Aryana: Duras Palabras
Camino otra vez hacia el castillo del rey para vigilar a la gacela del señor Alonzo; llevo mi maletín porque todo puede pasar en estos casos. Camino por el pasillo del castillo cuando una mano me hala y desaparezco del pasillo para aparecer dentro del estudio de Cosmo. Él me aprisiona contra la pared cortando mi respiración con su mano en mi cuello.
—Muy bien señorita Aryana —gruñe muy cerca de mí—. Me va a decir cómo hizo para desaparecer esa enorme cicatriz de su rostro.
—No lo sé —le contesto luchando para conseguir un poco de aire.
—No me venga con eso —aprieta más su mano sobre mi cuello.
—Le estoy diciendo... La verdad.
Con su otra mano me toca la sien introduciéndose en mi cabeza. Él hace que retroceda en mi cabeza desde que me tomó en el pasillo hasta detenerse con la mujer de cabello rosa.
—¿De dónde conoces a mi madre?—pregunta enojado.
—¿Su madre? —pregunto consternada—. Yo no conozco a su madre.
—Claro que si —me suelta—. La mujer de cabello rosado es mi madre.
Abro mis ojos ante la impresión de haber hablado con la diosa del amor y la belleza.
—¿Qué trato hizo para que le quitara esa horrible cicatriz?
—Yo no he hecho ningún tipo de trato con nadie.
—Por favor Aryana ¿me ves con cara de idiota?
—Si —eso lo hace enfadar—. Yo no he hecho ningún trato con nadie.
Me recompongo.
—Ahora si me disculpa, tengo a una gacela que cuidar.
Salgo de su estudio con un fuerte dolor en la cabeza y el cuello. Tardo un poco en encontrar la habitación de la señora Marion ya que el estudio de Cosmo está en el ala oeste y las habitaciones en el ala norte. Ya encontrada la habitación dispongo a cuidarla todo el día y la noche, ya que son las primeras horas del recién nacido y la primera vez que la señora Marion da a luz.
La señora Marion amamanta a su bebé mientras que me mantengo en una esquina para no importunar. Leo uno de los diarios de un boticario que conoció mi padre y que se hicieron tan buenos amigos que le dio algunos de sus diarios. Tiene grandes remedios que puedo utilizar para curar a los animales.
—Tenga —me interrumpe Alonzo entregándome una bandeja con comida—. Coma, pasará toda la noche aquí y necesitará tener el estómago lleno —dice amable.
—Muchas gracias —tomo la bandeja—. Pero no debió molestarse.
Él se sienta al lado de mí.
—No es molestia —mira triste a su guardiana—. Ayudó a mi guardiana en un momento difícil, era lo menos que podría hacer.
—¿Por qué lo dice? —pero me arrepiento por mi imprudencia—. Lo siento por meterme en cosas que no me corresponden.
—No se preocupe —me tranquiliza—. El padre no es un buen hombre para mi Marion y eso es triste, ya que ella tendrá que cuidar a su retoño sola.
—No estará sola —le tomo de la mano—. Lo tiene a usted apoyándola.
—Gracias por decirlo —aprieta mi mano en señal de aprobación—. ¿Qué está leyendo?
—Es un diario de un boticario.
—Pensaba que eran privados.
—Era amigo de mi padre y él me los dio.
—Me parece bien —se levanta y se dirige hacia Marion.
Como lo que él me trajo, que es carne asada cortada en rodajas con hierbas encima y una copa de vino de uva. Alonzo sale de la habitación y me deja con la señora Marion para que la cuide; pasan las horas y todo parece ir bajo control. Les entrego la bandeja a los guardias y estos se la llevan. La señora se queda dormida junto con su bebé. Pienso en Alonzo y su cabello rubio oscuro, sus ojos color café, su manera en cómo me miraba; es la primera vez que puedo sostenerle la mirada a alguien sin que me atemorice en qué pensaría la otra persona.
En ese momento entra Cosmo y me hace señas para que vaya con él; salgo de la habitación sin hacer ruido. Ya afuera él me ordena que lo siga y yo como buena sirviente, lo hago. Llegamos a su habitación y me pide que entre. Me niego, pero él me toma del brazo y me hace pasar a la fuerza.
—¿Qué mierda le pasa? —exclamo ya enojada dentro de su habitación.
—No quería entrar así que la hice pasar —me hace a un lado y se sienta en uno de los muebles de la gran habitación en la que me encuentro—. Tome asiento.
—Estoy trabajando señor, no me puedo escaparme así —me cruzo de brazos delante de él.
—Créame que cuando el rey le ordena que venga es porque es más importante que cualquier tarea que pueda realizar.
—¿La vida de una gacela y su bebé es menos importante de lo que usted pueda decirme? —pregunto incrédula.
—¡Vaya! —exclama sarcástico—. Lo ha entendido a la perfección.
—Es una persona miserable —escupo esas palabras sin importarme las consecuencias de mis actos.
—Y usted una persona débil de pensamiento.
—¿Acabó por una vez su dramita?
Él se levanta y me toma la cara apretándome las mejillas.
—Mi dramita —espeta arisco—. Es que usted haya cambiado su aspecto de la noche a la mañana, como si nada y encima me niega que hiciera un trato con mi madre para esto.
—Ya se lo dije —me intento soltar, pero él lo impide y me carga hasta tirarme a su cama montándose encima de mí—. ¡Bájese!
Forcejeo, pero él es más fuerte y me pone mis brazos encima de mi cabeza.
— ¡Ya basta mujer! —me grita.
Lo miro de mala gana aunque él le resta importancia.
—Ahora bien —dice más tranquilo—. Me parece justo que a cambio usted me diga la verdad y yo le ofrezco que me pueda hacer cualquier pregunta que desee su corazón.
—¿Cualquier pregunta? —lo miro desconfiada.
—La que desee.
—¿Por qué empezó a salir conmigo si no soy importante para usted? —le hago la pregunta que me atormenta desde hace una semana.
—La verdad duele señorita Aryana.
—Prefiero que me duela ahora que hacerme daño al seguir pensando en usted.
—¿Quiere olvidarme? —pregunta triste.
—Quiero la verdad.
—Mis intenciones principales no son lo bastante buenas para que se las diga, pero lo que sí le quiero decir es que me perdone —se levanta y yo con él—. No me malinterprete, me agrada como amiga es una persona lo bastante especial para perderla. Lamento si la hice sentir que podría haber algo, pero lo cierto es que no hubo y no habrá nada que no sea una amistad.
—¿Cuáles fueron sus verdaderas intenciones? —pregunto un poco dolida.
—Acordamos que una pregunta —responde amable—, ahora dígame la verdad.
Me siento en la cama resignada.
—La que he dicho —lo miro triste—. No he hecho ningún trato con su madre, ni siquiera sabía que era su madre. Me levanté de la cama como todos los días, me arreglé y me fui a trabajar; supongo que ya había un cambio porque los trabajadores no paraban en mirarme atontados...
—¿Y su guardián no les dijo nada? —me mira con atención a mis movimientos.
—No, todo lo contrario —caigo en cuenta que apenas se está levantando—. Él ha dormido todo el día y no sé ha querido levantar.
Él me mira pensativo.
—Bueno si eso es todo la verdad —él se rasca la cabeza—. Creo que lo mejor es que se vaya.
Me levanto y me dirijo hacia la puerta, pero él me toma del brazo.
—Una última cosa —su mirada es de cansancio, pero de seriedad—. No vuelva a esperar que los demás la tienen que querer para que usted sienta confianza en sí misma.
Me suelta y me voy a la habitación de la señora Marion pensando en sus duras, pero ciertas palabras.
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