Los dominios de la noche
Claudia odiaba las excursiones escolares.
Para ella, el colegio significaba aprender cosas nuevas, estudiar y prepararse para la vida adulta; no había tiempo para cosas cómo las excursiones.
Pero, al parecer, ninguno de sus compañeros opinaba cómo ella, así que todos subieron a aquel autobús amarillo mientras charlaban entre ellos.
Claudia se sentó junto a Ana, su mejor amiga, y ambas escucharon música del móvil de Ana, cada una con un auricular.
Ana intentó varias veces hablar con Claudia durante el trayecto, pero esta le respondió que, simplemente, ese día no estaba de buen humor.
Claudia era una chica de quince años. Tenía el pelo rubio ceniza, normalmente recogido en una coleta, la piel pálida y los ojos oscuros. Era delgada y más bajita que la mayoría de su edad.
No le solían gustar las mismas cosas que al resto de gente, por lo que no tenía muchos amigos, pero no le importaba.
También prefería centrarse en los estudios, las cosas en tercero de la ESO ya no eran tan fáciles cómo antes.
El autobús paró en seco, cuando llevaban una hora de trayecto.
- ¡Genial! - murmuró Claudia, molesta. - ¿Y ahora qué pasa?
Los alumnos comenzaron a mirarse unos a otros, sin saber qué es lo que estaba pasando.
La profesora Marian, una de las que les acompañaban en la excursión, se levantó para preguntarle al conductor.
El conductor le explicó que sus instrucciones le indicaban que ese su destino, y que debían bajar allí.
Marian protestó, pero no consiguió convencer al señor, que se negaba a seguir, diciendo que no podía contradecir las instrucciones.
Desde su asiento en una de las primeras filas, Claudia comprobó que los ojos del conductor eran de un extraño color rojo, cómo los de un demonio, pero Marian no parecía haberse dado cuenta.
Así que los alumnos bajaron del autobús de mala gana, mientras Marian los contaba.
- ...Veintisiete, veintiocho, veintinueve... ¡Falta uno! - exclamó.
- Tomás no está, profesora. - dijo un alumno.
- ¿Tomás? - le llamó Marian. - ¿Estás aquí dentro?
Durante unos segundos, nada se escuchó.
- Estoy aquí. - murmuró Tomás, finalmente, desde dentro del autobús.
Tomás era un chico alto y delgado, con cabello negro, la piel pálida y un aura de misterio que siempre le envolvía.
También era un gran contador de historias, pues su voz cuando hablaba te hacía creer que lo estabas viviendo de verdad.
A Claudia siempre le había provocado mucha curiosidad, siempre había querido saber qué era lo que siempre parecía estar ocultando.
- Menos mal. - suspiró Marian.
Cuando ya todos estaban abajo, se encontraron conque ante ellos no había nada más que un campo abandonado, con un pequeño bosque que lo rodeaba por los tres costados.
En el cuarto lado estaba la carretera secundaria en la que habían venido con el autobús, por la que no se veía ningún otro coche.
Tampoco se escuchaba nada, pensó Claudia. Ni siquiera el canto de los pájaros ni los ruidos de vehículos...
Era cómo si aquella zona estuviera rodeada con una burbuja irrompible que la insonorizaba y la apartaba del resto mundo.
- Creo que vine aquí una vez, con mi familia. - le dijo Gonzalo, uno de los amigos de Claudia. - Recuerdo que habían unos merenderos en esa parte del bosque.
- Podrías decírselo a las profesoras. - opinó Ana. - Quizá podríamos comer allí.
Y unos minutos después, el grupo avanzaba hacía el bosque, guiados por Gonzalo y la profesora Marian.
Pero, para su sorpresa, en el bosque no había absolutamente nada más que árboles.
- Yo juraría que estaban por aquí... - murmuró Gonzalo, un tanto avergonzado.
- No pasa nada. - respondió la profesora Marian. - Será mejor que volvamos al campo.
Pero cual fue su sorpresa cuando, al salir del bosque, ya había anochecido.
- ¡El autobús! - exclamó Claudia. - ¡Se ha ido!
- ¿Cómo volveremos ahora a casa? - preguntó Ana.
- No os preocupéis, niños, no pasa nada. - trató de tranquilizarles la profesora Marian, sin ningún éxito.
- Ya es de noche, ¡pero mi reloj sigue marcando que son las diez y media de la mañana! - dijo Gonzalo.
- Tú reloj estará roto. - respondió Ana. - O puede que...
- No. - le cortó Claudia. - En el mío también lo pone, y te aseguro que no está roto.
- Algo maligno ocurre en este sitio. - murmuró Tomás.
- ¡No digas esas cosas, Tom! - exclamó Alejandra, otra de las alumnas, que tenía un sorprendente color de pelo rojo. - ¡Esto me está asustando!
- No te preocupes, Alex. - le dijo Marta, su amiga. - Tom solo está gastando bromas.
- Entonces, ¿nunca habéis escuchado la leyenda sobre este lugar? - preguntó el chico, con una cínica sonrisa.
Todos negaron con la cabeza.
- Tomás, deberías contárnosla. - le pidió Claudia.
Él asintió, sonriendo por ser el centro de atención en ese momento.
- ¿Es una historia de miedo? - preguntó Alejandra, temerosa.
- Si, Alex, es una historia terrorífica. Pero lo que más miedo debe darnos es la falta de conocimientos. Todos debemos saber. - le respondió, utilizando el misterioso tono de voz que siempre ponía cuando iba a contar una de sus historias. - Se dice que esta zona es conocida cómo los Dominios de la Noche. Y justo aquí, donde estamos nosotros ahora, hace muchos años, vivió un hombre muy rico, que poseía todos los territorios de la zona. El hombre no era demasiado humilde, y le encantaba alardear de sus riquezas ante sus amigos y vecinos. También era un creído y un prepotente, por lo que cuando en una tormentosa noche, una pobre y vieja mujer llamó a su portón y le suplicó que le dejara pasar allí la noche, el hombre no dudó en echarla al instante de allí, asqueado por su apariencia sucia.
» Pero la pobre mujer resultó ser una bruja, enviada para someter a una prueba al hombre, la cual falló. Por lo tanto, le mostró su verdadera apariencia, la de una joven y guapa muchacha vestida de negro, y le echó una maldición que hoy en día sigue estando presente.
- ¿En qué consiste la maldición? - preguntó Ana, curiosa.
- La bruja quería matar al hombre rico, pero este le suplicó que si le dejaba vivir, se convertiría en su esclavo para toda la eternidad, y que cumpliría con todos sus mandatos. La bruja aceptó, y le dio su primer encargo. Le pidió que le trajera víctimas. Personas a las que la bruja pudiera devorar para alimentar su magia con sus almas. El hombre le entregó a todos sus sirvientes, que no eran pocos, pero la bruja quería más. Entonces, el rico convenció a sus amigos y familiares para que visitaran la mansión, y allí fueron atrapados por la bruja.
» Esta quería seguir utilizando al hombre, por lo que creó un hechizo para que cuando alguien llegara al territorio, se hiciera de noche, el único momento en el que la bruja podía alimentarse, y le obligó al rico a que le trajera nuevas víctimas, día tras día... hasta el día de hoy.
» Por lo tanto, compañeros, hemos sido traídos aquí por el hombre rico, que se había hecho pasar por conductor, y ahora se ha hecho de noche, ¿no?
- Entonces... ¿la bruja va a comernos? - preguntó Alejandra, temerosa.
- Sólo si le dejamos hacerlo. - respondió Tomás. - Y cuándo entremos en la casa recordad: nadie puede escapar de la bruja, y quién lo hace volverá tarde o temprano a encontrarse con ella.
- Atención, alumnos. - les llamó Joaquín, otro de los profesores. - Hemos encontrado una casa en el bosque. Vamos a ir allí.
- ¡Tiene los ojos rojos! - le susurró Claudia a Ana. - ¡Cómo el conductor del autobús!
- El espíritu del hombre rico se ha introducido dentro del profesor Joaquin, al igual que antes estaba en el conductor. - explicó Tomás, al escuchar a Claudia, en su mismo tono de voz.
Los alumnos empezaron a andar de nuevo hacía el bosque, guiados por el profesor.
- Tengo miedo... - dijo Alejandra. - ¡No quiero entrar ahí!
- Oh, todos vamos a entrar ahí. - le respondió Joaquin. - No querrás quedarte sola en el bosque, ¿no? Es muy peligroso.
Alejandra tragó saliva, pero no añadió nada más.
Entre las sombras de los árboles, Claudia comenzó a entrever la silueta de la casa.
Era una vieja mansión, con unas escalinatas que llevaban hasta el destartalado portón.
Las puertas se abrieron misteriosamente, y uno a uno, los alumnos entraron en aquella extraña casa.
Una pequeña luz, la de un candelabro, se encendió de repente, y con ella todas las lámparas de telaraña del techo y las velas que adornaban cada rincón, alumbrando de forma tétrica el salón de la mansión.
Los muebles, viejos y polvorientos, estaban distribuidos por la habitación. Al fondo se veían unas escaleras de mármol que llevaban al segundo piso.
Habían muchas ventanas, cómo había podido comprobar desde el exterior, pero todas estaban tapadas por gruesas cortinas.
En conjunto, la sala tenía un aspecto lúgubre, cómo si todo allí estuviese muerto y cómo si fuera una cruel parodia de la envidiable mansión que había sido en el pasado.
La profesora Marian estornudó, y Claudia recordó que en una de sus clases había contado que tenía alergia al polvo.
- Alumnos, deberíamos separarnos para recorrer más fácilmente todas las habitaciones. - anunció Joaquin. - Hagamos grupos, y que cada profesor vaya con uno.
Ana y Claudia, junto con Gonzalo, Tomás, Alejandra, Marta y dos chicos más llamados Aitor y Pablo, fueron junto a la profesora Marian.
- Podríamos ir por ahí. - propuso Tomás, señalando hacía un pasillo que salía de la sala central.
- Vayamos por allí, entonces. - aceptó la mujer.
El grupo avanzaba lento, con Alejandra quejándose a cada paso que daban.
El pasillo continuaba, lleno de cuadros que debían de haber sido de los antepasados del hombre rico y estaba iluminado únicamente por viejos y oxidados candelabros.
- Chicos, creo que ese cuadro se ha movido... - murmuró Alejandra.
- Te lo habrás imaginado.
- ¡Ese de allí me ha sacado la lengua! - exclamó.
- ¿Cómo va a hacer eso? Es solo un cuadro.
- Ni que esto fuese Hogwarts... - murmuró Gonzalo, que era muy aficionado a la saga de libros de Harry Potter.
- Ahora si, ¡me acaba de guiñar el ojo!
- ¡Los cuadros no guiñan el ojo, Alex!
- ¡Os prometo que ese cuadro me acaba de saludar, con la mano! - dijo Alejandra, por enésima vez.
Claudia miró hacía el cuadro que la chica señalaba, al tiempo en que la dama de este miraba hacía ella y le saludaba también.
- Chicos... - dijo Claudia. - Alex tiene razón. Los cuadros se mueven.
- ¡Os lo había dicho! - exclamó ella.
- ¡Este está bailando! - comentó Ana, riéndose.
- Y estas dos juegan a las palmas. - añadió Pablo.
- Mejor sigamos hacía delante, todos estos cuadros no me dan buena espina. - les advirtió Tomás.
- ¡No! - exclamó Alejandra. - ¡Aquí se está bien! Quedémonos aquí, junto a los cuadros.
- Alex - le llamó Marta. - , ¿desde cuándo tienes los ojos rojos?
Claudia abrió mucho los ojos, pero no le dio tiempo a decir nada.
- ¡¿Qué es eso?! - gritó la profesora Marian, que iba delante.
- Parece una sombra. - comentó Aitor.
- ¡Es un gato! - dijo Ana. - ¡Un gato negro, al final del pasillo!
- ¿Los gatos negros no daban mala suerte? - preguntó Gonzalo.
- ¿Qué más da eso? - replicó Pablo.
- Gatito, gatito... - trató de llamarlo la profesora, acercándose lentamente a él.
El resto del grupo se quedó atrás, expectante.
Marian ya casi estaba junto al gato cuando este maulló levemente.
La profesora acarició al gato, quién de repente, empezó a cambiar. Se convirtió en una bola de humo, que se la tragó.
Un segundo después, el gato de humo ya no estaba, y el cuerpo de Marian estaba tirado en el suelo, muy pálido.
- ¿Profesora? - le llamó Ana. - ¡Profesora!
Se agachó lentamente junto a ella y acercó su cabeza a su pecho, tratando de escuchar su respiración.
- Está muerta. - dictaminó finalmente, compungida.
- Tenemos que irnos de aquí. - nos apremió Gonzalo. - Ese extraño gato podría volver.
- ¡No! - exclamó Alejandra, enfadada. - ¡Yo no quiero irme de aquí!
- ¿Qué pretendes? - le preguntó Aitor con ironía. - ¿Quedarte y hacerte amiga de los cuadros?
- ¡Por supuesto! - respondió ella, cómo si la respuesta fuera obvia.
Detrás de ella, Claudia se dio cuenta de que sombras en forma de manos saliendo de los cuadros se estiraban hasta ella, tratando de agarrarla.
- Yo me quedaré aquí, ¡marchaos vosotros si queréis! - continuó hablando, sin darse cuenta de nada.
- Alex... - comenzó Marta, intentando advertirle.
Pero ya era tarde, y las manos de humo la agarraron, mientras Alejandra gritaba.
Claudia cerró los ojos, hasta que ya no escuchaba a la chica.
Cuando los abrió, Alejandra ya no estaba allí, si no dentro de un cuatro, golpeando el cristal para salir.
- ¡Tenemos que ayudarla! - exclamó Marta, asustada e histérica.
- No. - respondió Tomás. - Ya no podemos hacer nada por ella.
El grupo observó cómo Alejandra se convertía en niebla y se iba dispersando lentamente por el cuadro, hasta desaparecer por completo.
- Es mejor seguir. - añadió.
- ¡Es mejor que te calles! - exclamó Marta, fuera de si, y sus ojos, entre las lagrimas, relucieron con un brillo rojo. - ¡Acaban de morir dos personas! ¡Han muerto de verdad! ¿Y tú quieres seguir, sin más?
- Si lloráramos por cada persona que muere cada día, el mundo se habría inundado hace mucho, querida. - replicó él. - Es mejor seguir. Si no, nunca saldremos de aquí.
- Deberíamos irnos. - le secundó Claudia. - Este sitio cada vez me pone más nerviosa.
Todos fijaron su mirada en ella, poniéndola nerviosa, pero aceptaron, y el grupo siguió andando, en silencio.
Llegaron a una parte dónde el camino se dividía, habían dos puertas, y junto a ellas, un cartel.
- Elegid con cuidado. - leyó Pablo. - Una de estas puertas conduce a la salida de la casa y la otra a una muerte segura, ¿cuál es vuestra elección?
- Pues esta misma. - respondió Aitor, andando hacía la puerta de la izquierda y abriéndola.
Dentro de ella había una enorme pantera de humo, que se lo tragó de un bocado, y tras relamerse, se esfumó.
Todos se quedaron quietos, demasiado impactados como para moverse.
- Bueno al menos eso descarta una opción. - dijo Tomás, dirigiéndose hacía la otra puerta.
- Supongo que tienes razón. - opinó Ana, siguiéndole por el pasillo.
Claudia corrió para alcanzarles, y el resto les siguió, Marta un poco rezagada.
Cuando ya llevaban unos minutos andando por el nuevo pasillo, se escucharon rugidos y toda clase de sonidos de animales salvajes.
- ¡La puerta! - exclamó Tomás. - ¡Decidme que habéis cerrado la otra puerta!
Nadie respondió.
- ¡Corred! - ordenó, y nadie le cuestionó. - ¡Se han escapado todas las bestias que guardaban la otra puerta, cómo la pantera de humo que se ha comido a Aitor, y ahora vienen a por más víctimas!
Claudia corrió lo más rápido que pudo, pero tras unos intensos minutos en los que los rugidos se intensificaban cada segundo, estaba realmente exhausta.
- Esperad. - dijo Marta. - Si quieren una víctima, les daremos una.
Dejó de correr y se paró en mitad del pasillo, mientras trataba de recuperar el aliento.
Claudia la observó atónita mientras se giró hacía los monstruos y abrió los brazos, esperando, pero no dejó de correr.
Las bestias la desgarraron y se repartieron los pedazos de humo, lo único que quedaba de la chica.
Después, volvieron a desaparecer.
El grupo paró, y Claudia trató de acompasar los latidos de su desbocado corazón.
- ¿Lo escucháis? - les preguntó Pablo al resto del grupo.
- ¿El qué? - dijo Ana, inclinando la cabeza y haciendo que su pelo marrón cayese sobre su rostro. Lo apartó con la mano, rápidamente.
- ¡Son voces! - exclamó, y echó a correr hacía dónde provenían, seguido por los demás.
- ¡Es otro de los grupos! - dijo Gonzalo, cuando estaban lo suficientemente cerca.
- ¡Andrés! - exclamó Ana, al recocer a su hermano mellizo en el otro grupo. - ¡Me alegro de que estés bien!
- Yo también. - respondió. - Me refiero, que me alegro de que tú estés bien, no que yo también me alegro de estar vivo, aunque eso también, pero sonaría muy prepotente y...
- Andrés. - le cortó ella. - Todos lo hemos pillado.
- ¿Qué os ha pasado? - le preguntó Claudia. - ¿No tendríais que estar con un profesor?
- Íbamos con Joaquin. - respondió el chico, bajando la mirada. - Pero de repente, ha desaparecido. No sabíamos que hacer al principio, pero hemos seguido adelante; y entonces han empezado a morir gente.
- Al principio, éramos siete, ahora quedamos cuatro. - explicó Leo, otro de los del grupo, con un tono aterrado en la voz.
- Nosotros éramos ocho, nueve con la profesora Marian. - dijo Ana. - Han muerto Alejandra, Marian, Aitor y Marta.
- Sólo quedamos nosotros cinco. - completó Gonzalo con amargura.
- ¡Vayamos juntos! - propuso Andrés.- Los dos grupos juntos, me refiero.
- Vale. - respondió Tomás.
Y los nueve continuaron andando entre las penumbras de la habitación, hasta que se encontraron con que el camino acababa ahí.
- ¿En serio tendremos que dar la vuelta? - preguntó Leo.
- No. - respondió Tomás, y todos se giraron para mirarle. - Tiene que haber algún interruptor que abra algún pasadizo...
Todos empezaron a buscar, palpando a oscuras cada trozo de la pared y del suelo.
Claudia pisó algo mecánico. No tuvo tiempo de pensar en qué era, pues unos ruidos de engranajes girando empezaron a sonar. Finalmente, la pared se abrió con un ensordecedor ruido.
- ¡Genial, Claudia! - exclamó Ana. - ¡Lo has conseguido!
Ella sonrió tímidamente y siguió a sus compañeros dentro de la sala.
La habitación estaba cubierta de baldosas blancas, excepto por cinco baldosas negras, una en cada pared y la quinta en el centro de la sala, en el suelo.
La puerta se cerró con un crujido, alertándoles a todos.
- ¿Estamos encerrados? - preguntó Ángeles, la única chica que quedaba del otro grupo.
- Tiene que haber otra salida... - dijo Tomás, murmurando cosas para sí mismo.
Otro ruido mecánico se escuchó, y todos empezaron a mirar hacía todas partes, tratando de averiguar de dónde venía.
Cuatro tubos metálicos salieron cada uno de una esquina de la habitación y empezaron a soltar un extraño humo.
- ¡Es gas! - exclamó Gonzalo, aterrado. - ¡Estamos encerrados en una habitación sin salida! ¡Es cuestión de tiempo que quedemos asfixiados por el gas!
Claudia empezó a toser. ¡No tenían tiempo para encontrar la salida! ¿Acaso morirían allí?
- ¡Ya lo tengo! - exclamó Tomás, señalando una de las baldosas negras.- Tenemos que pulsar las baldosas negras al mismo tiempo, para conseguir que se abra una puerta para poder escapar.
- ¡Pero las baldosas negras están muy altas! - se quejó Ángeles, mientras tosía.
- Somos nueve, ¿no? - recordó Ana, tapándose la boca para no inhalar el gas. - Cuatro personas deben subirse a los hombros de otras cuatro para llegar a las baldosas de las paredes, y el restante pulsará la del suelo.
Ana, con cuidado, se subió a los hombros de su hermano Andrés. Claudia se subió a Gonzalo, una enfadada Ángeles con Leo y Pablo, junto con el que faltaba del otro grupo, un tal Pedro.
Tomás contó hasta tres, y al terminar la cuenta, todos pulsaron al mismo tiempo cada baldosa.
El gas dejó de salir, y con un ruido mecánico se abrió una puerta.
Todos corrieron hacía ella, aliviados.
Al traspasar el portal, se encontraron con unas escaleras de caracol que no parecían terminar.
El grupo empezó a subir, alumbrados por las antorchas que habían cada cinco escalones.
- Tened cuidado. - les advirtió Tomás. - Llegados a este punto, es posible que las escaleras estén llenas de trampas.
Justo había terminado de hablar cuando una lluvia de flechas comenzó a caer sobre ellos, desde las paredes.
- ¡Corred! - gritó Leo, que fue el primero en verlas.
Los demás no replicaron y corrieron lo más rápido que pudieron, escaleras arriba.
Llegaron a un pequeño descansillo en el que las flechas ya no llegaban, y se dejaron caer allí, para tratar de recuperar el aliento.
- Chicos... - murmuró Pedro. - Creo que me han dado...
Todos de apresuraron a llegar junto a él. Al ir el último del grupo, la mayoría de flechas le habían llegado a él.
Tenía una clavada en el brazo y otra en el pecho, a la altura del corazón.
- Rápido, hay que quitarle las flechas, ¿no? - dijo Pablo.
Claudia se arrodilló junto a él, y con cuidado, le sacó las flechas. Cuando le sacó la del pecho, Pedro expiró un suspiro y sus ojos se apagaron para siempre.
Ángeles soltó una exclamación que quedó ahogada entre sus manos, y empezó a sollozar.
- Debemos seguir. - dijo Tomás.
- ¿Cómo puedes pensar así? - le preguntó Ángeles, dolida. - Ha muerto gente, Tomás, pero al parecer a ti no parece importarte lo más mínimo.
- He aprendido a sobrepasar las pérdidas. La muerte siempre me rodea, ya me he acostumbrado a ella. - respondió, enigmático. - Y si no os importa, me gustaría salir de aquí lo antes posible, y para ello tendríamos que seguir andando.
Ángeles no replicó. Siguió al resto del grupo, en silencio, mientras volvían a las escaleras de caracol.
- ¿Qué ha sido eso? - preguntó Pablo.
Un sonido de cosas cayendo por las escaleras alertó a todos.
Después de unos segundos, vieron a la luz de las antorchas una horda de pequeños insectos que corrían hacía ellos.
- ¡Son hormigas! - exclamó Gonzalo.
Cogió una antorcha de la pared y se la lanzó a los bichos. Estos, en vez de quemarse, devoraron la antorcha como si fuera una simple galleta.
- ¡Subiros a algo, rápido! - ordenó Andrés.
Claudia se subió a la barandilla, dónde ya estaban Ángeles y Leo, esta se zarandeó peligrosamente bajo el peso de los tres, pero lograron estabilizarla.
Los demás treparon por las pared, apoyando los pies y las manos en pequeños huecos que habían excavados.
Las hormigas llegaron y pasaron, ignorándoles.
Claudia bajó rápidamente de al baranda.
- Ha sido cómo si jugáramos a the floor is lava. - murmuró Pablo, para liberar tensión, cuando ya se habían ido.
Ángeles soltó una risita, y cuando iba a saltar, la baranda se desestabilizó y ella quedó suspendida en el hueco de las escaleras, agarrada únicamente con una mano.
- ¡Ángeles! ¡Déjame ayudarte! - exclamó Leo, tendiéndole una mano.
Ella gritó de dolor.
Claudia soltó una exclamación ahogada, pues desde su sitio, podía ver que las hormigas la habían visto, y estaban trepando por su cuerpo, devorándola poco a poco.
- Ya es tarde para mí. - consiguió decir Ángeles.
- ¡No! - exclamó Leo, agarrando su brazo cuando ella pretendía soltarse.
- Leo, suéltame. - le pidió. Las hormigas ya llevaban medio cuerpo. - Sólo déjame caer. Sin más. Por favor, Leo.
Él cerró los ojos, y hizo lo que la chica decía.
Mientras caía, Claudia vio cómo los insectos fueron comiéndose la cara se Ángeles, hasta que ella desapareció por completo.
Decidieron seguir adelante, cómo siempre, pero ahora Leo iba el último, con su rostro mostrando su aflicción.
Claudia se acercó a él.
- ¿Estás bien, Leo? - le preguntó, pasándole tímidamente el brazo por los hombros.
- ¿Tú qué crees? - dijo él, sarcástico.
- Lo siento.
- ¿Puedo confiar en ti, Claudia?
- Por supuesto. - respondió rápidamente.
- Ángeles me gustaba. Mucho. - le confesó el chico. - Pretendía pedirle que saliera conmigo en la excursión. Pero ahora...
Su voz se cortó, se había puesto a sollozar.
Claudia le abrazó, tratando de consolarle.
- Las escaleras acaban aquí - escuchó Claudia decir a Ana, que iba delante. -. Debemos seguir por este pasillo.
Claudia cogió una de las antorchas de la escalera, por si acaso. El resto del grupo la imitó y siguieron el camino.
- ¡Allí hay alguien! - exclamó Gonzalo.
Y si, era cierto. Sentada en el suelo del pasillo, con las piernas junto al pecho, estaba Melody, una de sus compañeras, sosteniendo un espejo de mano.
- ¡Melody! - la llamó Pablo.
Ella inclinó la cabeza hacía un lado, haciendo que su cabello blanquecino cayera sobre su rostro.
- ¡Hola, chicos! - exclamó, con una sonrisa.
- ¿Qué haces aquí sola? - le preguntó Ana, ayudándola a levantarse. Su sonrisa se desvaneció.
- Todo mi grupo ha muerto... - respondió, en un susurro, a punto de echarse a llorar. - Me he quedado sola y no sabía a dónde ir.
- Puedes venir con nosotros, entonces. - le dijo Ana, cogiéndole de la mano.
- Gracias... - murmuró Melody, volviendo a su sonrisa.
Y siguieron andando, hasta que el pasillo se convertía en una gran sala, iluminada levemente por una polvorienta lámpara de telaraña.
Cuando todos entraron, un muro apareció, bloqueándoles la salida, al mismo tiempo en que otra puerta se abría al otro lado de la habitación.
Leo empezó a correr hacía allí, más calmado, y el resto le siguió.
- ¡Esperad! - trató de advertirles Tomás. - ¡Podría ser una trampa...!
Pero ya era tarde, y una enorme armadura apareció delante de la salida. Atravesó a Leo con su espada de metal, mientras las puerta volvía a cerrarse.
- ¡Leo! - exclamó Andrés, corriendo hacía dónde el cuerpo sin vida de su amigo se encontraba.
Claudia se quedó parada en su sitio, sin poder reaccionar.
- ¿Cómo saldremos de aquí ahora? - preguntó Ana, al borde de las lágrimas.
Una voz mecánica procedente de la armadura respondió a su pregunta.
«Nadie saldrá de aquí hasta que el mayor secreto de uno de vosotros salga a la luz.»
- ¿El mayor secreto? - preguntó Gonzalo, confuso. - ¿A qué se refiere?
Pablo se encogió de hombros, aún confuso.
- ¿Se supone que uno de nosotros tiene que contar su mayor secreto? - quiso saber.
La armadura volvió a hablar.
«Sólo una persona es necesaria, aquella que guarde el mayor secreto, el que podría destruir a todos...»
- ¿Quién es esa persona? - preguntó Ana. - ¿Quién guarda un secreto así?
Sin darse cuenta, Claudia había mirado a Tomás. Este se dio cuenta y le devolvió la mirada, impasible.
- ¡Seguro que se refiere a ti, Tomás! - le acusó Pablo.
- ¡Cierto! Alguien tan misterioso cómo tú debe esconder muchos secretos... - añadió Andrés.
Tomás miró a cada uno de los integrantes del grupo, deteniéndose más tiempo en Claudia, que desvió la vista, cohibida y en Melody.
- Si queréis que lo haga, lo haré. - respondió él. - Pero espero que recordéis que habéis sido vosotros quiénes me habéis pedido que lo cuente, y si cambia alguna de vuestras opiniones hacía mí, es vuestra culpa. - hizo una pausa. - Dicho todo esto, puedo empezar. Mi secreto, es que ya estuve aquí antes.
- ¿Qué? - murmuró Ana.
- Pasé por esta misma mansión, hace tres años, con un grupo en el que se encontraban mis mejores amigos. - explicó. - Avanzamos por las mismas salas por las que vamos ahora, y esa es la razón por la que sé las soluciones a muchos de los enigmas que encontramos. Tampoco lo recuerdo todo, ya que siempre he intentado olvidar todo lo que pasó esa noche. Pues yo fui el único que salió con vida de la mansión, y por eso me encuentro aquí. Mis amigos murieron ante mis ojos para conseguir que yo escapara, pero ahora me encuentro en la misma situación, y el juego parece volver a empezar, una y otra vez, en un ciclo continuo. Perdonadme por no habéroslo contado, pero no es algo que me guste recordar.
- Lo siento mucho, Tomás. - le dijo Claudia.
- No te preocupes, no es tu culpa. - respondió el chico, quitándole importancia con un gesto de la mano.
- ¿Y ahora? - preguntó Andrés. - ¿No se tendría que abrir la puerta?
La armadura volvió a hablar.
«Ese no era el mayor secreto. Ese no era el que os destruiría. La mentirosa debe morir»
- ¿De qué habla? - quiso saber Ana. - ¿A quién se refiere con la mentirosa?
- Esta claro, ¿no? - respondió Gonzalo. - Si es mentirosa tiene que ser una chica. Claudia está claro que no es y Ana es incapaz de guardar un secreto. Sólo queda otra chica más, de la que casualmente, no tenemos ni idea de lo que ha hecho. Dinos, Melody, ¿cuál es tu mayor secreto?
Ella empezó a reírse, cada vez más fuerte.
Sus ojos relucían, con un intenso color escarlata.
- ¡¡¡Estúpidos!!! - gritó. - ¡Todos sois unos estúpidos! ¡Y también el otro grupo lo era! Nunca podrían haber imaginado que la inocente y adorable Melody... acabara matándolos a todos.
El resto del grupo soltó una exclamación ahogada.
- ¡Es cierto! - continuó hablando. - ¡Yo maté al otro grupo! ¡Y ahora es vuestro turno!
Mientras seguía riéndose, sacó un cuchillo ensangrentado del bolsillo de su chaleco vaquero, y unas gotas cayeron, manchando su vestido blanco.
- Melody... - murmuró Ana. - ¡Estás loca!
- ¡Lo sé! - respondió ella, enseñando todos sus dientes perfectos y blancos. - ¡Y nunca me había sentido mejor!
Mientras todos permanecían mirando a Melody, Claudia se dio cuenta de que la armadura había abandonado su puesto guardando la puerta y se dirigía hacía el grupo.
«La mentirosa debe morir»
Repitió, justo antes de abalanzarse sobre Melody y clavarle su espada en el corazón.
Tras matarla, se deshizo en pedazos, dejando libre la salida al grupo, que continuó avanzando.
Nadie decía nada, hasta que Tomás rompió el silencio.
- Este lugar cambia a las personas. - murmuró. Claudia pensó que no sólo lo decía para ellos, si no también para sí mismo.
En ese momento, un viento helado sopló con fuerza, apagando sus antorchas y dejándoles completamente a oscuras.
Se escuchó un clic metálico y el grupo paró, alerta.
Una abertura se abrió en el suelo, de repente, y Pablo cayó por ella.
El chico gritó con todas sus fuerzas, hasta que el grito se cortó.
No necesitaban comunicarse para saber lo que acababa de pasar.
Un muerto más.
- Cojámonos de las manos. - propuso Claudia. - Si hay más agujeros y alguien va a caer por uno, estaremos agarrados de algo para no caer.
- ¡Buena idea! - exclamó Ana, cogiendo de la mano Claudia y a su hermano Andrés.
Siguieron caminando, todos cogidos de las manos. Solo se escuchaba el sonido de sus pasos.
Claudia estuvo apunto de caer, pero entre Ana y Tomás lograron salvarla.
- Si no recuerdo mal, ahora deberíamos encontrarnos con una pared - explicó Tomás, que iba al lado de Claudia. Se dirigió a Andrés, que iba el primero. -. Cuando la encuentres, avísanos.
Siguieron andando durante unos pocos minutos más.
- ¡Está aquí! - exclamó Andrés, palpando la fría superficie de la pared de piedra. - ¡También hay un botón!
- ¡No lo pulses! - le ordenó Tomás. - Al menos, aún no.
- ¿Por qué? - preguntó Gonzalo.
- Se abrirá un pasadizo, es bastante pequeño, pero podemos pasar a gatas - respondió. -. La apertura del pasadizo estará abierta por muy poco tiempo. Una vez se cierre, quién se quede fuera no podrá volver a entrar.
Claudia tragó saliva.
- A la de tres, pulsa el botón. Debemos estar preparados para entrar rápidamente - dijo Tomás. Todos asentimos, conformes. -. Tres, dos, uno... ¡Ahora!
Andrés pulsó el botón, y junto a un ruido mecánico, se abrió el pasadizo.
Ana, con sus buenos reflejos, entró rápidamente, arrastrando a Claudia consigo. Tomás fue después, seguido de Gonzalo.
Sólo faltaba Andrés, pero puerta comenzaba a cerrarse.
- ¡Andrés! - exclamó Ana, llamándole. - ¡Date prisa!
El chico dudó durante un segundo, lo que fue fatal.
Cuando fue a pasar, el pasadizo se cerró sobre él, partiéndole por la mitad.
Ana soltó una exclamación ahogada mientras el cuerpo sin vida de su hermano se convertía en niebla.
- Para una mente preparada, la muerte no es más que la próxima gran aventura. - intentó tranquilizarla Gonzalo, citando una frase de Harry Potter.
- Debemos seguir - dijo Tomás, aunque incluso a él le había impactado la muerte de Andrés. -. Ya queda menos.
Continuaron andando a gatas por el estrecho pasadizo sin que nada pasara.
Ana sollozaba, pero Claudia no sabía muy bien que hacer al respecto.
El túnel se abría hasta formar una sala construida en piedra.
La habitación que se abría ante ellos tenía una forma esférica. Las únicas salidas que habían era el pasadizo por el que acababan de llegar y un agujero en el techo, lo suficientemente grande como para caber una persona.
- ¿Y ahora? - preguntó Ana, sorbiéndose la nariz. - ¿Cómo vamos a llegar a ahí arriba?
Tomás iba a responder, pero con un ruido mecánico, el túnel se cerró y comenzó a salir agua de las paredes.
- Espero que todos sepáis nadar. - fue lo único que dijo.
El nivel del agua avanzaba deprisa. El agua estaba helada, pero a nadie parecía importarle ese detalle.
Intentaron flotar, y cuando el nivel del agua llegaba casi al techo, Gonzalo consiguió sujetarse a la abertura y trepó por ella.
Cuando estuvo arriba, ayudó a subir a sus compañeros.
Una vez los cuatro estuvieron a salvo, se sentaron para intentar recuperar el aliento y tras unos minutos que ha todos sentaron bien, retomaron la marcha.
Siguieron por un corredor con candelabros en las paredes hasta que el pasillo se dividía en tres caminos distintos.
- ¿Tomás? - le llamó Claudia. - ¿Por cuál vamos?
Él pareció dudar.
- No... no recuerdo...
- ¿A qué te refieres? - le preguntó Gonzalo.
- De repente, he olvidado todo lo que pasó la última vez que estuve aquí. - explicó. - ¡No sé qué hacer!
- No te preocupes, Tomás. - intentó tranquilizarlo Claudia, al ver que se ponía nervioso. - Conseguiremos salir de aquí, ¡ya lo verás!
Él esbozó una pequeña sonrisa.
- Entonces, ¿qué camino elegimos? - preguntó Gonzalo.
- Por ahí. - dijo Ana, señalando el camino de la izquierda.
Sus tres compañeros se miraron entre ellos. ¿Debían escuchar a Ana? Al fin y al cabo, la chica había estado rara desde la muerte de su hermano.
- Vallamos por ahí, entonces. - coincidió Tomás finalmente.
Los cuatro comenzaron a andar por ese camino. Ninguno habló, todos estaban alertas ante cualquier peligro.
De repente, sonó un clic mecánico procedente del lugar dónde estaba Ana.
Todos se giraron hacía ella.
- He pisado algo - les explicó. -. Y entonces ha sonado ese ruido.
- No te muevas, Ana - le ordenó Tomás. -. Creo que es una mina. Si quitas el pie de ahí, explotará.
Gonzalo y Claudia intercambiaron una mirada, asustados.
Ana empezó a llorar.
- Tengo miedo
- No te preocupes, Ana. - trató de tranquilizarla Claudia.
A sus espaldas, escucharon extraños sonidos de animales.
- ¿Qué es eso? - preguntó muy asustada Ana.
- Suenan cómo... murciélagos - comentó Gonzalo.
- Serán cómo la pantera y los demás animales de humo - añadió Claudia. - Debemos huir.
- ¡Pero no puedo moverme! - les recordó Ana.
- No pasa nada - dijo Gonzalo demasiado calmando. -. Yo me colocaré en el lugar de Ana, y cuando vengan los murciélagos, quitaré el pie para matarlos con la explosión.
- ¡No! ¡No te cambiarás conmigo! - protestó Ana. - ¡De ninguna manera!
- Lo siento, Ana - le dijo, empujándola hacía un lado y rápidamente colocando su pie en la mina. - ¡Corred!
Claudia tomó a Ana de la mano y los tres empezaron a correr por el pasillo.
No pararon de correr hasta escuchar el sonido de una explosión.
Ana comenzó a llorar de nuevo, y Claudia también.
- Estamos a punto de llegar al final. - les dijo. - ¡Lo conseguiremos! ¡Los tres lo conseguiremos!
- ¡Claro que no! - explotó Ana. - ¡No llegaremos al final, nunca lo haremos! ¿Cuántas muertes más tiene que cobrarse este sitio para que podamos salir? ¿La mía, la de Claudia? Estoy harta de este juego de supervivencia sin final. Ya no lo soporto. ¡No lo soporto!
Y dicho esto, con sus manos temblorosas agarró un candelabro colgado de la pared y se dio un fuerte golpe en la cabeza.
Al instante en que su cuerpo llegó al suelo se transformó en niebla y desapareció.
Claudia empezó a llorar desesperadamente.
¿Acaso Ana tenía razón? Pensó.
No, no la tenía.
Debían seguir adelante.
Debían escapar de allí.
Así que Claudia se secó las lágrimas e intercambió una mirada decidida con Tomás.
Tras asentir, ambos siguieron andando, con esperanzas renovadas.
- No debe quedar mucho ya - dijo Tomás. -. Podremos salir por fin.
- Sí. - confirmó Claudia, con un suspiro.
Siguieron andando hasta que el camino se dividía de nuevo es dos corredores.
En cada uno había una puerta, y delante de cada puerta una armadura.
«Una de las puertas lleva hacía la salida. La otra hacía una muerte segura e inminente.»
Resonó una voz.
«Para saber por qué puerta podréis salvaros, debéis preguntarles a los guardias, pero uno siempre dice la verdad y el otro siempre miente.
Sólo podéis hacerle una pregunta a una de las armaduras,
así que pensadlo muy bien.»
- Nunca se me dieron bien los acertijos. - murmuró Claudia.
- Repasemos la información que nos han dado. - aconsejó Tomás.
- Hay dos puertas, por una mueres, por la otra te salvas - repasó la chica, con calma. -. Y dos guardias, uno dice la verdad y el otro miente. Sólo podemos hacer una pregunta.
Tomás estaba callado, pensando.
- ¡Creo que ya lo tengo! - exclamó. - Si solo tenemos una pregunta, debemos combinar varias cosas en la miasma pregunta.
- ¿A qué te refieres?
- Tendríamos que preguntar: ¿cuál me diría la otra armadura que es la puerta correcta? En ambos casos la respuesta será la puerta que lleva a la muerte, por lo que sólo tenemos que hacer lo contrarío a lo que nos indiquen las armaduras.
- ¡Eso es!
Ambos llevaron a cabo el plan de Tomás, y cuando ambos ya iban a por la puerta que les llevaría a la salida, la voz volvió a decir:
«Uno de vosotros deberá quedarse aquí, sujetando la puerta o los dos moriréis.»
- Yo me quedaré. - dijo Tomás.
- ¡No! - exclamó Claudia.
- Tú debes seguir, debes salir de aquí - continuó diciendo. -. Ya han muerto demasiadas personas por mí, Claudia. Es hora que yo haga algo por ellas. ¡Vete!
Claudia le abrazó y salió corriendo por el oscuro pasillo que se abría ante ella, sin saber muy bien qué hacer.
Era Tomás el que había resuelto todas las pruebas. Claudia se preguntaba qué era lo que iba a hacer sin él.
Llegó a un gran salón.
En el centro, había un viejo piano de cola, y a su alrededor habían asientos y instrumentos para el resto de una orquesta.
En ese momento, aparecieron de la nada miles de esqueletos hechos de niebla.
No parecieron ver a Claudia, si no que se fueron colocando en las sillas y cogiendo los instrumentos, creando una orquesta fantasmal.
Cuando el último esqueleto se sentó en la banqueta junto al piano de cola, todos los músicos comenzaron a tocar una tétrica melodía, cómo una marcha fúnebre.
A Claudia le entraron ganas inmensas de llorar, en cuando vio que entre la niebla, los esqueletos se iban convirtiendo en sus amigos, que habían muerto en aquella casa.
Pero no eran ellos, se recordó, estaban hechos de niebla.
Sin embargo, la Ana que tocaba el violín parecía tan real...
Junto a ella, Gonzalo, Andrés, Lucas, Ángeles, Pablo, Pedro, Aitor, Marta y Alejandra seguían la partitura con sus respectivos instrumentos. Melody tocaba el piano.
La canción cambió. El ritmo se aceleró, aunque seguía pareciendo tétrico.
Una mano le tocó la espalda.
Claudia se sobresaltó, y al girarse se encontró con un Tomás hecho de niebla.
Vestía un traje elegante, al igual que todos los demás. Cuando se quiso dar cuenta, Claudia también vestía diferente: sus vaqueros habían sido sustituido por un pomposo vestido azul.
- Baila conmigo. - le dijo, extendiendo su mano.
Claudia estuvo a punto de aceptar.
- ¡No escuches, Claudia! - escuchó gritar a verdadero Tomás, que aún estaba sujetando la puerta. - ¡No son ellos, no debes escucharles!
Sus palabras acabaron por convencerla. Empujó con todas sus fuerzas al Tomás de niebla, quién chocó contra la pared y se deshizo en el aire.
Al instante todos los demás volvieron a ser esqueletos y se transformaron en niebla, que se dispersó por la habitación.
Todos salvo Melody, que seguía tocando el piano.
Había furia y muerte en la melodía que tocaban sus dedos.
Lentamente, Melody se fue transformando hasta que consiguió la forma del profesor Joaquín.
- Hola, Claudia. - dijo sin dejar de tocar.
Ella no respondió.
- Me alegro de que hayas llegado sana y salva hasta aquí - siguió hablando. -. Tú me caes mejor que ese entrometido de Tomás, ¿sabes?
- ¿Qué debo hacer para salir de aquí? - preguntó, enfadada.
- Mmm... Has tenido que pasar por muchas pruebas hasta llegar aquí, ¿no? - dijo el profesor. -. Pues bien, yo soy la última prueba. Y debes superarme.
Solamente con un gesto de su mano, tres flechas volaron hacía Claudia, quién consiguió esquivarlas.
Claudia cogió lo primero que tenía a mano - un Violin - y se lo lanzó a la cara a Joaquín.
Este lo desvió, enfadado. Dejó de tocar el piano y se dirigió hacía Claudia.
Una espada se materializó en su mano y hizo aparecer otra cerca de Claudia.
- Acabemos bien esto, Claudia - dijo Joaquín. -. Quiero verte morir dignamente.
Esta la cogió, confusa, sin ni siquiera saber cómo empuñarla correctamente.
El profesor se abalanzó sobre ella, y Claudia detuvo la estocada torpemente.
- Sé que te ocultas bajo la apariencia de mi profesor, pero no eres él - dijo Claudia. -. ¿Quién eres, entonces? ¿Por qué no muestras tu verdadera apariencia?
Joaquín empezó a reír y a la chica se le pusieron los pelos de punta.
El cuerpo del hombre comenzó a convulsionarse y a hacerse mucho más grande.
Su piel se hizo semitransparente y de color oscuro cómo el carbón. Parecía estar hecho completamente de niebla.
Claudia calló hacía atrás.
- ¿Quién... eres?
- ¡Yo soy la bruja que vive en esta casa y se ha alimentado de las almas de tus amigos! - exclamó. - ¡Y tú osas hacerme mostrar mi verdadera forma ante un insignificante humano cómo tú!
La Bruja estiró los brazos y un razo negro salió de ellos, impactando a Claudia y lanzándola hacía atrás.
Chocó contra la pared y se deslizó hasta al suelo. No tardó en volver a ponerse de pie.
Con las piernas temblando, cogió de nuevo su espada, aunque sabía que no le serviría de nada, y se puso en guardia, esperando a la Bruja.
Está le atacó por última vez, y mientras los ojos de Claudia se cerraban y expiraba su último aliento, recordó una frase que había dicho Tomás ese día:
«Nadie puede escapar de la
bruja, y quién lo hace volverá tarde o temprano a encontrarse con ella...»
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