Vivir en pecado

   Una vez arregladas las cosas, vendí el cuadro de Andy Warhol y guardé mi pequeña fortuna en mi caja de ahorros, quedando solamente por resolver algunos asuntos jurídicos para poder terminar la sucesión y así poder poner en venta el taller mecánico, la gomería y los autos de papá.

Estaba muy acostumbrado a guardar secretos entonces no le dije a nadie que había vendido la pieza de arte; sin embargo, una extraña aversión me obligaba a decírselo a mi madre. Fue tanta la culpa que, aún cuando ella notó que faltaba la pintura en la pared, suspendí mi ocultamiento y se lo dije a solas.

En una palabra, a mi madre no le gustó nada que haya manipulado las posesiones sin permiso. Como no tenía nada que decir, le dije que había ido a pagar los honorarios del abogado y que pronto las cosas tendrían que estar resueltas. De esa manera huí del problema. Mi madre pudo visualizar un futuro diferente y eso la sacaba de la incomodidad.

Mientras tanto, jueves y se acercaba la noche de navidad. Mathilde y yo estábamos fatigados por tanto trabajo en el hipermercado. Las jornadas eran calurosas y la suma de las horas extras nos dejaba sin aliento. El paraguayo había dado la orden de que el local debía cerrarse a la medianoche para generar más consumo.

El caso era éste: hacía casi quince días que nuestro jefe estaba encima de nosotros, y yo ya estaba usando el modo de promociones virtuales. Gracias a mi subsistencia y mi desempeño logramos triplicar las ventas de diciembre. Mi plan era muy razonable y tan bueno, que había llegado el bendito día en que recibía mi primer aumento de sueldo.

Esa noticia me agradó sobremanera y me hizo subir mi autoestima. El paraguayo me aseguró, con gran entusiasmo y sinceridad que pronto podría pasar a la zona de créditos. Tendría un espacio más amplio y estaría trabajando junto a Matheus.

Expresó luego que todos en el hipermercado somos gente honrada y que estábamos pasando por un mes de mucho movimiento y aseguró que, si nos esforzabamos ibamos a recibir un plus en nuestro recibo de sueldo.

Durante todo ese tiempo comprendí lo que realmente estaba haciendo con mi vida. Deseaba fervientemente tener a mi lado a una mujer que me ame. Pero después de ver todo el maltrato que había recibido Monique por parte del rubio, se me había ocurrido que podría invitarla a la cena de nochebuena. Entonces seríamos cuatro personas en la mesa; mamá, Mathilde, Monique y yo.

Eso me recordó que ahora que sé la verdad, no podría dejar afuera del festejo al rubio. Comencé a mirar a mi alrededor sintiéndome perdido. Había olvidado completamente, el hecho que debía indagar más sobre el tema.

Después de pensar durante unas horas en lo extraño de todo eso, decidí ir con Matheus y decírselo en la cara. Entonces me armé de valor, caminé hacía donde estaba él y giré su silla rápidamente. Se lo dije de una. Fue tal el asombro que vi en los ojos de Matheus que él no supo que responder.

Esto sorprendió enormemente a todos, quienes nunca habían siquiera sospechado nada sobre Mathilde y el rubio.

Monique se acercó y estaba ojiplática mirándome confundida. Sus cabellos cobrizos taparon su rostro de resignación. Inexplicablemente ella comenzó a sollozar.

—No puedo creer que me hayas mentido de este modo tan estúpido —suspiró, Monique con la voz entrecortada.

—Lo sé. Aunque todo esto fue una invención de Mathilde, tuvo el efecto deseado y nada malo ha ocurrido.

Al llegar a mi casa, abrimos la reja y vi mi madre. Ella estaba esperandome en el porche delantero con una taza de té verde entre sus dedos. Ella sabía que íbamos a llegar alrededor de una de la mañana. Previamente habíamos acordado que mamá iba a preparar la cena ya que era una época donde no había tiempo de ni siquiera respirar.

Sabía con certeza que una vez que diciembre finalice, las cosas se calmarian en el trabajo.

—Cuando llegue enero seremos libres —dijo Mathilde con una voz seca.

Respiré nuevamente. Me sentí invadido por la emoción que implicaba la cena de nochebuena. Pero esta vez sería mejor porque estaría acompañado por mis pares y así podría evitar sentirme mal por la pérdida de mis seres queridos.

Levanté mi vaso de agua helada y luego hice una pausa. Mamá se quedó paralizada mirándome mientras comíamos spaghettis con pesto.

—¿Qué pasa? —dijo mamá con una voz susurrante.

Hice un gesto con el dedo señalando a Mathilde que estaba en el baño lavándose las manos. Con la cabeza inclinada escuché que la rubia estaba sollozando.

—¿Mathilde? ¿Qué te sucede? —exclamó mamá.

La rubia se sentó junto a mi madre y sacudió bruscamente su cabello.

—Matheus esta enojado conmigo. Dijo que ahora todos ponen en su duda su reputación en el hipermercado.

Acercó su plato y tomo su tenedor. Mamá la miró y examinó su rostro.

—Mathilde, ya se olvidará. Es cuestión de tiempo. Nadie tiene un ápice de rencor contra tu hermano —dijo mi madre con una voz gutural.

—Este lunes es veinticuatro. Tu hermano vendrá a casa y verás que todo se le va olvidar —dije con voz átona.

—No creo que venga a cenar con nosotros. Tengo la certeza de que irá a la casa de Patty Boyd —inquirió la rubia.

Esa imagen mental me estremeció, pero no entendía el porque de ello.

—¿Con la pelirroja? ¿A qué? —pregunté ojiplático.

—¿Acaso no conocés a Ventaja Johnson?

Mi madre lanzó una carcajada que casi la ahogó y dijo:

—No sabía que le decían así.

—Matheus nunca desaprovechó una oportunidad, sobre todo con una dama tan bonita con Boyd —rechistó la rubia.

Hundí el tenedor entre los fideos y elevé los ojos para mirar el televisor. Por un instante mi mirada se fijó en los ojos brillantes de Mathilde. Parecía que la angustia que ella tenía se estaba disipando. Con un movimiento en mis párpados, volví a concentrarme.

—Demetrius —exclamó mamá con voz aguda y discordante cortando el silencio sepulcral.

Ante ese chillido de mamá, la mirada de la rubia cambió.

—¿Ocurre algo?

—No escondas tus sentimientos, hijo. ¡Sal de ese cascarón!

—No entiendo nada.

Mamá se estiró y tomó la mano de Mathilde. Hizo un ademán rápido y la colocó sobre la mía. Y yo le respondí con los ojos bien abiertos.

—¡No! —aullé desesperado.

Deslicé la mano sigilosamente y la puse sobre mi muslo. Mi mente se indignó, febril.

—¡Vamos! Ustedes van a terminar enamorándose —dijo mi madre con voz teatral.

Desvíe la vista y miré fijamente a Mathilde para que le dé la negativa a mamá. Pero al ver su rostro no noté ningún indicio de un desprecio.




Debo esperar. Lo siento. Creo que... quiero que ese día sea perfecto. Como lo he imaginado millones de veces. Ésto no es lo que anhelo. No necesito un empujón de mi madre para caer en los brazos de una chica. Debería tener el coraje y el corazón para hacerlo... sin importar lo que pase. No necesito un envión porque siempre hay un momento preciso para que las cosas sucedan.

La verdad estaba por ser escupida sobre la mesa. Vi el rostro de Mathilde y presentí que estaba algo azorada y abochornada. Todo lo que había estado sucediendo alteró un poco nuestra relación de amigos. Todos pensaban, que por el simple hecho de estar viviendo juntos, también estábamos teniendo sexo.

Era domingo, veintitrés. Esa noche antes de cerrar nos quedamos en el hipermercado para apoderarnos de todo lo que había dejado los usuarios. El paragua nos había permitido llevarnos a casa algunos productos alimenticios como carne de cerdo y de res; sidra, pan dulce, turrones, cerveza, vegetales, pan y algunos productos que no estaban a la venta para el consumo como las decoraciones con reminiscencias de Papá Noel.

Durante la selección de los productos, estuve constantemente dominado por la alegría de obtener toda esa mercancía gratis; pero al llegar a la facturación pude ver el rostro apático del rubio. Nunca advertí que él podria estar triste al llevarse cosas a su casa. Su rostro era la prueba evidente de la amargura.

Finalizada esta tarea, fuimos hasta el estacionamiento del super y metimos todo en el asiento trasero del Fiat 600. Matheus estaba sentado en su auto con el motor en marcha. Le arrojé una lata de cerveza, del cual diré de paso que el rubio la atajo en el aire y la bebió tranquilamente, mirándome luego como para querer conversar; pero como estaba ocupado metiendo las cosas a la fuerza en mi diminuto auto, no tardó mucho en irse.

Tenía ahora la provisión que necesitábamos, que según creí, alcanzaría para preparar una cena mínimamente decente para los comensales, más aún no me sentía totalmente satisfecho porque no había tenido oportunidad para encarar a Matheus y preguntarle si quería pasar la velada en casa de Lalo.

Pero lo que más me alegró es ver el rostro de satisfacción de Mathilde, después de haber tenido una jornada tan extensa y pesada. Sobre todo por el calor extenuante de 34 °C. 

La rubia había traído dentro de una bolsa de arpillera unos barrilitos de ron y una botella de licor de melón.

—Mathilde, detesto el melón —dije con voz áspera.

—¡Cállate, subnormal! Vos vas beber lo que yo quiera. ¿Entendido? —respondió sin vacilación ni temor.

—¡Vaya! —exclamé en voz alta—. ¿De qué sirve imponerte con un licor de melón? Habiendo una enorme variedad de licores de fruta.

Guardé tan concienzudamente todo en mi auto, viendo que Mathilde había sustraído una docena de copas de cristal biselado. Estaba con la boca abierta a punto de llamarle la atención. Sin embargo, al pensarlo más detenidamente, visualicé en mi mente que no había copas para el brindis.

La casa de Lalo, la que hoy día es mi vivienda, evoca recuerdos veraniegos. Es un lugar en el me siento rápidamente seguro. Aquí la gente no tiene miedo de dejar las ventanas abiertas o las puertas sin cerrojo. Es por eso que mi madre pensó que sería muy fácil de ocupar por malandras oportunistas, si nadie iba a estar aquí para habitarla.

Las calles siempre fueron apacibles, pero siempre se dijo que este barrio no es tan tranquilo como parece. Sin embargo, cuando me dirigí hacia la estación de servicio para comprar una bolsa de hielo, una de las octogenarias de mis vecinas me increpó para preguntarme si estaba viviendo con una prostituta de cabello platinado. Cuando la señora pronunció esa palabra, yo fruncí el ceño ante tan decadente comentario.

Obviamente, a Mathilde le gustaba regar las plantas del porche delantero usando únicamente una pequeña blusa con la insignia de The Ramones y un diminuto short de mezclilla azul que le marcaba su huesudo trasero. Mathilde siempre tuvo una morfología pequeña. A pesar de todo, decidí callar y no darle ninguna explicación a la viejecita. Ya sabía que tarde o temprano tenía que suceder algo así. ¡Dios santo! Podemos ser vigilados como si fuese una conspiración vecinal dantesca. Los pilares de esta comunidad barrial, junto a los aristocráticas vecinas desarrollando sus rutinas diarias de dudosas actividades, me habían hecho pensar que había que tener ojos en las espaldas.

La rubia vivía conmigo hace apenas unos cuantos días, lo lógico era que si le decía lo que realmente pensaban los vecinos, ella iría a reaccionar como una desquiciada. Es difícil ponerse en el lugar de la rubia, porque ella se enfada con mucha frecuencia.
Sin embargo, para ahorrarme un futuro drama le dije a la señora que le daría dinero para que no divulgue la supuesta promiscuidad que veía en mi amiga.

—Aceptaré tu arreglo, si vos querés. Cincuenta pesos serán suficientes —solicitó la señora con la voz gélida.

Saqué mi billetera de mi bolsillo y le entregué el billete sin mediar palabra.

—¡Oh, cielo santo! —chilló la mujer— . Muchas gracias. Esa chica rubia es una meretriz, no hay duda. ¿Cómo puede ofrecer semejante espectáculo al público?

—Señora, solo es una amiga. Trabaja en el hipermercado. Ella es cajera.

La mujer alzó los ojos al cielo e intentó imaginarse a Mathilde en el super y dijo:

—Ay, Dios mío. Tengo artritis reumatoidea en las rodillas, hace tiempo que no camino hasta el hipermercado —dijo con la voz impostada.

—Lo siento mucho, solo no quiero tener problemas en el barrio.

—¿Problemas? —preguntó retóricamente la viejecita, dándome una palmada amistosa en el hombro.

—Señora, tiene que ver el lado bueno de la gente. Después del fallecimiento de mi padre y luego de ver morir en vida a mi tío Lalo nada es como antes —declaré.

—¡La muerte es una cosa terrible! El pobre de Lalo murió por un desliz. A veces imagino que la muerte viene a buscarme y tengo que beber una copa de Moscatel. Eso me alivia la presión y minimiza mi temor ¿Comprende?— musitó la mujer, con la voz quebrada.

—La entiendo perfectamente. Usted tiene que entender que algunas mujeres son como mi amiga. Yo la verdad, no tengo derecho a criticarla puesto que no es mi esposa —dije con voz gutural.

—Sí, pero estoy segura que es mucho mejor que te cases con ella. No es bueno vivir en pecado —respondió la señora con una voz susurrante.

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