—. ¿Estás bien?

Alejandro se restregó los ojos para intentar reconocer a la persona que tenía en frente. Luego de algunos segundos recordó su rostro, era la chica que le había hecho perder su trabajo.

—¿Qué haces aquí? — preguntó. Quiso incorporarse, pero el dolor de su espalda había regresado y le impidió moverse.

—Eso mismo me pregunto... ¿Pasaste la noche aquí?

—No es de tu incumbencia— espetó. Con un poco de esfuerzo logró sentarse—. Por tu culpa estoy aquí.

—Lo siento, no quería que perdieras el trabajo, a veces soy muy impulsiva y meto la pata.

Alejandro se quedó callado, ya no tenía caso seguir lamentándose por lo ocurrido. Finalmente, ella no parecía una mala persona.

—Tranquila— dijo por fin—. No quise tratarte mal, es solo que no me encuentro muy bien.

Camila lo detalló. Ahora se encontraba recostado contra la pared del callejón, con una pierna flexionada y el rostro arrugado por el dolor. El moretón en el labio comenzaba a ponerse de color violáceo, en contraste con sus ojeras. Tenía el cabello alborotado como si no lo peinara en días y los ojos hinchados por el llanto.

—¿Por qué estás aquí? ¿Alguien te hizo algo?

—Estoy bien, solo me fui de mi casa.

—¿Necesitas ayuda?

—No puedes ayudarme, así que lo mejor es que sigas tu camino.

—No me iré. — Camila se acomodó en el suelo junto a él. Había tomado una decisión. Él era un Elegido y había jurado a ayudar a todos Los Elegidos—. Creo que sí puedo ayudarte, solo necesito que me cuentes qué pasó y qué necesitas.

Alejandro la miró sin poder creerlo. Primero hacía que lo despidieran y ahora estaba allí, preocupándose por él como si en verdad le importa. Aquella chica era demasiado impredecible.

—¿Por qué te importa tanto? Ni siquiera me conoces.

—Porque sé que eres una buena persona y necesitas desahogarte con alguien. Vamos, cuéntame que ocurrió.

Alejandro no respondió, solo entornó los ojos con desgano

—Soy Camila, por cierto

Camila le extendió la mano y aunque él dudó en tomarla, terminó estrechándola con fuerza. Otra vez aquella sensación arrasadora.

—Ahora nos conocemos— bromeó la chica con una sonrisa pícara.

Alejandro soltó una risita divertida. Bien, acababa de amigarse con la chica que lo había metido en todo aquel lío. Que sensato era a veces, pensó. Justo cuando iba a decir algo para romper el silencio, dos hombres los interrumpieron. Estaban casi borrachos. Él pudo notarlo porque se tambaleaban un poco y uno tenía una botella de ron medio vacía en la mano.

—Uff, ¿qué hace una niña tan linda cómo tú aquí? ¿Acaso es tu novia, rubio? ¿No compartes con nosotros? — preguntó uno. Miraba a Camila de arriba abajo con cierta morbosidad.

Alejandro sintió que su estómago se revolvía por el asco. Aquellos hombres le recordaban a los que su madre colaba por la noche en su habitación. Quiso atravesarlos de un solo golpe. Sin pensarlo demasiado, se puso de pie y apretó los puños de un modo amenazante. Camila se colocó a su lado, nerviosa.

—Lárgate de aquí, infeliz— gruñó. Los hombres se rieron y comenzaron a acercarse más. Alejandro puso a Camila detrás de él con un gesto protector.

—Vamos, solo una probadita— dijo el otro hombre sacando la lengua para relamerse de forma obscena.

Alejandro extrajo una navaja que tenía en el bolsillo de su pantalón y los amenazó. Camila le agarró la otra mano asustada, por un momento quiso usar la magia, pero recordó que lo tenía prohibido. Debía salir de aquel problema de otra forma. Por suerte ellos se asustaron y se fueron corriendo. Alejandro respiró hondo y guardó el arma.

—Debemos irnos de aquí. Este lugar es muy peligroso.

Cuando Alejandro intentó recoger su mochila que estaba en el suelo un mareo lo invadió y tuvo que sostenerse de Camila para no caer. Ella lo agarró cómo pudo y lo ayudó a sentarse. Notó entonces que su camiseta blanca estaba un poco manchada de sangre.

—Sé que no debo inmiscuirme en tus asuntos, pero estoy preocupada. Te ves muy débil y estás sangrando. —Se detuvo para pensar cómo continuar—. Si necesitas ayuda estoy aquí, puedes confiar en mí.

Alejandro le dirigió una mirada agradecida. Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas sin poder evitarlo. Se sentía abatido, le dolían las heridas, pero más que todo su corazón estaba lastimado. No aguantaba más aquel infierno, los maltratos, las humillaciones y los golpes. Quería escapar de Galea, pero no sabía cómo, ni era capaz de dejar a su hermana para siempre. La única persona que lo había hecho un poco feliz acababa de decepcionarlo. Ya no le quedaba casi nada. Un dilema muy fuerte importunaba sus pensamientos. Dos lágrimas rodaron por su mejilla, él las secó enseguida y apartó la mirada.

Estuvieron varios minutos en silencio. Ambos observaban el correr del río Sagitar y sin saber por qué, un poco de tranquilidad inundó sus corazones. Quizás se debía a la quietud del lugar o al sonido relajante del agua.

—Creo que debemos irnos— sugirió Alejandro minutos después—. No quiero que vuelvan esos hombres. Además, tu familia debe estarte esperando en tu casa.

—Mi padre hoy llega más tarde – comentó Camila tras mirar la hora en su celular.

—¿Vives sola con él?

—Sí— respondió ella al instante—. Mi madre murió cuando yo era una bebé.

Alejandro le dijo que lo sentía y no quiso indagar más en su vida.

—Ni siquiera la recuerdo. Mi padre evita hablar de ella.

—Debe haber sufrido mucho— opinó el muchacho. Camila pensó que tenía razón. Su padre debió sufrir demasiado al quedar solo con ella—. ¿No tienes hermanos? — Camila negó con la cabeza.

—¿Y tú?

Alejandro recordó a su hermana y sonrió, por un momento el dolor pareció disiparse.

—Tengo una hermana menor. Se llama Marian.

—Me alegra que tengas a alguien, es horrible ser hijo único— opinó Camila con tono divertido—. ¿Y qué hay de tus padres?

La pregunta hizo que Alejandro cambiara su sonrisa por una mueca de desprecio.

—No conocí a mi padre. — Mientras hablaba sus ojos se clavaron en el suelo y sus puños se apretaron—. Me abandonó cuando era un bebé y mi madre... —soltó un resoplido y sacudió la cabeza.

—No tienes que contármelo si no quieres... —le dijo Camila de forma comprensiva.

—Prefiero no hablar de ella— sentenció y una punzada de dolor recorrió su espalda. Estaba incómodo por las heridas que comenzaban a hacerse sentir nuevamente. No pudo evitar soltar un quejido de angustia.

—¿Te duele mucho? —preguntó Camila, luego de ver su expresión devastada—. ¿Quieres ir al hospital?

—No hace falta— se negó—. Estoy acostumbrado.

—Ale... —Camila no supo por qué lo había llamado por su diminutivo, pero ya comenzaba a entrar en confianza con él. Llevó a su mano a la espalda del joven—. ¿Me dejas ver? — preguntó dudosa. Él asintió, sabía que no debía mostrarle aquello, pero no pudo negárselo después de que se había preocupado tanto por él.

Camila levantó la camiseta con cuidado y Alejandro jadeó un poco debido al roce de la tela con las magulladuras. La muchacha ahogó un gemido cuando vio los golpes. Tenía unas treinta líneas rojas en distintas direcciones que estaban hinchadas. Algunas sangraban por el centro, otras eran menos graves. Era obvio que alguien lo había dañado intencionalmente y de una manera brutal.

—¿Quién te hizo esto? — preguntó, todavía conmocionada con lo que acababa de ver. Alejandro dudó en contarle, no le gustaba ventilar sus problemas con los demás.

—Mi madre... —confesó, entre dientes, y Camila dejó caer la tela de la camisa nuevamente. No lo podía creer, estaba estupefacta. Solo una persona retorcida podía lastimar tanto a su propio hijo.

—¿Por qué?

—Prefiero no hablar de eso.

Alejandro se pasó la mano por sus ojos para evitar que las lágrimas se escaparan de nuevo. Camila le apretó el brazo en señal de apoyo. No sabía qué decirle, era muy difícil su situación, por lo que prefirió no seguir insistiendo en saber los detalles para no hacerlo sentir incómodo.

Alejandro se levantó de repente con dificultad, listo para marcharse.

—Deberíamos irnos. Podrían volver a atacarte y no estoy en condiciones de defenderte

—¿Desde cuándo no comes algo? —preguntó ella, notando que se veía cada vez más pálido.

—Desde ayer— confesó con un poco de vergüenza.

—Quizás podríamos ir a comer. Yo invito.

—No lo sé... —dudó, apenado.

—Vamos, será divertido— insistió Camila y se levantó lista para que su voluntad se cumpliera.

Alejandro sonrió y la siguió, olvidando por un momento que alguna vez había sido una persona infeliz. Camila tenía algo que lo hacía sentir abrumado, era como si un arcoíris acabara de brotar en su interior luego de una gran tormenta.

—Está bien, pero después debes ir conmigo a un lugar que te va a encantar.

—Acepto. —Camila sonrió y lo tomó del brazo, como si lo conociera de toda la vida.

...

Camila y Alejandro iban riéndose por las calles de Galea. Acababan de cenar una de las tantas comidas callejeras típicas del país en un puesto callejero. Comieron mientras conversaban sobre sus intereses personales. Luego de llenarse con las bolitas de papa rellena y el jugo de mango, se dirigieron al lugar favorito de Alejandro, donde iba algunas veces cuando tenía problemas o se sentía solo. Se lo mostraría a Camila esa noche en agradecimiento por su preocupación, era lo único que tenía para regalarle.

Estaban alejados del bullicioso centro. Caminaban rodeando la zona marítima de la ciudad. Algunos autos pasaban y los edificios parecían de cristal en la oscuridad de la noche. El mar tenía el color azul turquesa que Camila tanto adoraba y se movía agitado por el viento. Las olas chocaban contra las rocas y caían sobre el muro que separaba el agua del asfalto. Galea tenía muchas playas y puentes que la caracterizaban como la ciudad de los puentes, pero había uno en particular que Alejandro amaba y que pocos habitantes conocían porque había sido casi olvidado por la civilización.

Los jóvenes se metieron por unos callejones desolados y llegaron a la parte abandonada de la ciudad. La gente común no solía atravesar estas calles, no porque fueran peligrosas, sino porque estaban como olvidadas en el tiempo por su deterioro y poca higiene. Después de varios minutos de camino encontraron una playa diferente. Era pequeña, con una arena blanca y fina que parecía artificial donde descansaban caracoles de diversos tamaños. Sin embargo, lo que hacía especial el lugar era un viejo puente hecho de metal. Camila lo vio enseguida y soltó una exclamación de asombro. Era un puente roto que en algún momento unió las dos partes de la ciudad, la parte que hoy era civilizada y la abandonada en el tiempo. Ahora este puente estaba partido por la mitad, pues no llegaba a ningún lado. Parecía flotar sobre el mar y perderse en la lejanía. En la última esquina había una torre de metal que se elevaba hacia arriba parecida a un faro. En su punta relucía un mirador donde cabían solo dos personas debido a su estrechez.

—Es hermoso... ¿Cómo es que no conocía este lugar? — exclamó Camila, todavía impactada por la belleza exótica del puente y de la vieja torre.

—No es un lugar que frecuente la gente de clase media— respondió Alejandro—, pero una de las ventajas de vivir en la parte pobre de la ciudad es conocer lugares que casi nadie ha visto.

—Sería genial ver la ciudad desde la torre.

—Podríamos hacerlo si quieres— propuso Alejandro con voz entusiasmada. Camila lo miró incrédula y alegó que estaba muy lejos para llegar nadando—. Soy muy rápido, ese no es un problema para mí.

—Estás herido.

—Tranquila, soy más fuerte de lo que parezco.

Camila sonrió y aunque le parecía una locura meterse en la playa de noche y subir a aquel puente abandonado, sintió que todo era posible junto a Alejandro así que asintió tras una risita divertida. Alejandro se quitó la camisa y la lanzó en el suelo, Camila evitó ver sus heridas para no estremecerse. Ella detalló el cuerpo esbelto del muchacho, el cual era bastante fornido, al parecer realizaba ejercicios en sus ratos libres. El joven se despojó del pantalón sin vacilar, debajo tenía un pantaloncillo corto que le rozaba las rodillas.

—Vamos— la animó y comenzó a meterse en el agua—. Está tibia.

Camila entró con la ropa que llevaba puesta, solo se quitó los zapatos. Ambos jóvenes caminaron tomados de las manos hasta que comenzaron a quedarse sin arena para pisar.

—Sujétate, llegaremos enseguida— ordenó Alejandro. Camila se aferró a sus hombros con cuidado, evitando rozar sus magulladuras. Luego sintió como el mar se agitaba y las imágenes se movían a toda velocidad. En pocos segundos estuvieron frente al puente. Era más alto de lo que esperaba—. Hay una escalera por aquí que lleva al puente y otra para subir a la torre.

Alejandro comenzó a tantear las paredes mohosas de la estructura hasta que halló lo que buscaba. Entonces guio a Camila con su mano hacia la escalera. Ella subió primero y él la siguió a una corta distancia. Tras algunos pasos estuvieron en la cima. Desde allí se podía ver la orilla de la playa, pero no era posible divisar por completo ambos lados de la ciudad. Por lo que optaron por subir a la torre que era mucho más alta. Esta era de un metal resistente a las tormentas, tenía una pequeña entrada donde los esperaba una escalera en forma de caracol que estaba bastante deteriorada. Subieron con mucho cuidado. Los escalones crujían tras cada paso y las aberturas de la torre dejaban que la luz de la luna les mostrara el camino hacia la cima. Por fin llegaron y salieron al pequeño balcón que estaba arriba. Desde allí el panorama era alucinante, no solo se veía toda la playa, también se observaba la ciudad en todo su esplendor. Las luces de las casas parecían luciérnagas y el horizonte mostraba un océano sin final.

—¿Te gusta? — preguntó Alejandro, complacido por la expresión emocionada de Camila.

—Me encanta. Gracias por traerme.

—Gracias a ti, por preocuparte por mí.

Alejandro no pudo evitar sonreír con cierta nostalgia. Nunca había llevado a nadie allí, ni siquiera a Antonella. Era un lugar que hasta ese momento solo le pertenecía a él. Allí podía pasar el tiempo libre sin que nadie lo molestara o escaparse unas horas de su madre. Ahora aquella playa abandonada era también de Camila. Por alguna extraña razón sintió que solo ella merecía ese privilegio.

Ambos adolescentes se sentaron en el suelo, con los pies colgando hacia el mar. No hablaron por algunos minutos, solo escuchaban el sonido de las olas del mar. Cada uno estaba perdido en sus propios pensamientos.

—Me gustaría quedarme aquí para siempre— murmuró Alejandro. Camila lo miró conmovida, pero no dijo nada—. Desde aquí el mundo parece perfecto, como si no existiera el sufrimiento o los problemas.

—Quizás podamos quedarnos— bromeó Camila—, o podemos venir cuando nos sintamos mal y el mundo parezca desmoronarse.

Alejandro rio. Las miradas de ambos se cruzaron y no pudieron separarse. En ese momento el tiempo pareció detenerse. Ya no existía el dolor, la tristeza, los poderes, ni siquiera la vida real.

—Discúlpame por haberte metido en este problema, Ale. De verdad lo siento mucho.

—Hasta hace unas horas sentía que mi vida era una mierda, no sabía cómo levantarme y seguir adelante después de...— Su voz se cortó de golpe—. Si no hubieses aparecido en ese callejón quizás hubiese optado por la peor de las soluciones.

Camila quiso responderle, pero de repente, una extraña vibración estremeció el puente. Ambos chicos se sujetaron con fuerza de las barandas para no caer. Unos tentáculos gigantes surgieron de las aguas y comenzaron a zarandear con violencia el puente.

—¡Cuidado! — gritó Alejandro y cubrió a Camila para intentar protegerla.

Uno de los tentáculos agarró la pierna de Camila y la jaló con fuerza, haciéndola caer al agua. Ella no sabía nadar por lo que a duras penas logró salir a la superficie antes de ser atrapada por otro viscoso tentáculo. Mientras forcejeaba para liberarse notó unos ojos rojos enormes que la miraban. Luego una boca se abrió mientras intentaba tragársela como si fuera una simple presa. Camila logró concentrarse y lanzar una bola de fuego en dirección a la bestia. El pulpo chilló adolorido, uno de sus ojos se había lastimado con el ataque. De un tirón lanzó a Camila a varios metros de distancia. La chica se hundió por algunos segundos hasta que logró salir y tomar una bocanada de aire. Luego comenzó a gritar desesperada. Alejandro se había lanzado al agua para ayudarla y enseguida nadó hacia ella.

—Te tengo— murmuró cuando la tuvo entre sus brazos. Ella se aferró como pudo a sus hombros—. ¿Estás bien?

—Sí— tosió—. Tenemos que salir de aquí.

El pulpo estaba furioso y volvió a atacarlos, esta vez con más fuerza. Sus tentáculos casi logran atrapar a los muchachos, pero Alejandro fue más rápido y pudo llegar hasta el puente. Camila subió primero y pudo refugiarse en el interior de la torre. El pulpo comenzó a golpear y a sacudir la estructura hasta hacer caer al muchacho.

—¡Ale!— gritó Camila, aterrada. Su llamado no tuvo respuesta.

Los tentáculos comenzaron a indagar adentro de la torre y lograron arrastrar a Camila hasta la orilla del puente. Camila se sostuvo como pudo a pesar de que se había lastimado con las barandas de metal. Pensó que caería al agua, pero alguien la levantó de golpe. Ella no pudo ver quien era, pero escuchó una respiración entrecortada muy cerca de su rostro.

—Quédate aquí, iré a ayudar a tu amigo. —Una voz la hizo estremecerse. Alguien estaba allí junto a ella, aunque no era capaz de verlo.

Escuchó entonces un sonido, como si alguien hubiese caído al agua. Camila se escondió en la torre y desde allí intentó observar lo que pasaba. Notó cómo el agua se agitaba demasiado y se tornaba de un color muy oscuro, parecía ser la tinta que normalmente expulsan los pulpos cuando se sienten amenazados. Por consiguiente, observó como el animal emergía de las aguas de forma violenta y dejaba ver su rostro enfurecido. Camila se estremeció y quedó paralizada sin saber qué hacer ni para dónde huir. Aquellos ojos rojos estaban fijos en ella.

De repente, se escuchó un alarido, al parecer el pulpo había sido herido porque comenzó a llenarse de sangre. Ella no pudo ver de dónde exactamente venía el ataque, solo observó que un muchacho desconocido emergía de las aguas de una forma sobrenatural y lo volvía a atacar lanzando un hechizo que iluminó el lugar. Poco a poco el pulpo se hundió y el joven cayó al agua.

Camila intentó observar qué pasaba, pero todo volvía a estar oscuro como al principio. Pasaron unos segundos dónde reinó la calma, solo se podía escuchar el sonido del mar agitado. Por consiguiente, observó cómo una persona desconocida subía por la escalera del puente. Ella corrió hacia allí al notar que estaba sosteniendo a Alejandro sobre sus hombros, con cuidado, lo ayudó a ponerlo en el suelo.

—¿Qué le pasó? — preguntó Camila con la voz temblorosa—. ¿Quién eres tú?

Un adolescente estaba frente a ella. El cabello mojado le caía sobre la frente y su pecho se movía de forma agitada. Él no le respondió, solo comenzó a examinar a Alejandro con detenimiento.

—No está respirando— dijo y comenzó a realizarle primeros auxilios. Puso sus manos sobre su tórax y presionó repetidas veces.

—¿Se va a morir? —insistió Camila, a punto de llorar. ¿Dónde estaba Corazón de la Tierra? ¿Acaso no había sentido que estaban en peligro? —. ¡Dime si va a morir!— gritó desesperada.

—No lo sé— respondió él, un poco molesto por su insistencia. Siguió haciendo la maniobra hasta que Alejandro reaccionó de golpe y comenzó a toser. Luego vomitó toda el agua que se había tragado. Camila se arrodilló en el suelo para ayudarlo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Alejandro, un poco desorientado. Luego reparó en la presencia del otro muchacho—. ¿Quién es él?

Camila no tenía una respuesta para esa pregunta, solo sabía que también era un Elegido. Había sentido su magia cuando la agarró de la mano para ayudarla a subir al puente.

—Es un Elegido. — Una voz los hizo sobresaltarse. Era Corazón de la Tierra que acababa de aparecer. Camila respiró aliviada—. ¿Están bien?

—Casi morimos si no fuera por él... —Camila señaló al muchacho que seguía serio en su lugar. Su voz sonó enojada. —. ¿No se supone que vendrías en caso de peligro?

—Aquí estoy— dijo el mago sin inmutarse, Camila lo miró con más enojo aún—. Y por lo que veo ustedes lograron defenderse bastante bien.

—¿Y este señor quién es? ¿Lo conoces? — le preguntó Alejandro a Camila, todavía sin comprender todo lo ocurrido.

—Un pulpo gigante casi nos mata. No parecía ser normal—explicó Camila a Corazón de la Tierra, ignorando a Alejandro.

—No era normal, estaba cargado de magia negra, puedo sentirla aún. Alguien usó al pulpo para intentar dañarlos.

Justo en ese momento el muchacho desconocido cayó de rodillas. Luego soltó un aullido de dolor que preocupó a todos. Su cuerpo comenzó a estremecerse, como si tuviera pequeños espasmos.

—¿Qué le pasa? — preguntó Camila con nerviosismo.

—Es la tinta del pulpo, debió ser venenosa. Debemos llevarlo a un lugar seguro y rápido— sentenció Corazón de la Tierra—. Sosténganse de mi brazo— ordenó tras agacharse junto al chico misterioso.

Los otros chicos obedecieron y se aferraron al brazo del anciano, sin hacer preguntas. Corazón de la Tierra frotó un llamativo anillo dorado que llevaba en su dedo anular. En pocos segundos todo comenzó a moverse precipitadamente, como si estuvieran en una montaña rusa.

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